Los actores Nerea Barros y Raúl Arévalo acuden a El Hormiguero 3.0 para presentar su nueva película 'La isla mínima' dirigda por Alberto ...foto,.
INVITADOS 22 DE SEPTIEMBRE
El lunes, 22 de septiembre, nos visitan la actriz Nerea Barros y el actor Raúl Arévalo,
dos de los protagonistas de “La isla mínima” (Warner), la nueva
película del director Alberto Rodríguez, que se estrena el próximo 26
de septiembre.
El filme nos lleva a una pequeña localidad de las marismas del Guadalquivir, donde, a principios de los años ochenta, desaparecen dos adolescentes. Rocío (Nerea Barros) consigue que un juez de la comarca se interese por el caso, y envían desde Madrid a dos detectives de homicidios, Pedro (Raúl Arévalo) y Juan (Javier Gutiérrez), de perfiles y métodos muy diferentes. Las investigaciones de estos agentes descubrirán más desapariciones de jóvenes en la zona, un lugar donde, por otra parte, campa a sus anchas el tráfico de drogas.
Raúl Arévalo y Nerea Barros en El Hormiguero 3.0
Los actores Nerea Barros y Raúl Arévalo acuden a El Hormiguero 3.0 para presentar su nueva película 'La isla mínima' dirigda por Alberto Rodríguez.
El filme nos lleva a una pequeña localidad de las marismas del Guadalquivir, donde, a principios de los años ochenta, desaparecen dos adolescentes. Rocío (Nerea Barros) consigue que un juez de la comarca se interese por el caso, y envían desde Madrid a dos detectives de homicidios, Pedro (Raúl Arévalo) y Juan (Javier Gutiérrez), de perfiles y métodos muy diferentes. Las investigaciones de estos agentes descubrirán más desapariciones de jóvenes en la zona, un lugar donde, por otra parte, campa a sus anchas el tráfico de drogas.
TÍTULO: EN PRIMER PLANO, MI MADRE, ANA MARIA MATUTE,.
Mi madre, Ana María Matute: "Hasta con la comida que me daba creaba un cuento"
Juan Pablo Goicoechea habla por primera vez de su madre, Ana María Matute. Cuando se ...foto,.
Finanzas.com - hace 2 días
Mi madre, Ana María Matute: "Hasta con la comida que me daba creaba un cuento"
Juan Pablo Goicoechea habla por primera
vez de su madre, Ana María Matute. Cuando se publica su novela póstuma,
'Demonios familiares', repasa para 'XLSemanal' la vida de la genial
escritora: los buenos momentos y también los duros.
Cuando era pequeño, a Juan Pablo no le gustaban las judías
verdes. Pero su madre desplegaba entonces su infinita imaginación. Las
machacaba con un tenedor, las convertía en un campo arado o en un
huertecito y comenzaba a narrarle la historia de un niño que una vez se
perdió... «y, naturalmente, me engatusaba y me las comía todas. Mi madre
hacía un cuento hasta de las comidas comenta Juan Pablo. Siempre fue
alegre, hasta el último momento».
Una mujer cariñosa, tolerante, A la que no le gustaba mandar
Juan Pablo nos recibe en el domicilio familiar, un ático de Barcelona lleno de recuerdos donde la escritora vivió sus últimos 20 años acompañada de su hijo y de su nuera, Marisol. Juan Pablo es un hombretón. Se parece a ella cuando la escritora era una mujer grande; después, tras un ingreso en el hospital, se quedó delgada y pequeñita. Pero, a diferencia de su madre, Juan Pablo no es amigo de las entrevistas: «He acompañado a mi madre a muchos sitios, pero nunca he querido salir en los medios, aunque ella lo intentó muchas veces. ¡Ay, si me viera ahora!, pensaría: 'Anda, ¡me he tenido que morir para que salga!'».La figura de Juan Pablo, sin embargo, siempre aparecía en las entrevistas de Ana María. Lo mencionaba a menudo, hasta cuando pedía un gin-tonic con la excusa de «ahora que no me ve mi hijo». ¿Sabía Juan Pablo que su madre se tomaba alguna copita? «Claro. Yo no la dejaba porque estaba contraindicado con su medicación, pero hacía la vista gorda. Mi madre tenía un baremo curioso para calificar a los médicos: si tenían buena conversación y le decían que con un wiski al día no pasaba nada, entonces eran buenos médicos; si no, 'no tenían ni idea'. Recuerdo también que un día en un tren camino de Madrid pidió una cerveza a las diez de la mañana y el camarero no se la quiso servir. '¡Este es un resentido social'!», nos dijo.
