Al Bano Carrisi está de vuelta en España, uno de sus países favoritos. Y este 14 de febrero hizo un alto en su agenda para pasar el día más apasionado con La Otra Crónica, donde habló sobre amor, matrimonios fallidos, familia, sex appeal y, por supuesto, música.
"He vuelto a España porque cantaré, en marzo, en Barcelona, Madrid, Valencia y A Coruña. Y serán conciertos muy importantes. Tengo una sorpresa entre
manos y celebraremos a lo grande, porque cumplo 60 años de carrera, que
no sé si son muchos o pocos. ¿Tú que crees? Porque yo pienso seguir 20 más. No tengo planeado retirarme. ¿Por qué me haría un daño así? Cantar para mí es mi vida. Es renacer día a día", comentó.
"Además, lanzaré nueva música pronto. Yo he pasado por todos los estilos: el rock, el pop, el blues... Y ahora volveré a algo clásico, pero
lo haré de manera diferente. ¡Y podrás escucharlo en español! Quedan
solo cuatro meses para el lanzamiento, y espero que esto me traiga por
aquí más seguido. Siento que no visitaba España desde hace demasiado y me gustaría trabajar más en Madrid. Si surge algún programa o algo, lo miramos", reveló.
Pero no es que Al Bano tenga intenciones de mudarse a tierras ibéricas. Sería imposible. El intérprete de Arena Blanca y Sharazan tiene a su familia en Italia y cultiva una de sus grandes aficiones en la región de Puglia. "Tengo viñedos desde 1973
y produzco vinos Primitivo, Negroamaro, Salice Salentino, Chardonnay y
Aleatico. Me fascina este mundo y me encanta enseñarle a todo el que
quiera aprender", indicó.
"Soy muy de vinos. Pero no de salir a beber a lo loco. Yo prefiero beberme un par de copas en mi salón tranquilo. No necesito fiesta, porque la fiesta está en mi trabajo. Lo que yo necesito es estar relajado en casa o con mis seres queridos. Tengo seis hijos y cuatro nietos
y me encanta pasar el tiempo con ellos. De siete días les dedico
cuatro. Pero no creas que estoy intentando que canten. Vamos a ver si les gusta la música", señaló.
Enamorado
En
cuanto su vida personal, Al Bano no tiene problemas en hablar de su
clan. Pero no se atreve a desvelar si después de su fracaso con su segunda mujer, Loredana Lecciso, ha logrado rehacer su vida. "Yo me siento enamorado todos los días. Para mí no es algo como la Navidad que sucede una vez al año. Y sí, ahora estoy enamorado... Y de una mujer increíble. ¿Quieres saber cómo se llama? Se llama Vida", manifestó.
Aun así, él tiene clarísimo que a sus 80 años sigue resultando atractivo para algunas mujeres.
Sin embargo, no cree que se le pueda catalogar de sex symbol. "No sé si
me considero sexy, porque antes de ser famoso no tenía éxito entre las
mujeres. Yo era hijo de un campesino y las mujeres de mi pueblo no me ponían atención. Pero cuando surgió el gran Al Bano corrían a buscarme. Y no te voy a mentir... Eso me daba risa", contó.
Pero
ese no es único tema que hace que el artista ría. También le parece
gracioso ser el responsable del nacimiento de una gran cantidad de
niños. "Sé que mis canciones han dado frutos y no solo a
nivel metafórico. Mi música ha dado inspiración a ciertas parejas y
ellos han hecho lo suyo. Es que el amor te eleva, te hace entrar en otra
dimensión, te hace viajar entre las nubes, lo cielos y los astros", afirmó.
"El amor provoca...Y yo no soy inmune a eso tampoco. Piensa que yo he tenido seis hijos en un momento en que la tasa de natalidad en Italia era baja. Creo que he tenido dos hijos cada 10 años. Ese es un gran número", aseveró para luego hablar sobre la madre de sus hijos mayores: la estrella del cine y la música Romina Power, de quién se divorció en 1989 y con quien volvió a cantar en 2020.
