jueves, 7 de noviembre de 2013

TAL DIA COMO HOY Albert Camus,./ LLEGA LA OPERA LOW COST,. Manifiesto por una ópera low cost

TÍTULO; TAL DIA COMO HOY Albert Camus


Albert Camus Nobel prize medal.svg
Albert Camus, gagnant de prix Nobel, portrait en buste, posé au bureau, faisant face à gauche, cigarette de tabagisme.jpg
Albert Camus en 1957
Nacimiento 7 de noviembre de 1913.
Bandera de Argelia Mondovi, Argelia (colonia francesa)
Defunción 4 de enero de 1960.
Bandera de Francia Villeblevin, Francia
Ocupación filósofo, escritor
Nacionalidad francesa.
Género novela, ensayo y teatro
Albert Camus Sintes Acerca de este sonido alˈbɛʁ kaˈmy (Mondovi, Argelia (colonia francesa), 7 de noviembre de 1913 - Villeblevin, Francia, 4 de enero de 1960) fue un novelista, ensayista, dramaturgo, filósofo y periodista francés nacido en Argelia.
En su variada obra desarrolló un humanismo fundado en la conciencia del absurdo de la condición humana. En 1957, a la edad de 44 años, se le concedió el Premio Nobel de Literatura por «el conjunto de una obra que pone de relieve los problemas que se plantean en la conciencia de los hombres de hoy».

