La hora de los Fósforos - La Cope - CARLOS HERRERA - Andrea Esteban: el sueño del fútbol roto a los 23 años , fotos,.
Andrea Esteban: el sueño del fútbol roto a los 23 años,.
La delantera del Valencia y gran promesa española, se retira tras cinco operaciones de ligamento cruzado,.
Llena de cicatrices en las rodillas y en el alma y coleccionista de horas en un quirófano, una sala de rehabilitación o un gimnasio, pero con una fortaleza mental envidiable, Andrea Esteban ha dicho basta. La delantera del Valencia, nacida en Teruel hace 23 años, anunció este miércoles su retirada debido a las continuas lesiones en las articulaciones y después de cuatro operaciones del ligamento cruzado de la rodilla derecha y otra en la izquierda, un tormento que comenzó con solo 14 años. Hoy, el dolor ya no le deja jugar y se ve obligada a colgar las botas.Esteban seguirá vinculada al juego desde el banquillo pero su carrera como jugadora de élite se ha terminado prematuramente. Con las lágrimas asomando a sus ojos pero sin romper a llorar, y exhibiendo la misma madurez y la misma fuerza con la que ha peleado desde tan joven contra las lesiones, Andrea explicó ese adiós. “Era complicado entrenarme sin dolor. Lo das todo y no mejoras. Sabía que algo no funcionaba y que me impedía pasar de mi 50 por ciento. Las últimas pruebas indican que mi rodilla no puede competir y ya no puedo seguir por ese camino”, desveló con entereza la jugadora, considerada en su día una de las grandes promesas del fútbol español.
Un aluvión de recuerdos se agolpó en su mente. Al abrigo de sus padres, amigos y familiares y de miembros del cuerpo técnico y de la primera plantilla del Valencia femenino, la jugadora turolense destapó que se marchaba. “¿Cambiaría mi carrera como futbolista por cualquier otra? Después de pensarlo mucho, mi respuesta sería no. Y esto lo tengo muy claro, porque gracias a todo lo que he vivido estos años he aprendido una serie de valores que me hacen ser la persona que soy a día de hoy”, reflexionó.
Andrea, un talento precoz desde que empezó a jugar al fútbol sala con seis años en su colegio de La Fuenfresca, en Teruel, ha sido uno de las jugadoras más importantes que ha dado el fútbol nacional en los últimos tiempos desde que a los 14 años fichó por el Levante, club con el que debutó un año después en Primera. Hasta el último momento ha intentado que esa castigada rodilla derecha respondiera, pero tras su cuarta intervención el doctor Ramón Cugat le dijo aquello que no quería escuchar. No podía jugar más.
“Había sentido que podía volver a disfrutar del fútbol sin dolor, sin molestias, sin miedos, sin preocupaciones. Siempre he trabajado con ese objetivo en mi cabeza, que hacía que todo lo demás se borrase de mi mente. Y es que el fútbol me lo debía y pensaba que la recompensa tarde o temprano iba a llegar. Pero lo más duro del día de hoy, personalmente, es darse cuenta de que en el fútbol no existe una relación directa entre esfuerzo y recompensa”, comentó Andrea.
Atrás quedan los viajes en coche desde Teruel a Valencia para entrenarse con el Levante acompañada por su padre; los libros, los deberes y el estudio en el asiento de atrás durante el trayecto por carretera (144 kilómetros) para no fallar en el cole; la renuncia a parte de su infancia y de su adolescencia por el sueño de ser futbolista. Mil kilómetros semanales durante cuatro años. Todo por la pelota, que seguirá bien presente en su vida. Cuando le faltan 30 horas de prácticas para convertirse en fisioterapeuta, Andrea, que ya trabaja con la selección autonómica femenina sub-12, está cursando el grado dos de entrenadora nacional. “Amo el fútbol y lo voy a disfrutar de otra manera”, apuntó. Su trabajo de fin de grado ha sido un estudio sobre el impacto de las lesiones de cruzado en el fútbol femenino.
