El
paso del tiempo es inexorable y acaba borrando muchas huellas del
pasado. Recién acabada la temporada ciclista 2024, el corredor en activo
con más grandes vueltas en su palmarés es ahora poco menos que un
anónimo. Una sombra de su propio pasado que pasa absolutamente
inadvertida en el pelotón. Tadej Pogacar, Remco Evenepoel, Vingegaard... los
nombres que se reparten el presente y el futuro han hecho olvidar que
queda un ciclista con seis 'grandes' en su palmarés y todavía sigue en
activo.
¿Quién se acuerda ya hoy de Chris Froome? En la
pasada década dominó con mano de hierro el ciclismo mundial al frente
de su Team Sky, imponiendo además una forma de correr que, en cuestión
de un lustro -incluso menos- ha sido totalmente vapuleada. Mirando el
potenciómetro, escondido tras su 'tren' de gregarios -esto sí se
mantiene- y lanzando el ataque final sólo cuando los números decían
que podía hacerlo. Así ganó cuatro Tours de Francia (2013, 15, 16 y
17), una Vuelta a España (2017) y un Giro de Italia (2018). Luego, en
2019, le darían como ganada también la Vuelta a España 2011, la carrera
donde explotó y fue segundo, tras la sanción de Juanjo Cobo.
Ahora, Froome languidece al filo de los 39 años en el seno del
Israel-PremierTech. Tras la caída que tuvo en el reconocimiento de la
contrarreloj del Dauphiné, en 2019, ya nada volvió a ser igual. Cuando
iba a 54 kilómetros por hora, sobre un asfalto mojado, una racha de aire
le hizo perder el control de su bici y terminó estrellándose contra un muro. Múltiples
fracturas y la temporada hecha añicos. Volvería en febrero de 2020,
pero semanas después el mundo se paraba de nuevo por la pandemia. Así
que su regreso definitivo a la competición sería en otoño de aquel año.
Pero ya no era el temible Froome.
Aun así, hubo un momento en que
pareció que podría recuperar un nivel, al menos, parecido al de antaño.
El Israel le firmó un contrato a razón de 5,5 millones por temporada.
Parece evidente que esas cifras se han renegociado, o tal vez había
cláusulas que apuntaban a un descenso en caso de bajada del rendimiento. Todavía tuvo algún destello en 2022,
en el Tour de Francia. Pero un inoportuno positivo por Covid cuando
andaba entre los 25 mejores de la general -estuvo cerca de ganar en Alpe
D'Huez desde la fuga- le hizo bajarse de la carrera.
Luego iría a la Vuelta a España de aquel año, pero como si no hubiese
corrido. Desde 2022 no ha vuelto a pisar una grande, ni tampoco una
clásica de prestigio. Es más, en este 2024 ha hecho 35 días de
competición en sitios tan remotos como China, Rumanía, Ruanda o Noruega. Sólo ha estado en Dauphiné y una Tirreno-Adriático que abandonó -se rompió el escafoides por una caída- como grandes plazas.
Precisamente en China, en los últimos compases del año, pudo alzar la
voz para hablar de sus actuales motivaciones para ser ciclista
profesional. "Ya no puedo competir por las victorias", admitió, y es que
sincero siempre ha sido. Sin embargo, sí tiene algunas inquietudes: "Tenemos talentos jóvenes en el equipo como Blackmore,
y puedo ayudarle. A mí me encanta estar encima de la bicicleta, por eso
quiero seguir compitiendo y tengo mucha motivación. Lo que quiero es
sentirme ciclista profesional", aseguraba.
El 2025 será su último año con un dorsal a la espalda. Cuando se retire, seguirá sin haber nadie con más grandes vueltas que él,
y probablemente Pogacar todavía tardará un poco en igualarlas. Pero el
ciclismo que dominó durante buena parte de la pasada década queda como
un recuerdo cada vez más difuso. El paso del tiempo no perdona.
TITULO:
Hora Punta, el programa de TVE de Javier Cárdenas - ¿ Que fue de la Europa fraterna ?,.
¿ Que fue de la Europa fraterna ?,.
foto / No hagamos caso a los manipuladores, a los ignorantes ni a los simples.