El único día que se enfadó con su hijo
«Ana María era muy cariñosa conmigo... y con los niños en general; le interesaban sus mentes y participaba de su mundo. No recuerdo grandes trifulcas ni cuando yo era adolescente. Ni siquiera me regañaba con las pellas. Me decía que no debía hacerlas, pero era tolerante: no le gustaba mandar».«La única vez que se puso dura conmigo yo tenía 17 años. Quería ser paracaidista. Pero, como era menor, necesitaba su firma para inscribirme. Ella me la negó. Pero la falsifiqué: el talento no se hereda, pero sí algunas actitudes [se ríe]. Coincidió con la Marcha Verde y eso no le gustó nada a mi madre. En algunas cosas la he hecho sufrir, porque no he sido como ella quiso», añade su hijo. De niña, la escritora tuvo una relación maravillosa con su padre; con su madre, sin embargo, le costó llegar al entendimiento. «Mi madre me contaba que su padre era muy comprensivo con sus fantasías. Decía que su padre era Ulises y su madre, el Cid Campeador.
Pero mi abuela, a la que tuve un gran afecto, era la que estaba en casa, la que tenía que poner disciplina. Fue una mujer austera, poco dada a los arrumacos; una castellana vieja. Mi madre era Ulises, como mi abuelo», cuenta Juan Pablo.Ana María hablaba mucho sobre su propia infancia: conservó hasta el final a Gorogó, el muñeco que le trajo su padre de Londres cuando ella tenía cinco años. En Mansilla de la Sierra, el pueblo riojano, vivió una de las etapas más felices de su vida, con Conchita, José Antonio, José Luis y María Pilar, los hermanos Matute. «Excepto la mayor, Conchita, que era un alma bendita, los hermanos eran la piel de Barrabás», comenta el hijo de Ana María.
La separación matrimonial y la pérdida de la custodia de su hijo
La infancia fue feliz, pero Matute vivió una vida adulta dura. En 1963, cuando su hijo tenía nueve años, se divorció de Ramón Eugenio de Goicoechea. Le quitaron la custodia y solo pudo ver a su niño gracias a la generosidad de su suegra y su cuñada, que se lo dejaban a escondidas. «Yo no recuerdo peleas entre mis padres, era una convivencia afable. Luego, yo me fui a vivir con mi abuela paterna, y mi madre me iba a buscar los sábados: íbamos al cine y a merendar, siempre en taxi, porque nunca condujo. De la separación y de aquellos años, yo sabía lo que tenía que saber.
Mis padres se volvieron a ver cuando yo me casé con mi primera mujer, nada más».«Ya de adulto, ella me decía: 'Ay, Dios mío, ¿dónde se ha ido mi niño de los sabaditos?'. Esto me lo decía cuando teníamos una controversia o diferencias de opinión apostilla. En esos sabaditos, a veces me llevaba a ver películas de mayores. Le daba dos duros de propina al acomodador para que me dejara pasar. Mi madre apuraba la vida las 24 horas del día, cada minuto de cada hora. Siempre alegre».
