- Algunos libros, como los hijos, se van: unos desaparecen para siempre engullidos por un misterioso vacío; y otros, como los hijos pródigos, ...-foto
Algunos libros, como los hijos, se van: unos desaparecen para siempre engullidos por un misterioso vacío; y otros, como los hijos pródigos, vuelven arrastrados por alguna ola inesperada. Conocí a Manuel Scorza antes de leerlo: se me antojó un caballero prudente atado a una cortesía en retirada. Presentaba en España La danza inmóvil, su entrega a modo de posdata de la portentosa saga de La guerra silenciosa. Empecé ese libro y no recuerdo haberlo soltado hasta que lo acabé: subrayé expresiones, acoté giros, anoté impresiones en los márgenes. Fue lo más interactivo hecho en mi vida entre un libro y yo. Evidentemente consiguió que me fuera al principio y me sumergiera en el apasionante mundo que describe en varias entregas inolvidables y mucho más combativas sobre las revoluciones pendientes en su tierra peruana. Redoble por Rancas, El jinete insomne y Garabombo, el Invisible, que recuerde, son tres poemas recitados de corrido, tres romances en los que la rebeldía queda descrita con el primor de un joyero de palabras. La danza inmóvil, no obstante, cometió un imperdonable error que en los primeros ochenta se pagaba con alguna mirada condescendiente: se tomó a chanza su revolución campesina. Su protagonista es enviado a Francia y se rebela contra su partido y su guerrilla cuando estos le llaman para volver y combatir: en el exilio ha conocido a una mujer y París, y no quiere dejar a ninguna de las dos. Vence lo burgués. El texto, por demás, es hilarante en determinados pasajes, lo cual era ya demasiado para el buen progre. Creo que muchos no se lo han perdonado. Scorza falleció -junto con Jorge Ibarguengoitia, magnífico escritor mexicano- en el trágico accidente que le costó la vida en Barajas a todos los ocupantes de un avión de Avianca. Conservar en ese momento La danza inmóvil era, por tanto, conservar algo más que un amigo: era atesorar el ejemplar único en que quedaban las palabras, mis anotaciones y la voz de Scorza rebotando en sus esquinas.
Pero un día, hará unos veinte años, el libro, al que tantas veces había vuelto para recordar una pincelada, se hizo pródigo. Y desapareció. Algún día tenía que pasar, ya que iba conmigo a muchas partes, y mis mudanzas eran sucesivas, inesperadas y algo caóticas.
Tras no pocos años pude hacerme con otro ejemplar, que evidentemente había sido descatalogado. No era el mío, no tenía mi rastro, ni mi firma, ni la de Scorza, ni mi ex libris, pero era el libro: no era lo mismo, pero era un consuelo. Hasta que hace una semana me dijo María Luisa Núñez, compañera imprescindible en radio a lo largo de veintidós años: «Te voy a hacer un regalo».
Me preguntó en el asiento trasero de un taxi por algo que yo hubiera perdido a lo largo de este tiempo. Sin vacilar, le dije: «Un libro: La danza inmóvil». Se le iluminó la cara y me hizo saber que lo había encontrado. Le pregunté: «¿Un ejemplar de entonces o una reedición de por ahí?». A lo que me contestó triunfante: «No, querido: el tuyo».
Efectivamente, ese libro que me extendió primorosamente envuelto en papel de regalo era el mío, con mis notas y mis dedicatorias, el mismo que tanto me había emocionado en aquel lejano 82 y años venideros. María Luisa guarda hasta el último papel que se le cruza por su vida, y cuando dejamos Radio Nacional apiló en un par de cajas lo que había en sus predios. No sé cómo había ido a parar allí este volumen, pero se había quedado después de dejar la casa en el año 2000. Revolviendo cajas de cartón, dio con él.
Ha sido como encontrar a un viejo amigo 14 años después: salvo milagro, los libros no son pródigos, ya que, a diferencia de los hijos, no tienen hambre y no vuelven cuando se acaban las existencias. Seremos inseparables lo que nos quede de vida, claro que menos a mí que a él. En sus páginas sé que quedarán anotadas claves de mi tiempo que algún día alguien entreverá al abrir sus páginas. Si es que el muy cabrón no se va antes, ¡que me ha salido muy callejero!,.
TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO, EN CONTRA DEL BESO,.
- Acabamos de sobrevivir a la fecha que los estrategas del consumo eligieron para saquear los ahorros de quienes padecen el sarampión del ...
