viernes, 22 de noviembre de 2013

UN CANTO MISTERIOSO,./ VUELVEN LOS RESINEROS,.

TÍTULO; UN CANTO MISTERIOSO,.

Un canto misterioso cruza, a través de decenas de kilómetros, las profundidades marítimas. El sonido de estas canciones suena triste, afligido, melancólico, incluso lúgubre. Pero, sobre todo, tiene un efecto mágico y relajante que cautiva. De modo que desde hace algunos años la música de las Yubartas o ballenas jorobadas se vende en discos y casetas. Los cetáceos repiten sus estribillos día y noche, sólo interrumpidos por la necesidad de salir a respirar,.
Son los machos adultos los que cantan en solitario. Se sumergen, como mucho, unos veinte metros y, suspendidos en el agua, comienzan a emitir su canto mirando hacia abajo. Cuando a un macho cantarían se le acerca otro, enmudece, se aproximan y nadan unos minutos los dos juntos en silencio. Finalmente se separan y uno de ellos comienza a canturrear de nuevo. Esto se interpreta como una estrategia del macho intruso para interrumpir al rival y así disminuir sus posibilidades de atraer   a la hembra, fin.
Foto de las ballenas, etc,.

TÍTULO: VUELVEN LOS RESINEROS,.
Vuelven los resineros

  1. Anacleto Casero... un esclavo del monte», se presenta el resinero mientras tiende una mano recia y callosa a los forasteros. La figura menuda ... foto,.

    Vuelven los resineros

    El paro echa a los montes de Soria a cuadrillas de jornaleros que exprimen los troncos de los pinos

