domingo, 15 de febrero de 2015

EL BLOC DEL CARTERO, ¿ QUE PUEDO HACER YO ? / LA CARTA DE LA SEMANA, EL TEMA DE LARA,.

TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO, ¿ QUE PUEDO HACER YO ?,.
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Mi secretaria y amiga Visi, que sabe que estoy siempre a la caza de temas para estas Pequeñas infamias que me gusta compartir con ustedes, me comentó el otro día: «No sé qué estamos haciendo mal, pero para alguien como yo, con hijos adolescentes, resulta increíble ver que de un día para otro se tuercen las cosas con los niños». Le pregunté si se refería a las rebeldías y cambios propios de la adolescencia, y ella continuó: «Me refiero a algo más inquietante. ¿En qué momento la inocencia deja paso a la malicia? ¿Cuándo se desdibuja todo lo que les hemos enseñado a nuestros hijos y se instauran actitudes adultas y crueles?». Me explicó entonces lo mucho que le sorprendía ver cómo un niño de quince años al que conocía desde el parvulario, educado exactamente igual que los suyos, un día empezó a tener actitudes machistas y a maltratar a su novia.
Como ocurre tantas veces en la vida, al día siguiente de esta conversación, apareció en prensa un estudio del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) destinado a averiguar cómo perciben la violencia de género los adolescentes y que corrobora la inquietud de Visi. Las cifras posiblemente las conozcan ustedes, porque han tenido amplio eco. El 33 por ciento de los chicos de entre 15 y 29 años consideran «inevitable» controlar los horarios de sus parejas, impedir que vean a sus familias y amistades, no permitirles que trabajen o estudien y decirles hasta cómo deben vestirse. Quizá lo más sorprendente, por no decir aterrador del estudio, es que el porcentaje de chicas que acepta este tipo de conductas resulta superior al de mujeres adultas que las toleran: un 32 por ciento frente a un 29. Aun así, y siempre según el estudio, ni ellas ni ellos identifican estas actitudes con la violencia machista. Al contrario, el 73 por ciento cree que los celos y por tanto el control son solo «una expresión de amor». Hasta ahora, se pensaba que la culpa de todo la tenía la retrógrada educación que recibimos las generaciones anteriores y que, por tanto, conductas de esta clase desaparecerían como por ensalmo gracias a una mayor cultura o una mayor igualdad entre los sexos. Ahora sabemos que no es así.
¿Por qué niños que han crecido con la igualdad por bandera, en colegios mixtos y con mayor acceso a la educación que ninguna otra generación en nuestra historia reproducen comportamientos que debían estar más que erradicados? ¿En qué momento, tal como dice mi amiga Visi, ese niño encantador de siete, nueve u once años cambia y se convierte en un adolescente que controla a su chica o le dice con quién tiene o no tiene que hablar? Y en cuanto a ellas, ¿en quién se miran para adoptar roles tan sumisos y pretéritos? Y luego está lo más inexplicable de todo. ¿Cómo es posible que tanto unos y otras no identifiquen estas actitudes como la antesala de la violencia machista? ¿Qué estamos haciendo mal? Se trata de un problema complejo que no tiene una única explicación, sino varias. Padres ausentes que se sienten culpables y, por tanto, se vuelven permisivos; maestros que ven mermada su autoridad por progenitores que sobreactúan por un malentendido sentido de protección; imitación por parte de los jóvenes de actitudes que ven en casa, en la tele, en el cine y, por fin, nuevas tecnologías que incrementan y propician actitudes como el mobbing, el voyeurismo o el control.
Diagnósticos hay muchos, pero de nada sirven si no se pregunta uno qué puede hacer para cambiar la tendencia. En el colegio del hijo de Visi se produjo un movimiento espontáneo que me parece esperanzador. Uno de los chicos con capacidad de liderazgo consiguió que el resto de los amigos hiciera el vacío al chulito que iba por ahí presumiendo de su gran hazaña de controlar a su novia de forma violenta. Es así. Basta con que alguien del grupo marque una senda positiva para que el resto del grupo vaya detrás. Somos gregarios para todo. Para el mal pero por fortuna también para el bien. Quizá, por tanto, en vez de calcular qué estamos haciendo mal y quién tiene la culpa, si galgos o podencos, cabría preguntarse: ¿qué puedo hacer yo para cambiar mi pequeño mundito de alrededor?

