lunes, 13 de julio de 2015

EL BLOC DEL CARTERO - LOS AMIGOS DE LA LIBERT,./ LA CARTA DE LA SEMANA - Una historia de España (XLVII) ,.

TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO - LOS AMIGOS DE LA LIBERT,.

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Chesterton nos alertaba contra los «amigos de la libertad», que suelen ser gentes a las que gusta tanto la libertad del prójimo... que quieren quedarse con ella para siempre. Desde que Chesterton hiciera esta observación ha transcurrido casi un siglo; y entretanto estos amigos de la libertad no han hecho sino envalentonarse. Y se enfadan mucho si no les entregas tu libertad para que hagan con ella lo que les venga en gana (que suele ser humillarla, envilecerla y violarla hasta dejarla irreconocible); y te llaman (les encanta repetir como loritos esta palabra) liberticida.
Estos grandes amigos de la libertad se emplean con denuedo y espumarajos en muy diversos campos; pero, sin duda, uno de sus predilectos es el comercial, pues les preocupa muchísimo que su defensa de la economía libre (como el sol cuando amanece) cristalice en un comercio también libre (como el ave que escapó de su prisión y puede al fin volar), con horarios libres (como el viento que recoge mi lamento y mi pesar), para que el cliente sepa lo que es, al fin, la libertad. Naturalmente, estos grandes amigos de la libertad son en realidad lacayos al servicio del capitalismo globalizado, cuyo fin es rapiñar la riqueza de las naciones, azuzando hábitos consumistas dementes que las economías locales no puedan satisfacer; y, para conseguir más plenamente tal fin, necesitan destruirlas. Pero todo aquel que ose mostrarse reticente o desconfiado ante los postulados de estos amigos tan tremendos de la libertad se convierte de inmediato en un liberticida de la peor calaña; y, por supuesto, en un sospechoso de comunismo, populismo y no se cuántos 'ismos' más, al que de inmediato los amigos de la libertad hacen diana de sus gargarismos, que son su 'ismo' favorito.
¡Ay, si uno osa pronunciarse contra un tratado comercial que se está negociando de matute, contra un emporio de casinos que promete «crear mucha riqueza» o contra los horarios comerciales sin regulación! De inmediato estos grandes amigos de la libertad caen sobre uno como bandada de buitres: si gastas coleta y te gusta Bukowski, dirán que eres un perroflauta inmundo; si te mantienes fiel al peinado de la Primera Comunión y te gusta Chesterton, dirán que eres un carca inmundo; y, en uno y otro caso, un rancio liberticida que anhela devolver el mundo a una época preindustrial, o incluso al Concilio de Trento (a mí, misteriosamente, siempre me lanzan el Concilio de Trento a la cabeza, cuando yo siempre he sido más de Nicea). A veces, esta amistad tan furibunda que profesan a la libertad los lleva a comerse sus propias palabras: pues resulta que el tratado finalmente no se firma, porque in extremis se descubre que contenía cláusulas leoninas que se limpiaban el culo con la dignidad nacional; o el emporio de casinos no se construye, porque in extremis se descubre que su promotor pretendía que su putiferio no tributase; o los horarios no pueden ser tan libres como los amigos de la libertad reclamaban, porque los puñeteros trabajadores resulta que necesitan dormir, los muy flojos. Pero los amigos de la libertad, lejos de arredrarse, se encrespan todavía más; y su defensa acérrima del capitalismo globalizado que lo mismo vende rascacielos a los chinos que arrasa tiendecitas familiares y las sustituye por apestosas franquicias yanquis se vuelve más exaltada. Por el camino, quedan tirados en las cunetas, como cadáveres de leprosos, miles de comerciantes cuyos negocios se vuelven insostenibles, miles de trabajadores deslomados que tienen que trabajar a horas intempestivas por sueldos ínfimos, miles de agricultores y ganaderos condenados a la ruina a los que se exige vender sus productos a precios ignominiosos, para pitanza de intermediarios y grandes corporaciones transnacionales. Pero, mientras bracean entre la carroña y la pestilencia causadas por tan ingente mortandad, los amigos de la libertad siguen entonando risueños sus loas a la creación de riqueza y siguen lanzando iracundos sus filípicas contra esos liberticidas inmundos que quieren condenarnos a la miseria.
Y, tristemente, hay mucha gente sin alma, sin caridad, sin patriotismo, sin sentido común, sin dos dedos de frente, que los jalea. Y todo porque, en un alarde de libertad, pueden ir de compras los domingos, en lugar de ir a misa, que era lo que hacían los rancios de sus abuelos, que ya ni siquiera recuerdan si eran carcas o perroflautas. Sólo recuerdan mientras se zampan en el mall unas estoposas patatas fritas congeladas que aquellos abuelos tan carcas o perroflautas organizaban los domingos, después de misa, unas comidas suculentas para toda la familia. ¡Reliquias de un pasado sin libertad, felizmente superado!,.