Víctima de una lesión que se multiplica en las mujeres
Carlos Arribas
Las estadísticas señalan que por cada futbolista hombre que se rompe
los ligamentos, seis mujeres sufren la misma lesión. Y, con las cinco
roturas operadas en las dos piernas, Andrea Esteban, ella sola, se basta
para que la realidad concuerde con los cálculos estadísticos.La razón de la diferencia con los hombres, señalan los especialistas, es puramente anatómica: la pelvis de la mujer está preparada para parir, por lo que es más ancha que la del hombre. Esta característica condiciona el llamado valgo de rodilla, que es la forma de andar con las rodillas pegadas. La reciente rotura del ligamento de la campeona de bádminton Carolina Marín tuvo también su origen en un aterrizaje con la rodilla en valgo tras un salto durante un partido.
“El valgo dinámico genera una forma de rotar la tibia que hace que en el caso de las mujeres el ligamento anterior cruzado se rompa solo habitualmente, por traumatismo indirecto”, explica el traumatólogo deportivo Luis González-Lago. “Se rompen parecido a los porteros, al aterrizar después de un salto, o a veces, cuando en un regate les rompen la cintura y meten la rodilla, lo que produce la rotación de la tibia y la rotura”.
La mejor forma de prevenir la lesión, y la más practicada por la propia Andrea Esteban, es el trabajo de fuerza en el gimnasio para fortalecer los cuádriceps y los músculos isquiotibiales, y los ejercicios de propiocepción para mecanizar movimientos que evitan el valgo y las rotaciones de la tibia. “Pero también juega en contra el hecho de que los cuádriceps de las mujeres son menores”, dice Gonález-Lago. “Otro problema es que también hay futbolistas que, por sus características físicas, como los músculos longilíneos, por mucho que se machaquen en el gimnasio no logran fortalecerlos tanto como para poder mecanizar movimientos con solidez”.
Las prótesis de rodilla o de cadera son elementos repetidos en muchos futbolistas retirados, que han exprimido su cuerpo al máximo durante años a cambio de buenos sueldos y acaban con las articulaciones destrozadas. El fútbol femenino, aún en sus primeros escarceos profesionales en España, no proporciona ningún beneficio económico a sus practicantes. “Y, además”, concluye el traumatólogo González-Lago, “el principal factor de riesgo de rotura de ligamento cruzado anterior es habérselo roto antes. Quien se lo ha roto ya cinco veces, cuatro en una pierna, una en la otra, es muy difícil que no vuelva a rompérselo de nuevo”.
Muere Cuca Solana, histórica directora de la pasarela Cibeles,.
De nombre real Leonor Pérez Pita, la que fue jefa de la cita más importante de la moda española durante más de tres décadas ha fallecido a los 78 años,.
Era inconfundible. Con su coleta siempre abrochada por un lazo negro,
su americana entallada y, por qué no decirlo, con su vaso de vino sobre
la mesa. Cuca Solana, que fallecía en Madrid este miércoles a los 78
años de edad, fue, durante 30 años, más que la directora de la semana de
la moda de Madrid, la encarnación de esta institución.
Sin ella resulta imposible entender la historia de la moda española contemporánea. Con sus luces y sus sombras. No en vano, y durante mucho tiempo, la pasarela más importante del país fue una extensión de su propia forma de entender la industria y el diseño. Para algunos, su visión resultaba demasiado inmovilista y maternal. Pero lo cierto es que la mayor parte de las críticas se evaporaban tan rápido como los cafés entre las que se formulaban. Por respeto, porque los que debían algo —pequeño o grande— eran legión y porque fue ella quién, en 1986, se inventó la pasarela Cibeles —como se llamó hasta 2011— cuando solo existían pequeñas plataformas comerciales. Creó de la nada una semana de la moda "particular", tal y como la define Modesto Lomba, presidente de la Asociación de Creadores de Moda de España (ACME . Una pasarela distinta a todas las demás.
Mientras que en París, Milán, Nueva York o Londres, cada diseñador organiza y paga su propio desfile y todo lo que ello conlleva; en Madrid, la organización pone a disposición de los creadores desde el espacio, hasta las modelos, pasando por el equipo de maquillaje, la iluminación, sonido, planchadoras, etc. Los diseñadores aportan la colección y una cuota que ronda los 4.000 euros. “Ella tuvo muy claro que en un país con una industria tan importante, había que dar visibilidad a la creatividad. Y siempre seleccionó a los diseñadores que participaban desde el punto de vista creativo”, argumenta Lomba.
