¿Qué le pasa al amor cuando ella gana más?", por Isabel Menéndez / foto.
En algunas relaciones de pareja, el poder económico y afectivo recae en mayor medida en la mujer. ¿Cómo afecta este desequilibrio a la relación? ¿Saben esas mujeres disfrutar de los logros conseguidos?,.
Durante las últimas décadas, hemos asistido a un cambio en la condición social de la mujer.
Si en la generación de nuestras abuelas el hombre era el encargado de
trabajar fuera de casa para aportar los ingresos necesarios a la economía doméstica, ahora hay muchas mujeres que, además de cumplir esa función, siguen dirigiendo la vida familiar.
Reconocerse influyente por el trabajo que se tiene, por lo que se aporta en la familia y por las relaciones que se han podido construir fuera de ella, es importante tanto para el hombre como para la mujer. Ahora bien, ¿sabemos disfrutar de ese poder conquistado?
La
forma de vivir las conquistas conseguidas puede ser muy diferente de
una mujer a otra, como les sucede a Inés y su amiga Elsa. Inés se sentía
orgullosa de sí misma porque había conseguido llegar a un puesto de mando muy bien remunerado.
Estaba casada, tenía dos hijos y cuando llegaba a casa, a veces un poco
tarde y cansada, se dedicaba a revisar con los niños sus deberes y a
escuchar lo que le contaban. Luis, su pareja, hacía tiempo que se había
quedado sin trabajo y se ocupaba de los pequeños. Cuando se quedaba solo
en casa, hacía lo que más le gustaba: pintar. De hecho, estaba pensando
en montar una escuela infantil de pintura.
Luis valoraba mucho lo que Inés hacía, pero ella también apreciaba la disposición que él tenía para hacerse cargo de bastantes aspectos domésticos. Por ello no entendía que su amiga Elsa, que se encontraba en una situación semejante, estuviera tan insatisfecha con su vida. Inés ignoraba que el marido de Elsa no se ocupaba en absoluto de las cuestiones de orden doméstico y que sus horas en casa las dedicaba al ordenador. He ahí una situación parecida, pero afrontada por cada pareja de forma diferente.
Elsa se había sentido cerca de su padre, pero tenía un sentimiento de culpa inconsciente
(y que por tanto desconocía) al suponer que, de algún modo, había
arrebatado a su padre el único valor viril (el de trabajar). Elsa
llevaba la batuta con culpa. Su pareja, a su vez, se sentía poco válido y
apenas tenían relaciones sexuales. Por todo ello, Elsa pensaba a menudo en la separación; la temía, pero a la vez la deseaba.
Cuando la mujer siente culpa por haber conseguido poder en el ámbito laboral puede inconscientemente castigarse, cargándose de labores también en la casa, además de no disfrutar de lo conseguido.
Por su parte, algunos hombres pueden sentirse poco válidos si no tienen tanto poder económico como la mujer. Dejan que sean ellas las que manden, pero desciende su deseo sexual porque identifican esa potencia con el poder económico. Los que no miden su virilidad por el dinero y no creen que el campo domestico pertenezca solo a la mujer pueden seguir sintiendo deseo por mujeres fuertes.
Hay
dos maneras de llevar la batuta en la vida: defendiendo y valorando lo
que una hace, sin necesidad de minusvalorar a la pareja; o utilizando
ese poder para dominar al otro y sentirse superior. Tener capacidad de mando no significa ser dominante.
Esta idea pertenece a un modelo patriarcal caduco, que asocia la
virilidad al poder social y económico. Su utilización para dominar a la
mujer solo muestra una falla en la virilidad. Los
hombres que lo hacen temen a la mujer fuerte, porque la asocian a la
imagen infantil de una madre omnipotente que todavía permanece en su
psiquismo y les hace sentirse como niños.