"Lo que ocurrió entre nosotros es una lástima. Ella decidió marcharse y creo que lo hizo porque creció en un ambiente donde la palabra 'divorcio' era la normalidad. Aunque, para ser sincero, yo creía que nuestro divorcio llegaría antes. Tuvimos una vida fantástica, pero el final fue amargo. Y ahora... Sé que todos quieren ver a Al Bano y Romina en un escenario. Y si ella está libre, yo estoy libre. La respeto muchísimo", mencionó.
Durante la entrevista, Al Bano pronunció la palabra "mujeres" y "respeto" en numerosas ocasiones. Y es que, según él mismo, ambos sustantivos son la base de su vida. "Como hombre, tienes que saber que la mujer siempre es la reina y que le debes respeto. Porque si tú estás en esta tierra fue porque una mujer te trajo. Tienes que honrarlas. A todas. A tu madre, a tu abuela, a tu tía, a tu hermana y a tu amante", expresó.
"Creo que lo más importante siempre es el respeto... Y la humildad. Yo siempre he sido el mismo, desde que comencé mi carrera. Y nunca se me han subido los humos a la cabeza. Sería un estúpido si lo hiciera. Y creo que por eso la gente aun me quiere. He hecho bien mi trabajo, he sido muy humano y me he entregado en cuerpo y alma. Eso es, mis fans me conocen de verdad, siempre digo lo que pienso", desveló.
¿Y qué piensa Carrisi en este momento? Por curioso que parezca, tiene ganas de entregar un mensaje político: "Quiero decir que ya no visitaré Rusia. He actuado cinco veces para Putin. Él es admirador mío y yo he sido admirador suyo, pero esta guerra no me gusta
y quiero mencionarlo desde mi posición. Cada uno hace lo que puede y yo
quiero hablar sobre la necesidad que tenemos de erradicar la palabra
'guerra' de la mentalidad humana".
TITULO :EL BLOC DEL CARTERO - LA CARTA DE LA
SEMANA - MI CASA ES LA TUYA - viernes - 5 - Abril - Isabel Coixet - El último kimono ,.
MI CASA ES LA TUYA - VIERNES - 5 - Abril ,.
MI CASA ES LA TUYA -', presentado por
Bertín Osborne,.
acerca a los espectadores el lado más
desconocido de personajes relevantes de diversos ámbitos. Durante
aproximadamente una hora, los telespectadores tienen la oportunidad de conocer
mejor al invitado y también al propio Bertín Osborne, en Telecinco a las
22:00, el viernes - 5 - Abril ,etc.
EL BLOC DEL CARTERO - LA CARTA DE LA SEMANA - MI CASA ES LA TUYA -
viernes - 5 - Abril - Isabel Coixet - El último kimono ,.Una serie de testimonios —cada uno más íntimo y próximo a la
realidad que el anterior— reconstruyen los hechos colindantes a un
misterioso asesinato. El bosque, de Ryunosuke Akutagawa, fue el relato que Akira Kurosawa utilizó como base narrativa para una de sus grandes obras maestras: Rashomon.
El bosque, un cuento de Ryunosuke Akutagawa
Declaración del leñador interrogado por el oficial de investigaciones de la Kebushi
—Yo confirmo, señor oficial, mi declaración. Fui yo el que descubrió
el cadáver. Esta mañana, como lo hago siempre, fui al otro lado de la
montaña para hachar abetos. El cadáver estaba en un bosque al pie de la
montaña. ¿El lugar exacto? A cuatro o cinco cho, me parece, del camino
del apeadero de Yamashina. Es un paraje silvestre, donde crecen el bambú
y algunas coníferas raquíticas.
El muerto estaba tirado de espaldas. Vestía ropa de cazador de color
celeste y llevaba un eboshi de color gris, al estilo de la capital. Sólo
se veía una herida en el cuerpo, pero era una herida profunda en la
parte superior del pecho. Las hojas secas de bambú caídas en su
alrededor estaban como teñidas de suho. No, ya no corría sangre de la
herida, cuyos bordes parecían secos y sobre la cual, bien lo recuerdo,
estaba tan agarrado un gran tábano que ni siquiera escuchó que yo me
acercaba.
