domingo, 10 de noviembre de 2013

ENTREVISTA, David de Jorge, Alias 'Robin Food'. Cómo sobrevivir a un atracón a mano armada,./ EN PRIMER PLANO, Jacob Barnett. El cerebro de este niño asombra al mundo


  1. David de JorgeDavid de jorge es un hombre nuevo. «El mismo gilipollas de siempre, eso sí», matiza el aludido. El cambio es una cuestión de peso.
     
    Entrevista

    David de Jorge, Alias 'Robin Food'. Cómo sobrevivir a un atracón a mano armada

    ¿Cómo llega alguien a pesar 267 kilos? Este cocinero vasco lo sabe bien. Y sabe, también, cómo perderlos. En apenas 18 meses ha bajado más de 110 kilos. Mano derecha de Martín Berasategui y conductor de un irreverente rograma televisivo, De Jorge Robin Food para el gran público es todo un ejemplo para quienes sufren problemas de peso. Socarrón y excesivo, estas son las claves de su milagro
    David de jorge es un hombre nuevo. «El mismo gilipollas de siempre, eso sí», matiza el aludido. El cambio es una cuestión de peso. No en vano este guipuzcoano de Fuenterrabía llegó a pesar 267 kilos. «Como un ternero lechal», ilustra. A los 41 años formaba parte de ese uno por ciento de españoles que sufre de obesidad mórbida. Año y medio después, desde el palco que le proporciona Robin Food. Atracón a mano armada, su programa en ETB2, comparte cada semana su lucha contra la báscula con la audiencia, a la que ofrece las recetas que lo han ayudado a perder más de 110 kilos. En su cuartel general en Lasarte, bajo la cocina tres estrellas Michelin de Martín Berasategui su padrino profesional, este deslenguado justiciero de los fogones refiere a XLSemanal su proceso adelgazante, confiesa sus perversiones culinarias, sus fobias hacia Walt Disney y «los místicos de la cocina» e invita a Ferran Adrià a hacer 'guarrindongadas'. Como testigo de sus diatribas, enmarcado en la pared de su despacho, un pantalón de cuando alcanzó su peso máximo. «Lo puse ahí para que no se me olvide la carpa de circo que llegué a ser. Da miedo, ¿eh?».
    XLSemanal. ¿Cómo llega uno a pesar 267 kilos?
    David de Jorge. ¡Uf! Malos hábitos, tendencia a engordar..., pero la clave de todo es que te abandonas. Si dejas de preocuparte por tu peso, estás perdido.
    XL. ¿Y eso cuándo ocurrió?
    D.J. A ver, yo he sido un gordo toda la vida. Siempre me recuerdo con michelines. Hasta la adolescencia me preocupaba, hice dietas y bajé alguna vez de peso y todo, pero a partir de ahí...
    XL. ¿Qué le hizo reaccionar?
    D.J. Una báscula para ganado que vi en un matadero hace cuatro años. Me dije: «Hace siglos que no me peso, con 180 kilos. Vamos a ver». Esperé a quedarme solo y...: ¡215 kilos! Me quedé acojonado.
    XL. ¡Pues alcanzó los 267!
    D.J. Ya, ya, pero fue el primer aviso. Es que yo he sido siempre muy excesivo. Por suerte, no me dio por la heroína. Si comiendo bocadillos de tocineta y demás llegué a 267 kilos, me meto un 'pico' y palmo por sobredosis en 20 días.
    XL. Volviendo a lo de la chispa...
    D.J. A ver, he sido consciente de mi obesidad todos los días de mi vida. Cada noche, en la cama, me decía: «Esto hay que resolverlo». Pero nunca tuve el valor de hacerlo. Hasta que llegó un momento en que me sentía un inválido. Me dije: «O lo arreglas o te mueres». Vivir era muy difícil. Conseguía hacer el programa, pero acababa reventado. Eso sí, le echaba dos cojones y lo hacía, pero porque tengo una vitalidad del copón.
    XL. ¿Qué consecuencias físicas implica pesar 267 kilos?
    D.J. Sobre todo, dolor en rodillas y piernas. Andar es agotador. Y luego lo difícil que es ir en coche, avión... He descubierto el placer de sentarme en una terraza, jamás lo había hecho. Las sillas me han desafiado constantemente [se ríe]. Otra cosa genial es encontrar ropa de mi talla. Estar tan gordo es una mierda, no tiene una sola ventaja.
    XL. Vestía la ropa a medida, claro...
    D.J. Desde hace 15 años. Y siempre pantalón corto, camiseta y alpargatas.
