Lewis
se casó dos veces, la primera en 1944. Después de 38 años, el
matrimonio se disolvió. Con su primera esposa, tuvo cinco hijos, y
adoptaron uno más; de esa familia, su hijo Gary resalta porque durante
la mitad de la década de 1960 tuvo una serie de éxitos importantes en el Hit Parade con el grupo Gary Lewis & The Playboys. Se volvió a casar en 1983, y adoptó entonces una hija.
TITULO: LA VIDA SIGUE - VOLVEREMOS A CRUZAR LAS RAMBLAS - BARCELONA ,.
Volveremos a cruzar las Ramblas, fotos.
El
escritor Miqui Otero narra cómo una generación de barceloneses acudió a
Las Ramblas para hacerse adulto y luego huyó de ellas para confirmarlo.
Ahora es el momento de volver a esta calle, que no será la más bella
del mundo, pero sí posee una cualidad que la hace única: imprime
carácter
A los barceloneses nos gusta decir que hace muchos años que no pisamos las Ramblas,
aunque las hayamos cruzado anteayer. Es una forma de autoafirmarnos
como barceloneses ante una avenida testaruda y promiscua que insiste en
que es barcelonés todo el que la pasea.
Nosotros, los de aquí, decimos que hace tiempo que no vamos allí como
alardearíamos de no llamar a una ex desde hace ya mucho, de que apenas
la recordamos. Es, por usar una canción rasgueada por primera vez en un
bar de una de las calles cercanas, una canción posible gracias a los
discos de marines yanquis y a gitanos que llevaron telas estampadas de
colores a Cuba y regresaron con fanfarria de ritmos eufóricos, nuestro
“Vete, me has hecho daño”, la rumba de Los Amaya. Pretendemos ignorarla
porque consideramos que la han prostituido o que no es como cuando la
conocimos o que, simplemente, no nos quiere solo a nosotros.
"En la Rambla, ponía Mendoza en boca de un extraterrestre, 'confluyen
razas de todo el mundo (y también de otros mundos, si se me incluye a
mí en el censo)'. Supongo que esa virtud ha convocado que la eligieran
para este atentado"
A las Ramblas, síntesis poética pero hiperrealista de todo lo que nos
duele y enciende de nuestra ciudad, le cantaríamos con voz de Smokey
Robinson e inglés sin First Certificate: “I don’t like you, but I love
you”. No me gustas, pero mira, es lo que hay. No me gustas y por eso te
piso. No me gustas, pero te quiero. O, en palabras de Maragall (el
poeta, no el alcalde): “Tal com ets, tal te vull, ciutat mala”. Tal como
eres y tal como soy, te quiero y t’estimo.
A veces ni siquiera nos pueden nuestras nostalgias, sino las heredadas. No hemos visto a Antonio Gades zapatear bajo un soportal de manguerazos,
no hemos vislumbrado a aquel rockero famoso perseguir a Nico hacia la
Plaza Real, no hemos conocido a copistas que redactaban cartas a marines
fugados a petición de las floristas. No hemos olido allí, jamás,
flores, aunque explicaba Sempronio que las Ramblas eran antes el
calendario de las estaciones: mimosas y margaritas en invierno; floridas
ramas de almendra en primavera, gladiolos y rosas para este verano y
claveles y dalias y nardos.
El paso de las estaciones lo marca ahora el calzado de los turistas
(botines o zapas o crocs) y la única flor que hemos tocado en las
Ramblas es la que compramos un día borrachos a un pakistaní para
reconciliarnos con nuestra novia. Y, sin embargo, nos acordamos de ella.
De esa escena y de esa rosa, pésima y oportuna como la sangría que aquí
se vende.
Ya nadie queda en las Ramblas. No quedaba nadie en las Ramblas
después del atentado. Todos quedamos en las Ramblas al día siguiente.
Hoy. Quedamos donde robaba motos el Pijoaparte y trabajaba Carvallho y
donde un quiosquero solía escuchar a Serge Gainsbourg y donde hay más
sombreros mexicanos que en el DF y más globos con forma de genital en la
cabeza (unicornios en despedidas de soltera) y más idiomas que en una
cumbre de la ONU y, también, más vida.
En la Rambla, ponía Mendoza
en boca de un extraterrestre, “confluyen razas de todo el mundo (y
también de otros mundos, si se me incluye a mí en el censo)”. Supongo
que esa virtud ha convocado que la eligieran para este atentado. Y
añadía: “Es el poso de la historia el que ha formado este barrio y el
que ahora lo nutre con sus polluelos, uno de los cuales, dicho sea de
paso, acaba de chorizarme la cartera”.
En las Ramblas
de mi adolescencia me han robado una mochila mientras, en un banco
atornillado al suelo, con la obstinación de quien busca una caries con
la lengua, besaba a una chica con los ojos abiertos. Me han hecho una
caricatura en la que yo no era yo, pero al menos no me parecía a Ronaldo
o Messi; he comprado un hámster y lo he bautizado Napoléon (tuvo un
prematuro Waterloo y falleció a los pocos días); me ha explicado un
pakistaní (compartiendo lata, espirales luminosas subiendo al cielo como
cohetes a un euro) un viaje de año y medio para poder alcanzar la calle
que pisábamos, la que denostamos tan presuntuosamente; las he subido
tres días a la semana, de madrugada, con un sobre lleno de dinero
después de acabar la noche poniendo música en uno de sus locales con
nombre americano; he quitado el precio a los discos comprados en la
calle Tallers para no pensar en su precio y sí en su valor.
Por todo eso me enciende no solo que ataquen las Ramblas sino a
cualquiera de los que allí estaban y también a mis recuerdos. Y aún más
rabia y pena me dan los que leen eso, tan duro y tan sencillo, con las
gafas del conflicto de la agenda que les ocupa: el procés o el turismo o
el estado de los medios o el idioma en el que informar de lo que pasa y
de llorar lo que ha pasado. Es como si un médico les entregara un
diagnóstico fatal y ellos se dedicaran a corregirle el idioma, a marcar
erratas en el texto.
En mi última novela escribí: “Volveremos a cruzar las Ramblas entre
tracas de rumores, estallidos de bocina y revuelo de faldas. Compro dos
palas de playa en un quiosco y nos ponemos a jugar ahí mismo, entre
turistas y vendedores de latas. Diana grita Out! Cuando una de las
pelotas impacta en un coche de los Mossos”. Y lo escribí porque lo había
vivido, un partido más importante para mí que una final en Wimbledon y
que todas las nostalgias heredadas. Y si lo escribo ahora es porque es
esa euforia, la que admite esa calle si buscas tu momento, la que se
debe recuperar. Porque, en fin, volveremos a cruzar las Ramblas.
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