Menú de camionero. Porras y café con
leche es el desayuno de cada día para Jesús y su familia. Lo único que
ingiere en casa. Es camionero y come fuera 340 días al año. En el
almuerzo se permite gastar un máximo de 10 euros para que salgan las
cuentas. Es experto en restaurantes de carretera. Busca calidad a
precio asequible. La merienda la come sobre el frontal del radiador del
camión convertido en mesa. Tira de tartera para la cena. Sólo así no
supera los 1600 euros que emplea al año para comer.
Menú escolar. A Héctor, seis años,
sus lágrimas gigantes no le dejan ver la rodaja de merluza a la romana
que tiene en el plato. Se enfrenta a la dura vuelta al cole: hoy hay
pescado. Dos millones de niños hacen la principal comida del día en el
colegio. Después de las vacaciones hay que cambiar los helados de media
tarde por el repollo, la lombarda, la acelga o la coliflor. Hay días en
los que los escolares piden la cabeza de Javier. Es cocinero en uno de
los primeros colegios de Madrid que ha incluido los alimentos ecológicos
en el menú escolar. La verdura, su principal ingrediente.
Adiós a la tartera. La comida de
catering ha sustituido a la tartera en los centros de trabajo. Colegios,
hospitales y empresas privadas o públicas se sirven de compañías de
restauración para dar de comer a sus empleados. Diez empresas concentran
la mitad de la producción de los primeros, segundos y terceros platos
que seis de cada diez trabajadores toman a diario fuera de casa. En las
cocinas centrales de estas compañías se cocina en marmitas gigantes, se
pelan patatas por toneladas o se cuecen miles de litros de sopa. ¿Dónde
compran las materias primas, a qué precio, quién decide el menú?
Comer a toda velocidad. A bordo del
AVE se dispensan cada año un millón de bocadillos. Es lo más consumido
por las siete mil personas que viajan a diario en tren por España. La
comida del tren de alta velocidad se elabora en una nave industrial
situada a las afueras de Madrid. Fernando pone un termómetro a cada
bocadillo de alcaparras o de anchoa que se envasa antes de llegar a la
Estación de Atocha. Es el jefe de cocina y sabe que lo fundamental es
mantener la cadena de frío. Si el termómetro se dispara al alza miles de
bandejas llenas de comida acabarán en el cubo de la basura.
Comer a treinta mil pies de altura. Luis
da de comer a los pasajeros de un avión con destino a Río de Janeiro.
Es auxiliar de vuelo y conoce bien el extra de sal y de especias que
aumentan el sabor en la comida de los aviones. Las papilas gustativas
pierden sensibilidad y se resecan con la altura. ¿Quién controla la
calidad de los alimentos que tomamos fuera de casa?
‘Qué hay de menú’, este miércoles, en Comando Actualidad.
TITULO: LIBRO - El Silmarillion Tolkien ,.
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Me pide un breve esbozo
de mi material que esté relacionado con mi mundo imaginario. Es difícil decir
algo sin decir demasiado: el intento de decir unas pocas palabras abre una compuerta
de entusiasmo, el egoísta y el artista a la vez desean expresar cómo se ha desarrollado
el material, cómo es y qué quiere decir (según él lo piensa) o está tratando
de representar con todo eso. He de infligirle algo de lo mencionado; pero agregaré
un mero resumen de su contenido, que es (quizá) todo lo que necesita o para
lo cual tiene tiempo o disponibilidad.
En orden de tiempo, desarrollo
y composición, este material empezó conmigo; aunque no creo que esto tenga interés
para nadie, salvo para mí. Quiero decir, no recuerdo que haya habido un tiempo
en que no estuviera edificándolo. Muchos niños inventan, o empiezan a inventar,
lenguas imaginarias. Yo me dediqué a ello desde que empecé a escribir.
Pero nunca dejé de hacerlo
y, por supuesto, como filólogo profesional (interesado especialmente en. la
estética lingüística), he cambiado de gusto, mejorado en teoría y, quizás, en
habilidad. Tras mis historias hay ahora un nexo de lenguas (en general, sólo
esbozadas estructuralmente). Pero a esas criaturas que en inglés llamo equívocamente
Elves [nota 1]
(Elfos) se les asignan dos lenguas emparentadas más completas, cuya historia
esta escrita y cuyas formas (que representan dos aspectos diferentes de mi propio
gusto lingüístico) están deducidas científicamente de un origen común. Con el
material de esas lenguas están hechos casi todos los nombres que figuran
en mis leyendas. Esto da cierto carácter (una coherencia, una consistencia de
estilo lingüístico y una ilusión de historicidad) a la nomenclatura, o así me
lo parece, que falta de modo notorio en otras creaciones comparables. No todos
considerarán esto tan importante como yo, pues padezco la maldición de una sensibilidad
aguda para tales asuntos.