Acabamos de sobrevivir a la fecha que los estrategas del consumo eligieron para saquear los ahorros de quienes padecen el sarampión del amor romántico. San Valentín, si la memoria no me engaña, fue despedazado por los leones de algún circo romano cuando ni siquiera había probado las dulzuras de la carne, pero la grosería mercantilista, que no repara en estas incoherencias, lo ha erigido en patrono de los enamorados. Yo creo que esta festividad tan empalagosa fue concebida por comerciantes astutos que deseaban rematar esas maulas que se resisten incluso a la voracidad navideña y a la histeria de las rebajas. El entontecimiento causado por el virus del amor fomenta los timos más descarados y rocambolescos: a un recién enamorado se le puede colocar, por ejemplo, un frasco de pachulí rancio, asegurándole que la aspereza de su fragancia se debe a la inclusión entre sus ingredientes de unas raspaduras de cuerno de rinoceronte; y el recién enamorado, atufado por los efluvios del pachulí, lo creerá religiosamente. No quisiera, sin embargo, convertir este artículo en una filípica contra el consumismo, pues ya suficiente fama tiene uno de anticapitalista cavernícola. Mi propósito no menos inmodesto consiste en convencer a mis lectores de los efectos perniciosos del beso, ese melindroso fruncimiento de morritos con el que los enamorados acompañan el intercambio de ternezas y de saliva.
Comenzaré aduciendo un argumento antropológico que, sin duda, promoverá la adhesión de las feministas militantes. Para explorar los antecedentes del beso, hemos de remontarnos cientos de miles de años, cuando los homínidos que nos precedieron en la pirámide evolutiva aún ostentaban rasgos simiescos y se interpelaban mediante gruñidos (según las rigurosísimas reconstrucciones que nos brinda la arqueología recreativa, cada vez que desentierra un molar o un menisco). Al parecer, las mamás homínidas masticaban la comida hasta convertirla en papilla; y luego se la pasaban a sus hijos recién nacidos, mediante el sistema del boca a boca. Este gesto, tan cariñoso como guarrete, lo extendieron luego las mamás homínidas a su trato con el macho dominante en la manada, como símbolo de adulación y sometimiento (esto resulta más dudoso, pues como bien se sabe el sometimiento de la hembra es un invento maléfico del cristianismo), sustituyendo la comida triturada por un buchito de saliva que el macho deglutía magnánimo, como expresión de su supremacía sobre la hembra, que luego remachaba al fondo de la cueva. Todavía hoy, nuestros hermanos de sangre los chimpancés y orangutanes practican este gesto de acatamiento; también, por cierto, nuestros parientes colaterales los peces de pecera, solo que en este caso confunden la pared de su encierro con la parienta, porque están un poco cegatosos.
Así que ya ven cómo el beso, bajo su apariencia de arrumaco inofensivo o antesala de fricciones más pecaminosas, encubre -¡horror!- un atavismo que simboliza la sumisión de la hembra al varón. La abolición del beso, como la implantación obligatoria del sistema paritario en el reparto de mamandurrias políticas, debería figurar entre las reivindicaciones innegociables de toda sociedad civilizada. Pero no concluye aquí nuestro alegato contra el beso, pues como no podía ser de otro modola ciencia médica viene enseguida a sumarse a la ciencia darwiniana. Según estudios realizados en la Facultad de Medicina de Estocolmo, la saliva que se segrega durante los diez segundos que duran los besos más calenturientos contiene 350 colonias de bacterias; y esto suponiendo que los besucones se hallen en perfecto estado de salud. Este ejército bacteriológico (ríase usted del armamento sirio) se incrementa en proporción geométrica si alguno de los actores del drama padece enfermedades tan veniales como la caries o el catarro. Por si no bastase con este trueque de microbios, en cada beso, mezclado con la saliva, asestamos a nuestro partenaire casi un miligramo de grasa, cantidad en apariencia insignificante que, entre individuos propensos al morreo (como yo mismo, de ahí que me haya puesto tan gordo), puede llegar a exigir ímprobos sacrificios dietéticos.
Y si aún faltase algún lector reacio a acatar los argumentos de la ciencia, le recordaremos que los mandatarios soviéticos, como expresión de hospitalidad, saludaban a sus invitados con un beso en la boca, gesto que los analistas más supersticiosos no han vacilado en vincular al derrumbamiento del comunismo. Si sumamos esta enseñanza de la Historia a las razones de higiene y paridad sexual arriba expuestas, convendremos en que el beso debe ser erradicado sin contemplaciones.
TÍTULO: LA CARTA DE LA SEMANA, la papelera,.UNA HISTORIA DE ESPAÑA ( XIX),.
foto--la papelera,.
foto , la chica de la bicicleta,
- Fue a principios del siglo XVI, con España ya unificada territorialmente y con apariencia de Estado más o menos moderno, con América ...Fue a principios del siglo XVI, con España ya unificada territorialmente y con apariencia de Estado más o menos moderno, con América descubierta y una fuerte influencia comercial y militar en Italia, el Mediterráneo y los asuntos de Europa, paradójicamente a punto de ser la potencia mundial más chuleta de Occidente, cuando, pasito a pasito, empezamos a jiñarla. Y en vez de dedicarnos a lo nuestro, a romper el espinazo de nobles -que no pagaban impuestos- y burgueses atrincherados en fueros y privilegios territoriales, y a ligarnos reinas y reyes portugueses para poner la capital en Lisboa, ser potencia marítima y mirar hacia el Atlántico y América, que eran el futuro, nos enfangamos hasta el pescuezo en futuras guerras de familia y religión europeas, donde no se nos había perdido nada y donde íbamos a perderlo todo. Y fue una lástima, porque originalmente la jugada era de campanillas, y además la suerte parecíamos tenerla en el bote. Los Reyes Católicos habían casado a su tercera hija, Juana, nada menos que con Felipe el Hermoso de Austria: un guaperas de poderosa familia que, por desgracia, nos salió un poquito gilipollas. Pero como el príncipe heredero de España, Juan, había palmado joven, y la segunda hija también, resultó que Juana y Felipe consiguieron la corona a la muerte de sus respectivos padres y suegros. Pero lo llevaron mal. Él, como dije, era un cantamañanas que para suerte nuestra murió pronto, con gran alivio de todos menos de su legítima, enamorada hasta las trancas -también estaba como una chota, hasta el punto de que pasó a la Historia como Juana la Loca-. El hijo que tuvieron, sin embargo, salió listo, eficaz y con un par de huevos. Se llamaba Carlos. Era rubio tirando a pelirrojo, bien educado en Flandes, y heredó el trono de España, por una parte, y del Imperio alemán por otra; por lo que fue Carlos I de España y V de Alemania. Aquí empezó con mal pie: vino como heredero sin hablar siquiera el castellano, trayéndose a sus compadres y amigos del cole para darles los cargos importantes; con lo que lió un cabreo nobiliario de veinte pares de narices. Además, pasándose por la regia entrepierna los fueros y demás, empezó gobernando con desprecio a los usos locales, ignorando, por joven y pardillo, con quién se jugaba los cuartos. A fin de cuentas, ustedes llevan 19 capítulos de esta Historia leídos; pero él no la había leído todavía, y creía que los españoles eran como, por ejemplo, los alemanes: ciudadanos ejemplares, dispuestos a pararse en los semáforos en rojo, marcar el paso de la oca y denunciar al vecino o achicharrar al judío cuando lo estipula la legislación vigente; no cuando, como aquí, a uno le sale de los cojones. Así que imaginen la kale borroka que se fue organizando; y más cuando Carlos, que como dije estaba mal acostumbrado y no tenía ni idea de con qué peña lidiaba, exigió a las Cortes una pasta gansa para hacerse coronar emperador. Al fin la consiguió, pero se lió parda. Por un lado fue la sublevación de Castilla, o guerra comunera, donde la gente le echó hígados al asunto hasta que, tras la batalla de Villalar, los jefes fueron decapitados. Por otro, tuvo lugar en el reino de Valencia la insurrección llamada de las germanías: ésa fue más de populacho descontrolado, con excesos anárquicos, saqueos y asesinatos que terminaron, para alivio de los propios valencianos, con la derrota de los rebeldes en Orihuela. De todas formas, Carlos había visto las orejas al lobo, y comprendió que este tinglado había que manejarlo desde dentro y con vaselina, porque el potencial estaba aquí. Así que empezó a españolizarse, a apoyarse en una Castilla que era más dócil y con menos humos forales que otras zonas periféricas, y a cogerle, en fin, el tranquillo a este país de hijos de puta. A esas alturas, contando lo de América, que iba creciendo, y también media Italia -la sujetábamos con mano de hierro, teniendo al papa acojonado-, con el Mediterráneo Occidental y las posesiones del norte de África conquistadas o a punto de conquistarse, el imperio español incluía Alemania, Austria, Suiza, los Países Bajos, y parte de Francia y de Checoslovaquia. Y a eso iban a añadirse en seguida nuevas tierras con las exploraciones del Pacífico. Resumiendo: estaba a punto de nieve lo de no ponerse el sol en el imperio hispano. Parecía habernos tocado el gordo de Navidad, y hasta los vascos y los catalanes, como siempre que hay viruta y negocios de por medio, se mostraban encantados de llamarse españoles, hablar castellano y pillar cacho de presente y de futuro. Pero entonces empezó a sonar el nombre de un oscuro sacerdote alemán llamado Lutero.
martes, 18 de febrero de 2014
¡ SILENCIO POR FAVOR ! El inesperado caso del libro pródigo,./ EL BLOC DEL CARTERO, EN CONTRA DEL BESO, / LA CARTA DE LA SEMANA, -la papelera,.UNA HISTORIA DE ESPAÑA ( XIX),.
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