domingo, 15 de junio de 2014

LA CARTA DE LA SEMANA, MIS MUNDIALES ( I ), / EL BLOC DEL CARTERO CON EL SABLE Y EL GRANADERO.

TÍTULO :LA CARTA DE LA SEMANA, MIS MUNDIALES ( I ),.

Para un aficionado al fútbol, los mundiales son como para un goloso quedarse encerrado toda una noche en una pastelería. Es la gran,.foto,.

Para un aficionado al fútbol, los mundiales son como para un goloso quedarse encerrado toda una noche en una pastelería. Es la gran ceremonia, la fiesta fastuosa, el aquelarre total. El despiporre. Es percatarnos de que nos interesamos por selecciones o encuentros por los que nunca moveríamos un dedo: consideramos un partidazo un Paraguay-Ucrania y no queremos perdernos bajo ningún concepto el gran clásico Australia-Suiza. Ya no les digo cuando llega Argentina-Brasil o Italia-Inglaterra. Es un mes garantizado frente al televisor a una media de dos entregas diarias. Cuando este suelto esté en sus manos, ya habrá comenzado el campeonato en la controvertida sede brasileña ya verán lo que serán los Juegos Olímpicos en Río y habrá jugado España su primer partido, que por caprichos del bombo es el mismo con el que se cerró el anterior campeonato. Nos espera una Holanda con ganas de ajusticiar al fútbol español y con el deseo de desquitarse de tres finales; tres, perdidas.
El fútbol, ciertamente, le debe un Mundial a esa prodigiosa Holanda que nació con la Naranja Mecánica basada en el Ajax de Cruyff; la que cayó primero ante Alemania, cuatro años después ante la Argentina de Kempes y hace cuatro años ante la España de Iniesta. Solo que espero que no sea este año, ya que nuestra selección tiene una oportunidad magnífica para pulverizar todos los récords habidos y por haber: en continente americano nunca ganó un equipo europeo y tampoco nadie ganó dos mundiales y dos eurocopas consecutivos. Si lo consigue esta España de Del Bosque, ya podemos echarnos a dormir un par de décadas. Pero no será así, desgraciadamente, ya que a España también le toca perder alguna vez, y en esta ocasión hay equipos que parecen ser más fuertes. Ojalá me equivoque: tiene todas las trazas de que podremos llegar arriba, pero no a la cumbre.Recuerdo mi primer Mundial como si fuera ahora. Mi primer Mundial consciente de lo que veía, quiero decir. Inglaterra 66. Yo andaba a las puertas de los nueve años y mi padre había comprado un televisor Anglo obvio es decir que en blanco y negro que presidió el comedor de casa durante tantos años como los que tardó en llegar el Mundial de España.
Recuerdo levemente los esfuerzos de Fusté por parar a aquella bestia alemana de toque prodigioso llamada Uwe Seeler, que nos derrotó a cinco minutos del final, cosa muy propia de Alemania. Y me acuerdo del grandioso Eusebio, y de los traviesos coreanos del Norte. Y recuerdo la siesta de mi padre interrumpida por el gol fantasma de Inglaterra en la prórroga de la final ante los alemanes: iban ganando los ingleses, empató Alemania a un minuto del final, como procede, y en el tiempo añadido llegó aquel gol que seguimos sin saber si fue gol o no (parecido al de Míchel ante Brasil, que sí lo fue), pero que le dio a los ingleses su único Mundial. Desde entonces, la copa que promovió Jules Rimet ha pasado a ser como el Tour de todos los veranos, cita ineludible. Vibré con el prodigioso Brasil de México 70; enloquecí con la Holanda de Rep, Cruyff y Kaiser; con la de los hermanos Van de Kerkhof en la Argentina del 78, la que vi de cabo a rabo en la cantina de la estación de Sevilla mientras servía militarmente a la sociedad. Aquel año, España volvía después de mucho tiempo fuera de la clasificación. Recuerden el gol de Rubén Cano. Y Argentina parecía propicia.
Pero no lo fue. Tuvimos a Brasil a punto de caramelo, pero la pelota aquella que todos sabemos no entró, perdimos de forma inverosímil ante Austria y de nada nos sirvió ganar a Suecia. Aquel verano lo fue de contrariedad: volver a la élite para no pasar a la segunda ronda. De Kubala, el gran Kubala, se decía que ganaba los partidos intrascendentes y perdía los importantes: no era del todo cierto, ya que fue el que empezó a construir la selección española que ha ido desembocando en la actual, la que cuando lean estas líneas ya sabrán cómo se ha estrenado ante los holandeses en Salvador de Bahía. Qué ansia por saberlo. Qué pasión esta del fútbol, córcholis.

TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO CON  EL SABLE Y EL GRANADERO.