Biografía

Albert Camus nació en una familia de colonos franceses (pieds-noirs) dedicados al cultivo del anacardo en el departamento de Constantina. Su madre, Catalina Elena Sintes, nacida en Birkadem (Argelia), y de familia originaria de Menorca, era analfabeta y casi totalmente sorda, fue quien enseñó a Albert Camus tanto el castellano como el catalán, idiomas ambos que dominaba perfectamente.1 Su padre, Lucien Camus trabajaba en una finca vitivinícola, cerca de Mondovi, para un comerciante de vinos de Argel, y era de origen alsaciano, como otros muchos pieds-noirs que habían huido tras la anexión de Alsacia por Alemania tras la Guerra Franco-Prusiana. Movilizado durante la Primera Guerra Mundial, es herido en combate durante la Batalla del Marne y fallece en el hospital de Saint-Brieuc el 17 de octubre de 1914, hecho que propicia el traslado de la familia a Argel a casa de su abuela materna. De su progenitor, Albert sólo conserva una fotografía y una significativa anécdota: su señalada repugnancia ante el espectáculo de una ejecución capital. Ubicados en Argel, Camus realiza allí sus estudios, alentado por sus profesores, especialmente Louis Germain, en la escuela primaria, a quien guardará total gratitud, hasta el punto de dedicarle su discurso del Premio Nobel; y también Jean Grenier, en el instituto, quien lo inició en la lectura de los filósofos, y especialmente le dio a conocer a Nietzsche.
Comenzó a escribir a muy temprana edad: sus primeros textos fueron publicados en la revista Sud en 1932. Tras la obtención del bachillerato, obtiene un diploma de estudios superiores en letras, en la rama de filosofía. La tuberculosis le impide participar en el examen de licenciatura.
En 1935 comenzó a escribir El revés y el derecho que fue publicado dos años más tarde. En Argel funda el Teatro del Trabajo2 que en 1937 reemplaza por El Teatro del Equipo. En esos años, Albert Camus abandona el Partido Comunista por serias discrepancias, como el Pacto germano-soviético y su apoyo a la autonomía del PC de Argelia respecto al Partido Comunista Francés.
Entra a trabajar en el Diario del Frente Popular, creado por Pascal Pia: su investigación La miseria de la Kabylia tiene un resonante impacto. En 1940, el Gobierno General de Argelia prohíbe la publicación del diario y maniobra para que Camus no pueda encontrar trabajo. Camus emigra entonces a París y trabaja como secretario de redacción en el diario Paris-Soir. En 1943, trabaja como lector de textos para Gallimard, importante casa editorial parisina, y toma la dirección de Combat cuando Pascal Pia es llamado a ocupar otras funciones en la Resistencia contra los alemanes.
El anarquista Andre Prudhommeaux lo presentó, en 1948, por primera vez, en el movimiento libertario, en una reunión del Círculo de Estudiantes Anarquistas, como simpatizante que ya estaba familiarizado con el pensamiento anarquista.3 Camus escribió a partir de entonces para publicaciones anarquistas, siendo articulista de Le Libertaire (precursor inmediato de Le Monde libertaire), Le révolution proletarienne y Solidaridad Obrera (de la CNT). Camus, junto a los anarquistas, expresó su apoyo a la revuelta de 1953 en Alemania Oriental. Estuvo apoyando a los anarquistas en 1956, primero a favor del levantamiento de los trabajadores en Poznan, Polonia, y luego, en la Revolución húngara. Fue miembro de la Fédération Anarchiste.
Su enfrentamiento con Jean-Paul Sartre tiene lugar en 1952 tras la publicación en Les Temps Modernes del artículo que éste encargó a Francis Jeanson, donde reprochaba a Camus que su rebeldía era «deliberadamente estética» expresada principalmente en la obra de Camus El mito de Sísifo. En 1956, en Argel, Camus lanza su «Llamada a la tregua civil», pidiendo a los combatientes del movimiento independentista argelino y al ejército francés, enfrentados en una crudelísima guerra sin cuartel, el respeto y la protección sin condiciones para la población civil. Mientras leía su texto, afuera, una turba heterogénea lo injuriaba, y pedía su muerte a gritos. Para él, en aquella guerra, su lealtad y su amor por Francia, no impedía el cabal conocimiento de la injusticia que vivía el pueblo argelino, depauperado y humillado, como tampoco podía impedir su amor por Argelia que se reconociera deudor de una lengua, una cultura y una sensibilidad política y social indisolublemente unidas a Francia.
Existen corrientes de opinión que afirman que esta ruptura nunca tuvo lugar realmente. La confusión entre las cartas a Sartre enviadas en la década del 1932 al 1954 fue el indicador de que Camus negaba su influencia, achacándola a 'malentendidos intencionados'. Futuras indagaciones siembran dudas sobre la autoría real de esas cartas.
Tumba en Lourmarin.
Al margen de las corrientes filosóficas, Camus elaboró una reflexión sobre la condición humana. Rechazando la fórmula de un acto de fe en Dios, en la historia o en la razón, se opuso simultáneamente al cristianismo, al marxismo y al existencialismo. No dejó de luchar contra todas las ideologías y las abstracciones que alejan al hombre de lo humano. Lo definió como la Filosofía del absurdo, además de haber sido un convencido anarquista, dedicando parte importante de su libro El hombre rebelde a exponer, cuestionar y filosofar sobre sus convicciones, y demostrar lo destructivo de toda ideología que proponga una finalidad en la historia.
Camus murió el 4 de enero de 1960 en un accidente de coche cerca de Le Petit-Villeblevin, sobre cuyas causas se han publicado posteriormente especulaciones no confirmadas.4 Entre los papeles que se le encontraron, había un manuscrito inconcluso, El primer hombre, de fuerte contenido autobiográfico y gran belleza. Camus fue enterrado en Lourmarin, pueblo del sur de Francia donde había comprado una casa.

Temáticas de sus obras

Albert Camus.
Entre sus principales obras se encuentra El extranjero, novela en la que describe las vicisitudes de un individuo incapaz de expresar «sentimientos» o de forjarse una «moral» acordes, que vive la escisión entre razón-sensación-emoción, y reacciona sin razón ni motivo aparente.
En otra de sus obras, El mito de Sísifo, ensayo literario de esencia filosófica que describe «El sentimiento del Absurdo», el reconocimiento profundo de la inanidad, y la intrascendencia del hombre enfrentado al cosmos, a su destino y a la historia, sólo rescatado cuando actúa «como si» pudiera cambiar el universo.

TÍTULO; LLEGA LA OPERA LOW COST,.