¿Si encontré una espada o algo ajeno? No. Absolutamente nada.
Solamente encontré, al pie de un abeto vecino, una cuerda, y también un
peine. Eso es todo lo que encontré alrededor, pero las hierbas y las
hojas muertas de bambú estaban holladas en todos los sentidos; la
victima, antes de ser asesinada, debió oponer fuerte resistencia. ¿Si no
observé un caballo? No, señor oficial. No es ese un lugar al que pueda
llegar un caballo. Una infranqueable espesura separa ese paraje de la
carretera.
Declaración del monje budista interrogado por el mismo oficial
—Puedo asegurarle, señor oficial, que yo había visto ayer al que
encontraron muerto hoy. Sí, fue hacia el mediodía, según creo; a mitad
de camino entre Sekiyama y Yamashina. Él marchaba en dirección a
Sekiyama, acompañado por una mujer montada a caballo. La mujer estaba
velada, de manera que no pude distinguir su rostro. Me fijé solamente en
su kimono, que era de color violeta. En cuanto al caballo, me parece
que era un alazán con las crines cortadas. ¿Las medidas? Tal vez cuatro
shaku cuatro sun, me parece; soy un religioso y no entiendo mucho de ese
asunto. ¿El hombre? Iba bien armado. Portaba sable, arco y flechas. Sí,
recuerdo más que nada esa aljaba laqueada de negro donde llevaba una
veintena de flechas, la recuerdo muy bien.
¿Cómo podía adivinar yo el destino que le esperaba? En verdad la vida
humana es como el rocío o como un relámpago… Lo lamento… no encuentro
palabras para expresarlo…
Declaración del soplón interrogado por el mismo oficial
—¿El hombre al que agarré? Es el famoso bandolero llamado Tajomaru,
sin duda. Pero cuando lo apresé estaba caído sobre el puente de
Awataguchi, gimiendo. Parecía haber caído del caballo. ¿La hora? Hacia
la primera del Kong, ayer al caer la noche. La otra vez, cuando se me
escapó por poco, llevaba puesto el mismo kimono azul y el mismo sable
largo. Esta vez, señor oficial, como usted pudo comprobar, llevaba
también arco y flechas. ¿Que la víctima tenía las mismas armas? Entonces
no hay dudas. Tajomaru es el asesino. Porque el arco enfundado en
cuero, la aljaba laqueada en negro, diecisiete flechas con plumas de
halcón, todo lo tenía con él. También el caballo era, como usted dijo,
un alazán con las crines cortadas. Ser atrapado gracias a este animal
era su destino. Con sus largas riendas arrastrándose, el caballo estaba
mordisqueando hierbas cerca del puente de piedra, en el borde de la
carretera.
De todos los ladrones que rondan por los caminos de la capital, este
Tajomaru es conocido como el más mujeriego. En el otoño del año pasado
fueron halladas muertas en la capilla de Pindola del templo Toribe, una
dama que venía en peregrinación y la joven sirvienta que la acompañaba.
Los rumores atribuyeron ese crimen a Tajomaru. Si es él quien mató a
este hombre, es fácil suponer qué hizo de la mujer que venía a caballo.
No quiero entrometerme donde no me corresponde, señor oficial, pero este
aspecto merece ser aclarado.
Declaración de una anciana interrogada por el mismo oficial
—Sí, es el cadáver de mi yerno. Él no era de la capital; era
funcionario del gobierno de la provincia de Wakasa. Se llamaba Takehiro
Kanazawa. Tenía veintiséis años. No. Era un hombre de buen carácter, no
podía tener enemigos.
¿Mi hija? Se llama Masago. Tiene diecinueve años. Es una muchacha
valiente, tan intrépida como un hombre. No conoció a otro hombre que a
Takehiro. Tiene cutis moreno y un lunar cerca del ángulo externo del ojo
izquierdo. Su rostro es pequeño y ovalado.