"No solo puso todo el sistema en marcha sino que tuvo el valor de
crear una pasarela para jóvenes diseñadores, prácticamente desconocidos,
que, con el tiempo, se ha confirmado como la cantera de grandes
talentos confirmados como Juan Vidal, Moisés Nieto...", recuerda su
sucesora al frente de la Mercedes Benz Fashion Week Madrid, Charo
Izquierdo.
De la mano de Cuca —siempre enganchada a un cigarro— la semana de la moda fue creciendo en participantes, duración y repercusión mediática, hasta convertirse en el enorme espectáculo de casi una semana de duración que, en noviembre de 2016, abandonó para retirarse. Con sentido del humor, perseverancia y un equipo de fieles colaboradores, navegó gobiernos de derechas e izquierdas, vacas gordas y crisis justicieras, el barroquismo de la movida y el minimalismo de los noventa, la llegada de las redes sociales y la revolución digital. Todo sin inmutarse, con la coleta tiesa y la sonrisa presta. Durante mucho tiempo, las tendencias, los políticos e incluso los diseñadores pasaban, y Cuca, permanecía. Y eso, en un país como España, resulta digno de resaltar.
Fue pionera, entre otras cosas, en preocuparse por la imagen que proyectaban sus modelos. Las pesaba y media. Con ella aprendimos lo que era el índice de masa corporal y que las maniquíes debían entrar dentro de unos parámetros saludables para poder participar en la pasarela madrileña. Algún gran nombre se quedó fuera del casting por no llegar al mínimo permitido. Y Cuca se preocupaba con discreción por la evolución de la maniquí en la váscula y en la vida. Protegía a los que participaban en la pasarela más de lo que muchos se merecían y, según sus detractores, más de lo que debía.
"Ella conocía a los diseñadores desde siempre, y tenía una relación muy íntima donde se confundía lo personal con lo profesional, pero eso era normal. Es imposible desligar ambas dimensiones. Porque el trabajo creativo es muy intenso y ella lo entendía bien y correspondía en esa intensidad", explica Pepa Bueno, directora de la Asociación de Creadores de Moda de España .
“Nos mimaba como a una madre, pero también nos reñía como tal. Y al final, sus hijos crecimos y algunos le contestábamos y las diferencias comenzaban a surgir, pero luego nos íbamos a cenar y nos olvidábamos”, explica el diseñador Modesto Lomba.
Solana tesoraba impagables secretos y anécdotas. Lo que, sumado a su socarrón sentido del humor, hacían de ella una fuente inagotable de historias. “Siempre le recriminé que no escribiese un libro para contar todas esas vivencias, toda la gente que conoció, todas las historietas disparatadas que sabía y que se han quedado para los que tuvimos la suerte de conversar con ella”, dice Charo Izquierdo.
La última vez que se la vio en público fue el pasado diciembre, cuando recibió de manos de la reina Letizia, el Premio a la Promoción en la Industria de la Moda otorgado por el Ministerio de Industria, Comercio y Turismo por su "papel destacado en la difusión de la industria de la moda española, consiguiendo reconocimiento social y promoción mundial". Nuria de Miguel, jefa de prensa de la semana de la moda de Madrid, la recuerda entonces "tan feliz como una niña".
"Siempre decía que ella y Roberto Verino morirían con las botas puestas y casi ha sido así, porque hasta hace bien poco seguía participado en el Comité de Moda de la MBFWM del que era directora", cuenta Pepa Bueno.
Sin ella resulta imposible entender la historia de la moda española contemporánea. Con sus luces y sus sombras. No en vano, y durante mucho tiempo, la pasarela más importante del país fue una extensión de su propia forma de entender la industria y el diseño. Para algunos, su visión resultaba demasiado inmovilista y maternal. Pero lo cierto es que la mayor parte de las críticas se evaporaban tan rápido como los cafés entre las que se formulaban. Por respeto, porque los que debían algo —pequeño o grande— eran legión y porque fue ella quién, en 1986, se inventó la pasarela Cibeles —como se llamó hasta 2011— cuando solo existían pequeñas plataformas comerciales. Creó de la nada una semana de la moda "particular", tal y como la define Modesto Lomba, presidente de la Asociación de Creadores de Moda de España (ACME . Una pasarela distinta a todas las demás.