Manifiesto por una ópera low cost


En el luminoso libro de Gabriel Zaid sobre los empresarios oprimidos –que debería mantener, siempre abierto, en su mesilla de noche tanto emprendedor diletante- hay una historia que viene al pelo para mi preocupación de hoy.
“Hacia 1900 –escribe Zaid- había miles de constructores de automóviles. El automóvil era un lujo para salir al campo (de ahí su primer nombre, touring car). Se encargaba a un diseñador, como se encarga un yate a un astillero o una casa de campo a un arquitecto. El concepto revolucionario de Henry Ford fue vender automóviles tan baratos que sus propios obreros pudieran comprarlos. Un obrero que ganaba dos dólares diarios no podía ni soñar en un lujo que costaba miles de dólares. Pero, ya en 1917, Ford pagaba a sus obreros un mínimo de cinco dólares diarios y vendía los automóviles en 360 dólares: 72 días de salario mínimo”.
He recordado esta historia a cuenta de un asunto que, como ustedes saben, me obsesiona: el presente y el futuro de la ópera en un tiempo en que el modelo económico se está transformando y todas las manifestaciones culturales se han de repensar desde una óptica en la que los Estados no podrán ya mostrarse tan generosos como en ellos ha sido costumbre.
Si al llegar aquí, usted se dice para sus adentros: “Uf, este pesado vuelve sobre la ópera, que a mí no me interesa nada: hoy me lo salto”, estará usted en su perfecto derecho, pero le recuerdo, antes de que proceda, que la ópera puede que no le guste, pero sin duda le incumbe. Le incumbe porque la paga, y la paga bien cara. Como ya he tenido ocasión de señalar aquí, se trata del producto cultural más subvencionado que existe, lo cual es paradójico habida cuenta del target en el que se asienta.
Un espectáculo para privilegiados
Haciendo una cuenta simple y algo chapucera: una producción operística en un teatro de primer nivel (Londres, Viena, Milán, Nueva York..., también Madrid…) es presenciada de manera directa por no más de 20.000 personas, que pagan una media superior a los 100 euros cada uno. Con esos dos millones de euros se cubre, como mucho, el 30 por ciento del coste de la producción. ¿De dónde sale el 70 % restante? Una parte, de los patrocinadores privados y patronos, pero no menos de la mitad de ese porcentaje –es decir, un tercio del coste total- lo pagamos usted y yo, religiosamente, de nuestros bolsillos. (Y pagamos también, dicho sea de paso, los beneficios fiscales que los patrocinadores obtienen por patrocinar).
En otras palabras: para que disfruten 20.000 privilegiados que pueden gastarse -de media: hay quien mucho más-  100 euros en una ópera, cada ciudadano contribuye en una cantidad difícil de cuantificar, pero estimable.
Las producciones operísticas  tienen unos costes altísimos, en primer lugar a causa de los intérpretes, gargantas tan privilegiadas que pueden permitirse la exigencia de honorarios propios de Cristiano Ronaldo. Altos son también los de los músicos  y los directores de orquesta, a lo que hay que sumar una elevada factura en concepto de puesta en escena, ya que, en un mundo como el nuestro (¡que ya conoce el cine!), la ópera moderna no puede conformarse con la tramoya simple de los corrales de comedias en los que una sábana servía para sugerir un paisaje.
Todo muy caro para unas obras alejadas en buena medida de la sensibilidad actual, desconectadas de la escasa formación melómana del común y necesitadas de una parafernalia que requiere de instalaciones propias y costosas más sugeridoras de la sacralidad severa de una catedral que del espacio gozoso en el que se celebra un espectáculo.
Cuando hago este tipo de reflexiones, mis amigos se escandalizan porque piensan que desprecio la ópera y la denigro. Nada más lejos. La adoro, la escucho con asiduidad y acudo a ella siempre que mi capacidad financiera me lo permite (ya que, ay, ningún gabinete de prensa se compadece de mí). Pero lo hago desde la convicción de que soy un privilegiado, miembro de una casta selecta, que disfruta de un producto especial gracias a que mis conciudadanos me ayudan a sufragarlo.