Takehiro había partido ayer con mi hija hacia Wakasa. ¡Quién iba a
imaginar que lo esperaba este destino! ¿Dónde está mi hija? Debo
resignarme a aceptar la suerte corrida por su marido, pero no puedo
evitar sentirme inquieta por la de ella. Se lo suplica una pobre
anciana, señor oficial: investigue, se lo ruego, qué fue de mi hija,
aunque tenga que arrancar hierba por hierba para encontrarla. Y ese
bandolero… ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí, Tajomaru! ¡Lo odio! No solamente
mató a mi yerno, sino que… (Los sollozos ahogaron sus palabras.)
Confesión de Tajomaru
—Sí, yo maté a ese hombre. Pero no a la mujer. ¿Que dónde está ella
entonces? Yo no sé nada. ¿Qué quieren de mí? ¡Escuchen! Ustedes no
podrían arrancarme por medio de torturas, por muy atroces que fueran, lo
que ignoro. Y como nada tengo que perder, nada oculto.
Ayer, pasado el mediodía, encontré a la pareja. El velo agitado por
un golpe de viento descubrió el rostro de la mujer. Sí, sólo por un
instante… Un segundo después ya no lo veía. La brevedad de esta visión
fue causa, tal vez, de que esa cara me pareciese tan hermosa como la de
Bosatsu. Repentinamente decidí apoderarme de la mujer, aunque tuviese
que matar a su acompañante.
¿Qué? Matar a un hombre no es cosa tan importante como ustedes creen.
El rapto de una mujer implica necesariamente la muerte de su compañero.
Yo solamente mato mediante el sable que llevo en mi cintura, mientras
ustedes matan por medio del poder, del dinero y hasta de una palabra
aparentemente benévola. Cuando matan ustedes, la sangre no corre, la
víctima continúa viviendo. ¡Pero no la han matado menos! Desde el punto
de vista de la gravedad de la falta me pregunto quién es más criminal.
(Sonrisa irónica.)
Pero mucho mejor es tener a la mujer sin matar a hombre. Mi humor del
momento me indujo a tratar de hacerme de la mujer sin atentar, en lo
posible, contra la vida del hombre. Sin embargo, como no podía hacerlo
en el concurrido camino a Yamashina, me arreglé para llevar a la pareja a
la montaña.
Resultó muy fácil. Haciéndome pasar por otro viajero, les conté que
allá, en la montaña, había una vieja tumba, y que en ella yo había
descubierto gran cantidad de espejos y de sables. Para ocultarlos de la
mirada de los envidiosos los había enterrado en un bosque al pie de la
montaña. Yo buscaba a un comprador para ese tesoro, que ofrecía a precio
vil. El hombre se interesó visiblemente por la historia… Luego… ¡Es
terrible la avaricia! Antes de media hora, la pareja había tomado
conmigo el camino de la montaña.
Cuando llegamos ante el bosque, dije a la pareja que los tesoros
estaban enterrados allá, y les pedí que me siguieran para verlos.
Enceguecido por la codicia, el hombre no encontró motivos para dudar,
mientras la mujer prefirió esperar montada en el caballo. Comprendí muy
bien su reacción ante la cerrada espesura; era precisamente la actitud
que yo esperaba. De modo que, dejando sola a la mujer, penetré en el
bosque seguido por el hombre.
Al comienzo, sólo había bambúes. Después de marchar durante un rato,
llegamos a un pequeño claro junto al cual se alzaban unos abetos… Era el
lugar ideal para poner en práctica mi plan. Abriéndome paso entre la
maleza, lo engañé diciéndole con aire sincero que los tesoros estaban
bajo esos abetos. El hombre se dirigió sin vacilar un instante hacia
esos árboles enclenques. Los bambúes iban raleando, y llegamos al
pequeño claro. Y apenas llegamos, me lancé sobre él y lo derribé. Era un
hombre armado y parecía robusto, pero no esperaba ser atacado. En un
abrir y cerrar de ojos estuvo atado al pie de un abeto. ¿La cuerda? Soy
ladrón, siempre llevo una atada a mi cintura, para saltar un cerco, o
cosas por el estilo. Para impedirle gritar, tuve que llenarle la boca de
hojas secas de bambú.
