TITULO:TARDE DE CINE CON - Más triste todavía,.
Más triste todavía,.

foto / Arístides, según nos cuenta Plutarco en sus Vidas paralelas, era un político ateniense. Sometido a una consulta popular para establecer si se le condenaba al destierro —ostracismo se llamaba a eso, pues se escribía el voto en conchas marinas y trozos de cerámica—, un ciego,
que ignoraba quién era, le pidió que anotara por él su propio nombre.
“¿Que te ha hecho de malo?”, preguntó Arístides mientras lo hacía. “Nada
—respondió el ciego—. Pero estoy harto de oír decir que es una persona
honrada”.
Hartazgo es
la palabra: un término a menudo subestimado en política y otros ámbitos,
pero cuyos efectos pueden ser lo mismo liberadores que tóxicos. De
muchos hartazgos históricos surgieron derrocamientos y tiranías. Pocas
cosas son tan ingobernables, por una parte, y tan manipulables por otra
—si se cuenta con medios adecuados— como la reacción de las masas hartas
de algo. O de alguien.
Asusta,
y con razón, la ruidosa galopada reaccionaria que sacude Occidente.
Después de dos décadas predicando lo contrario, los apóstoles del mundo
feliz paritario e igualitario, la izquierda de nueva generación,
canceladora, facilona y woke, se lleva las manos a la cabeza
preguntándose cómo es posible, después de tanta doctrina y tanta píldora
aparentemente tragada por todos, cuando la batalla parecía
resuelta, que al barco del progreso humano le entre agua por todas
partes y los demonios largamente denunciados se hagan con el timón de la
nave, trayendo consigo sus ajustes de cuentas, rencores y represalias.
¿Qué
ha pasado, cómo es posible? se preguntan esos imbéciles. ¿Qué es lo que
ha traído a la ultraderecha en Estados Unidos y Europa, resucitando
fantasmas que parecían bien muertos y bajo tierra? Miran hacia todos
lados palpándose la ropa con estupor. Quién diablos nos ha robado la
cartera, inquieren. Pero el único lugar que no miran es el espejo, hacia
ellos mismos. A su estupidez, irresponsabilidad e ignorancia, cuando no
deliberada mala fe, que convirtió a una ultraderecha antes inexistente
en Europa, o más bien minoritaria o residual, en pretexto, en factor
útil para su hipócrita ejercicio de oportunismo político.
¿Cuándo
cuajó esa derecha europea radical y arrogante? se lamentan. Y la
respuesta es aterradoramente sencilla: cuando la izquierda de nuevo cuño
dejó de ocuparse de los trabajadores para abrazar e imponer, llevándola
a extremos irracionales y ridículos —tan antiamericanos como son para
unas cosas, y tan babeantes para otras—, la peligrosa doctrina nacida en
Harvard y la universidad de Carolina en la que se fue apoyando poco a
poco, extendida como mancha de aceite, tanta basura ideológica:
penalizar la libertad individual en favor de la sumisión grupal,
retorcer hasta la más grotesca exageración conceptos útiles, nobles y
necesarios como izquierda, igualdad, paridad, feminismo, antifascismo. Y
todo eso, imponiendo mediante las redes sociales un matonismo
abrumador, un régimen dictatorial ante el que primero claudicaron los
más débiles y luego nadie se atrevió a discutir. Lo define perfectamente
mi amigo Juan Soto Ivars —uno de los pocos que en los últimos tiempos
se han mantenido valerosamente libres—: “Nadie hizo nada porque
contradecir la monserga provocaba señalamiento, etiquetado, vergüenza.
Prefirieron ser discretos y que no les salpicara. Así se inundó todo. Es
alucinante que auténticos liliputienses lograsen, con sus consignas
rellenas de bilis, que multinacionales y gobiernos repitieran esa
morralla. He visto a directores de empresa acojonados por las opiniones
de una becaria y a profesores de instituto dando la razón al más gritón,
arrogante y bobo“.