En unos estudios sobre género, dirigidos por la psicoanalista Mabel Burin, se percibió en algunos casos la falta de deseo sexual por parte de algunos hombres hacia su compañera cuando ella ostentaba mayor poder económico y se ocupaba de las responsabilidades familiares. Si bien ellos podían admirarla, sentían dificultades para desearla como mujer. Según estas investigaciones existe una asociación entre el mayor protagonismo social y económico masculino y la potencia sexual. Cuando los roles tradicionales se invierten, la mujer obtiene una posición de mayor dominio, pero lo paga con una carencia erótica.
Y además...
-Mujeres atrapadas en la brecha salarial
-Así somos las mujeres
-Cambiar de vida: ¿ahora o nunca?,.
TITULO:'La métrica del latido', .
Reconocerse influyente por el trabajo que se tiene, por lo que se aporta en la familia y por las relaciones que se han podido construir fuera de ella, es importante tanto para el hombre como para la mujer. Ahora bien, ¿sabemos disfrutar de ese poder conquistado?
¿Qué nos pasa?
- La relación de pareja viene predeterminada por la historia afectiva de cada uno de sus miembros.
- Cuando la mujer domina en aspectos importantes de la relación es porque se ha identificado con alguien que también posee rasgos dominantes.
- En esta dinámica de relación, puede que la mujer desvalorice a su pareja y él la idealice demasiado.
- Si él la coloca a ella como la fuerte y no puede hacerse cargo de su virilidad, se convierte en un niño que solo quiere una madre que lo domine.
Luis valoraba mucho lo que Inés hacía, pero ella también apreciaba la disposición que él tenía para hacerse cargo de bastantes aspectos domésticos. Por ello no entendía que su amiga Elsa, que se encontraba en una situación semejante, estuviera tan insatisfecha con su vida. Inés ignoraba que el marido de Elsa no se ocupaba en absoluto de las cuestiones de orden doméstico y que sus horas en casa las dedicaba al ordenador. He ahí una situación parecida, pero afrontada por cada pareja de forma diferente.
Mandar sin dominar
Inés estaba identificada con un padre fuerte, que no había hecho distinciones entre su hija y su hijo a la hora de valorar sus logros. Luis, por su parte, apreciaba las conquistas de su mujer y no se sentía “menos hombre” porque ella tuviera un trabajo bueno. Elsa, sin embargo, tenía una madre que había sido ama de casa y le recriminaba que le dejara tanto a su nieta. Además deslizaba con frecuencia la idea de que su yerno era un vago.Reconocerse influyente en el trabajo y en casa es importante para ambos.
¿Qué podemos hacer?
- Aprender a llevar la batuta sin dominar al otro, con un estilo que le tenga más en cuenta.
- Reflexionar sobre qué puede estar pasando si, después de conseguir poder económico, social y familiar, no se está satisfecho.
- Si nos sentimos fuertes, pero observamos que la pareja se ha alejado de nosotras, sería saludable hablar sobre lo que está pasando.
- Valorar lo conseguido sin culpa. Pasamos con los hijos y la pareja el tiempo que podemos; tenemos límites y reconocerlos nos hace mejores.
Por su parte, algunos hombres pueden sentirse poco válidos si no tienen tanto poder económico como la mujer. Dejan que sean ellas las que manden, pero desciende su deseo sexual porque identifican esa potencia con el poder económico. Los que no miden su virilidad por el dinero y no creen que el campo domestico pertenezca solo a la mujer pueden seguir sintiendo deseo por mujeres fuertes.
Algunos hombres admiran a las mujeres con poder, pero no las desean.
En unos estudios sobre género, dirigidos por la psicoanalista Mabel Burin, se percibió en algunos casos la falta de deseo sexual por parte de algunos hombres hacia su compañera cuando ella ostentaba mayor poder económico y se ocupaba de las responsabilidades familiares. Si bien ellos podían admirarla, sentían dificultades para desearla como mujer. Según estas investigaciones existe una asociación entre el mayor protagonismo social y económico masculino y la potencia sexual. Cuando los roles tradicionales se invierten, la mujer obtiene una posición de mayor dominio, pero lo paga con una carencia erótica.
Y además...
-Mujeres atrapadas en la brecha salarial
-Así somos las mujeres
-Cambiar de vida: ¿ahora o nunca?,.
