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REVISTA FARMACIA - “Yo no quería morir, quería dejar de sufrir” , fotos,.
“Yo no quería morir, quería dejar de sufrir”,.
María de Quesada intentó quitarse la vida a los 15 años. La única hija de Dolors López se suicidó hace 10. Ambas comparten su historia para ayudar a otros,.
A los 15 años, María de Quesada intentó quitarse la vida. “Cuando me desperté en el hospital tuve mucho miedo porque me di cuenta de que yo no quería morir, quería dejar de sufrir”.
Hace una década, la única hija de Dolors López se suicidó. “Era maravillosa y había sido muy feliz, como lo son las personas que han tenido esos pensamientos después de recibir ayuda. Aquel día me dio un abrazo que aún me pone la piel de gallina. Pienso: ¿Estaría despidiéndose de mí?”.
En 2020 se quitaron la vida en España 3.941 personas. Es el máximo histórico, según el Observatorio del Suicidio. Son casi 11 de media al día, uno cada poco más de dos horas. El suicidio es la primera causa de muerte no natural: provoca casi el triple de víctimas que los accidentes de tráfico, 13,6 veces más que los homicidios y casi 90 veces las asesinadas por violencia machista. Entre los jóvenes de 15 a 29 años es la segunda causa de fallecimiento (300) por detrás de los tumores (330) y hasta el año pasado nunca se había alcanzado una cifra tan alta (14, siete niños y siete niñas) de suicidios en menores de 15. María de Quesada y Dolors López, que conocen bien el dolor detrás de esas cifras, han querido compartir su experiencia con EL PAÍS. “Para que quienes tienen pensamientos suicidas entiendan que ese sufrimiento es temporal, que hay salida”, explica la primera, que hoy tiene 42 años y dos hijos de ocho y cinco. “Para que otras madres no vivan lo que yo viví”, añade la segunda, que hoy da charlas en institutos y forma a profesores, policías, bomberos y personal de servicios sociales para combatir esa estadística.
La buena noticia de un drama inmenso, que se lleva cada año al menos a 800.000 personas en el mundo, entre ellos miles de jóvenes con toda la vida por delante, es que se puede prevenir, que todos pueden ayudar. Y para eso, coinciden María y Dolors, lo primero es entender.
El tabú. Viernes en el hospital, lunes al colegio
“Mi intento de suicidio fue un viernes”, recuerda María. “Me dieron una medicación y el lunes estaba en el colegio. El tabú cayó inmediatamente sobre mí y sobre mi familia. No lo hablé con nadie. Mis padres tampoco, hicieron lo que pudieron. Todos hicimos lo que pudimos. Eran los noventa, nadie nos guió e hicimos como que no había pasado nada. Con el tiempo entendí que lo peligroso es tener un pensamiento suicida y no hablarlo”.
Algunas amistades de Dolors, “con su mejor intención”, le recomendaron que no dijera cómo había muerto su hija. “Lo hacían para protegerme. Intentan que no hables de eso porque el entorno te estigmatiza. Sobre las personas que han sobrevivido a un suicidio cae la losa de la vergüenza y de la culpa. El ser humano repudia pensar que alguien puede quitarse la vida y lo oculta. Se decía que era mejor no hablarlo, que hacerlo daba ideas, provocaba que el que lo estaba pensando se decidiera, pero es todo lo contrario. Si no conocemos el problema y su magnitud, no podemos prevenirlo. No hablar del suicidio aumenta los suicidios”, concluye.
El psiquiatra Diego Palao, director de Salud Mental del Hospital Universitario Parc Taulí-UAB de Sabadell (Barcelona) y coordinador del programa de prevención del suicidio del Centro de Investigación Biomédica en Red de Salud Mental (Cibersam), recuerda que uno de los lemas de la Organización Mundial de la Salud (OMS) para combatir el problema es, precisamente, “Hablemos”.
Durante mucho tiempo, los medios de comunicación no han abordado apenas el asunto porque se creía que provocaba efecto contagio. María, periodista, aclara que ese efecto existe, “pero si no se hace bien, es decir, si se habla del suicidio, como ocurre a veces cuando quien se quita la vida es famoso, dando detalles escabrosos sobre lugares o métodos”.
El silencio ha tenido un efecto perverso. “A la gente le da miedo hablar de esto con menores, las estadísticas apenas se difunden, y eso ha permitido”, afirma María, “que la gente lo perciba como algo ajeno, que no puede pasar en su entorno, cuando sucede en todas las edades y clases sociales”. No hablar de ello, añade Dolors, “favorece el estigma y el estigma es la primera barrera para pedir ayuda. Eso de que el que va al psicólogo es un flojo o está loco. La sociedad crea malestares que no resuelve y eso puede cronificarse, provocar problemas de salud mental. Personas con una vida normal pueden caer en una depresión ante la pérdida del trabajo, la soledad, la falta de recursos… Y no es un problema individual, sino de toda la sociedad. Hace falta un plan nacional específico que coordine estrategias de ayuda, pero también que todos actuemos en red, estemos atentos a las señales y cuando a alguien le falten las fuerzas en nuestro entorno, no tengamos miedo a preguntar y escuchemos”.
Palao explica que la mayoría de jóvenes que atienden llegan a la terapia después de un intento de suicidio, no antes. “La razón principal es el desconocimiento de la población, que tiende a atribuir problemas de salud mental a coyunturas o vivencias y no busca ayuda porque le parece una muestra de debilidad. Para combatir eso hemos desarrollado una web explicativa, Mind-u, y organizamos talleres en colegios para que los jóvenes puedan identificar los problemas y buscar ayuda. El porcentaje de reintentos de suicidio es del 20% al año en el cómputo general y sube hasta el 40% entre los jóvenes cuando no se interviene. En el caso de los que sí van a terapia tras una tentativa, ese porcentaje baja al 5%”. El psiquiatra lleva más de 20 años trabajando en la prevención y asegura que “no hay una recompensa mayor” que cuando ve cómo una persona que ha intentado suicidarse se da cuenta de que ese sufrimiento era temporal. Cuando el tratamiento les devuelve la vida.
Los falsos mitos. “Lo dice para llamar la atención”
“Cuando no se habla de algo porque es un tabú”, advierte Dolors, “surgen mitos, falsas creencias que se dan como verdades porque en este caso la gente se queda más tranquila atada a ellas. Uno de los mitos en torno al suicidio es que se hace para llamar la atención; otro, que el que avisa nunca lo hace, o que solo alguien muy egoísta puede quitarse la vida. Si una persona habla de ello hay que atenderla siempre, no podemos escudarnos en que quiere manipularnos si quien lo dice es, por ejemplo, alguien que trata de evitar una ruptura sentimental. Eso no significa, evidentemente, mantener la relación de pareja, sino buscar la manera de que esa persona y ese pensamiento sea atendido. El suicidio no es un acto de egoísmo. Es estremecedor pensar el sufrimiento que tienen para llegar ahí porque las personas que hacen esto no quieren morir, quieren dejar de sufrir. Entender esto es clave porque significa que podemos ayudarles, prevenir”.
El perfil. Todas las edades y clases sociales
No existe un perfil de suicida. Durante el confinamiento, María creó una web para contar su experiencia y animar a otros. “Me llegaron muchísimos testimonios, de España, EE UU, Latinoamérica... Teníamos algo en común: nos habíamos culpado mucho y decidimos dar el paso de no avergonzarnos”. El pasado septiembre publicó un libro que reúne 23 de esos relatos y muestra que los pensamientos suicidas son “transversales”. Se titula La niña amarilla, que es como María llama a “esa voz que habita en todas las personas que han querido desaparecer alguna vez” y en él hablan víctimas de violencia machista, estudiantes, una niña superdotada que intentó suicidarse en el instituto y hoy es psiquiatra o una madre que pasó tres años sin poder hacerse cargo de su hija porque una depresión postparto hizo que no se sintiera vinculada al bebé e intentó quitarse la vida. Esa mujer, que un día despertó en el hospital y gritó: “¡Dejadme morir!”, hoy está convencida de que su hija nació para salvarla. “Cuando veo sufrir a otra persona por un motivo similar, le explico que aunque parezca que ha caído en el abismo más profundo, no es verdad”.
En el prólogo del libro, la alpinista Edurne Pasabán relata su caso: “Nada es lo que parece y todo puede cambiar de la noche a la mañana. Mi ochomil más difícil nunca tuvo forma de montaña, sino de niña de color amarillo. Al principio no sabía muy bien lo que me ocurría, parecía que estaba triste, mi entorno no entendía cómo, teniéndolo todo, podía sentirme así de mal y con tan pocas ganas de vivir. Ahora me pregunto por qué no pedí ayuda antes, por qué tuve que llegar a aquel extremo para dar el paso”.
El psiquiatra Palao explica que “el 90% de las personas que se suicidan tenían en ese momento una enfermedad mental que se puede tratar y de forma muy eficaz”.
Los medios. “Las tentativas entre chicas jóvenes se han duplicado”
En 2020 se superó por primera vez en España el millar de muertes por suicidio en mujeres tras un incremento del 12,3% respecto al año anterior —en los hombres los casos subieron un 5,7%—. El INE no recoge los intentos, pero el psiquiatra Diego Palao explica que en Cataluña, donde sí recaban esos datos desde 2015, han detectado un aumento en chicas. “Durante el confinamiento el número de tentativas se redujo, aunque al iniciarse el curso volvió a las cifras prepandemia. Pero en el caso de chicas entre 14 y 17 años se ha duplicado”. “Los padres nos traen a los hijos cuando detectan cambios de conducta. Los chicos sí suelen manifestar agresividad si hay problemas psiquiátricos, pero las chicas viven los problemas de salud mental de manera interior y los padres solo se dan cuenta cuando hay fracaso escolar, a final de curso, y pasan más desapercibidos”.
Los recursos, como en cualquier área sanitaria, son fundamentales para la prevención. En España hay 11 psiquiatras por cada 100.000 habitantes, casi cinco veces menos que en Suiza (52) y la mitad que en Francia (23). Y faltan psicólogos clínicos: en 2018 eran tres veces menos que la media europea. El Gobierno prevé incorporar la especialidad de Psiquiatría Infantil y Adolescencia en la próxima convocatoria de formación sanitaria especializada. Mientras, el hospital 12 de Ocubre de Madrid y la empresa Yslandia han puesto en marcha un ensayo con una aplicación, Searching help (Buscando ayuda), que permite al psiquiatra recibir una alerta si su paciente ve páginas sobre métodos de suicidio. María de Quesada y Dolors López denuncian a menudo ese tipo de contenidos en Internet.
Las señales de alarma. La adolescencia, factor de riesgo
“En mi caso no hubo un detonante concreto”, explica María. “Arrastraba una baja autoestima desde niña, mi padre padecía depresión, yo veía ese sufrimiento y de alguna manera, sin culpar a nadie, sentía que nunca era suficiente. Era buena estudiante, no tenía problemas aparentes y eso me daba aún más rabia porque me sentía culpable por pensar así, cuando no me faltaba de nada, más que amor a mí misma. Como no lo hablaba, tampoco podía entender lo que me pasaba”.