Da igual ser creyente o no serlo: sin el cristianismo, primero, y la
Iglesia católica, después, resulta imposible comprender la Edad Media y
el nacimiento de la futura Europa. Se trata de un hecho histórico que
los europeos del siglo XXI debemos asumir con naturalidad, tanto en lo
bueno, que fue mucho, como en lo malo, que no fue poco. Ya entre los
siglos V y VI después de Cristo, el proceso estaba siendo complejo y
azaroso, aunque imparable. El derrumbe del imperio romano apenas
perjudicó a la Iglesia, que además de adaptarse a lo nuevo supo
beneficiarse de ello. Fin del imperium político, comienzo de la auctoritas religiosa:
había nacido una estrella, y estaba allí para quedarse. Empezó con una
crucifixión en Palestina, siguió con persecuciones y catacumbas, se hizo
oficial bajo Constantino el Grande y estuvo a punto de caramelo con la
conversión de los jefes bárbaros y sus respectivas tribus. Y ahora, en
el desmadre general, crecían el prestigio social y la influencia de los
obispos de Roma. De una parte, por dos veces habían evitado, con arte y
mojarra, el saqueo de la ciudad, tanto por parte de los hunos de Atila
(año 452) como por los vándalos de Genserico (455), y eso les daba una
imagen popular extraordinaria: la gente se los comía a besos por la
calle. Además, los obispatas romanos tenían una carta en la manga que
les daba ventaja sobre el resto de colegas de otros lugares: allí estaba
la tumba del apóstol y mártir San Pedro, a quien el propio Jesucristo,
en plan compadre pescador de Galilea, había llamado piedra fundacional
de su Iglesia (Tu es Petrus, etcétera). Por eso, pese a la
competencia de fulanos de postín como Ambrosio, obispo de Milán, y otros
rivales de Alejandría, Jerusalén, Antioquía y Constantinopla (muy
mimados éstos por los emperadores bizantinos), los de Roma fueron
haciéndose los gallos del corral y acabaron llamándose papas. Su mejor
baza fue que, a medida que la extensión del cristianismo suscitaba
disidencias y herejías entre los ideólogos del gremio, convirtiendo el
asunto en una jaula de grillos donde opinaba todo hijo de vecino (y
menos mal que aún no existía Twitter), los obispos romanos tuvieron el
detalle de convertir la ciudad en sede de reuniones de una especie de
comités de expertos que analizaban las disputas teológicas. Esas
reuniones se llamaron concilia, o sea, concilios. Y como Jesucristo había dicho sed hermanos pero no había dicho sed primos, sus
organizadores (que eran los que soltaban la viruta, dietas incluidas)
procuraban barrer para casa. Y así, tacita a tacita, el prestigio y la
influencia de Roma crecieron hasta convertir al papa de turno en pontifex maximus. O
sea, en árbitro de la cristiandad. Pero es que, para completar la
jugada, las familias con posibles, o sea, la nueva aristocracia
romano-bárbara o como queramos llamarla, empezó a meter a sus criaturas
en la carrera eclesiástica, que ofrecía seguridad, influencia y futuro.
Eso ocurrió en toda Europa, favorecido por la cristianización no sólo de
las élites, sino de la sociedad en general. Los esclavos seguían siendo
esclavos y los pobres seguían siendo pobres a pesar del buen rollito de
la igualdad fraterna y otros camelos; y ahí se introdujo una jugada
maestra de las clases superiores, al patentar éstas un invento que iba a
dar juego durante los doce o catorce siglos siguientes: lo que
podríamos llamar caridad aristocrática. Una nueva forma de
dominio social que relacionaba de arriba abajo las clases dominantes
civiles y religiosas, bien avenidas entre ellas, con las masas de
creyentes a los que se imponía, a cambio de la vida eterna y otros
premios espirituales y materiales, la sumisión al poder político y
religioso, así como la renuncia a los placeres sexuales (idea recuperada
de algunos filósofos griegos) como nueva moral. Pero cuidado: tampoco
es que las autoridades políticas y las religiosas anduvieran dándose
besos con lengua. Las tensiones eran muchas, pues cada cual iba a lo
suyo. Ahí se pusieron al tajo mentes brillantes para ver quién se
llevaba el gato al agua, pero la Iglesia estaba mejor dotada y metía
goles hasta de chilena: San Agustín, San Ambrosio, los papas Gelasio I y
Gregorio el Grande, así como otros secundarios de tronío, pulieron la
óptica para enfocar el asunto. Y el resultado fue la famosa teoría de las dos espadas, resumible
en que había en la tierra dos grandes poderes, uno espiritual y otro
temporal: los reyes y los papas, vale, de acuerdo. Pero, por designio de
Dios, los reyes debían estar sometidos a los papas. O sea, que donde
había patrón no mandaba marinero. Y aunque ahora parezca absurdo, en
aquel momento no fue ninguna tontería, sino todo lo contrario. Durante
muchísimo tiempo, la historia de Europa iba a decidirse en torno a eso.
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