Si en algún momento la prensa fue realmente el cuarto poder, pocas épocas tan gloriosas para el reporterismo de investigación como las décadas de los años 70 y 80 en EE. UU. Los rescoldos de Vietnam, las ínfulas omnímodas de Nixon o los trapos sucios de la Administración Reagan fueron objeto de crítica por parte de una generación de periodistas que, en muchos casos, pagaron su osadía con la muerte. La información es poder, pero publicar ciertos hechos puede ser una sentencia.
Es el caso que retrata con pulso y nervio narrativo Michael Cuesta, productor de Dexter y Homeland, en la eléctrica Matar al mensajero. A partir de la historia real de Gary Webb, el periodista que destapó las conexiones entre el gabinete de Reagan y la CIA para financiar con dinero del narcotráfico a la Contra nicaragüense, el director desarrolla una apasionante trama que acusa y señala sin pelos en la lengua al gobierno y los servicios secretos de entonces como los principales culpables de la plaga de droga que asoló las calles de Los Angeles y otras ciudades norteamericanas.
Tan delicado tema explica que Matar al mensajero haya podido ver la luz, después de casi 10 años de preparativos, gracias fundamentalmente al empeño de Cuesta y Renner, viejo amigo suyo y que aquí figura también como productor. Ocurrió lo mismo con Buenas noches, y buena suerte, Todos los hombres del presidente, El informe pelícano y, en general, la mayor parte de filmes que escarban desde la óptica periodística en la mala praxis de los políticos. Las verdades escuecen...
El guion de Peter Landesman, basado en los libros Dark Alliance, del propio Webb, y Kill the Messenger, de Nick Schou, es un clinic de lo que debería ser un thriller de investigación periodística. Tomando como eje el punto de vista del periodista, la narración despliega una serie de subtramas, a la manera de círculos concéntricos, que explican concienzudamente la sucia estrategia orquestada por Reagan y la CIA para hacer y deshacer a su antojo en Sudamérica. La suma de datos, nombres propios y sucesos, lejos de abrumar, fluye modélicamente debido a la mano didáctica de Landsman y la inteligente puesta en escena de Cuesta, a quien le bastan dos planos contrapuestos para exponer una tesis de dos mil folios.

Algo huele a podrido en el gobierno de Reagan.
Para variar, y es otro punto a favor, el lado sentimental de la historia, que explora la relación de Gary con su esposa, no es un palo en la rueda de la película. El hecho de que Sue Webb fuera el único apoyo de Gary una vez publicados sus artículos –ni siquiera contó con la comprensión de sus colegas, acaso por envidia–, convierte su participación en una tuerca dramática indispensable para entender el arrojo de un hombre que lo apostó todo, incluida su vida, al descubrimiento de la verdad.
Sobria, sin efectismos, valiente y necesaria, Matar al mensajero se eleva por encima de otras "películas de periodistas" porque atiende antes a la denuncia de las cloacas del poder que a una reivindicación nostálgica del viejo periodismo. Landesman y cuesta deslizan la idea de que hoy hay otros Gary Webb, igualmente amenazados y presionados, pero también con más medios que décadas atrás para publicar las verdades incómodas. Esa es la herida que abre el trágico final del film: si entonces fue una excepción, ahora debería ser la norma.