Zelda, que fue su mano derecha durante 20 años, junto a Bono y su esposa, en el funeral de Mandela (Foto),.
Votó “no” al fi n del apartheid, se sentía aterrada por el “terrorista” que lo propugnaba... pero se convirtió en su más fi el colaboradora. La historia de Zelda nos enseña que las personas pueden entenderse... pese al odio que les hayan inculcado.
Sus padres, y todos sus vecinos, estaban convencidos de que Mandela era un terrorista y de que todo lo que veneraban, el respeto a la propiedad de la tierra y a las riquezas que proporcionaba, la superioridad moral y la autoridad del hombre blanco, sería destruido si se permitía a los negros alcanzar los mismos privilegios.
“Nadie nace racista. Se convierte en uno por la influencia de lo que le rodea”, dice Zelda en las memorias que acaba de publicar, tituladas Buenos días, señor Mandela, inéditas aún en España. Pero nada indicaba que ella, seguidora del apartheid desde los 13 años, estuviera llamada a ser la asistente personal que más tiempo trabajó con Mandela. “Sin embargo, así fue”, dice Zelda, que revela también en su libro la descomposición familiar de los Mandela, y la ambición y la crueldad de sus hijas, capaces de impedir a su viuda, Graça Machel, y a la propia Zelda que asistieran al funeral del expresidente sin invitación.
Un mundo nuevo
La vida de Zelda y su familia transcurría plácidamente. Pasaban las tardes de verano en la piscina, iban a una escuela solo para blancos y tenían una interna negra, Jogabeth, que era “como de la familia”, pero dentro de unos límites. Jogabeth tenía su propia habitación en la casa, con retrete, pero sin ducha, y usaba sus propios cubiertos, vasos y platos. Su cuerpo y sus manos fueron el refugio de Zelda en su niñez. Pero, admite, “jamás habría tocado su pelo”. Así eran las cosas.
La familia La Grange estaba en la piscina cuando escucharon que Mandela había sido indultado. Era febrero de 1990 y el padre de Zelda palideció. “Ahora tendremos problemas –dijo–. El terrorista ha sido liberado”. Dos años después, el presidente Frederik de Klerk convocó un referéndum para abolir el apartheid. Solo podían votar los blancos, pero casi dos millones de personas se pronunciaron a favor de la igualdad. La familia La Grange votó en contra. También Zelda, que tenía 23 años cuando Nelson Mandela se convirtió en el primer presidente negro de Sudáfrica democráticamente elegido por negros y blancos.
La familia de Zelda temía la revancha. Pensaban que la ira y la destrucción se adueñarían del país. Sin embargo, la vida siguió como siempre. Y, en el verano de 1994, Zelda empezó a trabajar como mecanógrafa para la secretaria personal de Mandela. Alguien le habló del puesto, que implicaba vivir seis meses en Pretoria y otros tantos en Ciudad del Cabo, y se presentó. “En mitad de la entrevista, apareció una mujer negra, muy simpática y gesticulante, vestida con un traje de satén multicolor. No era a lo que yo estaba acostumbrada –escribe Zelda–. “Necesito una mecanógrafa y no me importa si es negra o blanca, la necesito ya”, dijo, y se la llevó de la mano. Resultó ser la secretaria personal de Mandela, Mary Mxadana.
Dos semanas después, Zelda se topó con su destino en un pasillo. Literalmente: tropezó con el presidente, flanqueado por sus guardaespaldas. Él, lejos de sentirse molesto, le estrechó la mano. Ella acertó a decir: “Buenos días, señor Mandela”. No se dio cuenta de que lo decía en afrikaans. “Era muy anciano. Me fijé en las arrugas de su cara y en su sonrisa, cálida –dice Zelda–. Me habló con amabilidad y me preguntó mi nombre. Yo quería retirar mi mano, pero él la retenía. Sentía la textura de su piel y empecé a sudar. No estaba segura de que debiera darle la mano”.