Mientras que en París, Milán, Nueva York o Londres, cada diseñador organiza y paga su propio desfile y todo lo que ello conlleva; en Madrid, la organización pone a disposición de los creadores desde el espacio, hasta las modelos, pasando por el equipo de maquillaje, la iluminación, sonido, planchadoras, etc. Los diseñadores aportan la colección y una cuota que ronda los 4.000 euros. “Ella tuvo muy claro que en un país con una industria tan importante, había que dar visibilidad a la creatividad. Y siempre seleccionó a los diseñadores que participaban desde el punto de vista creativo”, argumenta Lomba.
De la mano de Cuca —siempre enganchada a un cigarro— la semana de la moda fue creciendo en participantes, duración y repercusión mediática, hasta convertirse en el enorme espectáculo de casi una semana de duración que, en noviembre de 2016, abandonó para retirarse. Con sentido del humor, perseverancia y un equipo de fieles colaboradores, navegó gobiernos de derechas e izquierdas, vacas gordas y crisis justicieras, el barroquismo de la movida y el minimalismo de los noventa, la llegada de las redes sociales y la revolución digital. Todo sin inmutarse, con la coleta tiesa y la sonrisa presta. Durante mucho tiempo, las tendencias, los políticos e incluso los diseñadores pasaban, y Cuca, permanecía. Y eso, en un país como España, resulta digno de resaltar.
Fue pionera, entre otras cosas, en preocuparse por la imagen que proyectaban sus modelos. Las pesaba y media. Con ella aprendimos lo que era el índice de masa corporal y que las maniquíes debían entrar dentro de unos parámetros saludables para poder participar en la pasarela madrileña. Algún gran nombre se quedó fuera del casting por no llegar al mínimo permitido. Y Cuca se preocupaba con discreción por la evolución de la maniquí en la váscula y en la vida. Protegía a los que participaban en la pasarela más de lo que muchos se merecían y, según sus detractores, más de lo que debía.
"Ella conocía a los diseñadores desde siempre, y tenía una relación muy íntima donde se confundía lo personal con lo profesional, pero eso era normal. Es imposible desligar ambas dimensiones. Porque el trabajo creativo es muy intenso y ella lo entendía bien y correspondía en esa intensidad", explica Pepa Bueno, directora de la Asociación de Creadores de Moda de España .
“Nos mimaba como a una madre, pero también nos reñía como tal. Y al final, sus hijos crecimos y algunos le contestábamos y las diferencias comenzaban a surgir, pero luego nos íbamos a cenar y nos olvidábamos”, explica el diseñador Modesto Lomba.
Solana tesoraba impagables secretos y anécdotas. Lo que, sumado a su socarrón sentido del humor, hacían de ella una fuente inagotable de historias. “Siempre le recriminé que no escribiese un libro para contar todas esas vivencias, toda la gente que conoció, todas las historietas disparatadas que sabía y que se han quedado para los que tuvimos la suerte de conversar con ella”, dice Charo Izquierdo.
La última vez que se la vio en público fue el pasado diciembre, cuando recibió de manos de la reina Letizia, el Premio a la Promoción en la Industria de la Moda otorgado por el Ministerio de Industria, Comercio y Turismo por su "papel destacado en la difusión de la industria de la moda española, consiguiendo reconocimiento social y promoción mundial". Nuria de Miguel, jefa de prensa de la semana de la moda de Madrid, la recuerda entonces "tan feliz como una niña".
"Siempre decía que ella y Roberto Verino morirían con las botas puestas y casi ha sido así, porque hasta hace bien poco seguía participado en el Comité de Moda de la MBFWM del que era directora", cuenta Pepa Bueno.
Regreso a Caracas,.
El gran apagón concentra en tres días amargos los males de dos décadas de régimen chavista en Venezuela,.
Aterricé en Caracas el jueves pasado a las seis y diez de la tarde,
con la intención de entrevistar al presidente Nicolás Maduro al día
siguiente en el palacio de Miraflores. Exactamente una hora y veinte
minutos antes, a las 16.50, Venezuela había sufrido el mayor apagón de su historia.
El corte eléctrico, que se había de prolongar aún durante varios días,
dejó más del 70% del territorio completamente a oscuras. Un manto de
oscuridad que era, a la vez, literal y metafórico.
La primera información la dio el comandante de la aeronave: el aeropuerto de Maiquetía se había quedado sin luz y el desembarque se retrasaba. Iniciado el proceso, todo hubo de llevarse a cabo en completa oscuridad, incluidos los controles de migración. Los policías anotaron los datos de los pasajeros en hojas de papel con la ayuda de las linternas de los celulares de estos últimos, y nos dejaron pasar. Cumplidos los trámites, ingresé en Venezuela por primera vez en dos décadas. Lo hice con ilusión, entreverada con el temor a constatar la destrucción de un país a manos de la corrupción, las peores políticas públicas y la ineptitud en demasía, una catástrofe que aún busca su igual en los anales del desgobierno mundial.
Veinte años antes, en 1999, había yo llegado a Caracas como joven
reportero a cubrir las elecciones a una asamblea constituyente que el
entonces presidente Hugo Chávez, recién elegido, había convocado y que
había de ganar con unos contundentes resultados que dejarían atónitos a
los observadores internacionales. Aquel triunfo rotundo, inapelable, le
permitiría al exgolpista remodelar a gusto el país y sus instituciones.
Hizo asimismo presagiar lo peor para Venezuela y sus gentes, pese a las
masivas manifestaciones de entusiasmo popular que se sucedieron tanto en
Caracas como en el resto del país durante aquellos días de julio y
agosto.
Los exaltados discursos de Chávez, la apelación constante a la demolición de lo que denominaba una falsa democracia para ser sustituida por una auténtica, al servicio del pueblo, cuyo único intérprete era él mismo dejaban, a mi entender, poco lugar para las dudas. De vuelta en Europa, sin embargo, hube de sufrir reproches por varias de las crónicas que escribí, regaños cuyo argumento principal se reducía a mi aparente incapacidad de entender que “Chávez constituía la principal esperanza de la izquierda en América Latina”.
En una de aquellas crónicas, tras explicar que una urna funeraria (auténtica) pasó por encima de la muchedumbre para simbolizar el entierro de los partidos tradicionales, escribí: “Y [Chávez] prometió a la multitud: ‘De aquí en adelante no perderemos ninguna batalla más. En los próximos 45 años las ganaremos todas’. Luego se comparó con Cristo, pues, como él, tomó el látigo para expulsar a correazos del templo de la democracia a los políticos corruptos, asaltadores del presupuesto nacional durante 40 años”.
El régimen expulsado a latigazos por Chávez era efectivamente corrupto y asaltador de los dineros patrios. Pero Caracas despuntaba entonces como una ciudad vibrante y bulliciosa. Hasta pocos años antes (1988), Venezuela era el país más rico de América Latina (sin contar Bahamas) y esa abundancia se dejaba ver en las calles y en las gentes. Por supuesto que existía desigualdad, uno de los principales azotes del continente, pero nada hacía presagiar, excepto los sermones de Chávez, lo que pronto iba a revelarse como una pesadilla. El comandante pudo mantener unos años el espejismo gracias a unos ingresos petroleros desorbitados, una borrachera de crudo y dólares malgastada y robada en proporciones difíciles de establecer con precisión.
La pobreza y la desigualdad se redujeron, pero como señala David Smilde (Crime and Revolution in Venezuela, NACLA Report on the Americas, 2017),
“es importante entender que las reducciones en pobreza y desigualdad
durante los años de Chávez fueron reales, pero superficiales. Mientras
que los indicadores de ingresos y consumo mostraron claros avances, los
marcadores de pobreza estructural, más difíciles de modificar, como la
calidad de la vivienda, los barrios, la educación o el empleo
permanecieron mayormente inalterados”.
Muerto Chávez y acabada la opulencia petrolera, la ineptitud y la corrupción del régimen se encargaron del resto. En seis años, Venezuela ha visto cómo su industria se colapsaba, la producción petrolera descendía a un tercio de lo que alcanzó en los mejores tiempos, y la hiperinflación acababa con cualquier noción racional de qué es el dinero y para qué sirve. El producto nacional bruto del país es hoy la mitad que hace cuatro años y el 90% de América Latina es más rica que Venezuela.
El gran apagón de estos días ilustra a la perfección lo anterior: durante 20 años, el régimen apenas invirtió en el mantenimiento de la red eléctrica, y mucho de ese dinero acabó en los bolsillos particulares más variopintos. Importantes fortunas de los bolichicos nacieron de la venta de plantas eléctricas usadas, muchas en condiciones de desecho, al gobierno venezolano por grandes cantidades de dinero.
El viernes por la mañana recorrí algunos barrios de Caracas. Para
entonces, el gran apagón ya llevaba asentado sobre la capital casi 20
horas y sus efectos resultaban evidentes: avenidas semidesiertas, grupos
de ciudadanos esperando un transporte público que nunca llegaba,
tiendas cerradas. Las fotos de Héctor Guerrero,
quien viajó también a Caracas para retratar a Maduro, y que acompañan
este texto, capturan de forma certera la atmósfera de ficción
post-apocalíptica, de pesadilla a cámara lenta que había engullido la
ciudad el fin de semana.
Siendo impactante, todo ello no lograba sin embargo encubrir un deterioro más profundo, subterráneo, que no cabe atribuir en forma alguna al descalabro del sistema eléctrico, y que de hecho le antecede. Son las cicatrices de una urbe herida por el tiempo y el abandono; la decadencia de la ciudad que fue y que ha dejado de ser: grupos de jóvenes sentados en las calles, puertas desvencijadas, edificios antaño imponentes, hoy abandonados. En todas las ciudades de América Latina, y en muchas otras de todo el mundo, se pueden encontrar barrios marginales. Lo que vi esos días en Caracas era otra cosa: el rastro fantasmagórico de una riqueza que dejó de existir.
Escribo estas líneas el sábado, cuando la noche se abate sobre Caracas, la tercera consecutiva que la capital, junto con el resto del país, va a pasar sin luz. Miro por la ventana de mi habitación, en el piso 24, y veo la ciudad extenderse a mis pies como una mole oscura, sin ni siquiera un par de luces titilantes, que pespunteen aquí y allá los límites urbanos. Negro absoluto. Maduro canceló la entrevista, pero en mi cabeza se agolpan y se repiten las preguntas que había preparado. ¿Y ahora qué? Esa es una de las cuestiones que han quedado sin formular. Juan Guaidó tiene un plan para Venezuela; cese de la “usurpación”, elecciones libres y reconstrucción del país con ingente ayuda internacional; y usted, presidente, ¿qué les ofrece a los venezolanos para los próximos seis años, asumiendo que logre acabar su mandato?
La otra gran pregunta pendiente es para la izquierda en América
Latina. O más específicamente para la parte de la izquierda en América
Latina que, en una reacción atávica, alarmada por los apoyos a Guaidó
de gobiernos extranjeros conservadores (más alguno directamente
ultraderechista) y especialmente del presidente de Estados Unidos y sus
halcones, viejos conocidos de la región, vacila en desmarcarse de la
satrapía venezolana. Tampoco ayuda la permanente ambigüedad del propio
Guaidó a propósito de una eventual intervención militar que ponga punto
final al régimen chavista.
De entre todos ellos destaca México por su potencia y tradicional liderazgo en la diplomacia continental, cuyo gobierno ha evitado hasta ahora condenar al régimen bajo el sayo de la no injerencia en los asuntos internos de otros países. El partido del presidente es más obsequioso con Caracas que el canciller, Marcelo Ebrard, un político de izquierdas con sólidas credenciales democráticas, seguramente forzado por las circunstancias a más equilibrios de los que le gustaría.
De que esa parte de la izquierda rompa con Maduro y sus secuaces depende su credibilidad para los próximos 20 años cuando, previsiblemente, la historia haya permitido ya levantar acta notarial no solamente de los daños del apagón de estos días, sino de la absoluta catástrofe que para Venezuela habrá supuesto el chavismo.