    «Anacleto Casero... un esclavo del monte», se presenta el resinero mientras tiende una mano recia y callosa a los forasteros. La figura menuda de Anacleto, 72 años, soltero y vecino de Tardelcuende, en Soria, se recorta entre el millón de pinos del término municipal, un millón de pinos que hombres como él han hecho llorar desde hace siglo y medio. «Entre la madera, la mejora de los montes y la resina hacíamos nuestras viviendas, aunque fueran de adobe, y teníamos un jornal. Ahora todo esto va para atrás, mecagoendiez», se duele.
    Miguel Peregrina (59 años), un granadino de Fornes, asiente las palabras de Anacleto mientras arrima unos trozos de pino y unas matas de jara y prende un fuego –«para quitarnos el frío una miajilla»– en mitad de la trocha. Sobre la ropa de trabajo Miguel gasta unos zahones negros con publicidad de vino Barbadillo y a sus pies salta un perrillo listo que atiende al nombre de ‘Obama’. «El bichillo tenía tres días cuando las elecciones: estaba entre Obama y McCain, y como ganó el ‘café con leche’, ja, ja, ja, ja...»
    Miguel, sus hermanos Jesús y Andrés, y su cuñado Benjamín han pasado los diez últimos meses perdidos en estos bosques sorianos, recuperando un oficio casi olvidado, tratando de parchear con sus manos y sus hachas la maltrecha economía familiar. «Mi padre crió siete hijos con la resina allí en Fornes; yo iba con él al monte y aprendí a sangrar los árboles. Con 15.000 o 16.000 kilos de resina se sacaba a una familia adelante todo el año. Y aquí nos tiene, a ver si logramos hacer lo mismo», dice con su singular acento ‘granaíno’.
    Miguel es un superviviente, un enamorado de la vida libre y salvaje que se escapa cada vez que puede a los montes de la sub Bética para caminar, solo y sin rumbo, dormir al raso, bajo las estrellas, alimentándose como las liebres. También fue albañil, taló pinos en el País Vasco y trabajó de camarero en Mallorca. Los que son como él les pegan a todos los palos.
    Lo explica mientras prende la colilla de un cigarrillo ‘Pueblo’ que ha liado a la velocidad del rayo. «El año pasado oí que querían poner en producción estos pinos. Vinimos en noviembre a ver los montes. El 14 de enero tuvimos una reunión, y el 28 de febrero nos vinimos media familia aquí. A 676 kilómetros de casa, para ganarnos el sustento», apunta.
    Con las manos negras
    El paro ya no muerde, devora. Fornes, recuerda Peregrina, es el pueblo con la mayor proporción de donantes de España y el primero en tener una televisión propia. Pero de eso no se come. A Granada, con un 38,85% de paro, solo Jaén (con el 40,37%) la supera en esta España rota por el desempleo.
    Los Peregrina, un apellido que parece encerrar un destino errante, viven en un par de casas que les ha alquilado el ayuntamiento (a 225 euros, luz, agua y basuras aparte). Allí, al caer la noche, con los riñones rotos y las manos negras de resina y polvo, se reúnen a cenar un pucherillo caliente, unos fideos, un guisado de arroz o una carne en salsa mientras enhebran sus cuitas. Porque el de resinero es un trabajo sucio, exigente y solitario como pocos, con los hombres perdidos en jornadas agotadoras en estas inmensas extensiones casi idénticas. Los antiguos, tipos como Teófilo Garijo, que dormían en chozas de suelo de zarabuya levantadas en los pinares y volvían a casa una vez al mes, hasta aprendieron a amaestrar cuervos con comida para tratar de vencer tanto desamparo.
    En los meses de destierro, Miguel ha trabajado 13.300 pinos. Sus hermanos Jesús y Andrés, cerca de 20.000. Y Benjamín, el cuñado, otros 10.000. Palabras mayores. Un cuartel, la medida de los resineros, son 6.000 pinos. «Estamos todos chupaos. Yo he perdido ocho kilos en estos meses», dice Jesús Peregrina, un enteco y barbado resinero, mientras afila la escoda, un hacha con un canto doblado para raspar la corteza.
    Aquí todo se hace a mano desde los tiempos de Napoleón. Primero hay que quitar la pizorra (corteza) con el hacha o el barrasco y desroñar el árbol para dejar a la vista la veta resinera. Luego, con una pieza llamada media luna, se marca la zona, se clava una chapa de hojalata, donde se remansará la savia, y se coloca debajo el pote (antes de barro, hoy de plástico), hacia el que escurrirá la miera. Cada cierto tiempo, la piel desnuda del árbol se empapa de ácido sulfúrico rebajado o de pasta estimulante para reactivar el sangrado. El pino también se pica ‘a rayón’, unos cortes transversales para provocar más producción. Las rojas lajas del pino negral parecen lonchas de jamón ibérico, en un trampantojo en el que no faltan hasta las vetas de grasa blanca, de resina pura. «Es un trabajo entretenido y bonito, pero muy físico, sobre todo el primer año, cuando los cortes se hacen aquí abajo», explica Rafa Marina, un parado local que se ha echado al monte con Raúl Santos, culé declarado, pero que viste un buzo azul con el escudo del Real Madrid en el pecho. El típico regalo envenenado de los cuñados... «La resina es un arte, un oficio, como el de un hererro. Hay que buscar el río de savia, el rubio que se llama. Y picar siempre la zona orientada al Sol, nunca el lomo. Aquí se aprende que cuando hay Luna llena el pino echa más de noche que por el día», explica.
    «Un pino tiene cuatro quinquenios de resinación. Cuando se resina no se muere, pero el hombre ya tira poco, la verdad», cabecea Anacleto entre árboles de 70 años de edad y mientras recoge unas docenas de níscalos para los forasteros. «Lo fundamental de este oficio es llevar bien la herramienta, la habilidad es lo que cuenta», sentencia llevándose la mano al ala de su visera de Husqvarna, y dando su aprobación al trabajo de los forzados andaluces. Anacleto es un hombre sentencioso que no dice una palabra de más porque sus pensamientos nacen concentrados.
    Explotaciones despiadadas
    La idea de volver a resinar nació en la mente del alcalde socialista de Tardelcuende Ricardo Corredor, un tipo que firma sus correos con un definitivo ‘Salud y Resina’. Antes de emigrar para emplearse como mozo en un colmado de Madrid, Ricardo aprendió el oficio junto a su padre, y el aroma de la trementina se le quedó para siempre pegado a la masa de la sangre. «En este pueblo hubo hasta 94 personas resinando y viviendo directamente de los pinos. Este es el tercer año de la resurrección de esta industria: ya tenemos 18 resineros, 127.000 árboles entallados y una cosecha de 180.000 kilos de miera», resume.
    Corredor explica que China, suministradora del 80% de la producción mundial (1.300 millones de toneladas de colofonia), copó el mercado y acogotó a los resineros de medio mundo. Hoy, cuando el gigante asiático necesita los derivados de la resina para su propia industria, se ha abierto un hueco en el mercado, que vuelve a hacer rentable estas explotaciones despiadadas. Resurrección es, pues, una palabra exacta. «Aquí siempre hemos pensado que la resina era un producto imprescindible para la Humanidad; claro que las circunstancias son las que mandan», reflexiona Aniceto Casero, esclavo sabio del monte, diría uno.
    Hoy, en la destilería de Resinas Naturales en Cuéllar se paga un euro por cada kilo de miera. Es dinero. Pero los resineros hacen sus cuentas: primero hay que darse de alta como autónomo, el Ayuntamiento les cobra 20 céntimos por cada pino negral y un pote cuesta otros 30. Para un cuartel ya nos ponemos en más de 3.000 euros de inversión, a lo que habría que sumar el transporte de los barriles y el gasto en la pasta estimulante.
    «Yo ganaría más dinero en casa –se sincera Miguel Peregrina–, pero a mí me tira este oficio. Nací con un hacha en las manos». Anacleto le mira y sopesa los miles de pinos que Peregrina se ha echado al cinto. Un destello de admiración ilumina sus ojos azulísimos. «Tampoco es bueno abusar, que se apodere el trabajo de uno no es bueno». Lo dicho, un erudito.
    ‘Obama’ juega con una piña en la trocha y los hombres vuelven al oficio. Raúl empuja el carrito eléctrico para remasar (recoger) la miera, un invento que ultima el herrero y mecánico Óscar Marina. Una bandada de abejarucos se interna en el bosque. «Si no cambian las cosas, aquí nos tendrá el año que viene... hay que amortizar la inversión... y lo peor ya lo hemos hecho este año», se despide Peregrina.

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