¿Cómo se corrigen todos los prejuicios de una vida en cinco minutos? Es la pregunta que se hizo Zelda, sosteniendo, probablemente por primera vez en su vida, la mano de un hombre negro. En medio del inesperado encontronazo que la dejó inerme en aquel pasillo, todas las estructuras, las reglas, los “porque sí” que organizaban su vida se desmoronaron. Y emergieron la culpa, las preguntas, la perplejidad. “De pronto, quería pedir perdón. No había pensado en lo que significa pasar 27 años encarcelado, pero sí sabía lo que era no tener aún 27 años. No podía imaginar una vida entera en prisión”.
Zelda trabajó para Mandela durante casi 20 años. En 1999 se convirtió en su asistente personal y directora de su secretaría. Cuando Mandela abandonó la Presidencia del país, siguió a su lado. Era su consejera, su portavoz, la persona que controlaba sus pasos, necesidades y gestos. El puente hacia la fi gura del luchador al que todos querían rendir homenaje. Hasta el 28 de febrero de 2012, cuando la familia decidió prescindir de ella. Zelda se quedó junto a Graça Machel, mientras el viejo luchador perdía la memoria y se encogía como para refugiarse ante la llegada del final.
Una vida en común
Para Zelda, educada para no tocar ni mirar a un negro, Mandela fue no solo alguien a quien respetar, sino la fi gura de apoyo que de niña no había tenido, en una familia marcada por la autoridad. Encontró, en el lugar más inesperado, la fuente del afecto puro, alguien que le preguntaba si estaba bien o la tapaba si se quedaba dormida en el avión. “No recuerdo que mis padres me arroparan nunca de niña. Sin embargo, el hombre al que habíamos odiado y temido me cubría los pies, preocupado porque no tuviera frío”, escribe.
Ella le llamaba Khulu (abuelo) y él a ella, Zeldina. “Oh, Zeldina, ¡estás aquí!”, solía exclamar en sus últimos días, acariciando su mano, cuando casi no reconocía a los que tenía a su alrededor. Zelda le vió por última vez tres meses antes de morir. “Aún podía sonreír –recordaba en una entrevista–. Esa risa contagiosa, capaz de iluminar una habitación entera, es mi recuerdo más querido”. El 5 de diciembre de 2013, Zelda estaba en su casa, pero supo que Madiba (el nombre tribal de honor que le habían dado) había fallecido cuando vio a dos helicópteros sobrevolar sus alrededores. Entonces, reteniendo el llanto, se sentó en el jardín, en la cálida noche de verano, y rezó.
Una infancia traumática
Una tarde, cuando tenía 12 años, Zelda vio que su madre, una mujer con severas depresiones, se había encerrado en el coche y estaba tratando de suicidarse respirando el humo del tubo de escape. Zelda intentó abrir la puerta, golpeó la ventanilla y, finalmente, corrió a avisar a su abuela. Su madre se salvó.
“Desde entonces no dejé de preguntarme por qué había querido abandonarme –escribe Zelda– y creo que aquello determinó siempre mis relaciones con la gente. Siento terror a que me abandonen y sacrifico mi vida para gustar a los demás. No es lo idóneo cuando se trata de relaciones afectivas, pero sí en el trabajo. De alguna manera, Mandela necesitaba gente que se entregara a él, que le ayudara incondicionalmente. Mi necesidad de agradar encajó perfectamente con su necesidad de una lealtad total”.
"¡Zelda, por favor!"
Ella tenía el control total de la agenda de Mandela, era su portavoz, su ayuda de cámara, su confidente. Solo su segunda esposa, Graça Machel, pasaba más tiempo con él. Cuando no querían que alguien les entendiera, hablaban en afrikaans, que Mandela habiá aprendido en la cárcel. Para los que tuvieron que lidiar con ella, Zelda no fue precisamente sinónimo de calma. “Era ferozmente leal –recuerda el reportero David Blairm–.
A menudo parecía que iba a perder la compostura y contagiaba su mal humor. Recuerdo a una docena de fotógrafos gritándole desesperados: “¡Zelda, por favor!”. Intentaban captar la imagen del saludo entre Mandela y Tony Blair, y ella decidió plantarse en medio”. El periodista John Carlin la apodó “la roca de Mandela” y la describe como “el miembro más íntimo de su séquito personal, un formidable sargento de policía”.