Cuando la escritora recuperó la custodia de su niño, acabó su pesadilla y comenzó su etapa americana. «Cuando fui adolescente, nos fuimos a Indiana. Allí, ella daba clases de Literatura Española en la Universidad de Bloomington y comenzó su relación con Julio Brocard, su segundo marido, aunque no vivían juntos. Mi madre disfrutaba con sus clases. Los fines de semana hacíamos excursiones. Éramos muy felices los dos», recuerda Juan Pablo.¿Qué tal se le daba el inglés a la escritora? «Se defendía. Un día en el supermercado, yo estaba poniendo las cosas en la caja. Descargué unas botellas de vino y ¡cómo se puso la cajera! Estábamos en los sesenta en el Midwest: un niño no podía tocar el alcohol. Mi madre se quedó a cuadros y me dijo, emulando a Astérix: 'Están locos estos americanos'». Madre e hijo regresaron a España en 1966. Después vinieron los años de Sitges; con Julio y los amigos de la Gauche Divine [Carlos Barral, los hermanos Goytisolo, José María Castellet, Esther y Óscar Tusquets, Ana María Moix...].
Esther Tusquets siempre evocó con nostalgia las cenas que preparaba Matute. «Cocinaba muy bien. Pero era muy despistada y se olvidaba de lo que tenía en el fuego. Ahora, recogiendo sus cosas cuenta su hijo, hemos encontrado un folio con grandes letras rojas en el que ponía: '¡Cuidado, patatas en el fuego!' La cuartilla se la llevaba a la mesa donde escribía para no olvidarse, pero eso no ha evitado que varias baterías de cocina de casa hayan perecido. Sus especialidades eran el arroz con pollo y las 'patatas Ana María'».
«En Sitges empezó a escribir Olvidado rey Gudú. Había mucha vida en casa, recuerdo haber visto allí a Cortázar. Iban sus amigos y a mí me encantaba escucharlos. Mi madre era muy creativa, dibujaba de maravilla, a Esther Tusquets le hizo unas joyas con culos de botella; a mi prima Pilar, todo un ballet ruso en recortables. Adoraba las papelerías y las ferreterías. Iba recogiendo cositas por todas partes. Parecía una urraca, cogía todo lo que brillaba. También hacía vestidos de muñecas».
Y llegaron los tiempos oscuros con la depresión
«En esa época de Sitges viajó mucho con Julio. Era una gran viajera y me enviaba unas postales fantásticas. Le interesaba conocer nuevos mundos, nueva gente, y lo absorbía todo. Le encantaba observar, miraba a la gente por la calle, se inventaba sus vidas, montaba personajes. ¡A veces también se creaba personajes falsos sobre sí misma! A los taxistas les contaba historias tremendas, dramáticas; y los pobres se quedaban hechos polvo. Hasta tenía una libreta llena de nombres propios inventados; la hemos encontrado ahora».Tras Sitges vino la oscuridad. Ana María Matute padeció una fuerte depresión que la mantuvo apartada de la escritura durante 15 años. «Es su etapa más gris cuenta su hijo. Yo me había ido a vivir a los Estados Unidos, donde trabajé como piloto. Estuvo muy apartada de todo, aunque conservó buenas amistades, como la de Ana María Moix, Esther Tusquets o Luis Romero, que era un gran amigo de Julio».A los periodistas nos hablaba con naturalidad de su depresión. «Hablaba de todo explica Juan Pablo. Exponía su vida, no tenía nada que ocultar», dice. Aunque hay una cosa que sí ha ocultado: su habitación, un espacio sagrado donde no han entrado las cámaras.
El 26 de julio de 1990, el día que Ana María cumplía 65 años, Juan Pablo se encontró a Julio tirado en el portal de su casa. El fallecimiento del que Ana María llamaba su 'marido bueno', con el que compartió treinta años de su vida, «le supuso mucha tristeza, pero no recayó en la depresión», cuenta Juan Pablo. Los últimos años de la escritora los vivieron juntos y cómplices madre e hijo. «Ahí donde la ves, mi madre tenía un carácter muy fuerte. A veces chocábamos. Mi madre no tenía nada de frágil, ni siquiera en lo físico, porque hay que ver todo lo que le pasó, parecía Millán Astray de tantas cicatrices. Vivió con nosotros desde el año 1994: yo era el único que le decía las cosas que los demás no le decían».