Pero una pasión mía igualmente
fundamental ab initio es la que siento por el mito (¡no por la alegoría!)
y, sobre todo, por la leyenda heroica a caballo entre el cuento de hadas y la
historia, de la que no hay bastante en el mundo (que me sea accesible) para
mi apetito. No me había graduado todavía cuando el pensamiento y la experiencia
me revelaron que éstos no eran intereses divergentes -polos opuestos de la ciencia
y la novela- sino integralmente relacionados. No soy «erudito» [nota
2] en las cuestiones del mito y los cuentos
de hadas, sin embargo, porque en tales casos (en la medida en que me son conocidas)
he estado siempre buscando material, cosas de un cierto tono y aire, y no simple
conocimiento. Además -y espero no parecer aquí absurdo-, desde mis días tempranos
me afligió la pobreza de mi propio amado país: no tenía historias propias (vinculadas
con su lengua y su suelo), no de la cualidad que yo buscaba y encontraba (como
ingredientes) en leyendas de otras tierras. Las había griegas, célticas, en
lenguas romances, germánicas, escandinavas y finlandesas (que me impresionaron
profundamente); pero nada inglés, salvo un empobrecido material barato. Por
supuesto, se disponía y se dispone de todo el mundo arthuriano; pero, aunque
poderoso, está imperfectamente naturalizado, asociado con el suelo de Bretaña,
pero no con el inglés; y no reemplaza lo que siento ausente. Por empezar, lo
«feérico» es en él demasiado pródigo y fantástico, incoherente y repetitivo.
Pero lo que es aún más importante: está implicado en la religión cristiana y
explícitamente la contiene.
Por razones que no he de
elaborar, eso me parece fatal. El mito y el cuento de hadas, como toda forma
de arte, deben reflejar y contener en solución elementos de moral y verdad (o
error) religiosa, pero no de manera explícita, no en la forma conocida del mundo
primordialmente «real». (Estoy hablando, por supuesto, de nuestra presente situación,
no de los antiguos días paganos precristianos. Y no repetiré lo que intenté
decir en mi ensayo, que usted ha leído.)
¡No se ría! Pero una vez
(mi cresta mucho ha caído desde entonces) tenía intención de crear un cuerpo
de leyendas más o menos conectadas, desde las amplias cosmogonías hasta el nivel
del cuento de hadas romántico -lo más amplio fundado en lo menor en contacto
con la tierra, al tiempo que lo menor obtiene esplendor de los vastos telones
de fondo-, que podría dedicar simplemente a Inglaterra, a mi patria. Debía poseer
el tono y la cualidad que yo deseaba, algo fresco y claro, impregnado de nuestro
«aire» (el clima y el terreno del Noroeste, Bretaña y las partes más altas de
Europa, no Italia ni el Egeo, todavía menos el Este); y aunque poseyera (si
fuera capaz de lograrla) la sutil belleza evasiva que algunos llaman céltica
(aunque rara vez se la encuentra en los verdaderos objetos célticos antiguos),
debería ser «elevado», purga~ do de bastedad y adecuado a la mente más adulta
de una tierra ahora hace ya mucho inmersa en la poesía. Trazaría en plenitud
algunos de los grandes cuentos, y muchos los dejaría esbozados en el plan general.
Los ciclos se vincularían en una totalidad majestuosa, y dejaría márgenes para
que otras mentes y manos hicieran uso de la pintura, la música y el teatro.
Absurdo.
Por supuesto, un propósito
tan abrumador no se desarrolló todo de una vez. Los cuentos fueron lo primero.
Me surgían en la mente como «dados», y a medida que iban presentándose, los
eslabones crecían. Un trabajo absorbente, aunque de continuo interrumpido (especialmente
porque, aparte de las necesidades de la vida, la mente se trasladaba al polo
opuesto y se centraba en la lingüística); no obstante, tuve siempre la sensación
de registrar lo que estuvo siempre «allí», en alguna parte, no de «inventar».