    XL. ¿Y en invierno?
    D.J. También. Este año experimentaré el frío por primera vez. Era como una orca.
    XL. ¿Colesterol, ácido úrico, azúcar...?
    D.J. Te vas a descojonar, pero el colesterol y el ácido úrico los tenía perfectamente. El azúcar era lo que tenía peor; iba camino de ser diabético.
    XL. Y cuando se dijo «o lo arreglas o te mueres», ¿qué hizo?
    D.J. Empecé a cuidarme mucho más, en serio, a hacer dieta, pero ya estaba tan desbordado por la situación que ya no podía resolverlo por mí mismo. Necesitaba ayuda médica y pedí cita con un especialista.
    XL. ¿Qué le dijo?
    D.J. Que era más peligroso seguir así que la operación. El problema es que no me podían operar. No puedes entrar a un quirófano con 267 kilos. Piensa solo en la anestesia que necesitas o en si sufro una hemorragia con tanta carne; ¡una burrada, vamos! Tenía que bajar hasta los 200. Durante siete meses llevé un balón gástrico y conseguí mi objetivo.
    XL. No sería tan sencillo, supongo...
    D.J. Al principio, no podía ver comida; era como una gastroenteritis, pero sin ir al baño. Por la noche parecía como si el balón fuera a salirme por la boca o por detrás. No es agradable, pero perdí once kilos en una semana y me animé.
    XL. Tras años de alimentar hábitos pantagruélicos, ¿no sintió debilidad?
    D.J. Mira, al llegar a casa del hospital me puse, en plan gudari, a recoger hojas en el jardín. Pues casi me desmayo. Con las verduritas y tal mi estómago sonaba como el rugido de un tiranosaurio. Normal, ¡es que era como un macuto de la mili!
    XL. ¿Hizo la mili?
    D.J. ¡Qué coño! Me libré por gordo. Alguna ventaja debía tener esto de criar michelines, ¿no? [se ríe].
    XL. ¿Cuál es la clave para gestionar un cambio de hábitos tan drástico?
    D.J. No dar margen a la ingesta. En cuanto me lleno, paro.
    XL. ¿Y qué come?
    D.J. Los primeros dos meses tras la cirugía fueron de dieta severa: caldo, zumos y yogur. Pero llegó un momento en que echaba en falta masticar. Así que decidí crear menús compatibles con mi situación. Pasteles de carne, pollo o pescado desgrasados; mousse de sardinas en lata...
    XL. ¿Hasta dónde adelgazará?
    D.J. Hasta los 120, al menos. Luego necesitaré cirugía para eliminar los faldones y michelines que me cuelgan. Con eso adelgazaré otros 15 kilos de golpe [se ríe]. Será como retroceder 20 años. En cuanto a peso, claro, porque en cuanto a gilipollas, ahora lo soy mucho más que entonces [se ríe].
    XL. ¿Y la familia, los amigos y los compañeros? ¿Le presionaban? ¿Le decían que se cuidara?
    D.J. Los que más te quieren son los que menos coñazo te dan. Saben que, si no adelgazas, vas mal, pero son delicados. Martín Berasategui y su mujer, Oneka Arregui, han sido ejemplares. Sin decirme nada, han trabajado para que yo tomara esta decisión. Y mi familia; mi mujer, Eli Abad.
    XL. ¿Nunca le dijo nada su mujer?
    D.J. Hace meses me confesó que se veía viuda joven: «He vivido pensando que cualquier día te morías». Llevamos diez años juntos y siempre fue respetuosa, pero se me pusieron los pelos como escarpias. Es que Eli es la polla en vinagre. Sonará cursi, pero es verdad. Soy un tipo con suerte.
    XL. ¿Hace ejercicio?
    D.J. No había hecho nada en mi vida, pero es vital porque hay un momento en que te estancas. Con mi peso, lo único que podía hacer era ir a la piscina.
    XL. Nadar con 267 kilos no debe de ser nada...
    D.J. Nadar, no; soy un puto pato. Camino. Además, es que te metes al agua de mala leche y sales como si te hubieran bautizado en el Jordán.
    XL. ¿Más cambios dignos de mención?
    D.J. Nunca desayunaba. Me metía a la cama cebado y me levantaba sin ganas de comer. Y, ¡oye!, arrancas de otro modo.
    XL. ¿Tenía muebles reforzados en casa?
    D.J. No tengo una cama con soldadura de plomo [se ríe], pero buscas lo más resistente.
    XL. Y lo de cocinar, ¿de dónde le viene?
    D.J. Soy cocinero desde niño. ¡Mi madre me tenía que echar de la cocina! Con 14 años, todos forraban la carpeta con fotos de surf, ídolos pop y demás, y en la mía llevaba un marmitako, a Arzak y a Berasategui. ¡Yo era un trastornado del copón!