'Olvidado rey gudú', el libro que le cambió la vida
En ese ático de Barcelona, con Juan Pablo y Marisol, terminó Ana María Olvidado rey Gudú, la novela que la hizo renacer. «Nunca consideraba que un libro estaba terminado. Corregía mil veces. Su gran tortura era entregar. La cosa llegó a un punto que una vez Carmen Balcells la secuestró. Se la llevó a su casa y le dijo: 'Si no lo acabas, no sales'. Y lo terminó», cuenta Juan Pablo.«Olvidado rey Gudú fue un bombazo. Y ella fue la primera sorprendida. De nuevo la consideraban como escritora y, además, en el libro aparece su propio universo: lo escribió para sí misma; es el libro que a ella le hubiera gustado leer». Después llegó el ingreso en la Real Academia, el premio Cervantes, que tan feliz la hizo. En la entrega estuvo con el rey Juan Carlos: «El rey la adoraba y le contaba confidencias y cosas de su infancia. Incluso cuando se enteró de una de las muchas caídas de mi madre [tenía osteoporosis], le envió sus muletas, esas de los intermitentes, que tuvimos que adaptar porque había gran diferencia de altura entre ambos».
Tras Olvidado rey Gudú comenzó una vida ajetreada de jurado en premios literarios, conferencias... «Le encantaba participar, reunirse con su público, viajar, comer, ¡beber!, relacionarse con la gente, estar activa, viva. Así fue hasta los últimos días. Escribió hasta el final, hasta que físicamente no pudo más».¿Cómo escribía? «No era nada disciplinada, no era Vargas Llosa. Había sido nocturna, pero últimamente era diurna. De noche leía en la cama. Siempre lo hacía tumbada. Cuando escribía, no sabía en qué día estábamos; si era festivo o no: si no se lo advertíamos, no se enteraba de que era Navidad. Se le podía ir el santo al cielo y quemársele las patatas».La escritora murió el pasado 25 de junio, días antes de cumplir 89 años. «Los últimos tres días sabía lo que iba a pasar y lo vivió con mucha serenidad. Una de las cosas que ha logrado mi madre es morir sin tener enemigos», apostilla su hijo.
TÍTULO: EL DESAYUNO Y LA CENA, LUNES , BESAR A LOS HOMBRES,.
Trabajo en un sitio donde se besa mucho. Los hombres besan a las mujeres, ellas se besan entre ellas y, lo que más me llamó la atención al ...fotos,.
Una mujer cariñosa, tolerante, A la que no le gustaba mandar
Juan Pablo nos recibe en el domicilio familiar, un ático de Barcelona lleno de recuerdos donde la escritora vivió sus últimos 20 años acompañada de su hijo y de su nuera, Marisol. Juan Pablo es un hombretón. Se parece a ella cuando la escritora era una mujer grande; después, tras un ingreso en el hospital, se quedó delgada y pequeñita. Pero, a diferencia de su madre, Juan Pablo no es amigo de las entrevistas: «He acompañado a mi madre a muchos sitios, pero nunca he querido salir en los medios, aunque ella lo intentó muchas veces. ¡Ay, si me viera ahora!, pensaría: 'Anda, ¡me he tenido que morir para que salga!'».La figura de Juan Pablo, sin embargo, siempre aparecía en las entrevistas de Ana María. Lo mencionaba a menudo, hasta cuando pedía un gin-tonic con la excusa de «ahora que no me ve mi hijo». ¿Sabía Juan Pablo que su madre se tomaba alguna copita? «Claro. Yo no la dejaba porque estaba contraindicado con su medicación, pero hacía la vista gorda. Mi madre tenía un baremo curioso para calificar a los médicos: si tenían buena conversación y le decían que con un wiski al día no pasaba nada, entonces eran buenos médicos; si no, 'no tenían ni idea'. Recuerdo también que un día en un tren camino de Madrid pidió una cerveza a las diez de la mañana y el camarero no se la quiso servir. '¡Este es un resentido social'!», nos dijo.
