En
la zona occidental de Puerto Rico, hay una ciudad de 26.000 habitantes
llamada Lares, conocida por una expresión popular de los lareños: «lechi
di poti». En la isla, cuando alguien dice ser de esta localidad,
enseguida le sueltan en plan vacilón: «Eris di Laris y tomas lechi di
poti».
Los de Lares presumen de beber o haber bebido
«lechi di poti», es decir, leche fresca de vaca, frente a quienes en el
resto del país beben leche «pedía», que es como decir que ellos beben
buena leche de sus propias vacas mientras que otros beben leche
mendigada, entregada como limosna, leche de las vacas de otros y eso
supone que son mantenidos o parásitos.
En
Puerto Rico, hay refranes que se utilizan para referirse a las personas
débiles o enfermizas, de las que se dice que parece que se han criado
con leche «pedía», a lo que el enclenque responde que de eso nada, que
él se ha criado con «lechi di poti», como los del pueblo de Lares, y que
como le vuelvas a decir que se ha criado con leche «pedía», te da un
mandoble y te demuestra su fortaleza.
Pero lo interesante
del caso es saber de dónde viene esta popular expresión que los
puertorriqueños asocian con Lares. En el periódico nacional El Nuevo
Día, la columnista Aida Vergne, profesora y lingüista, tiene una sección
titulada Bocadillos Lingüísticos en la que explica que la popular
expresión «lechi di poti» proviene nada más y nada menos que de Piornal.
«Hay
que remontarse a la España primitiva, específicamente a un pueblito
llamado Piornal, en las altas montañas entre Castilla y León y
Extremadura», precisa la profesora antes de explicar que Piornal «estaba
habitado por pastores y ganaderos y era una villa tan pobre que, cuando
España fue invadida por visigodos y árabes, ninguno se interesó en
invadir Piornal».
Curiosa versión puertorriqueña de la
historia de la región, convirtiendo Piornal en una auténtica «aldea
gala» alejada de todo y olvidada por los diferentes pueblos invasores de
la Península.
En el artículo, la modalidad regional
extremeña es elevada a la categoría de lengua: «En España, se habla
castellano, gallego, catalán, vasco y extremeño. Este último, el
extremeño, era común en Piornal».
Según el artículo
aparecido en Nuevo Día, que me ha hecho llegar el cacereño Juan Díaz
Bernardo, muchas familias piornalegas emigraron a Puerto Rico,
estableciéndose en los barrios altos de Lares.
Con ellos,
traían su lengua, según la profesora Vergne, una combinación del
castellano y el extremeño, «por ejemplo, cambiando la -e por la -i:
veinti, lechi, etcétera. También convertían la -o en -u (pescau) y se
elidía la d (alreor, meico). Frases como 'asina mesmo' y llamar
'Jumbetas' al diablo (se lo llevó Jumbetas) tal vez nos llegan de
Piornal». Tienen claro en Lares que su más famosa expresión, «lechi di
poti», no es un vulgarismo. Como afirma la profesora Vergne, «es un
vestigio del extremeño de los piornaleros. No son palabras mal dichas;
es la influencia extremeña».
Los puertorriqueños
reconocen otras características de su castellano cuyo origen hay que
buscar en Piornal: «Cambiar la ese por la jota (nojotro). Alterar el
orden de las palabras (me se cayó). Hasta el típico 'lelolay' parece
venir de Piornal».
Aunque los orígenes piornalegos de los
colonizadores de Puerto Rico quedaron pronto en el olvido, las
tradiciones siguieron vivas. Entre ellas, apuntan en la isla, la de las
tornabodas: «Esto era la costumbre de celebrar varias recepciones
seguidas tras una boda, durante nueve días. Se celebraba una recepción
en casa de los padres de la novia, luego en la del novio, luego en casa
de los diferentes tíos».
En la prensa puertorriqueña se
reconoce la deuda con Piornal: «A nuestros piornaleros les debemos
bellas tradiciones, la herencia del idioma extremeño y la lechi di
poti», tan buena y elegante, siempre preferible a la vergonzante leche
pedía.
TITULO: LUNES -13- NOVIEMBRE - EN EL PUNTO DE MIRA - LOS DIAMANTES A LA BASURA DE VIRGINIA WOOLF,.
El lunes -12- noviembre a las 22:45 por la cuatro, foto.
LOS DIAMANTES A LA BASURA DE VIRGINIA WOOLF,.
Tras
años de incomprensible ausencia, a finales de este mes se publica por
fin en España el primer volumen de los «Diarios» (1915-1919) de la gran
escritora británica,.
Resulta
paradójico que quien dedicó en pleno su vida a construir la de sus
personajes acabase sin pretenderlo, y de manera póstuma, retratada con
mayor precisión que ningún otro a través de sus escritos. Virginia Woolf (Londres, 1882-1941) vertió innumerables líneas durante su existencia, hasta el punto de hacer de la escritura su principal fuente de aliento.
Cuando su cabeza echaba a volar y el mundo parecía un lugar inhóspito
en el que no merecía la penar seguir, el papel y la tinta constituían un
salvoconducto que daba sentido a todo lo demás.