Dolors, que ha investigado mucho tras el suicidio de su hija, explica que “casi todos los suicidios vienen precedidos de señales”. “Lo que tenemos que hacer es aprender a detectarlas y no asustarnos”. Esos signos de alerta pueden ser verbales —“que alguien hable repetidamente de la muerte, diga cosas como ‘os iría mejor sin mí’; que se despidan cuando no toca, dando las gracias ‘por cómo te has portado conmigo’ o intente zanjar viejos asuntos, repartir joyas o propiedades”— o de conducta — “cambios de actitud, tristeza, irritabilidad, falta de sueño, descuidar el aseo personal, consumo de drogas”—. “Los adolescentes”, añade, “son un grupo de riesgo porque es un momento de vulnerabilidad y las depresiones en los jóvenes son más difíciles de detectar porque no siempre se muestran con tristeza, a veces lo que aparece es agresividad”.
Palao, profesor titular de Psiquiatría en la Universidad Autónoma de Barcelona, cuenta un caso reciente: “Hace poco tuvimos a un chico de 16 años que llevaba seis meses con una depresión sin diagnosticar. Los padres habían notado que hablaba algo menos, pero no tenía problemas de conducta, ni habían bajado sus notas. Lo llevaron a la consulta porque una amiga les enseñó unos wasap en los que decía que quería morirse. Él no había pedido ayuda. Cuando le vi ya había planificado el suicidio. El hermetismo a esas edades dificulta más las cosas, por eso es fundamental mejorar la comunicación con los jóvenes”.
Los familiares de la persona que se ha suicidado, añade Dolors, son, tras los que lo han intentado ya, el segundo grupo con mayor riesgo. “Hay dos momentos complicados después de algo así: el primero es decidir si te quedas o te vas. Yo decidí quedarme. El segundo es abandonar el duelo y eso nos cuesta porque hasta que aprendemos a vincularnos a ellos a través de otra cosa que no sea el llanto por su muerte, es decir, a través de su vida, de lo que compartimos, sentimos que los abandonamos. Esto separa mi vida en un antes y un después absoluto, nada vuelve a ser igual. Cuando me recuperé, decidí que quería ayudar a otras madres, escribí un libro, Te nombro, para acompañarlas y homenajear a mi hija, y me expuse a la sociedad. Me abrí en canal con mi pena, salí, dije: “Soy la madre de una chica que se suicidó y esto está ocurriendo cada día”.
TITULO: CAFE, COPA Y Reloj el cambio de hora invierno,.
Reloj el cambio de hora invierno,.
¿Cuándo es el cambio de hora 2022? España pasa al horario de invierno,.
En la madrugada del último sábado al domingo de octubre los relojes se atrasarán una hora, a las 03.00 serán las 02.00,.
foto / La madrugada del domingo 30 de octubre se producirá el cambio al horario de invierno en España, el segundo del año. En esta ocasión, atrasamos el reloj una hora y a las 03.00 serán las 02.00. El efecto más inmediato será el aprovechamiento de la luz natural, ya que a partir del cambio amanecerá y anochecerá antes, lo que conlleva una mejora de la eficiencia energética.
¿Por qué cambiamos la hora?
Los europeos ajustamos nuestros relojes para cumplir con la directiva comunitaria 2000/84/CE dos veces al año. Normalmente el último fin de semana de octubre se atrasa el reloj para entrar al horario de invierno, y el último de marzo se adelanta para entrar en el horario de verano.
Esta medida de cambio horario responde a la idea de adaptar nuestros horarios la luz natural y lograr un ahorro energético, aunque son muchos los que dudan de que dicho ahorro se llegue a producir. Sí, tenemos más luz por la mañana, pero a cambio tenemos menos luz al salir de trabajar.
En España contamos con la particularidad de compartir dos horas oficiales, una para la Península y el archipiélago balear y otra para las Islas Canarias, que van una hora por detrás desde 1922. Ambas se adelantan o atrasan una hora según corresponda, aunque únicamente durante los 60 minutos posteriores al cambio la península y las Canarias contarán con la misma hora.
¿Puede ser uno de los últimos cambios horarios?
La Comisión Europea realizó una consulta al respecto en 2018 en la que más de un 80% de ciudadanos se mostraron a favor de dejar atrás el cambio de hora para mantener el mismo horario durante todo el año. El órgano propuso entonces abolir la directiva y que la decisión quedase en la elección de cada país, sin embargo, la falta de consenso entre los países, y también dentro de los mismos, hace que por el momento se continúe con los dos cambios horarios al año.
En España, la comisión de expertos puesta en marcha por el Ejecutivo decidió que se mantendría el huso horario actual y el cambio de hora estacional por lo que por el momento se mantendrá el huso horario actual y el cambio de hora estacional.
TITULO: El escarabajo verde - Fuerteventura, un desierto,.
Fuerteventura, un desierto,.
fotos / La isla canaria de Fuerteventura es desde hace varios miles de años un desierto, pero debido a causas naturales y humanas se está desertificando, se ha convertido en un territorio con mayores dificultades para el desarrollo de la vida. Apenas llueve, escasea la vegetación, sus aguas subterráneas están siendo sobreexplotadas y la erosión empobrece continuamente su suelo. Además, según estudios recientes, las playas de la isla y de todo el archipiélago canario se verían afectadas por un aumento del mar de 18 centímetros para 2050 debido al cambio climático.
La isla depende completamente de recursos exteriores para ser visitable e incluso habitable. Si tiene agua potable es porque las desaladoras se mantienen en funcionamiento, en su mayoría, mediante combustibles fósiles, y si hay comida en la isla es porque llega en barco o en avión. A pesar de todo, de su frágil sostenibilidad, ha visto en pocos años triplicada su población, hoy residen algo más de cien mil personas, y recibe en torno a dos millones de turistas al año.
Fuerteventura, Reserva de la Biosfera
Fuerteventura ha mejorado considerablemente su protección ambiental. Más de la mitad de su territorio pertenece a la Red Natura 2000. Hay trece espacios con diferentes tipos de protección que ocupan el 28 por ciento de la superficie y conserva grandes espacios no construidos, con apenas presencia humana. Además, es reserva de la biosfera desde el 2009. Por tanto, su Administración está comprometida a desarrollar políticas en pro de la protección de su medio natural pero también, teniendo el turismo como motor económico principal, a evitar la masificación y a actuar en las heridas abiertas por un desarrollismo que está ocasionando perjuicios al ecosistema.
Un pulso con el desarrollismo
Antes del despegue turístico, a finales de la década de los ochenta del siglo XX, en Fuerteventura se vivió un pulso entre los que apostaban por seguir el modelo desarrollista de Gran Canaria o Tenerife y los que abogaban por el que entonces defendía Lanzarote, mucho más respetuoso con el medio natural. Ese debate fue ampliamente tratado durante tres años en Malpaís, la primera revista local, que cofundó y dirigió Juan Pablo Nóbrega. Para este periodista majorero, el pulso con el desarrollismo continua: “Todavía hoy en 2022 me encuentro con personas que recuerdan la época de Malpaís y me comentan que, si sacáramos la revista de nuevo, casi podría replicar los reportajes que se publicaban en 1988 o 1989.” De ser así, dice que publicaría uno sobre el modelo de turismo de vivienda vacacional que ahora promueve la inversión extranjera, ya que “el volumen de construcción está siendo exagerado, desordenado y está cambiando la fisonomía de los pueblos.”
Hay varios frentes abiertos. El Parque Natural de Corralejo, una de las joyas paisajísticas más visitadas, hace tiempo que está viendo peligrar su gran complejo dunar. Atravesado por una carretera, con dos hoteles y apartamentos sobre las Grandes Playas y bordeado por complejos turísticos, el viento se ha ido encontrado con barreras y los sedimentos han cambiado su flujo.
El paisaje es uno de los valores naturales más importantes y también el elemento que atrae a miles y miles visitantes, por lo que “estamos ante decisiones difíciles que hay que tomar y no podemos cruzarnos de brazos y esperar a que desaparezca”, observa Tony Gallardo, director de la Reserva de la Biosfera de Fuerteventura, y para recuperar el ecosistema de las dunas de Corralejo, cree que se podría bajar la altura de elementos que están en la costa, eliminar edificios muy antiguos sobre las playas o construcciones que se han quedado a medias junto a las dunas.
Otro ejemplo son los perjuicios que ha causado la ubicación de la gran urbanización Origo Mare, junto al pequeño pueblo de Majanicho, construida sin declaración de impacto ambiental sobre una parte de la Zona de Especial Protección para las Aves (ZEPA). Denunciada por los grupos ecologistas de la isla, la Comisión Europea tiene abierto un expediente sobre las actuaciones que deberían mitigar el impacto de esta construcción y que todavía están pendientes, un expediente que podría elevarse al Tribunal de Justicia europeo y derivar en multas millonarias.
Desarrollar de forma inteligente los espacios naturales
Según Gallardo, se trata de establecer puentes entre la protección de la naturaleza y el desarrollo económico, tal y como demuestra la actuación llevada a cabo en la recuperación del saladar en la playa del Matorral, donde se ha demostrado que “conservar es desarrollar de forma inteligente los espacios naturales, no es eliminar a las personas de la ecuación sino incluirlas de otra manera.”
El saladar de Jandía, en la playa del Matorral, en Morro Jable, hoy goza de la mayor categoría de protección dentro del convenio de humedales. Se trata de una vegetación resistente a la sal que se inunda cuando sube la marea y se adapta a ella. Su función más relevante es que actúa como barrera natural y dinámica frente a la acuciante subida del mar.
En la década de los setenta del siglo XX, se creó “Salvar el Saladar”, el primer colectivo ecologista de Fuerteventura, por lo que el lugar podría considerarse un símbolo de la primera gran batalla por la protección ambiental en la isla. Su recuperación, sin embargo, no se inició hasta el 2002, cuando se contó con apoyo económico gubernamental y del programa Life europeo.
La operación fue posible tras un proceso de negociación en el que se ofrecieron espacios alternativos a los hoteles que tenían licencia para estar sobre el saladar. Luego se tuvieron que desmontar depuradoras, avenidas, zonas ajardinadas, un campo de fútbol o distintos caminos y protecciones contra el viento que hacían los turistas para ir a la playa.
“Aquí se empezó perdiendo, pero acabamos ganando. Y en el proceso aprendimos a convivir con los intereses de muchos sectores”, reflexiona hoy Tony Gallardo. “Durante mucho tiempo, este lugar fue visto como la trasera o, como decían, la solana, un espacio merecedor de ser construido o como mínimo ajardinado, y se partía de no valorar la importancia de los ecosistemas costeros. Ahora todos sabemos que son vitales, no solo importantes, sino vitales.”
Juan Miguel Torres, miembro del Consejo Científico asesor de la Reserva de la Biosfera de Fuerteventura, advierte que si la isla se convirtió en poco tiempo en un destino turístico de calidad fue por su paisaje, sus espacios naturales y el buen estado de conservación que estos tenían, “no por la cantidad de campos de golf o parques temáticos”. Para este biólogo y edafólogo, profesor en el IES Gran Tarajal, si hoy “el paisaje es el nuevo recurso económico, habría que protegerlo y apostar por un modelo de desarrollo que consiga hacer perdurar nuestro modo de vida, que hoy es el turismo.”
TITULO: Días de cine clásico - Cine - El Dorado . , Miercoles -2, 9 - Noviembre,.
Este Miercoles - 2 , 9 - Noviembre a las 22:00 en La 2 de TVE, foto,.