TITULO:'La métrica del latido', .
Cuentos de verano: 'La métrica del latido', por Vanessa Montfort,.
A veces, el verano nos regala un viaje de nostalgia disfrazado de reecuentro. ¿Aprovechará ese momento la protagonista del relato de Vanessa Montfort?,.
fotos.
Le ha llamado varias veces desde el salón, cada vez más con más urgencia, para nada en concreto.
¡Cielo! y él ¡dime! y ella ¡cielo! y él ¡qué!, así hasta que se ha
levantado. Gilda lleva horas estudiándole los ojos. Se mueven como su
pelota de cristal cuando la hace rodar por el pasillo. Se estira a
cámara lenta sobre el ordenador aunque ya hace calor pero así lo ve de
frente. Le gusta observar sus extrañas pupilas tan pequeñas y redondas, y
cómo entorna los ojos cuando trabaja, igual que la
puerta de la cocina si la olla está enfriándose sobre la encimera. Se
relame y alarga los músculos de las extremidades separando las
almohadillas hasta que sus zarpas retráctiles aparecen entre el pelo
algodonado. De repente, una molesta sacudida en las dos patas: Gilda, esas uñas.
Ella agacha las orejas. Está de mal humor, normal, para un rato que les
había dejado juntos y solos… pero al final se ha levantado arrastrando
los pies. Cuando te llaman hay que ir, Gilda lo tiene
claro, esa es la norma. Así que se incorpora también aunque no ha sido
requerida, encrespa el pelaje albino hasta transformar su cola en un
plumero y le sigue por el pasillo con pasos de bailarina hasta la puerta
del salón.
—Le he estado dando muchas vueltas —Patricia sube las piernas en el sofá hasta hacerse un nudo— pero no se me ocurre otra solución.
Ese olor picante está ahora allí, son ellos, ahora él huele también; siempre que lo percibe se tensa y observa la escena trepada a la estantería o al respaldo del sillón, pero no, al tocador no, porque ella pasa la mano por la madera muchas veces y dice que está harta.
Él se acomoda a su lado y le acaricia los pies:
—No es imprescindible, pero si no estás segura, es mejor hablarlo y tomar la decisión —.Yo no te voy a presionar.
Retrocede por el pasillo pegada a la pared de la izquierda para cazar esa cosa tan divertida que se choca siempre contra las bombillas. Cuando cae al suelo, algo la impulsa a agazaparse y emite un maullido corto e inexplicable, antes de brincar sobre su presa. Pero ese olor la desconcentra: especiado, guindilloso y molesto. Abandona ese cadáver sin gracia tras de sí. Ya no se mueve, ya no le gusta, prefiere lo que tiene en su plato azul brillante y su sabor metálico y salado, como aquel juguete que le compraron de pequeña, ese primer verano, y que un buen día desapareció debajo del mueble que se traga sus cosas. Nunca ha olvidado el momento en que Antonio abrió esa caja de zapatos. La primera vez en que escuchó su corazón sobre su pecho. Desde entonces para ella siempre ha sido verano.
Empuja con el hocico la puerta del salón y ambos la miran. Sus ojos aguamarina se encuentran con los de él: nunca se ha fijado en la totalidad de sus rostros, no le interesan, sólo cuando los ve masticar, entonces sí. Gilda permanece inmóvil, con una de sus patas delanteras suspendida en actitud de dar otro paso del que no está segura, descodificando los aromas que ahora son más intensos. Todo había empezado dos meses atrás, cuando Patricia aún la dejaba subirse sobre su tripa para ver la televisión y hacía frío. Esa tarde, al poco de dormirse acunada por el tambor de su corazón, tan métrico y delicioso, lo detectó. Dentro de ella. Gilda auscultó con la yema de sus patas aquella masa de carne mullida y perfecta. Patricia también la observó fijamente sin comprender su gesto de alarma: ¿qué te pasa, bonita?
—No quiero tomar una decisión así sola —dice.
—Venga cariño… no estás sola, sólo digo que la última decisión es tuya.