Pero no hace falta esperar a saber la verdad final del daño
económico, material, en vidas humanas, la bajeza moral o el cúmulo de
odio (retroalimentado por ambas partes), mentiras y propaganda que este
régimen ha infligido a Venezuela. No hay nada de lo que he visto estos
días en Caracas que la izquierda pueda o deba defender: el acoso a
periodistas (el último, la detención de Luis Carlos Díaz);
la propaganda insufrible de la televisión oficial, un remedo risible,
pero no por ello menos siniestro, del agit-prop soviético o cubano; los
agentes del Servicio Bolivariano de Inteligencia (Sebin), la policía
política del régimen, merodeando por hoteles y restaurantes frecuentados
por periodistas extranjeros; el miedo y el hartazgo de la población.
Coda final. Volé de Caracas de vuelta a Panamá el domingo, cuando ya había escrito las líneas anteriores. Tres días después de mi llegada, el aeropuerto sigue sin luz. Sin sistemas informáticos, sin posibilidad de efectuar un registro en tiempo razonable, sin comida, sin bebida, con incontables vuelos cancelados.
Miles de personas, atrapadas en Maiquetía, pero también atrapadas en el bucle de la historia que supone el régimen chavista, se agolpan en las salas o deambulan tratando de encontrar soluciones a los innumerables e inesperados problemas que surgen cuando la informática y las comunicaciones dejan, literalmente, de existir (en mi caso, más de siete horas). Quieren salir de Venezuela, pero por momentos parecería que quisieran escapar de un mal sueño. El caos se agrava por la ineptitud y la desidia de los agentes del orden público. El último cartel de agitación y propaganda que alcanzo a leer, antes de sumergirme en una sala de inmigración en tinieblas, reza, malhadado: “Guardia Nacional Bolivariana. Para servir con calidad y eficiencia revolucionaria”.
La primera información la dio el comandante de la aeronave: el aeropuerto de Maiquetía se había quedado sin luz y el desembarque se retrasaba. Iniciado el proceso, todo hubo de llevarse a cabo en completa oscuridad, incluidos los controles de migración. Los policías anotaron los datos de los pasajeros en hojas de papel con la ayuda de las linternas de los celulares de estos últimos, y nos dejaron pasar. Cumplidos los trámites, ingresé en Venezuela por primera vez en dos décadas. Lo hice con ilusión, entreverada con el temor a constatar la destrucción de un país a manos de la corrupción, las peores políticas públicas y la ineptitud en demasía, una catástrofe que aún busca su igual en los anales del desgobierno mundial.
Los exaltados discursos de Chávez, la apelación constante a la demolición de lo que denominaba una falsa democracia para ser sustituida por una auténtica, al servicio del pueblo, cuyo único intérprete era él mismo dejaban, a mi entender, poco lugar para las dudas. De vuelta en Europa, sin embargo, hube de sufrir reproches por varias de las crónicas que escribí, regaños cuyo argumento principal se reducía a mi aparente incapacidad de entender que “Chávez constituía la principal esperanza de la izquierda en América Latina”.
En una de aquellas crónicas, tras explicar que una urna funeraria (auténtica) pasó por encima de la muchedumbre para simbolizar el entierro de los partidos tradicionales, escribí: “Y [Chávez] prometió a la multitud: ‘De aquí en adelante no perderemos ninguna batalla más. En los próximos 45 años las ganaremos todas’. Luego se comparó con Cristo, pues, como él, tomó el látigo para expulsar a correazos del templo de la democracia a los políticos corruptos, asaltadores del presupuesto nacional durante 40 años”.
El régimen expulsado a latigazos por Chávez era efectivamente corrupto y asaltador de los dineros patrios. Pero Caracas despuntaba entonces como una ciudad vibrante y bulliciosa. Hasta pocos años antes (1988), Venezuela era el país más rico de América Latina (sin contar Bahamas) y esa abundancia se dejaba ver en las calles y en las gentes. Por supuesto que existía desigualdad, uno de los principales azotes del continente, pero nada hacía presagiar, excepto los sermones de Chávez, lo que pronto iba a revelarse como una pesadilla. El comandante pudo mantener unos años el espejismo gracias a unos ingresos petroleros desorbitados, una borrachera de crudo y dólares malgastada y robada en proporciones difíciles de establecer con precisión.