Y así
ha sido, literalmente. Hasta las grandes y pequeñas empresas e
industrias internacionales, atentas siempre a cuanto signifique negocio,
subieron a ese tren para asumir las consignas del momento con verdadero
entusiasmo —la hipócrita fe del converso—, alardeando de ser más
feministas, más paritarias, más inclusivas, más políticamente correctas
que nadie. De ese modo, también lo woke ha sido pingüe negocio
durante todo este tiempo. Bajo la dictadura de pandillas digitales que
en las redes sociales fingían ser masas populares, mediante la
infiltración y control de organismos del Estado, centros de trabajo y
universidades, los paladines de lo woke lincharon a todo aquel
que no se plegaba a la nueva dictadura: a quien no llamaba niños a
delincuentes de dieciséis años y un metro setenta de estatura, a quien,
sin dejarse influir por el miedo o la alienación ideológica, decía
camionero en vez de transportista, inmigrante en lugar de esa gilipollez
de migrante, alumnos en vez de alumnado, o hablase con naturalidad de
padres sin precisar que hay parejas de padre y padre, y de madre y
madre, o de sexo fluido, o de lo que carajo sea. A quien, en el humilde
colegio de su pueblo, en vez de imponer la lectura de una autora
feminista o un mediocre autor local —al que no lee ni siquiera el profe—
proponía a Homero, Jorge Manrique, Cervantes o Pérez Galdós. A
cualquiera que cuestionara, en fin, el lenguaje impuesto y las
narrativas oficiales. Consiguiendo, de ese modo, la sumisión cómplice de
los cobardes y el silencio cauto de los reacios a buscarse problemas,
amordazando a la prensa escrita y digital, convirtiendo los centros
escolares en escenario —teatral es el adjetivo adecuado— para chicas
arrogantes, crecidas en su poderío, y para chicos atemorizados y
confusos hasta el disparate, desconcertados primero y rencorosos
después.
El
caso, patente hoy, es que esos idiotas o canallas repartieron
certificados de democracia, de solidaridad, de igualdad; decretaron un
multiculturalismo postizo e imposible, acomplejado ante el radicalismo
islámico —profesoras con velo dan clase a niñas europeas y la tumba de
Carlos Martel en Saint-Denis necesita protección antiterrorista—.
Dictaron una manera determinada de ser y de pensar, atormentando a sus
víctimas con escraches infames. Impusieron a toda costa su lenguaje, a
menudo impostado y absurdo, desafiando no sólo las normas sabias de las
academias, sino el más puro sentido común. Se granjearon, en fin,
después de calzarnos tanto miedo y tanta basura, la antipatía de la
gente normal e incluso el rechazo inteligente de algunos de los
colectivos a los que aseguraban defender.
En
España, naturalmente, nuestra nueva izquierda —la que en su inculta
fatuidad reniega de Julio Anguita y de Felipe González— se puso a la
cabeza. Se erigió en administradora única del negocio, y utilizó la
palabra negocio con absoluta deliberación. La cosa empezó con lo
normal, lo razonable, lo necesario, la paulatina toma de conciencia de
que hay vicios sociales intolerables. ¿Quién, salvo una bestia
reaccionaria, no iba a asumir y apoyar eso? Pero el asunto exigía, por
razones tácticas, tener un monstruo enfrente; y si éste no existía o no
era lo bastante poderoso, fabricarlo. Engordarlo bien. De ahí la
magnificación de una derecha extrema que antes apenas pesaba en la vida
pública, y que ahora abunda en los telediarios y que incluso se ha
creído de verdad a sí misma, alentada por individuos de la catadura del
tal Buxadé o el siniestro Herman Tertsch. Pero al principio no era así, y
de ahí proviene el apunte tóxico, el señalamiento, el adjetivo fascista
aplicado a cualquier desacuerdo, cualquier disidencia, cualquier
reacción opuesta, por argumentada y razonable que fuera o sea. De ahí,
en fin, la equiparación de unos con otros, la cancelación, la
prepotencia y la venganza, las campañas desencadenadas incluso contra
las personalidades de izquierda o periodistas que, como mi también
amigo Antonio García Ferreras y otros comunicadores e intelectuales
brillantes, no quisieron marcar a ciegas el nuevo paso de la oca que
ordenaban desde el mostrador de la taberna Garibaldi. Sicarios de esa
izquierda dogmatizaban y acusaban, y siguen haciéndolo, en los medios
digitales y las tertulias radiofónicas y televisivas. Y tan agresiva
dictadura acabó envileciendo palabras nobles y perjudicando luchas
justas.