TÍTULO:  LA CARTA DE LA SEMANA - Una historia de España (XLVII) ,.

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reloj sabado.jpgPara vergüenza de los españoles de su tiempo y del de ahora -porque no sólo se hereda el dinero, sino también la ignominia-, Fernando VII murió en la cama, tan campante. Por delante nos dejaba dos tercios de siglo XIX que iban a ser de indiscutible progreso industrial, económico y político (tendencia natural en todos los países más o menos avanzados de la Europa de entonces), pero desastrosos en los hechos y la estabilidad de España, con guerras internas y desastre colonial como postre. Un siglo, aquél, cuyas consecuencias se prolongarían hasta muy avanzado el XX, y del que la guerra civil del 36 y la dictadura franquista fueron lamentables consecuencias. Todo empezó con el gobierno de la viuda de Fernando, María Cristina; que, siendo la heredera Isabelita menor de edad -tenía tres años la criatura-, se hizo cargo del asunto. Con eso empezó la bronca, porque el hermano del rey difunto, don Carlos (que sale de jovencito en el retrato de familia de Goya), reclamaba el trono para él. Esa tensión dinástica acabó aglutinando en torno a la reina regente y al pretendiente despechado las ambiciones de unos y las esperanzas de buen gobierno o de cambio político y social de otros. La cosa terminó siendo, como todo en España, asunto habitual de bandos y odios africanos, de nosotros y ellos, de conmigo o contra mí. Se formaron así los bandos carlista y cristino, luego isabelino. Dicho a lo clásico, conservadores y liberales; aunque esas palabras, pronunciadas a la española, estuvieran llenas de matices. El bando liberal, sostenido por la burguesía moderna y por quienes sabían que en la apertura se jugaban el futuro, estaba lejos de verse unido: eso habría sido romper añejas y entrañables tradiciones hispanas. Había progres de andar por casa, de objetivos suaves, más bien de boquilla, próximos al trono de María Cristina y su niña, que acabaron llamándose moderados; y también los había más serios, incluso revolucionarios tranquilos o radicales, dispuestos a dejar a España que en pocos años no la conociera ni la madre que la parió. Éstos últimos eran llamados progresistas. En el bando opuesto, como es natural, militaba la carcundia con solera: la España de trono y altar de toda la vida. Ahí, en torno a los carlistas, cuyo lema Dios, Patria, Rey -con Dios, ojo al dato, siempre por delante- acabaría resumiéndolo todo, se alinearon los elementos más reaccionarios. Por supuesto, a este bando carca se apuntaron la Iglesia (o buena parte de ella, para la que todo liberalismo y constitucionalismo seguía oliendo a azufre) y quienes, sobre todo en Navarra, País Vasco, Cataluña y Aragón, igual les suena a ustedes la cosa, pretendían mantener a toda costa sus fueros, privilegios locales de origen medieval, y llevaban dos siglos oponiéndose como gatos panza arriba a toda modernización unitaria del Estado, pese a que eso era lo que entonces se estilaba en Europa. Esto acabó alumbrando las guerras carlistas -de las que hablaremos otro día- y una sucesión de golpes de mano, algaradas y revoluciones que tuvieron a España en ascuas durante la minoría de edad de la futura Isabel II, y luego durante su reinado, que también fue pare echarle de comer aparte. Una de las razones de este desorden fue que su madre, María Cristina, enfrentada a la amenaza carlista, tuvo que apoyarse en los políticos liberales. Y lo hizo al principio en los más moderados, con lo que los radicales, que mojaban poco, montaron el cirio pascual. Hubo regateos políticos y gravísimos disturbios sociales con quema de iglesias y degüello de sacerdotes, y se acabó pariendo en 1837 una nueva Constitución que, respecto a la Pepa del año 12, venía sin cafeína y no satisfizo a nadie. De todas formas, uno de los puntazos que se marcó el bando progresista fue la Desamortización de Mendizábal: un jefe de gobierno que, echándole pelotas, hizo que el Estado se incautara de las propiedades eclesiásticas que no generaban riqueza para nadie -la Iglesia poseía una tercera parte de las tierras de España-, las sacara a subasta pública, y la burguesía trabajadora y emprendedora, que decimos ahora, pudiera adquirirlas para ponerlas en valor y crear riqueza pública. Al menos, en teoría. Esto, claro, sentó a los obispos como una patada bajo la sotana y reforzó la fobia antiliberal de los más reaccionarios. Ése, más o menos, era el paisaje mientras los españoles nos metíamos de nuevo, con el habitual entusiasmo, en otra infame, larga y múltiple guerra civil de la que, tacita a tacita, fueron emergiendo las figuras que habrían de tener mayor peso político en España en el siglo y medio siguiente: los espadones. O sea, el ejército y sus generales.

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