Cuando lo tuve bien atado, regresé en busca de la mujer, y le dije
que viniera conmigo, con el pretexto de que su marido había sufrido un
ataque de alguna enfermedad. De más está decir que me creyó. Se
desembarazó de su ichimegasa y se internó en el bosque tomada de mi
mano. Pero cuando advirtió al hombre atado al pie del abeto, extrajo un
puñal que había escondido, no sé cuándo, entre su ropa. Nunca vi una
mujer tan intrépida. La menor distracción me habría costado la vida; me
hubiera clavado el puñal en el vientre. Aun reaccionando con presteza
fue difícil para mí eludir tan furioso ataque. Pero por algo soy el
famoso Tajomaru: conseguí desarmarla, sin tener que usar mi arma. Y
desarmada, por inflexible que se haya mostrado, nada podía hacer. Obtuve
lo que quería sin cometer un asesinato.
Sí, sin cometer un asesinato, yo no tenía motivo alguno para matar a
ese hombre. Ya estaba por abandonar el bosque, dejando a la mujer bañada
en lágrimas, cuando ella se arrojó a mis brazos como una loca. Y la
escuché decir, entrecortadamente, que ella deseaba mi muerte o la de su
marido, que no podía soportar la vergüenza ante dos hombres vivos, que
eso era peor que la muerte. Esto no era todo. Ella se uniría al que
sobreviviera, agregó jadeando. En aquel momento, sentí el violento deseo
de matar a ese hombre. (Una oscura emoción produjo en Tajomaru un
escalofrío.)
Al escuchar lo que les cuento pueden creer que soy un hombre más
cruel que ustedes. Pero ustedes no vieron la cara de esa mujer; no
vieron, especialmente, el fuego que brillaba en sus ojos cuando me lo
suplicó. Cuando nuestras miradas se cruzaron, sentí el deseo de que
fuera mi mujer, aunque el cielo me fulminara. Y no fue, lo juro, a causa
de la lascivia vil y licenciosa que ustedes pueden imaginar. Si en
aquel momento decisivo yo me hubiera guiado sólo por el instinto, me
habría alejado después de deshacerme de ella con un puntapié. Y no
habría manchado mi espada con la sangre de ese hombre. Pero entonces,
cuando miré a la mujer en la penumbra del bosque, decidí no abandonar el
lugar sin haber matado a su marido.
Pero aunque había tomado esa decisión, yo no lo iba a matar
indefenso. Desaté la cuerda y lo desafié. (Ustedes habrán encontrado esa
cuerda al pie del abeto, yo olvidé llevármela.) Hecho una furia, el
hombre desenvainó su espada y, sin decir palabra alguna, se precipitó
sobre mí. No hay nada que contar, ya conocen el resultado. En el
vigésimo tercer asalto mi espada le perforó el pecho. ¡En el vigésimo
tercer asalto! Sentí admiración por él, nadie me había resistido más de
veinte… (Sereno suspiro.)
Mientras el hombre se desangraba, me volví hacia la mujer, empuñando
todavía el arma ensangrentada. ¡Había desaparecido! ¿Para qué lado había
tomado? La busqué entre los abetos. El suelo cubierto de hojas secas de
bambú no ofrecía rastros. Mi oído no percibió otro sonido que el de los
estertores del hombre que agonizaba.
Tal vez al comenzar el combate la mujer había huido a través del
bosque en busca de socorro. Ahora ustedes deben tener en cuenta que lo
que estaba en juego era mi vida: apoderándome de las armas del muerto
retomé el camino hacia la carretera. ¿Qué sucedió después? No vale la
pena contarlo. Diré apenas que antes de entrar en la capital vendí la
espada. Tarde o temprano sería colgado, siempre lo supe. Condénenme a
morir. (Gesto de arrogancia.)