Por cierto, concebía y aun
escribía un montón de otras cosas (especialmente para mis hijos). Algunas escapaban
de los zarcillos de este vasto tema ramificado, pues no guardaban ninguna relación
con él: Hoja de Niggle y Egidio, el granjero, por ejemplo, las
únicas dos que fueron publicadas. El Hobbit, que tiene en sí mismo mucha
más vida esencial, fue concebido de manera del todo independiente; no sabía,
cuando lo empecé, que pertenecía al conjunto fundamental. Pero resultó ser el
medio por el que se descubrió el acabamiento de la totalidad, su modo de descenso
a la tierra y su inmersión en la «historia». Así como las elevadas Leyendas
del comienzo, según se supone, consideran las cosas a través de las mentes élficas,
el cuento medio del Hobbit adopta virtualmente el punto de vista humano, y el
último cuento los mezcla.
Me disgusta la Alegoría
-la alegoría consciente e intencional-; sin embargo, todo intento de explicar
el contenido de un mito o de un cuento de hadas, debe recurrir al lenguaje alegórico.
(Y, por supuesto, cuanta más «vida» tiene un cuento, más susceptible será de
interpretaciones alegóricas; al tiempo que cuanto mejor hecha esté una alegoría,
más fácilmente será aceptable como historia.) De cualquier modo, todo este material
[nota 3]
trata sobre todo de la Caída, la Mortalidad y la Máquina. De la Caída, inevitablemente,
y ese motivo se da de diversos modos. De la Mortalidad, especialmente en cuanto
afecta el arte y el deseo creador (o, como yo diría, subcreador), que no parece
tener función biológica ni formar parte de las satisfacciones de la vida biológica
corriente, con la cual, en nuestro mundo, está por cierto generalmente en contienda.
Este deseo, a la vez, se relaciona con un apasionado amor por el mundo primordial
real y, por tanto, pleno del sentido de la mortalidad, aunque insatisfecho de
él. Tiene varias oportunidades de «Caída». Puede volverse posesivo, adherirse
a las cosas que ha hecho «como propias»; el subcreador desea ser el Señor y
Dios de su creación privada. Se rebelará contra las leyes del Creador, especialmente
en contra de la mortalidad. Ambas cosas (juntas o separadas) conducirán al deseo
de Poder, para conseguir que la voluntad sea más prontamente eficaz, y, de ese
modo, a la Máquina (o la Magia). Por esto último entiendo toda utilización de
planes y proyectos externos (aparatos) en lugar del desarrollo de las capacidades
o talentos inherentes internos, o aun la utilización de estos talentos con el
corrupto motivo del dominio: intimidar al mundo real o reprimir otras voluntades.
La Máquina es nuestra forma más evidente de hacerlo, aunque más estrechamente
relacionada con la Magia de lo que suele reconocerse.
No he empleado la «magia»,
coherentemente, Y por cierto, la reina de los Elfos, Galadriel, se ve obligada
a reconvenir a los Hobbits por el empleo confuso que hacen de la palabra tanto
en relación con las invenciones y las operaciones del Enemigo, como con las
de los Elfos. Yo no lo he hecho, porque no existe palabra para designar a las
últimas (pues todas las historias humanas han sufrido de la misma confusión).
Pero los Elfos han de demostrar (en mis cuentos) la diferencia. Su magia es
Arte, despojada de muchas de sus limitaciones humanas: más fácil, más rápida,
más completa (el producto y la intuición en una correspondencia sin tacha).
Y su objetivo es el Arte, no el Poder; la subcreación, no el dominio y la reforma
tiránica de la Creación. Los «Elfos» son «inmortales », al menos en lo que a
este mundo respecta; y de ahí que se centran preferentemente en los dolores
y las cargas de la inmortalidad en el tiempo y el cambio que en la muerte. El
Enemigo, en formas sucesivas, se centra siempre «naturalmente» en el mero Dominio,
y es también el Señor de la magia y las máquinas; pero he aquí el problema:
que este espantoso mal puede surgir, y de hecho surge, de una raíz buena en
apariencia, el deseo de beneficiar al mundo y a los demás [nota
4] -velozmente y de acuerdo con los propios
planes del benefactor-, que es un motivo recurrente.
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