    XL. ¿Cómo conoció a Martín Berasategui?
    D.J. De la Escuela de Cocina y de comer en su restaurante, el antiguo Bodegón Alejandro, en San Sebastián. Gané un Campeonato de España de Cocina y con el dinero fui a Francia a trabajar con Michel Guérard, Roger Vergé..., los de la nouvelle cuisine. Martín me dijo que, al volver, le fuera a ver. Con 23 años, me nombró jefe de cocina. Pero, ojo, ¡que yo era un inútil!
    XL. ¿Sus padres lo veían de cocinero?
    D.J. Ellos siempre quisieron que me ganara la vida con lo que más me gustara. Mira, levantarse para ir a un trabajo donde no disfrutas es la puerta hacia la depresión, la enfermedad o el suicidio. Yo es que salgo de casa y me tiro en plancha para llegar aquí. ¡Una ilusión!
    XL. ¿Qué solía pedir como regalo por su cumpleaños?
    D.J. Con 14 años, les dije a mis padres: «¡Quiero ir a Arzak!, ¡quiero ir a Arzak!». Y, ¡hala!, a Arzak. Conservo la carta firmada de ese día. Es como si un chaval que ama el fútbol se cruzara con Messi.
    XL. ¿Jugaba al fútbol de niño?
    D.J. El deporte, la educación física era una tortura para mí. Y eso que, con diez años, mi padre me llevaba a Atocha [el antiguo campo de la Real Sociedad], donde vi a López Ufarte, Satrústegui y demás, pero luego empezaron a gustarme más las tías y la cocina que el fútbol [se ríe].
    XL. ¿Veía películas de Walt Disney?
    D.J. No puedo creer que me preguntes eso. ¡Detesto a Walt Disney! Ese señor ha hecho mucho daño a este mundo.
    XL. ¿Y eso?
    D.J. Todo ese rollo de humanizar a los animales nos ha jodido siglos y siglos de tradición. Ves al Pato Donald charlando con Mickey Mouse y todo se va a la mierda. Al hacer hablar a patos, conejos, ciervos y demás, Walt Disney nos hizo un flaco favor. Comer es matar. Así ha sido desde que el hombre pisó la Tierra. Habría que desenchufar la nevera donde dicen que está criogenizado, descongelarlo, echarlo a la cazuela y zamparnos a ese terrorista. Pero, oye, que igual es una teoría un poco a mi estilo, exagerada y tal.
    XL. Hombre, como teoría desde luego es bastante bestia...
    D.J. [Se ríe]. Pero, mira, antes en las matanzas los niños presenciaban los gritos, el corte, el chorro de sangre cayendo al cubo... No sé, que cada vez más la muerte sea un tabú cuando hablamos de comida es una jodienda.
    XL. ¿Mataría un pollo ante las cámaras?
    D.J. Eso estaría bien, pero es que me matan luego a mí. Mira, de niño en Fuenterrabía veíamos mucho la tele francesa; ahí vi mis primeras tetas [se ríe]. ¡Me pareció la hostia!
    XL. Sexo y comida. Se pone interesante.
    D.J. No, no [se ríe], lo que te contaba era que veía unos programas de cocina donde una mujer sacaba una anguila de un cubo y le metía un hachazo; cogía una gallina, le cortaba la cabeza y la desangraba. Era todo de lo más normal. Ahora es distinto, yo una vez empecé el programa con un corazón de vaca en la mano y todo dios apagó la tele. Hubo quien me llamó 'sádico' y lindezas así. Y, oye, ¡que no maté a nadie!
    XL. La casquería tiene hoy mala fama...
    D.J. Hoy manda el alimento desgrasado, empaquetado, inodoro y con abrefácil. A la gente le da asco oler a abono cuando sale de la ciudad o ver nata en la leche. Si mi abuela viviera, fliparía ante tanta pasteurización social.
    XL. Matar una gallina, no, pero con las 'guarrindongadas' que muestra en su programa ha creado escuela...
    D.J. Es que el 'guarrindonguismo' es un arte que hay que tener muy en cuenta. A la audiencia le encantan. He recibido más de 20.000. Mira, si me encuentro con Ferran Adrià, le diré que en esa superfundación que va a crear incluya una cátedra de 'guarrindonguismo' [se ríe].
    XL. ¿Podría dar una definición del asunto para lectores profanos en la materia?
    D.J. La 'guarrindongada' es como la perversión sexual de cada uno, pero en la cocina. Esa receta inconfesable que repites y perfeccionas con los años.