Confesión de una mujer que fue al templo de Kiyomizu
—Después de violarme, el hombre del kimono azul miró burlonamente a
mi esposo, que estaba atado. ¡Oh, cuánto odio debió sentir mi esposo!
Pero sus contorsiones no hacían más que clavar en su carne la cuerda que
lo sujetaba. Instintivamente corrí, mejor dicho, quise correr hacia él.
Pero el bandido no me dio tiempo, y arrojándome un puntapié me hizo
caer. En ese instante, vi un extraño resplandor en los ojos de mi
marido… un resplandor verdaderamente extraño… Cada vez que pienso en esa
mirada, me estremezco. Imposibilitado de hablar, mi esposo expresaba
por medio de sus ojos lo que sentía. Y eso que destellaba en sus ojos no
era cólera ni tristeza. No era otra cosa que un frío desprecio hacia
mí. Más anonadada por ese sentimiento que por el golpe del bandido,
grité alguna cosa y caí desvanecida.
No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que recuperé la conciencia. El
bandido había desaparecido y mi marido seguía atado al pie del abeto.
Incorporándome penosamente sobre las hojas secas, miré a mi esposo: su
expresión era la misma de antes: una mezcla de desprecio y de odio
glacial. ¿Vergüenza? ¿Tristeza? ¿Furia? ¿Cómo calificar a lo que sentía
en ese momento? Terminé de incorporarme, vacilante; me aproximé a mi
marido y le dije:
—Takehiro, después de lo que he sufrido y en esta situación horrible
en que me encuentro, ya no podré seguir contigo. ¡No me queda otra cosa
que matarme aquí mismo! ¡Pero también exijo tu muerte! Has sido testigo
de mi vergüenza! ¡No puedo permitir que me sobrevivas!
Se lo dije gritando. Pero él, inmóvil, seguía mirándome como antes,
despectivamente. Conteniendo los latidos de mi corazón, busqué la espada
de mi esposo. El bandido debió llevársela, porque no pude encontrarla
entre la maleza. El arco y las flechas tampoco estaban. Por casualidad,
encontré cerca mi puñal. Lo tomé, y levantándolo sobre Takehiro, repetí:
—Te pido tu vida. Yo te seguiré.
Entonces, por fin movió los labios. Las hojas secas de bambú que le
llenaban la boca le impedían hacerse escuchar. Pero un movimiento de sus
labios casi imperceptible me dio a entender lo que deseaba. Sin dejar
de despreciarme, me estaba diciendo: «Mátame».
Semiconsciente, hundí el puñal en su pecho, a través de su kimono.
Y volví a caer desvanecida. Cuando desperté, miré a mi alrededor. Mi
marido, siempre atado, estaba muerto desde hacía tiempo. Sobre su rostro
lívido, los rayos del sol poniente, atravesando los bambúes que se
entremezclaban con las ramas de los abetos, acariciaban su cadáver.
Después… ¿qué me pasó? No tengo fuerzas para contarlo. No logré matarme.
Apliqué el cuchillo contra mi garganta, me arrojé a una laguna en el
valle… ¡Todo lo probé! Pero, puesto que sigo con vida, no tengo ningún
motivo para jactarme. (Triste sonrisa.) Tal vez hasta la infinitamente
misericorde Bosatsu abandonaría a una mujer como yo. Pero yo, una mujer
que mató a su esposo, que fue violada por un bandido… qué podía hacer.
Aunque yo… yo… (Estalla en sollozos.)
Lo que narró el espíritu por labios de una bruja
—El salteador, una vez logrado su fin, se sentó junto a mi mujer y
trató de consolarla por todos los medios. Naturalmente, a mí me
resultaba imposible decir nada; estaba atado al pie del abeto. Pero la
miraba a ella significativamente, tratando de decirle: «No lo escuches,
todo lo que dice es mentira». Eso es lo que yo quería hacerle
comprender. Pero ella, sentada lánguidamente sobre las hojas muertas de
bambú, miraba con fijeza sus rodillas. Daba la impresión de que prestaba
oídos a lo que decía el bandido. Al menos, eso es lo que me parecía a
mí. El bandido, por su parte, escogía las palabras con habilidad. Me
sentí torturado y enceguecido por los celos. Él le decía: «Ahora que tu
cuerpo fue mancillado tu marido no querrá saber nada de ti. ¿No quieres
abandonarlo y ser mi esposa? Fue a causa del amor que me inspiraste que
yo actué de esta manera». Y repetía una y otra vez semejantes
argumentos. Ante tal discurso, mi mujer alzó la cabeza como extasiada.