TÍTULO: LA CARTA DE LA SEMANA, EL TEMA DE LARA,.
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Yo sabía, como casi todo el mundo, de la salud de José Manuel Lara merced a una elemental capacidad deductiva derivada de la simple contemplación. No me era necesaria la carrera de Medicina para saber que aquel hombretón cordial y franco estaba tocado, muy tocado, como consecuencia de un proceso cancerígeno de pronóstico inequívoco. Todos quienes le conocíamos, queríamos y admirábamos guardábamos un prudente silencio, pero sabíamos que era una lucha desproporcionada: antes o después vencería el Mal, de la misma forma que a todos, antes o después, nos habrá de vencer la muerte. Pero me asombraba su fortaleza de espíritu, su tozudez irredenta, su resuelta voluntad de sobrevivir a cualquier adversidad. Así transcurrieron tres años largos desde el diagnóstico y posterior intervención del proceso que aquejaba a alguno de sus órganos vitales de singular trascendencia. Tres años de lucha sin cuartel, de ejemplo de resistencia, de bárbara pelea con la adversidad.
Ya está casi todo dicho de él. Los medios han sido generosos con su figura trascendental, plenipotenciaria. Todos los perfiles posibles han sido dibujados por los lápices de justicia de quienes le conocían. Pasadas dos semanas de su despedida multitudinaria, yo me atrevo a añadir alguno más. Lara bajaba mucho a Sevilla, y casi siempre que lo hacía -si no siempre- procuraba la compañía de Enrique de Miguel, mi hermano mayor, al que tanto acudo cuando preciso consejo prudente y sabio. Enrique es el más adecuado introductor de embajadores que conozco: elegante, sereno, mundano y tan señorial como un senador romano o un viceministro de la URSS, siempre sabe cómo hay que tratar a cada cual, qué palabra le corresponde a cada uno y dónde acudir en busca de lo que se precie, sea tranquilidad o jaleo. Lara le buscaba, como digo, y Consuelo, su esposa, de la misma manera; y en alguna ocasión era yo llamado a compartir risas y tabaco, ese tabaco que él empalmaba de cigarro en cigarro y que yo creí imposible que pudiera dejar algún día, como efectivamente hizo. Reconozco que lo pasaba bien con aquel hombretón de doble cuerpo, altura cercana a los dos metros y otro metro más de hombro a hombro. Era incapaz de matar a una mosca, supongo, pero si alguna vez hubiera querido arrancarle a alguien la cabeza de un guantazo le hubiese bastado con soltar su mano y volcar tras ella toda su inmensa humanidad. 
Gustaba de Andalucía más allá del aprecio folclórico que se tiene por una tierra española naturalmente dada al agrado: siempre le apetecía recibir en sus tierras de los Alcores a diversos actores del día a día, a creadores diversos, a inquietos activos de esa Sevilla por la que sentía veneración. Siempre le escuchaba en Sevilla defendiendo las virtudes de Cataluña y en Barcelona haciendo lo mismo con las de Andalucía. Y batiéndose el cobre en ello: era un buen polemista, pasional, entregado, dispuesto a pelear un argumento hasta la última palabra. Recuerdo bien la última vez que le vi: en su despacho barcelonés poco después del verano, en el que seguía trabajando como si nada, como si su salud no estuviera seriamente tocada. Hacía planes para los próximos diez años y, en lugar de recogerse al abrigo de sus paredes, tomaba decisiones estratégicas, decisivas y debo decir que atinadas. Dos días antes de fallecer quiso levantarse y, como siempre, mandar a la porra al enfermero que le atendía. Tomada su tensión, se le advirtió que era tan baja que al solo levantarse podía caer al suelo y no volver a levantarse. Fueron al hospital, en el que, por supuesto, mandó al carajo a todos los sanitarios advirtiéndoles que tenía que ir a trabajar y que le dejaran salir inmediatamente. Incluso le dijo al chófer que fuera preparando el coche, cosa que el chófer no hizo. Eran sus últimas horas, pero solo tenía en su cabeza seguir creciendo, atendiendo el negocio que inició su padre y él multiplicó por mil. Estaba convencido, creo, de que la muerte no le iba a secuestrar para siempre, ya que con él no podía la adversidad tan fácilmente. Inteligente como era, no supo entreverla en el quicio de la puerta, en el que aguardaba impaciente por cobrarse una buena pieza.
Un español que no disimulaba ser catalán y amar Andalucía anda ahora por las alturas arreglándole a Dios, a buen seguro, la debida expansión del universo, el tema en el que era experto. El tema de Lara.

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