Reparto John Wayne, Robert Mitchum, James Caan, Charlene Holt, Paul Fix, John Gabriel, Arthur Hunnicutt, R.G. Armstrong, Michele Carey, Ed Asner, Marina Ghane, Christopher George, Robert Rothwell,. Un pistolero llamado Cole Thornton (John Wayne) acude a El Dorado por encargo de poderoso terrateniente, Bart Jason. El cacique le ofrece un trabajo: expulsar de unas tierras próximas a una familia de granjeros, los McDonald. Thornton acaba rechazando el encargo a instancias de Jean Paul Harrah (Robert Mitchum), el sheriff de El Dorado y viejo amigo de Cole. Tiempo después, Thornton se entera de que otro pistolero ha aceptado el trabajo que él rechazó, así que decide regresar al pueblo para defender a los granjeros y ayudar a su amigo Harrah, que tiene problemas con la bebida. Le acompaña Mississippi (James Caan), un joven habilidoso con el cuchillo.
TITULO:
Un país para escucharlo - Milagro del corazón ,.
Un país para escucharlo,. Este martes- 1, 8 - Noviembre , a las 23.00 por La 2, foto.
Milagro del corazón ,.
La artista catalana ha tenido que sobreponerse a toda una legión de 'haters' incapaces de entender que lo suyo era un milagro,.
El recién anunciado cartel del Primavera Sound sirve como perfecto resumen del año. Por un lado se ha hecho realidad eso de que ‘The future is female’. Así lo atestigua el huracán Rosalía encabezando un festival, por fin y por primera vez, paritario. Y por otro lado, la constatación definitiva de que el trap, el dancehall, el reggaeton y demás ritmos urbanos han barrido ¿para siempre jamás? al indie. La culpa es de la solvencia de nombres como La Zowi, Bad Gyal, C. Tangana o Yung Beef.
Pero si Rosalía ha tenido que sobreponerse a toda una legión de haters incapaces de entender que lo suyo era un milagro (milagro que la ha llevado hasta los Grammys en una noche en la que reinó Jorge Drexler con tres premios), no olvidemos que Amaia Romero, responsable de convencer a media España de que OT podía estar bien, ya hizo lo propio en su momento. Fue en el último Primavera Sound, enfrentándose a hordas de indies en shock por estar viendo a una estrella de la tele codeándose con Nick Cave y demás monstruos sagrados. ¿El fin de las fronteras? Ojalá.
También 2018 será recordado como el año en el que TVE, en un gesto inaudito, tuvo a bien incluir en su parrilla un programa de música cuyo formato no era el de un concurso y cuyo horario no era el de los búhos. El invento se llama La hora musa y lo presenta Maika Makovski. Por seguir en clave femenina, este año también supuso el Premio Nacional de las Músicas Actuales para Christina Rosenvinge.
Imposible terminar sin reseñar el regreso a los escenarios de Julio Iglesias. Y es que nunca se consiguió tanto con tan poco. La gira en cuestión ha sido lejos (Uzbekistán, Dubái, Tel Aviv y Moscú) y escasa (cuatro fechas) y aún así el rey del meme ha conseguido más atención mediática que, por ejemplo, el dignísimo tour de despedida de Rosendo. Pero, aunque para algunos (cada vez menos) la vida siga (casi) igual, el futuro es ahora.
TITULO: Documental - Salud mental: España, en terapia,.
Salud mental: España, en terapia,.
Profesionales de la salud mental comparten siete casos de pacientes que ponen voz a los trastornos que más se han disparado. Desde el inicio de la pandemia, la ansiedad y la depresión son cuatro y tres veces más frecuentes,.
foto / Estamos mal. Los profesionales de la salud mental nunca han tenido tanto trabajo. En España, el 41,9% de la población ha sufrido problemas de sueño desde el inicio de la pandemia y el 38,7% se ha sentido cansado o sin energías. Se han prescrito más del doble de psicofármacos que antes, sobre todo ansiolíticos, antidepresivos e inductores del sueño. El 35,1% de los españoles admite que ha llorado en el último año y medio. Todo según la última encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Meta estudios publicados en revistas internacionales ofrecen resultados similares: los casos de depresión mayor y trastorno de ansiedad en el mundo han aumentado un 28% y un 26% (The Lancet) y el trastorno por estrés postraumático, la ansiedad y la depresión fueron, respectivamente, cinco, cuatro y tres veces más frecuentes de lo que habitualmente reporta la Organización Mundial de la Salud (Psychiatry Research).
Cada vez más gente está llegando a consulta (según el CIS, un 6,4% de la población ha acudido a un profesional de la salud mental desde el inicio de la pandemia, el 43,7% por ansiedad y el 35,5% por depresión). ¿Qué es lo que ocurre allí? ¿Qué apuntan los terapeutas mientras la gente narra sus tristezas, angustias y preocupaciones? En base a las historias clínicas y las notas tomadas durante las sesiones, siete psicólogos y psiquiatras, públicos y privados, de distintas escuelas terapéuticas, explican el caso anonimizado de uno de sus pacientes para este reportaje.
Cada uno representa sintomatologías que se han disparado. Cuentan la historia de muchos otros. Una enfermera de baja con estrés postraumático (un 14,5% de los sanitarios sufre un trastorno mental discapacitante y el 22,2% estrés postraumático desde la pandemia, según estudios del Hospital del Mar, en Barcelona y el CIBER). Una madre trabajadora con ansiedad (un 22% de las españolas declaró haber tenido ataques de pánico o ansiedad, según el CIS). Un niño obsesionado con el virus (el 52,2% de los padres notaron cambios en la manera de ser de sus hijos). Un joven deprimido que pertenece a la generación que más ha frecuentado los servicios de salud mental. Una anoréxica, una pareja en crisis, un superviviente de covid...
La ola de enfermedad mental nos afecta a todos, aunque no por igual. El golpe ha sido más duro para las mujeres y los jóvenes. Las personas con menos recursos sufren más. Y tienen menos soluciones: “A las limitadas terapias públicas llega mucha gente tocada por la crisis económica y son precisamente quienes más posibilidades tienen de acabar medicadas, ya que no pueden costearse un terapeuta privado, es una pescadilla que se muerde la cola”, dice Juan Antequera, psicólogo clínico en la pública. Se han prescrito tres veces más psicofármacos a quienes se identifican como “clase baja” (CIS).
Los especialistas critican la escasa atención de las administraciones. España dedica apenas el 4% de la inversión en sanidad a salud mental (la media europea es del 5,5% y hay países que llegan al 10%) y en la red pública hay 11 psiquiatras por cada 100.000 habitantes, la mitad que en Francia o Alemania (el borrador de la ley general de salud mental contempla que haya 18 psiquiatras por cada 100.000 habitantes). Los psicólogos clínicos son aún menos: seis por 100.000 habitantes (tres veces menos que la media europea).
“Hay una parte positiva en que tanta gente haya hecho crac”, apunta el psiquiatra Juan Luis Mendívil: “La pandemia ha visibilizado un problema de salud mental que ya estaba ahí, rebajando el tabú que existía a su alrededor”. En palabras de Juan Antequera: “La crisis nos ha permitido quitarnos el filtro de Instagram, ya no da tanta vergüenza salir del armario emocional”. “Habrá que ver”, añade, “cuánto tardamos en olvidarlo”.
Día 1: Duelo patológico y cuadro depresivo mayor
“¿Y cómo queréis que esté?”
Varón 71 años. Paciente de Víctor Pérez, jefe de Psiquiatría del Hospital del Mar de Barcelona.
El señor X, dueño de un restaurante y jubilado, pasó en casa con su esposa la covid a finales de 2020. Ella empeoró: “Me ahogo, me voy al hospital”. La última vez que la vio fue montando en la ambulancia. No deja de darle vueltas a la imagen. La mujer —juntos desde de críos, un “noviazgo perpetuo” de 50 años, recuerda el paciente—, falleció tres semanas después. La culpa de no haberse despedido atormenta a X.
Al principio tiene un duelo traumático pero adecuado. Sin embargo, con el paso de los meses no retoma su actividad cotidiana. Deja de acudir al restaurante para ayudar al hijo que ha quedado al cargo. También de ver a sus nietos: le cansan, le incomodan. Pasa a vivir solo. No sale apenas de casa en ocho meses.
Sus hijos reciben la carta que el hospital envía a los familiares de fallecidos por covid para hacer un seguimiento de los duelos complicados. Los de la covid tienden a serlo: porque no hubo despedidas, por ser muertes inesperadas, por el posible complejo de culpa. [Según un estudio realizado por el Hospital Gregorio Marañón de Madrid entre 300 familiares de víctimas de covid, la incidencia del duelo patológico fue del 25%, cuando lo habitual es el 2%]. Es difícil saber qué es un duelo normal. Durante años el criterio diagnóstico DSM-5 (la enciclopedia de los trastornos psiquiátricos) no recomendaba evaluar a un paciente en duelo, pero en 2013 cambió: si hay un cuadro depresivo, se debe tratar.
El paciente, como ocurre habitualmente con los enfermos depresivos, sabe que lo que pasa no es “normal”, pero lo justifica repitiendo “¿Y cómo queréis que esté?”. Aun así, a petición de los hijos, no cuesta que acuda a consulta. Los depresivos mantienen una empatía importante, escuchan a los demás. También tienden a culparse por necesitar ayuda: “Si tuviera más carácter, si fuese más fuerte…”, dice X.
En la evaluación cumple todos los criterios de un episodio depresivo mayor, de moderado a grave: tristeza, incapacidad para disfrutar de las cosas de una manera mantenida durante más de dos semanas, dormir mal, despertar con muchísima ansiedad, síntomas somáticos como dolor, astenia, cansancio. No tiene ideaciones suicidas, pero sí falta de ganas de vivir. Repite: “Si no me despierto más, no pasaría nada”, “por la calle pienso que si me atropella un autobús nadie me echará de menos”. Además, el paciente tiene un antecedente depresivo, a los 40 años, a raíz de un problema económico (tratado con psicofármacos con un buen resultado) lo que le convierte en especialmente vulnerable.
El señor X explica que pasa el día llorando, sin ganas de hacer nada, tirado en el sofá viendo la tele pero sin disfrutar de ello y con un gran sentimiento de culpa: “Ahora que mis hijos me necesitan más que nunca, con la crisis de la hostelería encima, no hago nada de provecho”. Se establece una alianza terapéutica para explicarle que hay un problema médico y empieza hace tres meses un tratamiento farmacológico. Se recetan antidepresivos y ansiolíticos (por la noche, para que pueda dormir). Acude a consulta cada mes o dos meses. La medicación se mantendrá durante al menos seis meses, hasta un año. Lamentablemente sanidad pública solo puede ofrecer psicoterapia a los casos muy graves (depresivos resistentes, psicóticos, bipolares). En los más leves se puede recomendar terapia grupal en los centros de primaria. En este caso, con una familia cohesionada, no será necesario. Como medida preventiva funcionan bien los grupos de duelo, el Ayuntamiento de Barcelona tiene un programa dirigido por psicólogos en bibliotecas públicas para recalcar que el duelo no es una enfermedad.
Aunque persiste la tristeza, hay mejoría. La benzodiazepina actúa inmediatamente, a la semana ya está más activo y descansado; los antidepresivos tardan entre cuatro y seis semanas en hacer efecto. El señor X empieza a disfrutar de los nietos. Incluso bromea: “Si el Barça no estuviera como está, también disfrutaría de algún partido”.