TÍTULO: SI TIENES MINUTOS Y DESCANSO,. VIAJAR SOLA,.
Aún recuerdo la cara de disgusto que puso mi madre cuando le dije que me iba de viaje a Nicaragua sola y sin billete de vuelta. Yo tenía 20 años, estudiaba periodismo y soñaba con ser reportera de guerra. Pese a su enfado inicial y el miedo a que me sucediera algo, mis padres me apoyaron con resignación. Como me conocían, sabían que nada me haría cambiar de opinión. Era joven e inexperta, pero deseaba ver mundo, conocer otras culturas y ampliar mis horizontes. Aunque se les encogía el estómago cada vez que me veían hacer la maleta y poner rumbo a algún país remoto y peligroso, no pusieron freno a mis sueños. foto,.
Eran otros tiempos y que una mujer viajara
sin un hombre al lado para protegerla era bastante inusual.
Desde aquel viaje iniciático a Centroamérica en 1982,
no he dejado de recorrer el mundo a pie, en tren, en jeep,
en camello o en barco para hacer reportajes con mi cámara
al cuello. A la inevitable pregunta de lo peligroso que
puede resultar viajar sin compañía, mi respuesta es siempre
la misma: con una pizca de sensatez, respeto y tiempo
para convivir con la gente, todas las puertas se abren.
Si a esto le añades capacidad de adaptación –no hay que
hacerle ascos a la comida selvática, aunque el menú sea
guiso de mono– y no perder el sentido del humor, incluso
en situaciones adversas, la aventura tendrá fi nal feliz.
Cada vez más mujeres se animan a
recorrer solas el mundo para escapar de la rutina, descansar
de la familia y vivir nuevas experiencias. Las hay que
se lían la manta a la cabeza y se marchan sin novio o sin
marido; otras van con un grupo de amigas; y las hay que
se unen a mujeres con sus mismas inquietudes pese a no
conocerse. El fenómeno ya tiene nombre en EE.UU., “All
girl getaways”, y empieza a ponerse de moda en España. La
población femenina es el 70% de la clientela de las agencias
de viajes y este auge ha hecho aflorar un prometedor
negocio: agencias de viajes solo para mujeres, hoteles para
ellas, libros y manuales de viajeras, blogueras… el ocio en
femenino tiene cada vez más seguidoras. Estas agencias
proponen a sus clientas contactar con mujeres de India,
Japón o Irán, y compartir con ellas experiencias únicas e
inspiradoras más allá del circuito tradicional.
A las que aún no se han atrevido a dar el paso les diría que no existe excusa para quedarse en casa y soñar con ese viaje que siempre has querido hacer. Desde los tiempos más remotos, las mujeres se han lanzado a explorar el mundo llevadas por la curiosidad y el afán de libertad. En una época no tan lejana en la que una dama que viajara sin su esposo era tachada de loca e inmoral, aquellas audaces pioneras demostraron que, con curiosidad, valor y tenacidad, se podía llegar lejos. Por fortuna, los tiempos han cambiado y las viajeras no tenemos límites para hacer realidad nuestros sueños. Sólo un aviso: al hacer la maleta ya no hay vuelta atrás y nunca volverás a ser la misma.
A las que aún no se han atrevido a dar el paso les diría que no existe excusa para quedarse en casa y soñar con ese viaje que siempre has querido hacer. Desde los tiempos más remotos, las mujeres se han lanzado a explorar el mundo llevadas por la curiosidad y el afán de libertad. En una época no tan lejana en la que una dama que viajara sin su esposo era tachada de loca e inmoral, aquellas audaces pioneras demostraron que, con curiosidad, valor y tenacidad, se podía llegar lejos. Por fortuna, los tiempos han cambiado y las viajeras no tenemos límites para hacer realidad nuestros sueños. Sólo un aviso: al hacer la maleta ya no hay vuelta atrás y nunca volverás a ser la misma.
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