Yo mismo no la había visto nunca con expresión tan bella. ¡Y qué piensan
ustedes que mi tan bella mujer respondió al ladrón delante de su marido
maniatado! Le dijo: «Llévame donde quieras». (Aquí, un largo silencio.)
Pero la traición de mi mujer fue aún mayor. ¡Si no fuera por esto, yo
no sufriría tanto en la negrura de esta noche! Cuando, tomada de la
mano del bandolero, estaba a punto de abandonar el lugar, se dirigió
hacia mí con el rostro pálido, y señalándome con el dedo a mí, que
estaba atado al pie del árbol, dijo: «¡Mata a ese hombre! ¡Si queda vivo
no podré vivir contigo!». Y gritó una y otra vez como una loca:
«¡Mátalo! ¡Acaba con él!». Estas palabras, sonando a coro, me siguen
persiguiendo en la eternidad. ¡Acaso pudo salir alguna vez de labios
humanos una expresión de deseos tan horrible! ¡Escuchó o ha oído alguno
palabras tan malignas! Palabras que… (Se interrumpe, riendo
extrañamente.)
Al escucharlas hasta el bandido empalideció. «¡Acaba con este
hombre!». Repitiendo esto, mi mujer se aferraba a su brazo. El bandido,
mirándola fijamente, no le contestó. Y de inmediato la arrojó de una
patada sobre las hojas secas. (Estalla otra vez en carcajadas.) Y
mientras se cruzaba lentamente de brazos, el bandido me preguntó: «¿Qué
quieres que haga? ¿Quieres que la mate o que la perdone? No tienes que
hacer otra cosa que mover la cabeza. ¿Quieres que la mate?…»
Solamente por esa actitud, yo habría perdonado a ese hombre. (Silencio.)
Mientras yo vacilaba, mi esposa gritó y se escapó, internándose en el
bosque. El hombre, sin perder un segundo, se lanzó tras ella, sin poder
alcanzarla. Yo contemplaba inmóvil esa pesadilla. Cuando mi mujer se
escapó, el bandido se apoderó de mis armas, y cortó la cuerda que me
sujetaba en un solo punto. Y mientras desaparecía en el bosque, pude
escuchar que murmuraba:
«Esta vez me toca a mí». Tras su desaparición, todo volvió a la
calma. Pero no. «¿Alguien llora?», me pregunté. Mientras me liberaba,
presté atención: eran mis propios sollozos los que había oído. (La voz
calla, por tercera vez, haciendo una larga pausa.)
Por fin, bajo el abeto, liberé completamente mi cuerpo dolorido.
Delante mío relucía el puñal que mi esposa había dejado caer. Asiéndolo,
lo clavé de un golpe en mi pecho. Sentí un borbotón acre y tibio subir
por mi garganta, pero nada me dolió. A medida que mi pecho se entumecía,
el silencio se profundizaba. ¡Ah, ese silencio! Ni siquiera cantaba un
pájaro en el cielo de aquel bosque. Sólo caía, a través de los bambúes y
los abetos, un último rayo de sol que desaparecía… Luego ya no vi
bambúes ni abetos. Tendido en tierra, fui envuelto por un denso
silencio. En aquel momento, unos pasos furtivos se me acercaron. Traté
de volver la cabeza, pero ya me envolvía una difusa oscuridad. Una mano
invisible retiraba dulcemente el puñal de mi pecho. La sangre volvió a
llenarme la boca. Ese fue el fin. Me hundí en la noche eterna para no
regresar,.
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