Día 2: Miedos y comportamiento obsesivo
“No quiero hacer pis en el cole porque al baño van niños que no son de mi burbuja”
Varón nueve años. Paciente de Mireia Orgilés, terapeuta infantil en la clínica Psicológica de la Universidad Miguel Hernández de Elche.
La madre de P llega a consulta durante el estado de alarma: “El niño no está normal”. P tiene un hermano de 11 años y viven en una casa de dos plantas con un pequeño jardín. Al principio está contento, sin clases, puede jugar todo el día y pasa más tiempo con sus padres. Aun así desarrolla miedos y preocupaciones. Hace muchas preguntas sobre el virus y la muerte. Muy atento a las conversaciones de sus padres, demuestra un apego desmedido por ellos. Les abraza fuerte sin motivo, no quiere dormir solo, se mete en su cama por las noches, persigue a la madre por la casa y llora si no la encuentra enseguida. Anteriormente no era un niño muy dependiente. En general está muy preocupado porque le pase algo a alguien, en especial a su madre, y tiene miedo a contagiarse. Relata creencias muy concretas: se niega a acostarse sin lavarse el pelo porque el virus del aire posado en su cabello podría pasar a la almohada y se lo tragaría. Cuando en verano ya pueden viajar, no quiere pisar la arena de la playa. Si están limpiando una calle o un local, siente que es una señal de peligro y quiere alejarse. Se lava las manos compulsivamente. En los lugares públicos mueve las sillas con el pie. Pide gel antes y después de usar los columpios. Cuando vuelve al colegio, no quiere ir al baño porque han estado otros que no son de su grupo burbuja.
En la formación de estas creencias las primeras semanas de la pandemia fueron clave. Los datos eran contradictorios para todos y los niños estuvieron expuestos a la angustia e incertidumbre de los padres, los telediarios y las búsquedas por internet. Los niños tienden a rellenar en su mente lo que se les oculta con contenidos aun más dramáticos que la propia realidad. Los adultos supimos modificar nuestras dudas a medida que la ciencia avanzó, ellos no. P no entiende por qué un día su madre dejó de limpiar con lejía la compra, o por qué su padre empezó a abrazarle sin ducharse antes cuando volvía del trabajo.
A la desinformación, se suma la ruptura de las rutinas, básicas para los menores. Favorecen su desarrollo y su comprensión del mundo, cambiárselas les desestabiliza. El cierre de los colegios impide el contacto con sus pares y una alimentación variada. En casa, encerrados, el estrés parental se traduce en una mayor permisividad y más incoherencia. Todo el día haciendo bizcochos, se abre la mano con las pantallas y el sedentarismo. Sin actividad física, el sueño se trastoca. Su vida queda patas arriba.
Durante siete meses se realizan dos sesiones semanales telemáticas con P. También con sus padres, para darles pautas. Con el niño se trabajan herramientas cognitivo conductuales para rebajar la ansiedad como técnicas de respiración. Hay una fase psicoeducativa en la que se contrarrestan las creencias distorsionadas ajustando a su edad la información científica disponible: “que limpien es una señal de tranquilidad, no de peligro, pues se están tomando medidas”. También se desactivan los pensamientos negativos automáticos por otros racionales y útiles (“pensar ‘vamos a enfermar todos’ no sirve para nada y te hace daño”). El acompañamiento informativo debe ser previo a los acontecimientos. Por ejemplo, explicar por qué se retiran las mascarillas en el exterior antes de que ocurra. Los niños han sido ejemplares en su uso, mucho más rigurosos que los adultos. Acostumbrados a obedecer normas, pocos se las bajan. Es importante vigilar que no se les vaya de las manos.
También se modifican hábitos del sueño: menos pantallas, un juego más activo (incluso en el confinamiento, jugar al escondite o al pilla pilla en casa) y técnicas de relajación. Los fármacos no son recomendados en menores.
Las sesiones se van espaciando hasta que P deja la terapia. Sus padres quedan atentos a cualquier alteración de la conducta y pueden consultar ante un cambio de medidas, como cuando haya que retirar las mascarillas en clase, algo que se prevé va a costar a muchos chicos.
Día 3: Estrés postraumático
“Nací para ser enfermera, pero no puedo volver al hospital”
Mujer, 40 años. Paciente de Juan Antequera, psicólogo clínico en la sanidad pública madrileña.
V llega al centro de salud mental derivada desde atención primaria. Es enfermera en un hospital público, lleva más de un año angustiada y cansada, con una sintomatología ansioso-depresiva previa a la covid, por la situación laboral, los turnos, la imposibilidad de conciliar (tiene dos hijos pequeños). La pandemia lo dispara. En los picos del virus acusa mucho estrés: es muy autoexigente y se implica mucho con sus pacientes. Dobla turnos pero siente que a la sobrecarga de trabajo se suma la sensación de que no puede hacer su trabajo con el cuidado y el tiempo que desearía. La gente muere a su alrededor y no tiene capacidad de acción. Al mismo tiempo siente miedo y malestar por su familia a la que teme exponer al virus y a la que siente tiene abandonada. Recuerda con angustia cómo metía la ropa en una bolsa de basura y se duchaba antes de tocar sus hijos. Sin embargo, en lo más crítico de la covid, fue capaz de funcionar en “automático”.
En navidades de 2020 se rompe. Tiene mucha somatización: dolores generalizados, incapacidad para descansar, incontinencia emocional, irritabilidad, llanto descontrolado, dificultades atencionales. Desconfía de sí misma profesionalmente: “A ver si me voy a equivocar con la medicación de un paciente”. La intensidad del virus ha frenado un poco y pide una reducción de jornada para compensar la conciliación familiar descuidada durante meses. El hospital se la niega y le dice que puede irse si quiere. Que no se reconozca el esfuerzo y los sacrificios rompe sus esquemas. Dice: “Nací para ser enfermera, pero por primera vez estoy planteándome dejarlo”.
Aun así es reticente a pedir una baja. Como muchos pacientes, especialmente sanitarios, piensa que “los fuertes siguen”. Siente culpa por “dejar tiradas a las compañeras”. Pero su cuerpo no puede más, se aconseja una baja y su médico se la da.
La primera recomendación es que V busque un “espacio de autocuidado”, inexistente en su vida: dar un paseo, un baño, leer, quedar con amigas… recargar las pilas. Ella dice: “No me acuerdo de lo que me gustaba hacer cuando tenía tiempo”. Empieza haciendo cosas como ordenar los armarios. Algo útil, que no le hace sentirse culpable. “Cómo me voy a dar un paseo mientras mis compañeras están como están”, repite.
Aunque va logrando pequeños espacios de disfrute, desde que está de baja no vuelve al hospital. Es su centro de referencia y el de sus hijos; retrasa o anula pruebas importantes, una táctica de evitación típica de su diagnóstico: estrés postraumático. Incluso pensar en pisar el hospital le hace revivir lo que ocurrió y le da miedo.
El estrés postraumático es habitual entre los sanitarios que han llegado a consulta tras la pandemia. Más auxiliares de enfermería y enfermeras que médicos, por las condiciones económicas y porque a los médicos se les enseña a no sentir mucho (cuando tienes que dar 10 diagnósticos de cáncer al día terminas por disociar). El estrés postraumático surge de una situación en la que el paciente siente un miedo real, que no tiene por qué serlo, pero que en este caso además lo era. Los síntomas tienen dos vertientes. La positiva, que produce cosas: ansiedad, miedo, angustia. Y la negativa, que quita cosas: las ganas, la energía, la esperanza. La parte más ansiosa produce flashbacks, pesadillas; la parte más depresiva, aislamiento, incapacidad para sentir. Los fármacos pueden funcionar para la parte ansiosa, pero para “destraumatizar”, para recolocar, funciona mejor la terapia.
Casi un año después, V sigue de baja. Está mejor, es menos crítica consigo misma, pero sigue sin poder volver a pisar el hospital.
Día 4: Cuadro ansioso-depresivo
“Todo es una mierda. No valgo nada”
Varón, 23 años. Paciente de Juan Luis Mendívil, psiquiatra privado en Bilbao.
I, universitario, acude a consulta a mediados de 2019, empujado por su madre, que hace años hizo psicoterapia por un episodio de ansiedad que reconoce ahora en el hijo. Empieza con una sesión semanal de psicoterapia ecléctica (45 minutos, 93 euros), con herramientas del psicoanálisis y cognitivo conductuales, y orientación dinámica, humanista y sistémica.
Tiene problemas para relacionarse, le cuesta hacer y mantener amigos. Sensaciones de inseguridad, cierta timidez y baja autoimagen, a pesar de ser un chico majo, buena persona, inteligente y atractivo. El yerno perfecto. Está centrado en los estudios y en el surf, su mayor válvula de escape. Además de las sesiones, comienza un tratamiento con ansiolíticos.
En unos meses, mejora bastante. Ya toma muy poca benzo. Trabajamos las relaciones interpersonales, hace amigos, empieza a salir con una chica. Está en ese proceso cuando llega la pandemia y se confina con su familia (tiene una hermana mayor y otro pequeño). Mantiene una relación ambivalente con sus padres y hermanos (“paso un poco de ellos”). Este cierto grado de aislamiento con su entorno familiar y social se dispara en el confinamiento. No va a clase, un espacio que le obligaba a relacionarse con otros. La distancia rompe la relación con la chica. Tiene que dejar el surf.
Sigue con la terapia telemática pero desarrolla un cuadro ansioso-depresivo, incrementando la sintomatología sobre todo depresiva. Para su franja de edad el confinamiento supone un golpe durísimo, corta en seco toda sociabilidad en un momento vital en el que resulta esencial, y saben que personalmente no les va a afectar mucho el virus, lo que hace más duro el sacrificio. Los macrobotellones actuales son una compensación a la prisión en la que se han visto obligados a estar. Los pacientes jóvenes sienten que se les ha robado algo. En el caso de I: la posibilidad de mejorar cuando empezaba a ver una salida.
Otros pacientes de su edad hablan de problemas para encontrar trabajo o independizarse y de la frustración frente a las expectativas generadas. En generaciones anteriores, los padres educaban a los hijos para que se forjasen un futuro. Ahora se les pide “que sean felices”, algo mucho más complicado. En todo caso, I no piensa en el futuro, tampoco en el presente. La depresión se lo impide.
Empeora. No quiere salir de la habitación. Incluso desarrolla ideas autolíticas (“la vida no tiene sentido, todo es una mierda, no valgo nada”, repite) por lo que se incrementan puntualmente las sesiones a dos o incluso tres semanales. Se recetan antidepresivos.
La madre es más consciente del problema, el padre, más operativo, quita importancia a lo emocional. Le tacha de “vago” o le pide que “espabile”. Se realizan intervenciones familiares, con el beneplácito del paciente, para explicar que el problema de I no es un capricho voluntario, si no un trastorno. Que no haya un “motivo” concreto para estar deprimido no significa que sea fácil salir. El paciente debe sentir apoyo e incondicionalidad. A veces basta con que los padres estén y recuerden la temporalidad del trastorno, “no vas a estar siempre mal”. Es importante, a pesar del trago, que eviten ponerse nerviosos ellos. Tienen que entender que las ideas, incluso las suicidas, son de la enfermedad, no de I. Pero también es necesario que estén vigilantes.