—¿Por qué? —se aparta el pelo lacio y mojado de la cara— ¿es que acaso no es de los dos?
Sí, Gilda recuerda muy bien aquella tarde. Patricia había tratado de tranquilizarla acariciándola detrás de las orejas, pero no pudo dejar de escucharlo, allí estaba, ese otro corazón, mucho más atropellado que el de ella. Parecía amenazarla en un idioma desconocido, porque Gilda sabía interpretar muy bien lo que le contaba el corazón de Antonio, con sus cadencias y acelerones; también comprendía el de ella, suave y rotundo, pero que cuando alteraba su ritmo era el momento de correr y esconderse debajo de la cama o acababa encerrada en el baño por algún motivo que nunca lograba descifrar. Sin embargo, aquel latido que se superponía al de su ama con urgencia no conseguía interpretarlo. Desde aquel momento sólo se sintió segura cerca de Antonio.
La gata cruza el salón sin dejar de mirarlos y, cuando ha alcanzado el centro de la alfombra, se tumba sugerente y los observa con indolencia felina. Ambos distraen su atención durante unos segundos hacia el animal. A Gilda le encanta hacer eso pero enseguida han vuelto a enfrentar sus ojos. La ignoran. Ellos no lo saben pero no están solos y nunca más lo estarán si no ponen remedio. Ha tratado de demostrárselo ignorando su apetecible plato azul, incluso ha perdido pelo, pero ninguno capta su desconfianza hacia esa improvisada madriguera que está transformando a su dueña, que le ha robado su olor y su mirada.
—Bien —resuelve él —si necesitas que te ayude a dar el paso, lo haré.
Ella deja caer la cabeza en su hombro.
—Es que voy a sentirme tan culpable…
Gilda apoya también su cabeza sobre la alfombra, por fin lo han entendido, hay que librarse de ese invasor. Volverán a ser una familia. No lo ha visto nunca pero la desconcierta, como lo hace ese gato frío que no huele y a quien por mucho que le bufe, sigue viviendo dentro del espejo del baño. Ya tuvo que acostumbrarse a él. Ya fue suficiente.
Antonio se ha levantado del sillón y ahora le acaricia la mejilla, como cuando le dice a Gilda que hay que irse y la mete en esa jaula que huele a calor para luego, de repente, aparece en el territorio de las flores donde van cada verano. A Gilda le gusta estar allí porque come hierba y cazaba muchos juguetes de esos que vuelan.
—Entonces, ¿está decidido? —ella cierra los ojos y, por primera vez, se acaricia el vientre.
—Creo que lo mejor es buscarle un lugar, una pareja cariñosa. Que sepamos que va a estar bien… —se despega las palabras a la garganta, se la aclara—. Sabes que no te lo diría si te viera convencida, pero va a ser peor si cuando nazca no hemos tomado ya una decisión firme.
Patricia le ha escuchado sin dejar de acariciarse la tripa mientras unas lágrimas redondas como uvas ruedan por su mejilla hasta la camisa de él.
—Hagamos caso al médico, ¿te parece? —ella no responde—. Él fue quien lo aconsejó, ¿no? —ella asintió con la cabeza —. Así que no hay culpa. A mí también me duele mucho. Pero estamos haciendo lo responsable.
Ella no ha parado de asentir y al final dice:
—Esa pareja parece encantadora. Van a quererla, ¿verdad? Sí, es lo mejor. Para todos, ¿verdad?
Gilda siente unas inexplicables ganas de saltar, la euforia de cazar, de comer, incluso de restregarse contra la pata de la silla de rafia, cosa que no hace desde el último celo. Los quiere.
Bosteza y orienta sus pabellones auditivos hacia el sillón donde siente que Patricia la está mirando, inmóvil, con las piernas recogidas y parece querer decirle algo. Gilda se prepara para recibir el sonido de su voz con toda la atención de la que es capaz. Serpentean en el aire unas palabras que ella ha empezado a paladear despacio y que ya no van a olvidársele jamás, a pesar de que nunca logrará descifrar su significado: "Todo sea por el bien de la niña". Entonces, Antonio, se acerca a la gata despacio y la coge en brazos: "Entonces, mejor cuanto antes".