Un serio dilema
Hay una manera de verlo: la de Gerard Mortier, flamante director del Teatro Real de Madrid, tan convencido de ser el tipo más culto del planeta que siempre está enfadado con todos porque no le dan el dinero que se merece para hacer lo que a él le gusta. O la de los abonados a la Cultura con mayúsculas, que no paran mientes en justificar que todo lo que pueda ser agrupado bajo ese gran paraguas debe ser financiado por los Presupuestos Generales del Estado, sea ello la enésima novela policiaca de usar y tirar, la nueva necedad fílmica de los de siempre o el recital monocorde del cantautor superguay.
Es como si los amantes de las angulas -entre los que, por cierto, también me encuentro-, pidieran a sus conciudadanos un esfuerzo extra en sus ajustadas economías para poder ayudarlos en el fomento de su gastronómica afición.
¿Qué hacemos entonces? ¿Prescindimos de Mozart, nos olvidamos de Haendel, enterramos a Rossini, despachamos a Janáček? ¿O los encerramos en el cofre de la discografía y nos olvidamos de la riqueza escénica, teatral y visual que la ópera encierra? Desde luego que no, ni siquiera en mis días más irreverentes se me ocurriría semejante patochada. Lo que pasa es que, como me sucede casi siempre, tengo más preguntas que respuestas y no me resulta fácil avanzar una solución. Aunque intuyo algunas cosas.
Henry Ford en la ópera
Intuyo, por ejemplo, que la vía ensayada por el Metropolitan neoyorkino no tiene mala pinta. Allí, ya saben, son muy suyos para esto de las subvenciones y el tema de los patrocinios lo tienen  muy desarrollado, así que la ópera la paga Bloomberg (no el alcalde, sino la agencia de noticias que el alcalde creó cuando no era alcalde) y le da vueltas a cómo rentabilizarlo hasta que se le ocurre una idea brillante: retransmitirla en directo a pantallas de cine en diferentes partes del mundo, de manera que, de golpe, obtiene dos resultados favorables: amplía la audiencia en varios cientos de miles de personas e inventa una nueva forma de ver ópera que, en sí misma, tiene muchísimo interés.
Intuyo también que entre la ópera y los musicales ha habido tradicionalmente un abismo y que habría que trabajar para que ambas manifestaciones encuentren un territorio común. Las comedias musicales que hoy inundan nuestras carteleras tienen en general un nivel dudoso de calidad musical y sus intérpretes están lejos de ser Plácidos Domingos o Marias Callas del siglo XXI. Pero piensen ustedes que La flauta mágica, en su día,  no sobrepasaba las aspiraciones artísticas (¡ni mucho menos económicas!) de El Rey León.
En definitiva, lo que la ópera necesita es un nuevo Henry Ford, alguien capaz de proporcionar espectáculo de calidad a precios económicos. ¿Cómo se hace eso? Invirtiendo el orden de los factores. Hasta ahora, los Mortier de este mundo hacen su producción ideal al coste que sea y, luego, que el Estado y el espectador se las apañen para pagar entre todos la factura. Hagámoslo al revés: veamos cuánto podemos pagar y construyamos sobre esa premisa el espectáculo.
La idea no se me ha ocurrido a mí: hace años que José Luis Moreno presentó alguna temporada de ópera basada en estas premisas y ya llevamos un par de temporadas en que la compañía Estudio Lírico planta tres o cuatro piezas del repertorio clásico en la Gran Vía madrileña a precios asequibles. Estas iniciativas me recuerdan a la aparición de las fórmulas low cost en otras vertientes del consumo: poco a poco tuvieron que ir mejorando su calidad y su estética porque no solo de bajos precios vive el hombre... Pero hoy nadie entendería el turismo, o la moda, o la hostelería, sin el fenómeno low cost.
A lo mejor este es el futuro de la ópera.
Y, en paralelo, naturalmente, que los ricos sigan yendo a Bayreuth. Pero de su bolsillo.

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