El único día que se enfadó con su hijo
«Ana María era muy cariñosa conmigo... y con los niños en general; le interesaban sus mentes y participaba de su mundo. No recuerdo grandes trifulcas ni cuando yo era adolescente. Ni siquiera me regañaba con las pellas. Me decía que no debía hacerlas, pero era tolerante: no le gustaba mandar».«La única vez que se puso dura conmigo yo tenía 17 años. Quería ser paracaidista. Pero, como era menor, necesitaba su firma para inscribirme. Ella me la negó. Pero la falsifiqué: el talento no se hereda, pero sí algunas actitudes [se ríe]. Coincidió con la Marcha Verde y eso no le gustó nada a mi madre. En algunas cosas la he hecho sufrir, porque no he sido como ella quiso», añade su hijo. De niña, la escritora tuvo una relación maravillosa con su padre; con su madre, sin embargo, le costó llegar al entendimiento. «Mi madre me contaba que su padre era muy comprensivo con sus fantasías. Decía que su padre era Ulises y su madre, el Cid Campeador.
Pero mi abuela, a la que tuve un gran afecto, era la que estaba en casa, la que tenía que poner disciplina. Fue una mujer austera, poco dada a los arrumacos; una castellana vieja. Mi madre era Ulises, como mi abuelo», cuenta Juan Pablo.Ana María hablaba mucho sobre su propia infancia: conservó hasta el final a Gorogó, el muñeco que le trajo su padre de Londres cuando ella tenía cinco años. En Mansilla de la Sierra, el pueblo riojano, vivió una de las etapas más felices de su vida, con Conchita, José Antonio, José Luis y María Pilar, los hermanos Matute. «Excepto la mayor, Conchita, que era un alma bendita, los hermanos eran la piel de Barrabás», comenta el hijo de Ana María.
La separación matrimonial y la pérdida de la custodia de su hijo
La infancia fue feliz, pero Matute vivió una vida adulta dura. En 1963, cuando su hijo tenía nueve años, se divorció de Ramón Eugenio de Goicoechea. Le quitaron la custodia y solo pudo ver a su niño gracias a la generosidad de su suegra y su cuñada, que se lo dejaban a escondidas. «Yo no recuerdo peleas entre mis padres, era una convivencia afable. Luego, yo me fui a vivir con mi abuela paterna, y mi madre me iba a buscar los sábados: íbamos al cine y a merendar, siempre en taxi, porque nunca condujo. De la separación y de aquellos años, yo sabía lo que tenía que saber.
Mis padres se volvieron a ver cuando yo me casé con mi primera mujer, nada más».«Ya de adulto, ella me decía: 'Ay, Dios mío, ¿dónde se ha ido mi niño de los sabaditos?'. Esto me lo decía cuando teníamos una controversia o diferencias de opinión apostilla. En esos sabaditos, a veces me llevaba a ver películas de mayores. Le daba dos duros de propina al acomodador para que me dejara pasar. Mi madre apuraba la vida las 24 horas del día, cada minuto de cada hora. Siempre alegre».
Cuando la escritora recuperó la custodia de su niño, acabó su pesadilla y comenzó su etapa americana. «Cuando fui adolescente, nos fuimos a Indiana. Allí, ella daba clases de Literatura Española en la Universidad de Bloomington y comenzó su relación con Julio Brocard, su segundo marido, aunque no vivían juntos. Mi madre disfrutaba con sus clases. Los fines de semana hacíamos excursiones. Éramos muy felices los dos», recuerda Juan Pablo.¿Qué tal se le daba el inglés a la escritora? «Se defendía. Un día en el supermercado, yo estaba poniendo las cosas en la caja. Descargué unas botellas de vino y ¡cómo se puso la cajera! Estábamos en los sesenta en el Midwest: un niño no podía tocar el alcohol. Mi madre se quedó a cuadros y me dijo, emulando a Astérix: 'Están locos estos americanos'». Madre e hijo regresaron a España en 1966. Después vinieron los años de Sitges; con Julio y los amigos de la Gauche Divine [Carlos Barral, los hermanos Goytisolo, José María Castellet, Esther y Óscar Tusquets, Ana María Moix...].