Al
final, claro, se acabaron viendo las costuras: la hipocresía y el turbio
sesgo de quienes pontificaban, calumniaban y señalaban. El hermana yo
te creo de Irene Montero y sus violadores liberados por la nueva ley, el
chúpame la minga de Pablo Echnique, la venenosa bajunería y mala índole
de Pablo Iglesias, gallito del harén, que las azotaría hasta hacerlas
sangrar —prepárense, pues se dispone a volver mediante señora
interpuesta—, el ridículo lenguaje cursi-infantil de Yolanda Díaz, el
farisaico pseudofeminismo del hoy cancelado y escondido Peio Riaño
—patético agitador cultural que sostenía que los cuadros de El Prado son
machistas—, el enhiesto miembro viril de Íñigo Errejón y tanta basura,
tanto camelo barato, tanta mierda empaquetada para su venta a granel por
ciertos medios informativos digitales que, con eso y alguna ayudita
financiera extra, se ganan la vida. Y de nuevo recurro a mi querido Soto
Ivars para expresar lo que yo no diría mejor que él: “No creían
verdaderamente en nada de lo que decían: eso lo supimos más tarde,
cuando fueron despeñándose. El daño que han hecho a los colectivos que
supuestamente defendieron todavía no se puede medir; hay que esperar a
conocer la temperatura exacta de la reacción furiosa que han despertado.
Lo indiscutible es que quebraron el progreso. Las sociedades
occidentales eran cada vez más igualitarias, inclusivas y diversas, pero
ellos no podían vivir sin su batalla. Ahora, a saber qué pasará“.
Y lo que pasará, lo que inevitablemente tenía que pasar, está
pasando. Que las grandes empresas norteamericanas como Disney,
MacDonald’s, Harley Davidson, Ford, Meta, Cartepillar, Amazon, bancos
poderosos y fondos de inversión —los europeos irán detrás, como siempre—
empiezan a adaptarse al nuevo clima político; y en parte por miedo a
las represalias de la derecha emergente y en parte porque comprueban la
temperatura, templan el vocabulario y retiran dinero de campañas que
antes apoyaban. Atentos al sentir pendular de su clientela, se desmarcan
cada vez más de esas dos décadas de presión y sobreactuación
insoportable. O sea que, en mayor número, los ciegos atenienses piden a
Arístides que escriba su propio nombre en la concha y se vaya a hacer
puñetas. Y lo hacen como era previsible —y temible— que lo hicieran:
yéndose peligrosamente al otro lado, propiciando el resurgir en España,
en Europa, en los Estados Unidos, de un ultranacionalismo conservador,
crudo, arrogante, agriamente populista, al que ahora se acogen los
cabreados y los desesperados, los fatigados de tanta demagogia y tanto
cuento chino; no sólo para darle su voto, que, al fin y al cabo, de eso
trata la democracia, sino para confiarle la revancha, la venganza contra
todo aquello que semejantes cantamañanas les hicieron engullir durante
veinte años. Por los daños irreparables causados, por la incertidumbre y
el disparate.
Nada
tranquilizador, desde luego: se avecinan horas negras, y Trump de nuevo
en la Casa Blanca es el más perverso ejemplo. Pero lo peor del asunto es
que los mismos que, allí y aquí, hicieron posible la tormenta se
proclamarán ahora más necesarios que nunca, postulándose a sí mismos
para combatirla. Seguirán ahí esperando otra vez su hora, confiados en
que el futuro péndulo de la Historia los favorezca de nuevo entre los
escombros del mundo razonable que tanto han contribuido a demoler. Al
fin y al cabo, las ratas son los únicos animales capaces de sobrevivir a
cualquier desastre.
TITULO: Historia de nuestro cine - Cine - Los Cronocrímenes ., Viernes - 14 - Marzo ,.
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El Viernes - 14 - Marzo a las 22:15 por La 2, foto,.
Reparto ,. Karra Elejalde, Bárbara Goenaga, Nacho Vigalondo, Juan Inciarte,.
Un hombre viaja accidentalmente al pasado y se encuentra consigo mismo,
con una chica desnuda en medio del bosque, con con un extraño individuo
con la cara cubierta por un vendaje de color rosa y con una inquietante
mansión en la ladera de una colina. Son las piezas de un puzle
impredecible que conducen a una insólita modalidad de crimen. ¿Quién es
el asesino? ¿Quién es la víctima?,.