Gilda se pierde en un ronroneo largo y cadencioso, incluso pasa por alto que el corazón de Antonio ha emprendido un sprint, pero su felicidad es demasiado instintiva. Él camina por el pasillo, tropieza con esa bola de cristal transparente que se parece a sus ojos —los primeros que vio aquel verano cuando se abrió la caja de zapatos y se sintió segura sobre su pecho, se sintió en casa, y comenzó a aprenderse de memoria la métrica de sus latidos—, y sigue acariciándola con ternura el lomo y detrás de las orejas camino de la puerta, antes de introducirla por última vez en esa jaula que nunca más la conducirá a al territorio de las flores.
—Le he estado dando muchas vueltas —Patricia sube las piernas en el sofá hasta hacerse un nudo— pero no se me ocurre otra solución.
Ese olor picante está ahora allí, son ellos, ahora él huele también; siempre que lo percibe se tensa y observa la escena trepada a la estantería o al respaldo del sillón, pero no, al tocador no, porque ella pasa la mano por la madera muchas veces y dice que está harta.
Él se acomoda a su lado y le acaricia los pies:
—No es imprescindible, pero si no estás segura, es mejor hablarlo y tomar la decisión —.Yo no te voy a presionar.
Retrocede por el pasillo pegada a la pared de la izquierda para cazar esa cosa tan divertida que se choca siempre contra las bombillas. Cuando cae al suelo, algo la impulsa a agazaparse y emite un maullido corto e inexplicable, antes de brincar sobre su presa. Pero ese olor la desconcentra: especiado, guindilloso y molesto. Abandona ese cadáver sin gracia tras de sí. Ya no se mueve, ya no le gusta, prefiere lo que tiene en su plato azul brillante y su sabor metálico y salado, como aquel juguete que le compraron de pequeña, ese primer verano, y que un buen día desapareció debajo del mueble que se traga sus cosas. Nunca ha olvidado el momento en que Antonio abrió esa caja de zapatos. La primera vez en que escuchó su corazón sobre su pecho. Desde entonces para ella siempre ha sido verano.
Empuja con el hocico la puerta del salón y ambos la miran. Sus ojos aguamarina se encuentran con los de él: nunca se ha fijado en la totalidad de sus rostros, no le interesan, sólo cuando los ve masticar, entonces sí. Gilda permanece inmóvil, con una de sus patas delanteras suspendida en actitud de dar otro paso del que no está segura, descodificando los aromas que ahora son más intensos. Todo había empezado dos meses atrás, cuando Patricia aún la dejaba subirse sobre su tripa para ver la televisión y hacía frío. Esa tarde, al poco de dormirse acunada por el tambor de su corazón, tan métrico y delicioso, lo detectó. Dentro de ella. Gilda auscultó con la yema de sus patas aquella masa de carne mullida y perfecta. Patricia también la observó fijamente sin comprender su gesto de alarma: ¿qué te pasa, bonita?
—No quiero tomar una decisión así sola —dice.
—Venga cariño… no estás sola, sólo digo que la última decisión es tuya.
—¿Por qué? —se aparta el pelo lacio y mojado de la cara— ¿es que acaso no es de los dos?
Sí, Gilda recuerda muy bien aquella tarde. Patricia había tratado de tranquilizarla acariciándola detrás de las orejas, pero no pudo dejar de escucharlo, allí estaba, ese otro corazón, mucho más atropellado que el de ella. Parecía amenazarla en un idioma desconocido, porque Gilda sabía interpretar muy bien lo que le contaba el corazón de Antonio, con sus cadencias y acelerones; también comprendía el de ella, suave y rotundo, pero que cuando alteraba su ritmo era el momento de correr y esconderse debajo de la cama o acababa encerrada en el baño por algún motivo que nunca lograba descifrar. Sin embargo, aquel latido que se superponía al de su ama con urgencia no conseguía interpretarlo. Desde aquel momento sólo se sintió segura cerca de Antonio.