Con la medicación, la terapia y la vuelta a la normalidad, I retoma el surf y el contacto con los amigos. Mejora. Aún está un poco aislado y siente con envidia cómo los demás mantienen con naturalidad relaciones que a él le cuesta crear, pero está ya en otro momento. Sigue con el tratamiento farmacológico que ha de mantenerse unos meses más allá de los síntomas, de forma preventiva. I sabe que ha de mantenerse activo para poder estar bien. Valora sus propios recursos, mejora su autoimagen. Es capaz de decir: “Soy alguien”.
Día 5: Ansiedad con somatización
“No me da la vida, yo lo que necesito son más horas en el día”
Mujer, 38 años. Paciente de Elena Daprá, psicóloga privada en Madrid.
O trabaja de técnico superior, de 8 a 5, más horas extras. Tiene dos niños de 7 y 14 años, con extraescolares hasta las 5.30 y un marido, también técnico superior, con un puesto más alto y más ingresos, por lo que la familia prioriza su trabajo. Generalmente es ella quien ajusta su jornada para buscar a los niños y cuidarlos por la tarde.
Llega a consulta en diciembre de 2020. Entre sus síntomas: dolores de cabeza, tensión muscular, fatiga, falta de deseo sexual, malestar estomacal… Se le cae mucho el pelo y duerme mal. Su médico de cabecera le receta Lexatin. Emociones que manifiesta durante la evaluación: inquietud, falta de motivación, incapacidad para enfocarse en una tarea, irritabilidad y ataques de ira. Siente que está “enfadada todo el tiempo” o que de pronto pasa a “una tristeza agobiante”. Ha dejado de hacer ejercicio y de salir con las amigas. Pasa de tener un apetito voraz a no comer nada. No fuma ni bebe, pero muchas otras pacientes con cuadros parecidos han incrementado el consumo de alcohol y tabaco.
O arrastra esta situación desde el confinamiento. Estar encerrada 24/7 con su familia, mientras teletrabaja, le hace sentir que se levanta y acuesta “por la noche”. Le preocupa la salud de sus padres y el estado emocional de sus hijos. El miedo y la incertidumbre que siente en el pico de la pandemia no explotan entonces, sino meses después. Llega diciendo: “Ahora que viene la Navidad y estamos más relajados, que la gente vuelve a la normalidad, estoy peor y tengo ganas de llorar a todas horas… Yo no soy así”.
El primer punto a trabajar es explicar que está reaccionando a una situación anormal y que dicha reacción sí forma parte de ella. Se establecen sesiones semanales de 50 minutos (100 euros). Dados sus problemas para conciliar (“no me da la vida”, repite) las sesiones son flexibles para no añadir estrés y puede cambiarlas con 48 horas de antelación o realizarlas por Zoom. Se insiste en la necesidad del autocuidado: la terapia es el primer espacio para dedicarse a sí misma.
Llega con el Lexatin comprado, pero como muchos pacientes medicados con psicofármacos por primera vez alberga dudas: “Tengo demasiadas cosas que hacer para andar atontada”, dice. Sabe que le pasa “algo”, pero “no como para medicarse”. A pesar de que su cuerpo reacciona somatizando, no es consciente de su cuadro de ansiedad: “Yo no necesito Lexatin, sino más horas en el día”. Se le explica que ante una patología de ansiedad las neuronas aumentan su apertura presináptica, por lo que pasan más impulsos nerviosos, la medicación las equilibra para que se pueda trabajar a nivel cognitivo. Los ansiolíticos sirven para momentos puntuales, se irán retirando mientras se crean herramientas psicológicas. La medicación se mantiene tres meses.
Su principal motivación para solucionar su ansiedad es cómo puede influir en sus hijos o “cargarse” su relación de pareja. Como muchas mujeres, se sobreexige a nivel familiar y laboral. Tiene distorsiones cognitivas sobre lo que demandan de ella los demás.
Se lleva a cabo una mezcla de terapia cognitivo conductual y humanista, incluidas sesiones con fototerapia (en la que se usan imágenes para proyectar), una sesión con el marido y una segunda fase de empoderamiento para mejorar la autoestima. Se trabajan las ideas irracionales sobre lo que se espera de ella. O empieza a delegar en su marido (que está de acuerdo con un reparto más igualitario de tareas) y en sus hijos, a los que permite ser más autónomos. Se revisa la alimentación sana y el ejercicio físico trastornados desde el confinamiento. O sigue teletrabajando con jornada flexible, explica que cuando va a la oficina rinde menos, pero empieza a disfrutar de relacionarse con su equipo.
Tras un año de tratamiento O ha superado su sintomatología. Las sesiones se han espaciado cada 15 días, y podrían cesar. “Este es mi espacio, no quiero dejarlo”, dice ella sin embargo.
Día 6: Anorexia nerviosa
“Se me ha vuelto a ir el control de las manos”
Mujer, 18 años. Paciente del psiquiatra Luis Rojo, jefe de la Unidad de Trastornos de la Conducta Alimentaria del Hospital La Fe de Valencia.
Tímida, perfeccionista y con ciertos rasgos obsesivos, N es ingresada en el verano posterior al confinamiento por tercera vez por anorexia nerviosa. Dejó los estudios como consecuencia de la patología que desarrolló hace varios años. A la unidad de hospitalización llegan las pacientes que no responden al tratamiento ambulatorio ni al hospital de día, un recurso operativo de 9 a 5, donde hacen desayuno, comida y merienda. En la unidad hospitalaria, a tiempo completo, el control de la alimentación es más estricto.
Aunque N es recurrente, la lista de espera para los ingresos, de unas 25 personas actualmente, se ha visto aumentada últimamente, sobre todo, con primeros casos. El malestar generado por la pandemia fue un caldo de cultivo. Las condiciones amenazantes de una situación que nunca habíamos vivido se tradujeron en estrés. A ello se añadió la pérdida de vínculos sociales, la limitación del ocio y el aumento de la ociosidad, la intensificación de la vida familiar, con sus pros y sus contras, el estrés de los padres... Fue también una ocasión para pensar, ¿qué puedo hacer para no echarme a perder? Muchas personas empezaron a cuidar lo que comían y a hacer ejercicio, lo que sirvió como vía de entrada a perder peso para las chicas más vulnerables.
N es mayor que la mayoría de los casos nuevos, donde hemos visto crías de hasta nueve años. Algún caso se inició en redes sociales: un grupo de amigas queda para adelgazar durante el confinamiento; una de ellas pierde el control y desarrolla un trastorno alimenticio. Hay factores de vulnerabilidad individual para entrar en cuadros obsesivos. En una situación con tanto descontrol, las personalidades con rasgos perfeccionistas, inseguras, que creen no contar con recursos para resolver incidencias, ven una salida compensatoria en el control de la propia ingesta: es un mecanismo de compensación. No comen para sentirse mejor. Les calma y les motiva, aunque luego les absorba y se queden pilladas emocional y biológicamente.
El ingreso de N dura solo 20 días. Como muchas pacientes recurrentes, repite que “se le ha vuelto a ir el control de las manos”. El ingreso anterior había sido de cuatro meses, un plazo más habitual. No es recomendable acelerar la recuperación de alguien que ingresa con un índice de masa corporal de 14 o 12, o hasta de 11 o 10 (un IMC normal va de 18,5 a 26,9), ya que la realimentación puede causar problemas. Al principio ganan peso rápido, llegan vacías, pero a partir de ahí la recuperación es lenta, lo cual ayuda a contener la fobia a engordar.
Los ingresos como el de N fueron más duros durante el confinamiento. No se podían recibir visitas, ni hacer salidas, ni volver a casa el fin de semana, grandes motivadores para estas chicas ya que el ingreso es una pérdida de autonomía.
En el ingreso, el control de la alimentación (y a veces los suplementos nutricionales) es importante pero no es lo único. Se establece una relación emocional y psicoterapéutica con la paciente. La alimentación está ahí, pero no es de lo que más se habla durante las sesiones, dos o tres veces por semana. A veces no es fácil comunicarse, ni que reconozcan que están enfermas. “Me llamo P, tengo 11 años y no tengo nada más que decirte”, arrancó una paciente en una sesión reciente. No dijo nada más en la hora que siguió. Las pacientes también tienen sesiones con las psicólogas, que se ven a su vez con las familias. Ahora son online, algo muy útil que hemos descubierto con la pandemia y que evita traslados continuos a la unidad. La terapia de grupo también funciona; el tratamiento farmacológico se usa cuando se necesita, sobre todo cuando hay clínica depresiva presente o síntomas psicóticos, para reducir la sensación de que las miran por la calle o por redes sociales.
N fue dada de alta y no ha tenido más ingresos. La evolución de esta enfermedad no es mala, un 30% recae, un 70% no: pueden seguir sintiendo malestar, pero sin que interfiera en su vida. No hay que demonizar la anorexia. Aun así la lista de espera ha aumentado y, tras la pandemia, cuesta más aligerarla.
Día 7: Matrimonio en crisis
“No te reconozco”. “Cada vez somos más distintos”
Mujer y varón. 44 y 48 años. Pacientes de Sacramento Barba, terapeuta de pareja y mediadora de la Fundación Atyme en Madrid.
R y A estuvieron cinco años de novios y cuatro conviviendo antes de casarse. Sin problemas económicos, tienen un niño de 11 y una niña de 9. Ella es enfermera en un centro de salud, él es consultor. Como muchas parejas, durante el confinamiento viven una especie de paréntesis en el que ponen todas sus energías en estar bien. Pasado un tiempo, los problemas que arrastran de antes de la pandemia afloran con más intensidad asociados con una idea: “¿Qué estoy haciendo con mi vida?”. Recuerda al replanteamiento vital que se da tras una enfermedad grave o la muerte de un ser querido. R explicita en una sesión: “Estaba viendo pasar mi vida, no viviéndola, cada vez somos más distintos, no podemos seguir así”. El amor mueve montañas, pero ante una situación grave, si una pareja no tiene los recursos, hace agua.
En el caso de R y A, como en el de tantas parejas, el primer cambio importante fue la llegada de los hijos. Antes se dedicaban a viajar, hacían cosas juntos. Después, él trabaja muchas horas, ella solo por las mañanas, empieza a sentirse sobrecargada por los cuidados y empieza a reprochar que no pasan tiempo en familia. Durante el confinamiento, por su trabajo, ella se mete en sí misma, apática. “No la reconozco”, repite él en las sesiones. Así llegan al verano de 2020, las primeras vacaciones tras la pandemia. Ambos tienen altas expectativas. Normalmente, es ella quien organiza, pero ahora no tiene ganas y le reprocha a él que no tome la iniciativa. “Con el año que hemos pasado”. Durante las vacaciones, tienen una gran crisis, y dejan de hablarse por no discutir frente a los niños. Él está perplejo: “Cuando ya había pasado lo peor, tuvimos uno de los peores veranos en familia”. Pasan los meses y las relaciones sexuales se paran. A ella no le apetece, no se siente cuidada. Él se siente rechazado. O discuten o mantienen un silencio que ella siente como castigador.