Su figura vuelve
ahora a escena, si es que en algún momento dejó de estar presente. Lo
hace a través de la publicación, a finales de este mes, de «El diario de Virginia Woolf»,
el primero de los cinco volúmenes de relatos vivenciales en que se han
reunido los 27 cuadernos, bajo el auspicio de la editorial Tres Hermanas,
traducido por Olivia de Miguel y prologado por Inés Martín Rodrigo. Se
trata, en suma, del más fidedigno retrato de una de las grandes
creadoras de conciencias que la literatura ha conocido, y que hasta
ahora estaba inédito en España.
Suicidio
Quien tenga el placer de pasear por estas vastas páginas dará de bruces con el atinado lirismo de la autora de «La señora Dalloway»,
adaptado a los cánones de la no ficción. Mas no por ello sus párrafos
pierden un ápice de su riqueza narrativa. Acaso podría reprochársele a
la autora de estos «Diarios» la irresponsabilidad de privar al lector
venidero de reflexiones que ahonden sin tapujos en su consabida
condición sexual, erigida en símbolo del feminismo tras la ruptura de
tabúes que acometió en una época convulsa y tendente al oscurantismo
como la que le tocó vivir. Sí lo hace con el suicidio, planteando la
posibilidad de que las condiciones meteorológicas influyan de algún modo
en la pulsión que por momentos siente hacia él. «Siempre he creído que otorgamos a la vida un valor absurdamente alto», postula Woolf.
Su sobrino y biógrafo, Quentin Bell,
plantea en la introducción la posibilidad de que no todo lo reflejado
en los diarios sea auténtico. Asumiendo una licencia, cabe preguntarse:
¿y qué más da? Es tal la exposición a pecho descubierto que Woolf hace
de sí misma en estos manuscritos que la incierta posibilidad de que en
ellos se dé cabida a los impulsos narrativos de la literata no resulta
sino un regalo. El mismo que para ella representaba la escritura: «He
pasado la semana escribiendo con absoluto placer, cosa extraña porque
siempre tengo la sensación de que no tengo motivos para estar satisfecha
de lo que escribo & de que en seis semanas o incluso después de
unos días, acabaré por odiarlo. La ventaja de este método es que, sin
querer, recojo algunos asuntos desperdigados que, de haberlo pensado dos
veces, habría excluido, pero que son los diamantes en el montón de la
basura». Así lo dejó patente en sus diarios; así nos llega ahora.
La editora del bruto de estos diarios es la mujer de su sobrino, Anne Oliver Bell.
Antes de dar paso a la voz de Woolf, señala que todas las
peculiaridades con las que ésta escribió cada cuadernillo han sido
mantenidas en el paso al formato mecanografiado. Es así como el lector
se encontrará constantemente con el «&» que utilizaba la londinense,
empleado con el objetivo de reservarse el «y» convencional para los
momentos en que quisiera aplicar una fuerza especial a lo descrito.
También sus notas accesorias o las letras capitales con las que
abreviaba el nombre de sus allegados. Bell, que ha sido testigo en
primera persona del tacto y el olor de los manuscritos, dice de su letra
que es «elegante y distinguida»; se refiere a su inglés como «puro y gramatical» y se rinde a su particular criba de palabras calificándola como «milagrosa».
Parón
Su bipolaridad, como su querido Leonard,
el té de cada tarde o los ecos de los bombardeos que ponían de relieve
lo candente de la Gran Guerra, se refugia entre las anotaciones. Y es la
única culpable de que en su particular calendario hubiese días que la
escritora no pudo tachar con la palabra «escrito», más allá de algún
olvido puntual –«Veo que ayer se me pasó escribir, pero es que no pasó nada importante»,
se lee el 23 de enero de 1918–. El primer parón que se ve obligada a
tomar llega en 1915, después de sufrir un intenso brote de su enfermedad
que la induce a la demencia. Virginia deja de escribir hasta la primera
de 1917. Sus médicos consideran que es una actividad que la excita y se
la prohíben, sin tener en cuenta que en ella reside el primer eslabón
hacia la rutina y, con ella, hacia la cordura, al que su paciente se
asía con desesperación. Poco a poco se le fue levantando el veto,
limitado en los inicios a una hora diaria, como si permitir levar anclas
por completo a su mente supusiese un peligro mayor que dejarla al
desamparo de lo mundano.
Sus palabras se vuelven parcas y su
estilo esquemático, tan escueto que únicamente referencia el clima, las
flores con las que se cruza o los insectos que revolotean por los
jardines del extrarradio londinense. De manera paulatina, casi
temblorosa, sus frases van cogiendo color, al amparo de su
imprescindible Círculo de Bloomsbury
–«No sorprendió a nadie que aquellos jóvenes iconoclastas gastaran una
broma irreverente a la Marina Real Inglesa8*9, pretendieran admirar los
manchones de Cézanne y se burlaran de las emociones patrióticas de una
nación en guerra», cuenta Woolf al describir indirectamente la
iconoclastia en torno a la que se configuraba su grupo más cercano–, del
trabajo de la imprenta Hogarth Press que Leonard y ella regentaban y de
las reseñas literarias que escribía para «The Times». Hasta volver a
fluir, firmes, en la tablilla que cada noche reposaba sobre su regazo
para dejar correr la tinta en el papel e, impregnada de ella, su vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario