TITULO: EL BLOC DEL CARTERO - ¡ ATENCION Y OBRAS ! CINE - REPITIENDO ELECCIONES,.
¡ ATENCION Y OBRAS ! CINE,.
¡Atención y obras! es un programa semanal que,
en La 2, aborda la cultura en su sentido más amplio, con especial
atención a las artes escénicas, la música, los viernes a las 20:00 presentado por Cayetana Guillén Cuervo, etc, foto,.
REPITIENDO ELECCIONES,.
Todo el mundo sabe de que pie ideológico cojea el escritor y polifacético Juan Manuel de Prada. De izquierdas no es, desde luego, y en sus artículos lo demuestra una y otra vez. En el que este sábado publica el diario 'ABC' vuelve a ponerlo de manifiesto y lo hace, además, utilizando sospechosamente la estrategia planteada y seguida por el Partido Popular nada más conocerse el resultado electoral del 20D. La base de todo es demonstar al PSOE y darlo por finiquitado.
Así lo hace y dice De Prada al señalar que "los sociatas" están llorando "por las esquinas porque Pablo Iglesias les ha arrebatado la socialdemocracia". Es lo más amable que le dedica al partido de Pedro Sánchez
cuyos dirigentes y votantes "todavía no se han enterado de que están
muertos". El columnista a partir de este momento y hasta que concluye su
artículo, empieza con Podemos o, para ser más exactos, con Pablo
Iglesias al que considera "asesino" del PSOE al que
"nadie podrá negar que, después de asesinarlos, les está haciendo un
bonito mausoleo, para que el cuento chino de la socialdemocracia que
durante décadas engañó a los incautos pueda seguir engañándolos,
convenientemente remozado". Y
así durante un par de párrafos más. Mezcla De Prada la
socialdemocracia, el comunismo, el socialistamo, el marxismo, siempre
desde una perspectiva negativa,.
TITULO: LA CARTA DE LA SEMANA - VIAJANDO CON CHESTER - UNA HISTORIA DE ESPAÑA ( LXX),.
VIAJANDO CON CHESTER
Viajando con Chester es un programa de televisión español, de género
periodístico, presentado por Pepa Bueno, en la cuatro los domingos las 21:30, foto, etc.
UNA HISTORIA DE ESPAÑA ( LXX),.
foto
Y así llegamos, señoras y señores, al año del desastre. A 1898, cuando
la España que desde el año 1500 había tenido al mundo agarrado por las
pelotas, después de un siglo y pico creciendo y casi tres encogiendo
como ropa de mala calidad muy lavada, quedó reducida a casi lo que es
ahora. Le dieron -nos dieron- la puntilla las guerras de Cuba y
Filipinas. En el interior, con Alfonso XII niño y su madre reina
regente, las nubes negras se iban acumulado despacio, porque a los
obreros y campesinos españoles, individualistas como la madre que los
parió, no les iba mucho la organización socialista -o pronto, la
comunista- y preferían hacerse anarquistas, con lo que cada cual se lo
montaba aparte. Eso iba de dulce a los poderes establecidos, que seguían
toreando al personal por los dos pitones. Pero lo de Cuba y Filipinas
acabaría removiendo el paisaje. En Cuba, de nuevo insurrecta, donde
miles de españoles mantenían con la metrópoli lazos comerciales y
familiares, la represión estaba siendo bestial, muy bien resumida por el
general Weyler, que era bajito y con muy mala leche: «¿Que he fusilado a muchos prisioneros? Es verdad, pero no como prisioneros de guerra sino como incendiarios y asesinos».
Eso avivaba la hoguera y tenía mal arreglo, en primer lugar porque los
Estados Unidos, que ya estaban en forma, querían zamparse el Caribe
español. Y en segundo, porque las voces sensatas que pedían un estatus
razonable para Cuba se veían ahogadas por la estupidez, la corrupción,
la intransigencia, los intereses comerciales de la alta burguesía
-catalana en parte- con negocios cubanos, y por el patrioterismo barato
de una prensa vendida e irresponsable. El resultado es conocido de
sobra: una guerra cruel que no se podía ganar (los hijos de los ricos
podían librarse pagando para que un desgraciado fuera por ellos), la
intervención de Estados Unidos, y nuestra escuadra, al mando del
almirante Cervera, bloqueada en Santiago de Cuba. De Madrid llegó la
orden disparatada de salir y pelear a toda costa por el honor de España
-una España que aquel domingo se fue a los toros-; y los marinos
españoles, aun sabiendo que los iban a descuartizar, cumplieron las
órdenes como un siglo antes en Trafalgar, y fueron saliendo uno tras
otro, pobres infelices en barcos de madera, para ser aniquilados por los
acorazados yanquis, a los que no podían oponer fuerza suficiente -el Cristóbal Colón ni siquiera tenía montada la artillería-, pero sí la bendición que envió por telégrafo el arzobispo de Madrid-Alcalá: «Que Santiago, San Telmo y San Raimundo vayan delante y os hagan invulnerables a las balas del enemigo». A eso se unieron, claro, los políticos y la prensa. «Las escuadras son para combatir»,
ladraba Romero Robledo en las Cortes, mientras a los partidarios de
negociar, como el ministro Moret, les montaban escraches en la puerta de
sus casas. Pocas veces en la historia de España hubo tanto valor por
una parte y tanta infamia por la otra. Después de aquello, abandonada
por las grandes potencias porque no pintábamos un carajo, España cedió
Cuba, Puerto Rico -donde los puertorriqueños habían combatido junto a
los españoles- y las Filipinas, y al año siguiente se vio obligada a
vender a Alemania los archipiélagos de Carolina y Palaos, en el
Pacífico. En Filipinas, por cierto («Una colonia gobernada por frailes y militares»,
la describe el historiador Ramón Villares), había pasado más o menos lo
de Cuba: una insurrección combatida con violencia y crueldad, la
intervención norteamericana, la escuadra del Pacífico destruida por los
americanos en la bahía de Cavite, y unos combates terrestres donde, como
en la manigua cubana, los pobres soldaditos españoles, sin medios
militares, enfermos, mal alimentados y a miles de kilómetros de su
patria, lucharon con el valor habitual de los buenos y fieles soldados
hasta que ya no pudieron más -mi abuelo me contaba el espectáculo de los
barcos que traían de Ultramar a aquellos espectros escuálidos, heridos y
enfermos-. Y algunos, incluso, pelearon más allá de lo humano. Porque
en Baler, un pueblecito filipino aislado al que no llegó noticia de la
paz, un grupo de ellos, los últimos de Filipinas, aislados y sin
noticias, siguieron luchando un año más, creyendo que la guerra
continuaba, y costó mucho convencerlos de que todo había acabado. Y como
españolísimo colofón de esta historia, diremos que a uno de aquellos
héroes, el último o penúltimo que quedaba vivo, un grupo de milicianos o
falangistas, da igual quiénes, lo sacaron de su casa en 1936 y lo
fusilaron mientras el pobre anciano les mostraba sus viejas e inútiles
medallas.
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