Muerto Chávez y acabada la opulencia petrolera, la ineptitud y la corrupción del régimen se encargaron del resto. En seis años, Venezuela ha visto cómo su industria se colapsaba, la producción petrolera descendía a un tercio de lo que alcanzó en los mejores tiempos, y la hiperinflación acababa con cualquier noción racional de qué es el dinero y para qué sirve. El producto nacional bruto del país es hoy la mitad que hace cuatro años y el 90% de América Latina es más rica que Venezuela.
El gran apagón de estos días ilustra a la perfección lo anterior: durante 20 años, el régimen apenas invirtió en el mantenimiento de la red eléctrica, y mucho de ese dinero acabó en los bolsillos particulares más variopintos. Importantes fortunas de los bolichicos nacieron de la venta de plantas eléctricas usadas, muchas en condiciones de desecho, al gobierno venezolano por grandes cantidades de dinero.
Siendo impactante, todo ello no lograba sin embargo encubrir un deterioro más profundo, subterráneo, que no cabe atribuir en forma alguna al descalabro del sistema eléctrico, y que de hecho le antecede. Son las cicatrices de una urbe herida por el tiempo y el abandono; la decadencia de la ciudad que fue y que ha dejado de ser: grupos de jóvenes sentados en las calles, puertas desvencijadas, edificios antaño imponentes, hoy abandonados. En todas las ciudades de América Latina, y en muchas otras de todo el mundo, se pueden encontrar barrios marginales. Lo que vi esos días en Caracas era otra cosa: el rastro fantasmagórico de una riqueza que dejó de existir.
Escribo estas líneas el sábado, cuando la noche se abate sobre Caracas, la tercera consecutiva que la capital, junto con el resto del país, va a pasar sin luz. Miro por la ventana de mi habitación, en el piso 24, y veo la ciudad extenderse a mis pies como una mole oscura, sin ni siquiera un par de luces titilantes, que pespunteen aquí y allá los límites urbanos. Negro absoluto. Maduro canceló la entrevista, pero en mi cabeza se agolpan y se repiten las preguntas que había preparado. ¿Y ahora qué? Esa es una de las cuestiones que han quedado sin formular. Juan Guaidó tiene un plan para Venezuela; cese de la “usurpación”, elecciones libres y reconstrucción del país con ingente ayuda internacional; y usted, presidente, ¿qué les ofrece a los venezolanos para los próximos seis años, asumiendo que logre acabar su mandato?
De entre todos ellos destaca México por su potencia y tradicional liderazgo en la diplomacia continental, cuyo gobierno ha evitado hasta ahora condenar al régimen bajo el sayo de la no injerencia en los asuntos internos de otros países. El partido del presidente es más obsequioso con Caracas que el canciller, Marcelo Ebrard, un político de izquierdas con sólidas credenciales democráticas, seguramente forzado por las circunstancias a más equilibrios de los que le gustaría.
De que esa parte de la izquierda rompa con Maduro y sus secuaces depende su credibilidad para los próximos 20 años cuando, previsiblemente, la historia haya permitido ya levantar acta notarial no solamente de los daños del apagón de estos días, sino de la absoluta catástrofe que para Venezuela habrá supuesto el chavismo.
Coda final. Volé de Caracas de vuelta a Panamá el domingo, cuando ya había escrito las líneas anteriores. Tres días después de mi llegada, el aeropuerto sigue sin luz. Sin sistemas informáticos, sin posibilidad de efectuar un registro en tiempo razonable, sin comida, sin bebida, con incontables vuelos cancelados.
Miles de personas, atrapadas en Maiquetía, pero también atrapadas en el bucle de la historia que supone el régimen chavista, se agolpan en las salas o deambulan tratando de encontrar soluciones a los innumerables e inesperados problemas que surgen cuando la informática y las comunicaciones dejan, literalmente, de existir (en mi caso, más de siete horas). Quieren salir de Venezuela, pero por momentos parecería que quisieran escapar de un mal sueño. El caos se agrava por la ineptitud y la desidia de los agentes del orden público. El último cartel de agitación y propaganda que alcanzo a leer, antes de sumergirme en una sala de inmigración en tinieblas, reza, malhadado: “Guardia Nacional Bolivariana. Para servir con calidad y eficiencia revolucionaria”.
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