-foto,.Hoy toca vieja batallita. Con ésta, además, saldo una deuda. O lo intento. Iba en tren cuando un joven me abordó con mucha educación. Traía en la mano un objeto largo y estrecho en una funda de paño. Soy teniente de Infantería de Marina, dijo, y voy a incorporarme a un destino. También soy lector suyo desde que empecé a leer. Por eso, como éste es mi sable de oficial, quiero que lo tenga usted. Pasado mi estupor, y tras la natural resistencia a permitir que se desprendiera del sable, insistió y no hubo otra. Bajé del tren con su regalo bajo el brazo, que ahora está en mi casa, en compañía de dos docenas de sables y espadas vinculados a la historia de España de los cuatro últimos siglos. Agradecido, envié al joven un libro también un par de veces centenario, y con el acuse de recibo llegó una petición: que dedicase un artículo al granadero Martín Álvarez, infante de Marina español en el combate naval de San Vicente. Y aquí me tienen. Cumpliendo con el sable.

El 14 de febrero de 1797, una escuadra española mandada por un cobarde incompetente, el almirante Córdoba, fue derrotada por otra inglesa cerca del cabo San Vicente. A los ingleses los mandaba el almirante Jervis, que tenía menos barcos pero tripulaciones mejor adiestradas y con más ganas de pelea. Además, la escuadra española estaba mal dispuesta, mientras que los británicos conservaban la línea. De manera que nos dieron las suyas y las del pulpo. Sólo siete navíos españoles entraron en combate, y perdimos cuatro. Dos de ellos, el San José y el San Nicolás, tomados al abordaje por el Captain, con el comodoro Nelson dirigiendo el ataque. El resto de barcos españoles se dio a la fuga sin socorrer a los compañeros apresados; y si no perdimos también al Santísima Trinidad, que con Córdoba a bordo arrió bandera, fue porque el brigadier Cayetano Valdés, un duro e inteligente marino que ocho años más tarde se batiría con mucha decencia en Trafalgar, fue al rescate con su navío Pelayo, y dijo al Trinidad que o izaba la bandera de nuevo y seguía combatiendo, o lo cañoneaba.

Cayetano Valdés no fue el único español decente ese día. Y como no son precisamente los ingleses quienes mejor hablan en sus memorias de los sucios spaniards –que pasan las batallas tocando la guitarra y oliendo a ajo–, tiene aún más valor que los datos que siguen provengan de la relación de un marino llamado sir John Butler. Durante el abordaje británico del San Nicolás, el comandante don Tomás Geraldino sitúa en la toldilla, donde ondea la bandera, a un infante de marina con orden de que nadie la arríe y rinda el navío. La misión ha recaído sobre un granadero extremeño de 31 años que se llama Martín Álvarez Galán. Y a esas alturas del combate, con el navío inundado de ingleses, el comandante muerto y los oficiales rindiéndose, el granadero sigue en su puesto, sable en mano, defendiendo las drizas de la enseña porque nadie le ha dicho que se quite de ahí. Así que cuando el trozo de abordaje inglés llega a la toldilla, y el sargento mayor de marines William Morris pretende arriar la bandera, Martín Álvarez, que anda flojo de idiomas para explicarse hablando –ni siquiera sabe leer ni escribir–, le pega un sablazo al tal Morris que lo clava en un mamparo, con tal fuerza que no logra liberar el sable; así que agarra un fusil como maza, mata a golpes a un segundo oficial inglés y deja heridos a otros dos rubios antes de que lo frían a tiros. Y es ahí donde el comodoro Nelson, que ha presenciado la escena –siempre odió a los franceses, pero respetó a los españoles cuando eran caballerosos o valientes–, se porta como un hidalgo: cuando están recogiendo a los muertos para arrojarlos al mar con una bala de cañón como lastre, ordena que a Martín Álvarez lo envuelvan en la bandera que con tanto valor defendió. Y surge la sorpresa: el granadero no está muerto, sino malherido. Y lo evacuan a un hospital portugués, donde salva la vida.

Martín Álvarez volvió al mar y murió cuatro años después, tras un accidente que degeneró en tuberculosis. Se ahorró, quizás, repetir su hazaña en Trafalgar. Pero tuvo la satisfacción de ser ascendido a cabo y premiado con una pensión vitalicia de cuatro escudos mensuales. Lo que nunca supo es que, por decreto real, siempre habría un buque en la Armada española que llevaría su nombre, ni que en Gibraltar quedaría un cañón con la placa: «Hurra por el Captain, hurra por el San Nicolás, hurra por Martín Álvarez». Tampoco supo que en el Museo Naval de Londres se conservaría hasta hoy, con veneración y respeto, el sable con el que, bajo la bandera del navío vencido pero no rendido, un humilde infante de marina español clavó en un mamparo al sargento mayor William Morris.

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