En abril de 2021 comienzan las sesiones semanales de hora y media (100 euros). Se trabaja una comunicación libre de reproches, la exposición de los propios sentimientos y el principio de reciprocidad: los sentimientos de uno están relacionados con los del otro. También que la espiral de reproches y silencios solo lleva a más de lo mismo, es un mensaje de socorro y puede llevar a la separación, que a veces es lo adecuado.
Siete meses después R y A siguen juntos. Acuden a terapia cada 15 días, en breve serán mensuales. Una vez al mes salen solos para reencontrarse. Cuentan que ya se reconocen. Este verano lo han pasado mucho mejor.
Este martes- 1, 8 - Noviembre , a las 23.00 por La 2, foto.
Milagro del corazón ,.
La artista catalana ha tenido que sobreponerse a toda una legión de 'haters' incapaces de entender que lo suyo era un milagro,.
El recién anunciado cartel del Primavera Sound sirve como perfecto resumen del año. Por un lado se ha hecho realidad eso de que ‘The future is female’. Así lo atestigua el huracán Rosalía encabezando un festival, por fin y por primera vez, paritario. Y por otro lado, la constatación definitiva de que el trap, el dancehall, el reggaeton y demás ritmos urbanos han barrido ¿para siempre jamás? al indie. La culpa es de la solvencia de nombres como La Zowi, Bad Gyal, C. Tangana o Yung Beef.
Pero si Rosalía ha tenido que sobreponerse a toda una legión de haters incapaces de entender que lo suyo era un milagro (milagro que la ha llevado hasta los Grammys en una noche en la que reinó Jorge Drexler con tres premios), no olvidemos que Amaia Romero, responsable de convencer a media España de que OT podía estar bien, ya hizo lo propio en su momento. Fue en el último Primavera Sound, enfrentándose a hordas de indies en shock por estar viendo a una estrella de la tele codeándose con Nick Cave y demás monstruos sagrados. ¿El fin de las fronteras? Ojalá.
También 2018 será recordado como el año en el que TVE, en un gesto inaudito, tuvo a bien incluir en su parrilla un programa de música cuyo formato no era el de un concurso y cuyo horario no era el de los búhos. El invento se llama La hora musa y lo presenta Maika Makovski. Por seguir en clave femenina, este año también supuso el Premio Nacional de las Músicas Actuales para Christina Rosenvinge.
Imposible terminar sin reseñar el regreso a los escenarios de Julio Iglesias. Y es que nunca se consiguió tanto con tan poco. La gira en cuestión ha sido lejos (Uzbekistán, Dubái, Tel Aviv y Moscú) y escasa (cuatro fechas) y aún así el rey del meme ha conseguido más atención mediática que, por ejemplo, el dignísimo tour de despedida de Rosendo. Pero, aunque para algunos (cada vez menos) la vida siga (casi) igual, el futuro es ahora.
TITULO: Documental - Salud mental: España, en terapia,.
Salud mental: España, en terapia,.
TITULO: Documental - Salud mental: España, en terapia,.
Salud mental: España, en terapia,.
Profesionales de la salud mental comparten siete casos de pacientes que ponen voz a los trastornos que más se han disparado. Desde el inicio de la pandemia, la ansiedad y la depresión son cuatro y tres veces más frecuentes,.
foto / Estamos mal. Los profesionales de la salud mental nunca han tenido tanto trabajo. En España, el 41,9% de la población ha sufrido problemas de sueño desde el inicio de la pandemia y el 38,7% se ha sentido cansado o sin energías. Se han prescrito más del doble de psicofármacos que antes, sobre todo ansiolíticos, antidepresivos e inductores del sueño. El 35,1% de los españoles admite que ha llorado en el último año y medio. Todo según la última encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Meta estudios publicados en revistas internacionales ofrecen resultados similares: los casos de depresión mayor y trastorno de ansiedad en el mundo han aumentado un 28% y un 26% (The Lancet) y el trastorno por estrés postraumático, la ansiedad y la depresión fueron, respectivamente, cinco, cuatro y tres veces más frecuentes de lo que habitualmente reporta la Organización Mundial de la Salud (Psychiatry Research).
Cada vez más gente está llegando a consulta (según el CIS, un 6,4% de la población ha acudido a un profesional de la salud mental desde el inicio de la pandemia, el 43,7% por ansiedad y el 35,5% por depresión). ¿Qué es lo que ocurre allí? ¿Qué apuntan los terapeutas mientras la gente narra sus tristezas, angustias y preocupaciones? En base a las historias clínicas y las notas tomadas durante las sesiones, siete psicólogos y psiquiatras, públicos y privados, de distintas escuelas terapéuticas, explican el caso anonimizado de uno de sus pacientes para este reportaje.
Cada uno representa sintomatologías que se han disparado. Cuentan la historia de muchos otros. Una enfermera de baja con estrés postraumático (un 14,5% de los sanitarios sufre un trastorno mental discapacitante y el 22,2% estrés postraumático desde la pandemia, según estudios del Hospital del Mar, en Barcelona y el CIBER). Una madre trabajadora con ansiedad (un 22% de las españolas declaró haber tenido ataques de pánico o ansiedad, según el CIS). Un niño obsesionado con el virus (el 52,2% de los padres notaron cambios en la manera de ser de sus hijos). Un joven deprimido que pertenece a la generación que más ha frecuentado los servicios de salud mental. Una anoréxica, una pareja en crisis, un superviviente de covid...
La ola de enfermedad mental nos afecta a todos, aunque no por igual. El golpe ha sido más duro para las mujeres y los jóvenes. Las personas con menos recursos sufren más. Y tienen menos soluciones: “A las limitadas terapias públicas llega mucha gente tocada por la crisis económica y son precisamente quienes más posibilidades tienen de acabar medicadas, ya que no pueden costearse un terapeuta privado, es una pescadilla que se muerde la cola”, dice Juan Antequera, psicólogo clínico en la pública. Se han prescrito tres veces más psicofármacos a quienes se identifican como “clase baja” (CIS).
Los especialistas critican la escasa atención de las administraciones. España dedica apenas el 4% de la inversión en sanidad a salud mental (la media europea es del 5,5% y hay países que llegan al 10%) y en la red pública hay 11 psiquiatras por cada 100.000 habitantes, la mitad que en Francia o Alemania (el borrador de la ley general de salud mental contempla que haya 18 psiquiatras por cada 100.000 habitantes). Los psicólogos clínicos son aún menos: seis por 100.000 habitantes (tres veces menos que la media europea).
“Hay una parte positiva en que tanta gente haya hecho crac”, apunta el psiquiatra Juan Luis Mendívil: “La pandemia ha visibilizado un problema de salud mental que ya estaba ahí, rebajando el tabú que existía a su alrededor”. En palabras de Juan Antequera: “La crisis nos ha permitido quitarnos el filtro de Instagram, ya no da tanta vergüenza salir del armario emocional”. “Habrá que ver”, añade, “cuánto tardamos en olvidarlo”.
Día 1: Duelo patológico y cuadro depresivo mayor
“¿Y cómo queréis que esté?”
Varón 71 años. Paciente de Víctor Pérez, jefe de Psiquiatría del Hospital del Mar de Barcelona.
El señor X, dueño de un restaurante y jubilado, pasó en casa con su esposa la covid a finales de 2020. Ella empeoró: “Me ahogo, me voy al hospital”. La última vez que la vio fue montando en la ambulancia. No deja de darle vueltas a la imagen. La mujer —juntos desde de críos, un “noviazgo perpetuo” de 50 años, recuerda el paciente—, falleció tres semanas después. La culpa de no haberse despedido atormenta a X.
Al principio tiene un duelo traumático pero adecuado. Sin embargo, con el paso de los meses no retoma su actividad cotidiana. Deja de acudir al restaurante para ayudar al hijo que ha quedado al cargo. También de ver a sus nietos: le cansan, le incomodan. Pasa a vivir solo. No sale apenas de casa en ocho meses.
Sus hijos reciben la carta que el hospital envía a los familiares de fallecidos por covid para hacer un seguimiento de los duelos complicados. Los de la covid tienden a serlo: porque no hubo despedidas, por ser muertes inesperadas, por el posible complejo de culpa. [Según un estudio realizado por el Hospital Gregorio Marañón de Madrid entre 300 familiares de víctimas de covid, la incidencia del duelo patológico fue del 25%, cuando lo habitual es el 2%]. Es difícil saber qué es un duelo normal. Durante años el criterio diagnóstico DSM-5 (la enciclopedia de los trastornos psiquiátricos) no recomendaba evaluar a un paciente en duelo, pero en 2013 cambió: si hay un cuadro depresivo, se debe tratar.
El paciente, como ocurre habitualmente con los enfermos depresivos, sabe que lo que pasa no es “normal”, pero lo justifica repitiendo “¿Y cómo queréis que esté?”. Aun así, a petición de los hijos, no cuesta que acuda a consulta. Los depresivos mantienen una empatía importante, escuchan a los demás. También tienden a culparse por necesitar ayuda: “Si tuviera más carácter, si fuese más fuerte…”, dice X.
En la evaluación cumple todos los criterios de un episodio depresivo mayor, de moderado a grave: tristeza, incapacidad para disfrutar de las cosas de una manera mantenida durante más de dos semanas, dormir mal, despertar con muchísima ansiedad, síntomas somáticos como dolor, astenia, cansancio. No tiene ideaciones suicidas, pero sí falta de ganas de vivir. Repite: “Si no me despierto más, no pasaría nada”, “por la calle pienso que si me atropella un autobús nadie me echará de menos”. Además, el paciente tiene un antecedente depresivo, a los 40 años, a raíz de un problema económico (tratado con psicofármacos con un buen resultado) lo que le convierte en especialmente vulnerable.
El señor X explica que pasa el día llorando, sin ganas de hacer nada, tirado en el sofá viendo la tele pero sin disfrutar de ello y con un gran sentimiento de culpa: “Ahora que mis hijos me necesitan más que nunca, con la crisis de la hostelería encima, no hago nada de provecho”. Se establece una alianza terapéutica para explicarle que hay un problema médico y empieza hace tres meses un tratamiento farmacológico. Se recetan antidepresivos y ansiolíticos (por la noche, para que pueda dormir). Acude a consulta cada mes o dos meses. La medicación se mantendrá durante al menos seis meses, hasta un año. Lamentablemente sanidad pública solo puede ofrecer psicoterapia a los casos muy graves (depresivos resistentes, psicóticos, bipolares). En los más leves se puede recomendar terapia grupal en los centros de primaria. En este caso, con una familia cohesionada, no será necesario. Como medida preventiva funcionan bien los grupos de duelo, el Ayuntamiento de Barcelona tiene un programa dirigido por psicólogos en bibliotecas públicas para recalcar que el duelo no es una enfermedad.
Aunque persiste la tristeza, hay mejoría. La benzodiazepina actúa inmediatamente, a la semana ya está más activo y descansado; los antidepresivos tardan entre cuatro y seis semanas en hacer efecto. El señor X empieza a disfrutar de los nietos. Incluso bromea: “Si el Barça no estuviera como está, también disfrutaría de algún partido”.
Día 2: Miedos y comportamiento obsesivo
“No quiero hacer pis en el cole porque al baño van niños que no son de mi burbuja”
Varón nueve años. Paciente de Mireia Orgilés, terapeuta infantil en la clínica Psicológica de la Universidad Miguel Hernández de Elche.