La gata cruza el salón sin dejar de mirarlos y, cuando ha alcanzado el centro de la alfombra, se tumba sugerente y los observa con indolencia felina. Ambos distraen su atención durante unos segundos hacia el animal. A Gilda le encanta hacer eso pero enseguida han vuelto a enfrentar sus ojos. La ignoran. Ellos no lo saben pero no están solos y nunca más lo estarán si no ponen remedio. Ha tratado de demostrárselo ignorando su apetecible plato azul, incluso ha perdido pelo, pero ninguno capta su desconfianza hacia esa improvisada madriguera que está transformando a su dueña, que le ha robado su olor y su mirada.
—Bien —resuelve él —si necesitas que te ayude a dar el paso, lo haré.
Ella deja caer la cabeza en su hombro.
—Es que voy a sentirme tan culpable…
Gilda apoya también su cabeza sobre la alfombra, por fin lo han entendido, hay que librarse de ese invasor. Volverán a ser una familia. No lo ha visto nunca pero la desconcierta, como lo hace ese gato frío que no huele y a quien por mucho que le bufe, sigue viviendo dentro del espejo del baño. Ya tuvo que acostumbrarse a él. Ya fue suficiente.
Antonio se ha levantado del sillón y ahora le acaricia la mejilla, como cuando le dice a Gilda que hay que irse y la mete en esa jaula que huele a calor para luego, de repente, aparece en el territorio de las flores donde van cada verano. A Gilda le gusta estar allí porque come hierba y cazaba muchos juguetes de esos que vuelan.
—Entonces, ¿está decidido? —ella cierra los ojos y, por primera vez, se acaricia el vientre.
—Creo que lo mejor es buscarle un lugar, una pareja cariñosa. Que sepamos que va a estar bien… —se despega las palabras a la garganta, se la aclara—. Sabes que no te lo diría si te viera convencida, pero va a ser peor si cuando nazca no hemos tomado ya una decisión firme.
Patricia le ha escuchado sin dejar de acariciarse la tripa mientras unas lágrimas redondas como uvas ruedan por su mejilla hasta la camisa de él.
—Hagamos caso al médico, ¿te parece? —ella no responde—. Él fue quien lo aconsejó, ¿no? —ella asintió con la cabeza —. Así que no hay culpa. A mí también me duele mucho. Pero estamos haciendo lo responsable.
Ella no ha parado de asentir y al final dice:
—Esa pareja parece encantadora. Van a quererla, ¿verdad? Sí, es lo mejor. Para todos, ¿verdad?
Gilda siente unas inexplicables ganas de saltar, la euforia de cazar, de comer, incluso de restregarse contra la pata de la silla de rafia, cosa que no hace desde el último celo. Los quiere.
Bosteza y orienta sus pabellones auditivos hacia el sillón donde siente que Patricia la está mirando, inmóvil, con las piernas recogidas y parece querer decirle algo. Gilda se prepara para recibir el sonido de su voz con toda la atención de la que es capaz. Serpentean en el aire unas palabras que ella ha empezado a paladear despacio y que ya no van a olvidársele jamás, a pesar de que nunca logrará descifrar su significado: "Todo sea por el bien de la niña". Entonces, Antonio, se acerca a la gata despacio y la coge en brazos: "Entonces, mejor cuanto antes".
Gilda se pierde en un ronroneo largo y cadencioso, incluso pasa por alto que el corazón de Antonio ha emprendido un sprint, pero su felicidad es demasiado instintiva. Él camina por el pasillo, tropieza con esa bola de cristal transparente que se parece a sus ojos —los primeros que vio aquel verano cuando se abrió la caja de zapatos y se sintió segura sobre su pecho, se sintió en casa, y comenzó a aprenderse de memoria la métrica de sus latidos—, y sigue acariciándola con ternura el lomo y detrás de las orejas camino de la puerta, antes de introducirla por última vez en esa jaula que nunca más la conducirá a al territorio de las flores.