Esther Tusquets siempre evocó con nostalgia las cenas que preparaba Matute. «Cocinaba muy bien. Pero era muy despistada y se olvidaba de lo que tenía en el fuego. Ahora, recogiendo sus cosas cuenta su hijo, hemos encontrado un folio con grandes letras rojas en el que ponía: '¡Cuidado, patatas en el fuego!' La cuartilla se la llevaba a la mesa donde escribía para no olvidarse, pero eso no ha evitado que varias baterías de cocina de casa hayan perecido. Sus especialidades eran el arroz con pollo y las 'patatas Ana María'».
«En Sitges empezó a escribir Olvidado rey Gudú. Había mucha vida en casa, recuerdo haber visto allí a Cortázar. Iban sus amigos y a mí me encantaba escucharlos. Mi madre era muy creativa, dibujaba de maravilla, a Esther Tusquets le hizo unas joyas con culos de botella; a mi prima Pilar, todo un ballet ruso en recortables. Adoraba las papelerías y las ferreterías. Iba recogiendo cositas por todas partes. Parecía una urraca, cogía todo lo que brillaba. También hacía vestidos de muñecas».
Y llegaron los tiempos oscuros con la depresión
«En esa época de Sitges viajó mucho con Julio. Era una gran viajera y me enviaba unas postales fantásticas. Le interesaba conocer nuevos mundos, nueva gente, y lo absorbía todo. Le encantaba observar, miraba a la gente por la calle, se inventaba sus vidas, montaba personajes. ¡A veces también se creaba personajes falsos sobre sí misma! A los taxistas les contaba historias tremendas, dramáticas; y los pobres se quedaban hechos polvo. Hasta tenía una libreta llena de nombres propios inventados; la hemos encontrado ahora».Tras Sitges vino la oscuridad. Ana María Matute padeció una fuerte depresión que la mantuvo apartada de la escritura durante 15 años. «Es su etapa más gris cuenta su hijo. Yo me había ido a vivir a los Estados Unidos, donde trabajé como piloto. Estuvo muy apartada de todo, aunque conservó buenas amistades, como la de Ana María Moix, Esther Tusquets o Luis Romero, que era un gran amigo de Julio».A los periodistas nos hablaba con naturalidad de su depresión. «Hablaba de todo explica Juan Pablo. Exponía su vida, no tenía nada que ocultar», dice. Aunque hay una cosa que sí ha ocultado: su habitación, un espacio sagrado donde no han entrado las cámaras.
El 26 de julio de 1990, el día que Ana María cumplía 65 años, Juan Pablo se encontró a Julio tirado en el portal de su casa. El fallecimiento del que Ana María llamaba su 'marido bueno', con el que compartió treinta años de su vida, «le supuso mucha tristeza, pero no recayó en la depresión», cuenta Juan Pablo. Los últimos años de la escritora los vivieron juntos y cómplices madre e hijo. «Ahí donde la ves, mi madre tenía un carácter muy fuerte. A veces chocábamos. Mi madre no tenía nada de frágil, ni siquiera en lo físico, porque hay que ver todo lo que le pasó, parecía Millán Astray de tantas cicatrices. Vivió con nosotros desde el año 1994: yo era el único que le decía las cosas que los demás no le decían».
'Olvidado rey gudú', el libro que le cambió la vida
En ese ático de Barcelona, con Juan Pablo y Marisol, terminó Ana María Olvidado rey Gudú, la novela que la hizo renacer. «Nunca consideraba que un libro estaba terminado. Corregía mil veces. Su gran tortura era entregar. La cosa llegó a un punto que una vez Carmen Balcells la secuestró. Se la llevó a su casa y le dijo: 'Si no lo acabas, no sales'. Y lo terminó», cuenta Juan Pablo.«Olvidado rey Gudú fue un bombazo. Y ella fue la primera sorprendida. De nuevo la consideraban como escritora y, además, en el libro aparece su propio universo: lo escribió para sí misma; es el libro que a ella le hubiera gustado leer». Después llegó el ingreso en la Real Academia, el premio Cervantes, que tan feliz la hizo. En la entrega estuvo con el rey Juan Carlos: «El rey la adoraba y le contaba confidencias y cosas de su infancia. Incluso cuando se enteró de una de las muchas caídas de mi madre [tenía osteoporosis], le envió sus muletas, esas de los intermitentes, que tuvimos que adaptar porque había gran diferencia de altura entre ambos».