La madre de P llega a consulta durante el estado de alarma: “El niño no está normal”. P tiene un hermano de 11 años y viven en una casa de dos plantas con un pequeño jardín. Al principio está contento, sin clases, puede jugar todo el día y pasa más tiempo con sus padres. Aun así desarrolla miedos y preocupaciones. Hace muchas preguntas sobre el virus y la muerte. Muy atento a las conversaciones de sus padres, demuestra un apego desmedido por ellos. Les abraza fuerte sin motivo, no quiere dormir solo, se mete en su cama por las noches, persigue a la madre por la casa y llora si no la encuentra enseguida. Anteriormente no era un niño muy dependiente. En general está muy preocupado porque le pase algo a alguien, en especial a su madre, y tiene miedo a contagiarse. Relata creencias muy concretas: se niega a acostarse sin lavarse el pelo porque el virus del aire posado en su cabello podría pasar a la almohada y se lo tragaría. Cuando en verano ya pueden viajar, no quiere pisar la arena de la playa. Si están limpiando una calle o un local, siente que es una señal de peligro y quiere alejarse. Se lava las manos compulsivamente. En los lugares públicos mueve las sillas con el pie. Pide gel antes y después de usar los columpios. Cuando vuelve al colegio, no quiere ir al baño porque han estado otros que no son de su grupo burbuja.
En la formación de estas creencias las primeras semanas de la pandemia fueron clave. Los datos eran contradictorios para todos y los niños estuvieron expuestos a la angustia e incertidumbre de los padres, los telediarios y las búsquedas por internet. Los niños tienden a rellenar en su mente lo que se les oculta con contenidos aun más dramáticos que la propia realidad. Los adultos supimos modificar nuestras dudas a medida que la ciencia avanzó, ellos no. P no entiende por qué un día su madre dejó de limpiar con lejía la compra, o por qué su padre empezó a abrazarle sin ducharse antes cuando volvía del trabajo.
A la desinformación, se suma la ruptura de las rutinas, básicas para los menores. Favorecen su desarrollo y su comprensión del mundo, cambiárselas les desestabiliza. El cierre de los colegios impide el contacto con sus pares y una alimentación variada. En casa, encerrados, el estrés parental se traduce en una mayor permisividad y más incoherencia. Todo el día haciendo bizcochos, se abre la mano con las pantallas y el sedentarismo. Sin actividad física, el sueño se trastoca. Su vida queda patas arriba.
Durante siete meses se realizan dos sesiones semanales telemáticas con P. También con sus padres, para darles pautas. Con el niño se trabajan herramientas cognitivo conductuales para rebajar la ansiedad como técnicas de respiración. Hay una fase psicoeducativa en la que se contrarrestan las creencias distorsionadas ajustando a su edad la información científica disponible: “que limpien es una señal de tranquilidad, no de peligro, pues se están tomando medidas”. También se desactivan los pensamientos negativos automáticos por otros racionales y útiles (“pensar ‘vamos a enfermar todos’ no sirve para nada y te hace daño”). El acompañamiento informativo debe ser previo a los acontecimientos. Por ejemplo, explicar por qué se retiran las mascarillas en el exterior antes de que ocurra. Los niños han sido ejemplares en su uso, mucho más rigurosos que los adultos. Acostumbrados a obedecer normas, pocos se las bajan. Es importante vigilar que no se les vaya de las manos.
También se modifican hábitos del sueño: menos pantallas, un juego más activo (incluso en el confinamiento, jugar al escondite o al pilla pilla en casa) y técnicas de relajación. Los fármacos no son recomendados en menores.
Las sesiones se van espaciando hasta que P deja la terapia. Sus padres quedan atentos a cualquier alteración de la conducta y pueden consultar ante un cambio de medidas, como cuando haya que retirar las mascarillas en clase, algo que se prevé va a costar a muchos chicos.
Día 3: Estrés postraumático
“Nací para ser enfermera, pero no puedo volver al hospital”
Mujer, 40 años. Paciente de Juan Antequera, psicólogo clínico en la sanidad pública madrileña.
V llega al centro de salud mental derivada desde atención primaria. Es enfermera en un hospital público, lleva más de un año angustiada y cansada, con una sintomatología ansioso-depresiva previa a la covid, por la situación laboral, los turnos, la imposibilidad de conciliar (tiene dos hijos pequeños). La pandemia lo dispara. En los picos del virus acusa mucho estrés: es muy autoexigente y se implica mucho con sus pacientes. Dobla turnos pero siente que a la sobrecarga de trabajo se suma la sensación de que no puede hacer su trabajo con el cuidado y el tiempo que desearía. La gente muere a su alrededor y no tiene capacidad de acción. Al mismo tiempo siente miedo y malestar por su familia a la que teme exponer al virus y a la que siente tiene abandonada. Recuerda con angustia cómo metía la ropa en una bolsa de basura y se duchaba antes de tocar sus hijos. Sin embargo, en lo más crítico de la covid, fue capaz de funcionar en “automático”.
En navidades de 2020 se rompe. Tiene mucha somatización: dolores generalizados, incapacidad para descansar, incontinencia emocional, irritabilidad, llanto descontrolado, dificultades atencionales. Desconfía de sí misma profesionalmente: “A ver si me voy a equivocar con la medicación de un paciente”. La intensidad del virus ha frenado un poco y pide una reducción de jornada para compensar la conciliación familiar descuidada durante meses. El hospital se la niega y le dice que puede irse si quiere. Que no se reconozca el esfuerzo y los sacrificios rompe sus esquemas. Dice: “Nací para ser enfermera, pero por primera vez estoy planteándome dejarlo”.
Aun así es reticente a pedir una baja. Como muchos pacientes, especialmente sanitarios, piensa que “los fuertes siguen”. Siente culpa por “dejar tiradas a las compañeras”. Pero su cuerpo no puede más, se aconseja una baja y su médico se la da.
La primera recomendación es que V busque un “espacio de autocuidado”, inexistente en su vida: dar un paseo, un baño, leer, quedar con amigas… recargar las pilas. Ella dice: “No me acuerdo de lo que me gustaba hacer cuando tenía tiempo”. Empieza haciendo cosas como ordenar los armarios. Algo útil, que no le hace sentirse culpable. “Cómo me voy a dar un paseo mientras mis compañeras están como están”, repite.
Aunque va logrando pequeños espacios de disfrute, desde que está de baja no vuelve al hospital. Es su centro de referencia y el de sus hijos; retrasa o anula pruebas importantes, una táctica de evitación típica de su diagnóstico: estrés postraumático. Incluso pensar en pisar el hospital le hace revivir lo que ocurrió y le da miedo.
El estrés postraumático es habitual entre los sanitarios que han llegado a consulta tras la pandemia. Más auxiliares de enfermería y enfermeras que médicos, por las condiciones económicas y porque a los médicos se les enseña a no sentir mucho (cuando tienes que dar 10 diagnósticos de cáncer al día terminas por disociar). El estrés postraumático surge de una situación en la que el paciente siente un miedo real, que no tiene por qué serlo, pero que en este caso además lo era. Los síntomas tienen dos vertientes. La positiva, que produce cosas: ansiedad, miedo, angustia. Y la negativa, que quita cosas: las ganas, la energía, la esperanza. La parte más ansiosa produce flashbacks, pesadillas; la parte más depresiva, aislamiento, incapacidad para sentir. Los fármacos pueden funcionar para la parte ansiosa, pero para “destraumatizar”, para recolocar, funciona mejor la terapia.
Casi un año después, V sigue de baja. Está mejor, es menos crítica consigo misma, pero sigue sin poder volver a pisar el hospital.
Día 4: Cuadro ansioso-depresivo
“Todo es una mierda. No valgo nada”
Varón, 23 años. Paciente de Juan Luis Mendívil, psiquiatra privado en Bilbao.
I, universitario, acude a consulta a mediados de 2019, empujado por su madre, que hace años hizo psicoterapia por un episodio de ansiedad que reconoce ahora en el hijo. Empieza con una sesión semanal de psicoterapia ecléctica (45 minutos, 93 euros), con herramientas del psicoanálisis y cognitivo conductuales, y orientación dinámica, humanista y sistémica.
Tiene problemas para relacionarse, le cuesta hacer y mantener amigos. Sensaciones de inseguridad, cierta timidez y baja autoimagen, a pesar de ser un chico majo, buena persona, inteligente y atractivo. El yerno perfecto. Está centrado en los estudios y en el surf, su mayor válvula de escape. Además de las sesiones, comienza un tratamiento con ansiolíticos.
En unos meses, mejora bastante. Ya toma muy poca benzo. Trabajamos las relaciones interpersonales, hace amigos, empieza a salir con una chica. Está en ese proceso cuando llega la pandemia y se confina con su familia (tiene una hermana mayor y otro pequeño). Mantiene una relación ambivalente con sus padres y hermanos (“paso un poco de ellos”). Este cierto grado de aislamiento con su entorno familiar y social se dispara en el confinamiento. No va a clase, un espacio que le obligaba a relacionarse con otros. La distancia rompe la relación con la chica. Tiene que dejar el surf.
Sigue con la terapia telemática pero desarrolla un cuadro ansioso-depresivo, incrementando la sintomatología sobre todo depresiva. Para su franja de edad el confinamiento supone un golpe durísimo, corta en seco toda sociabilidad en un momento vital en el que resulta esencial, y saben que personalmente no les va a afectar mucho el virus, lo que hace más duro el sacrificio. Los macrobotellones actuales son una compensación a la prisión en la que se han visto obligados a estar. Los pacientes jóvenes sienten que se les ha robado algo. En el caso de I: la posibilidad de mejorar cuando empezaba a ver una salida.
Otros pacientes de su edad hablan de problemas para encontrar trabajo o independizarse y de la frustración frente a las expectativas generadas. En generaciones anteriores, los padres educaban a los hijos para que se forjasen un futuro. Ahora se les pide “que sean felices”, algo mucho más complicado. En todo caso, I no piensa en el futuro, tampoco en el presente. La depresión se lo impide.
Empeora. No quiere salir de la habitación. Incluso desarrolla ideas autolíticas (“la vida no tiene sentido, todo es una mierda, no valgo nada”, repite) por lo que se incrementan puntualmente las sesiones a dos o incluso tres semanales. Se recetan antidepresivos.
La madre es más consciente del problema, el padre, más operativo, quita importancia a lo emocional. Le tacha de “vago” o le pide que “espabile”. Se realizan intervenciones familiares, con el beneplácito del paciente, para explicar que el problema de I no es un capricho voluntario, si no un trastorno. Que no haya un “motivo” concreto para estar deprimido no significa que sea fácil salir. El paciente debe sentir apoyo e incondicionalidad. A veces basta con que los padres estén y recuerden la temporalidad del trastorno, “no vas a estar siempre mal”. Es importante, a pesar del trago, que eviten ponerse nerviosos ellos. Tienen que entender que las ideas, incluso las suicidas, son de la enfermedad, no de I. Pero también es necesario que estén vigilantes.
Con la medicación, la terapia y la vuelta a la normalidad, I retoma el surf y el contacto con los amigos. Mejora. Aún está un poco aislado y siente con envidia cómo los demás mantienen con naturalidad relaciones que a él le cuesta crear, pero está ya en otro momento. Sigue con el tratamiento farmacológico que ha de mantenerse unos meses más allá de los síntomas, de forma preventiva. I sabe que ha de mantenerse activo para poder estar bien. Valora sus propios recursos, mejora su autoimagen. Es capaz de decir: “Soy alguien”.