Tras Olvidado rey Gudú comenzó una vida ajetreada de jurado en premios literarios, conferencias... «Le encantaba participar, reunirse con su público, viajar, comer, ¡beber!, relacionarse con la gente, estar activa, viva. Así fue hasta los últimos días. Escribió hasta el final, hasta que físicamente no pudo más».¿Cómo escribía? «No era nada disciplinada, no era Vargas Llosa. Había sido nocturna, pero últimamente era diurna. De noche leía en la cama. Siempre lo hacía tumbada. Cuando escribía, no sabía en qué día estábamos; si era festivo o no: si no se lo advertíamos, no se enteraba de que era Navidad. Se le podía ir el santo al cielo y quemársele las patatas».La escritora murió el pasado 25 de junio, días antes de cumplir 89 años. «Los últimos tres días sabía lo que iba a pasar y lo vivió con mucha serenidad. Una de las cosas que ha logrado mi madre es morir sin tener enemigos», apostilla su hijo.
TÍTULO: EL DESAYUNO Y LA CENA, LUNES , BESAR A LOS HOMBRES,.
Trabajo en un sitio donde se besa mucho. Los hombres besan a las mujeres, ellas se besan entre ellas y, lo que más me llamó la atención al ...fotos,.
Se impone el muac muac entre varones porque sienta muy bien,.
Trabajo en un sitio donde se besa mucho. Los hombres besan a las
mujeres, ellas se besan entre ellas y, lo que más me llamó la atención
al principio, también los hombres besan a los hombres. Aunque bien
mirado, lo que me llamó la atención a lo bestia fue que se besaran todos
los días. Me explico: yo llegaba cada mañana y mis compañeras me daban
besos hasta que dije que no, que me ponía nervioso tanto besuqueo y que,
además, soy un hipocondriaco y siempre creo que me van a contagiar una
enfermedad terrible. De hecho, durante años, he debido de ser el único
profesor que hacía los exámenes orales a tres metros de distancia del
alumno por una simple constancia empírica: tras las pruebas orales,
siempre me cogía una gripe, un resfriado o cualquier virus que estuviese
de moda en ese momento. Así que imagínense cómo llevaba lo de los
besos.
Mi generación no nació besando. Aún estábamos marcados por la teoría de que la española cuando besa es que besa de verdad y, primero, solo besábamos a mujeres, segundo, siempre eran españolas y, tercero, eran besos de verdad, es decir, de amor, ya fuera maternal, fraternal o pasional. Fue ya con 17 años cuando, una mañana de verano, me presentaron a una chica española, sí, pero con matices: era canaria y se llamaba Pinona (derivado de Regina Pino). Yo le iba a dar la mano y ella me plantó dos besos que me dejaron estupefacto pues eran los primeros que recibía en una presentación. Al instante, mis amigos y yo, tan marcados por la copla de la Piquer, imaginamos que si besaba así en las presentaciones, cómo lo haría con un poco de trato. Pero no, Pinona no era una española al uso y no besaba de verdad, besaba por frivolidad, o sea, por educación, por protocolo, porque en Canarias eran unos modernos y besaban para cualquier cosa. Más o menos como el sitio donde trabajo.
He de reconocer que, con el tiempo, empiezo a ser menos tiquis miquis con lo de los besos y he cambiado algunos hábitos. A algunas compañeras las beso todos los días. La verdad es que no sienta mal, es un contacto agradable y reconfortante. Además, si cualquier roce contagia, pues de perdidos al río y rozas a lo grande.
Pero lo más trascendental y revolucionario es que ya empiezo a habituarme a besar a mis compañeros varones. No a todos ni todos los días, pero sí cuando nos reencontramos tras unas vacaciones o incluso después de un puente y siempre que nos despedimos para largo. Es guay: te sientes más apreciado y, sobre todo, te ves como moderno, desinhibido y tan en la onda como el día que me besó Pinona.
Ya puestos, he empezado a extender esta costumbre del beso entre varones a mi familia política. He besado a algunos cuñados, primero con tacto y prudencia, por sus cumpleaños y cosas así, pero como he constatado que no les disgusta, ahora los beso cada vez que los veo y, oye, tan contentos.
Hay lugares donde aún no me atrevo a universalizar el beso. Por ejemplo, cuando me paso por la redacción del HOY. Los veo un tanto reticentes, fríos, clásicos. Solo los fotógrafos, que siempre han sido gente bohemia y alocada, parecen receptivos. Bueno, algunos fotógrafos, porque sospecho que si le doy dos besos a Lorenzo Cordero, podría salir corriendo escaleras abajo.
Pero no hay escapatoria posible. El beso entre hombres se extiende y universaliza. Al igual que la inolvidable Pinona me introdujo en un hábito bisex del muac muac, del que ya no pude escapar, ahora llega un tiempo de besos unisex que se impone porque es bonito y sienta muy bien. Tiempo al tiempo.
El desayuno lunes, tostadas de bimbo con mermelada y mantequilla, cafe con leche,.
La cena un bocadillo de queso con pan , beber agua, y postre un vaso de leche,
Mi generación no nació besando. Aún estábamos marcados por la teoría de que la española cuando besa es que besa de verdad y, primero, solo besábamos a mujeres, segundo, siempre eran españolas y, tercero, eran besos de verdad, es decir, de amor, ya fuera maternal, fraternal o pasional. Fue ya con 17 años cuando, una mañana de verano, me presentaron a una chica española, sí, pero con matices: era canaria y se llamaba Pinona (derivado de Regina Pino). Yo le iba a dar la mano y ella me plantó dos besos que me dejaron estupefacto pues eran los primeros que recibía en una presentación. Al instante, mis amigos y yo, tan marcados por la copla de la Piquer, imaginamos que si besaba así en las presentaciones, cómo lo haría con un poco de trato. Pero no, Pinona no era una española al uso y no besaba de verdad, besaba por frivolidad, o sea, por educación, por protocolo, porque en Canarias eran unos modernos y besaban para cualquier cosa. Más o menos como el sitio donde trabajo.
He de reconocer que, con el tiempo, empiezo a ser menos tiquis miquis con lo de los besos y he cambiado algunos hábitos. A algunas compañeras las beso todos los días. La verdad es que no sienta mal, es un contacto agradable y reconfortante. Además, si cualquier roce contagia, pues de perdidos al río y rozas a lo grande.
Pero lo más trascendental y revolucionario es que ya empiezo a habituarme a besar a mis compañeros varones. No a todos ni todos los días, pero sí cuando nos reencontramos tras unas vacaciones o incluso después de un puente y siempre que nos despedimos para largo. Es guay: te sientes más apreciado y, sobre todo, te ves como moderno, desinhibido y tan en la onda como el día que me besó Pinona.
Ya puestos, he empezado a extender esta costumbre del beso entre varones a mi familia política. He besado a algunos cuñados, primero con tacto y prudencia, por sus cumpleaños y cosas así, pero como he constatado que no les disgusta, ahora los beso cada vez que los veo y, oye, tan contentos.
Hay lugares donde aún no me atrevo a universalizar el beso. Por ejemplo, cuando me paso por la redacción del HOY. Los veo un tanto reticentes, fríos, clásicos. Solo los fotógrafos, que siempre han sido gente bohemia y alocada, parecen receptivos. Bueno, algunos fotógrafos, porque sospecho que si le doy dos besos a Lorenzo Cordero, podría salir corriendo escaleras abajo.
Pero no hay escapatoria posible. El beso entre hombres se extiende y universaliza. Al igual que la inolvidable Pinona me introdujo en un hábito bisex del muac muac, del que ya no pude escapar, ahora llega un tiempo de besos unisex que se impone porque es bonito y sienta muy bien. Tiempo al tiempo.
El desayuno lunes, tostadas de bimbo con mermelada y mantequilla, cafe con leche,.
La cena un bocadillo de queso con pan , beber agua, y postre un vaso de leche,