Día 5: Ansiedad con somatización
“No me da la vida, yo lo que necesito son más horas en el día”
Mujer, 38 años. Paciente de Elena Daprá, psicóloga privada en Madrid.
O trabaja de técnico superior, de 8 a 5, más horas extras. Tiene dos niños de 7 y 14 años, con extraescolares hasta las 5.30 y un marido, también técnico superior, con un puesto más alto y más ingresos, por lo que la familia prioriza su trabajo. Generalmente es ella quien ajusta su jornada para buscar a los niños y cuidarlos por la tarde.
Llega a consulta en diciembre de 2020. Entre sus síntomas: dolores de cabeza, tensión muscular, fatiga, falta de deseo sexual, malestar estomacal… Se le cae mucho el pelo y duerme mal. Su médico de cabecera le receta Lexatin. Emociones que manifiesta durante la evaluación: inquietud, falta de motivación, incapacidad para enfocarse en una tarea, irritabilidad y ataques de ira. Siente que está “enfadada todo el tiempo” o que de pronto pasa a “una tristeza agobiante”. Ha dejado de hacer ejercicio y de salir con las amigas. Pasa de tener un apetito voraz a no comer nada. No fuma ni bebe, pero muchas otras pacientes con cuadros parecidos han incrementado el consumo de alcohol y tabaco.
O arrastra esta situación desde el confinamiento. Estar encerrada 24/7 con su familia, mientras teletrabaja, le hace sentir que se levanta y acuesta “por la noche”. Le preocupa la salud de sus padres y el estado emocional de sus hijos. El miedo y la incertidumbre que siente en el pico de la pandemia no explotan entonces, sino meses después. Llega diciendo: “Ahora que viene la Navidad y estamos más relajados, que la gente vuelve a la normalidad, estoy peor y tengo ganas de llorar a todas horas… Yo no soy así”.
El primer punto a trabajar es explicar que está reaccionando a una situación anormal y que dicha reacción sí forma parte de ella. Se establecen sesiones semanales de 50 minutos (100 euros). Dados sus problemas para conciliar (“no me da la vida”, repite) las sesiones son flexibles para no añadir estrés y puede cambiarlas con 48 horas de antelación o realizarlas por Zoom. Se insiste en la necesidad del autocuidado: la terapia es el primer espacio para dedicarse a sí misma.
Llega con el Lexatin comprado, pero como muchos pacientes medicados con psicofármacos por primera vez alberga dudas: “Tengo demasiadas cosas que hacer para andar atontada”, dice. Sabe que le pasa “algo”, pero “no como para medicarse”. A pesar de que su cuerpo reacciona somatizando, no es consciente de su cuadro de ansiedad: “Yo no necesito Lexatin, sino más horas en el día”. Se le explica que ante una patología de ansiedad las neuronas aumentan su apertura presináptica, por lo que pasan más impulsos nerviosos, la medicación las equilibra para que se pueda trabajar a nivel cognitivo. Los ansiolíticos sirven para momentos puntuales, se irán retirando mientras se crean herramientas psicológicas. La medicación se mantiene tres meses.
Su principal motivación para solucionar su ansiedad es cómo puede influir en sus hijos o “cargarse” su relación de pareja. Como muchas mujeres, se sobreexige a nivel familiar y laboral. Tiene distorsiones cognitivas sobre lo que demandan de ella los demás.
Se lleva a cabo una mezcla de terapia cognitivo conductual y humanista, incluidas sesiones con fototerapia (en la que se usan imágenes para proyectar), una sesión con el marido y una segunda fase de empoderamiento para mejorar la autoestima. Se trabajan las ideas irracionales sobre lo que se espera de ella. O empieza a delegar en su marido (que está de acuerdo con un reparto más igualitario de tareas) y en sus hijos, a los que permite ser más autónomos. Se revisa la alimentación sana y el ejercicio físico trastornados desde el confinamiento. O sigue teletrabajando con jornada flexible, explica que cuando va a la oficina rinde menos, pero empieza a disfrutar de relacionarse con su equipo.
Tras un año de tratamiento O ha superado su sintomatología. Las sesiones se han espaciado cada 15 días, y podrían cesar. “Este es mi espacio, no quiero dejarlo”, dice ella sin embargo.
Día 6: Anorexia nerviosa
“Se me ha vuelto a ir el control de las manos”
Mujer, 18 años. Paciente del psiquiatra Luis Rojo, jefe de la Unidad de Trastornos de la Conducta Alimentaria del Hospital La Fe de Valencia.
Tímida, perfeccionista y con ciertos rasgos obsesivos, N es ingresada en el verano posterior al confinamiento por tercera vez por anorexia nerviosa. Dejó los estudios como consecuencia de la patología que desarrolló hace varios años. A la unidad de hospitalización llegan las pacientes que no responden al tratamiento ambulatorio ni al hospital de día, un recurso operativo de 9 a 5, donde hacen desayuno, comida y merienda. En la unidad hospitalaria, a tiempo completo, el control de la alimentación es más estricto.
Aunque N es recurrente, la lista de espera para los ingresos, de unas 25 personas actualmente, se ha visto aumentada últimamente, sobre todo, con primeros casos. El malestar generado por la pandemia fue un caldo de cultivo. Las condiciones amenazantes de una situación que nunca habíamos vivido se tradujeron en estrés. A ello se añadió la pérdida de vínculos sociales, la limitación del ocio y el aumento de la ociosidad, la intensificación de la vida familiar, con sus pros y sus contras, el estrés de los padres... Fue también una ocasión para pensar, ¿qué puedo hacer para no echarme a perder? Muchas personas empezaron a cuidar lo que comían y a hacer ejercicio, lo que sirvió como vía de entrada a perder peso para las chicas más vulnerables.
N es mayor que la mayoría de los casos nuevos, donde hemos visto crías de hasta nueve años. Algún caso se inició en redes sociales: un grupo de amigas queda para adelgazar durante el confinamiento; una de ellas pierde el control y desarrolla un trastorno alimenticio. Hay factores de vulnerabilidad individual para entrar en cuadros obsesivos. En una situación con tanto descontrol, las personalidades con rasgos perfeccionistas, inseguras, que creen no contar con recursos para resolver incidencias, ven una salida compensatoria en el control de la propia ingesta: es un mecanismo de compensación. No comen para sentirse mejor. Les calma y les motiva, aunque luego les absorba y se queden pilladas emocional y biológicamente.
El ingreso de N dura solo 20 días. Como muchas pacientes recurrentes, repite que “se le ha vuelto a ir el control de las manos”. El ingreso anterior había sido de cuatro meses, un plazo más habitual. No es recomendable acelerar la recuperación de alguien que ingresa con un índice de masa corporal de 14 o 12, o hasta de 11 o 10 (un IMC normal va de 18,5 a 26,9), ya que la realimentación puede causar problemas. Al principio ganan peso rápido, llegan vacías, pero a partir de ahí la recuperación es lenta, lo cual ayuda a contener la fobia a engordar.
Los ingresos como el de N fueron más duros durante el confinamiento. No se podían recibir visitas, ni hacer salidas, ni volver a casa el fin de semana, grandes motivadores para estas chicas ya que el ingreso es una pérdida de autonomía.
En el ingreso, el control de la alimentación (y a veces los suplementos nutricionales) es importante pero no es lo único. Se establece una relación emocional y psicoterapéutica con la paciente. La alimentación está ahí, pero no es de lo que más se habla durante las sesiones, dos o tres veces por semana. A veces no es fácil comunicarse, ni que reconozcan que están enfermas. “Me llamo P, tengo 11 años y no tengo nada más que decirte”, arrancó una paciente en una sesión reciente. No dijo nada más en la hora que siguió. Las pacientes también tienen sesiones con las psicólogas, que se ven a su vez con las familias. Ahora son online, algo muy útil que hemos descubierto con la pandemia y que evita traslados continuos a la unidad. La terapia de grupo también funciona; el tratamiento farmacológico se usa cuando se necesita, sobre todo cuando hay clínica depresiva presente o síntomas psicóticos, para reducir la sensación de que las miran por la calle o por redes sociales.
N fue dada de alta y no ha tenido más ingresos. La evolución de esta enfermedad no es mala, un 30% recae, un 70% no: pueden seguir sintiendo malestar, pero sin que interfiera en su vida. No hay que demonizar la anorexia. Aun así la lista de espera ha aumentado y, tras la pandemia, cuesta más aligerarla.
Día 7: Matrimonio en crisis
“No te reconozco”. “Cada vez somos más distintos”
Mujer y varón. 44 y 48 años. Pacientes de Sacramento Barba, terapeuta de pareja y mediadora de la Fundación Atyme en Madrid.
R y A estuvieron cinco años de novios y cuatro conviviendo antes de casarse. Sin problemas económicos, tienen un niño de 11 y una niña de 9. Ella es enfermera en un centro de salud, él es consultor. Como muchas parejas, durante el confinamiento viven una especie de paréntesis en el que ponen todas sus energías en estar bien. Pasado un tiempo, los problemas que arrastran de antes de la pandemia afloran con más intensidad asociados con una idea: “¿Qué estoy haciendo con mi vida?”. Recuerda al replanteamiento vital que se da tras una enfermedad grave o la muerte de un ser querido. R explicita en una sesión: “Estaba viendo pasar mi vida, no viviéndola, cada vez somos más distintos, no podemos seguir así”. El amor mueve montañas, pero ante una situación grave, si una pareja no tiene los recursos, hace agua.
En el caso de R y A, como en el de tantas parejas, el primer cambio importante fue la llegada de los hijos. Antes se dedicaban a viajar, hacían cosas juntos. Después, él trabaja muchas horas, ella solo por las mañanas, empieza a sentirse sobrecargada por los cuidados y empieza a reprochar que no pasan tiempo en familia. Durante el confinamiento, por su trabajo, ella se mete en sí misma, apática. “No la reconozco”, repite él en las sesiones. Así llegan al verano de 2020, las primeras vacaciones tras la pandemia. Ambos tienen altas expectativas. Normalmente, es ella quien organiza, pero ahora no tiene ganas y le reprocha a él que no tome la iniciativa. “Con el año que hemos pasado”. Durante las vacaciones, tienen una gran crisis, y dejan de hablarse por no discutir frente a los niños. Él está perplejo: “Cuando ya había pasado lo peor, tuvimos uno de los peores veranos en familia”. Pasan los meses y las relaciones sexuales se paran. A ella no le apetece, no se siente cuidada. Él se siente rechazado. O discuten o mantienen un silencio que ella siente como castigador.
En abril de 2021 comienzan las sesiones semanales de hora y media (100 euros). Se trabaja una comunicación libre de reproches, la exposición de los propios sentimientos y el principio de reciprocidad: los sentimientos de uno están relacionados con los del otro. También que la espiral de reproches y silencios solo lleva a más de lo mismo, es un mensaje de socorro y puede llevar a la separación, que a veces es lo adecuado.
Siete meses después R y A siguen juntos. Acuden a terapia cada 15 días, en breve serán mensuales. Una vez al mes salen solos para reencontrarse. Cuentan que ya se reconocen. Este verano lo han pasado mucho mejor.
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