    XL. Mi hermano, por ejemplo, comía bocadillos de uvas con Nocilla. ¿Es una 'guarrindongada'?
    D.J. ¡Y de las buenas! Lo típico es leche condensada con anchoas; chorizo, o sobrasada, con chocolate; Chiquilín con mahonesa y chorizo de Pamplona... Aunque lo mejor es que alguien se me acerque por la calle y me la confiese a plena luz del día. Me siento como si fuera Elena Ochoa, la del programa de sexo, y alguien me abordara: «Hola, señora Ochoa, a mí me gusta que me metan el dedo por el ano». Y tú: «Ah, qué interesante. Tomo nota. Hablaré de ello en mi programa» [se ríe].
    XL. ¿Qué piensa cuando alguien le dice: «No sé hacer un huevo frito»?
    D.J. Que hay mucho huevón. Mienten para escaquearse. Si dices que no sabes, viene tu madre o tu pareja y te dice: «A ver, sal de aquí, energúmeno». ¿Para qué vas a aprender a cocinar si tienes quien te sirva?
    XL. Y a usted, ¿qué le enseñaron en la Escuela de Cocina?
    D.J. Mis profesores eran cocineros de toda la vida, gente sabia. Hacíamos merluza a la vasca, marmitako, guisos... Y, sobre todo, fregaba. Salí con una técnica de fregado del copón. Ahora les dan improvisación, estructura del plato y marcianadas así. ¡Es construir la casa por el tejado! Antes de pensar en algo innovador y sofisticado para que te aplaudan, debes aprender muchas cosas.
    XL. Su lema es «cocinar sin gilipolleces». ¿Es una carga contra esa corriente?
    D.J. Es que en España hemos tenido una generación que ha hecho cosas increíbles, pero hay muchos también que se han dedicado a ejercer de sacerdotes. Se ha hablado poco de cocina, se ha cocinado poco y se ha hecho mucha reflexión metafísica citando a Nietzsche, a Schopenhauer, a Dennis Hopper o a su madre para hablar de comida. El cocinero no puede equipararse con el pintor, el arquitecto o el músico, cuyos nombres perduran por los siglos...
    XL. Chefs como Ferran Adrià ocupan portadas de The New York Times, Le Monde, Time... ¿Se refiere a eso?
    D.J. No, bueno, a ver... Es cojonudo que le den esa atención a Adrià; sobre todo para él, claro. Me parece lícito que el cocinero, que toda la vida ha estado en un agujero sudoroso como un desgraciado, se reivindique y vaya por ahí diciendo que es un artista, pero me da mucha pereza tanto místico de los fogones. Aunque, oye, que yo no soy más que un energúmeno que hace año y medio pesaba 267 kilos. No me puedo poner como ejemplo de nada...
    XL. ¿Los cocineros tienen dotes especiales para la comunicación o los que salen en televisión sois, más bien, la excepción que confirma la regla?
    D.J. Me dicen que lo hago muy bien, pero me siento muy limitado. Hablo rápido, mi vocabulario es reducido, soy un deslenguado y, a veces, me cuesta explicarme; no soy un gran comunicador. El maestro es Arguiñano. Lo mismo le da a él un programa de cocina, presentar la OTI o un escaño en el Parlamento.
    XL. ¿Lo propone para presidente?
    D.J. [Se ríe]. ¡Pues lo haría de la hostia! Sería el amo. En todo caso, la mayoría de los cocineros donde mejor están es en la cocina. Es como el escritor al que admiras y el día que lo conoces se tira pedos, huele fatal y no le gusta el vino. ¡Lo matarías! Aquí, igual: tú, al fogón y a hablar a través de tus platos.
    Cómo perder peso sin maltratar el paladar.
    Menú adelgazante número 1
    En el último año y medio, De Jorge ha creado decenas de recetas para adelgazar sin perder el placer de la buena mesa. Las editará en 2014 en un libro que narrará también todo su proceso vital para perder kilos.
    -Crema de calabacín 'deluxe': 1 cebolleta tierna picada, 1 rama de apio picada, 2 dientes de ajo picados, 800 g de calabacines, 2 l de caldo de verduras, 1 ramillete de menta fresca, 300 g de queso fresco cremoso desgrasado, 1 taza de hojas de espinaca crudas, 1 ramillete de albahaca fresca, aceite de oliva, sal, pimienta.
    Se sofríen con aceite la cebolleta, el apio y el ajo. Se pelan los calabacines, se corta la pulpa en dados y se reserva la piel troceada en pedazos menudos. Se echa la pulpa al sofrito y se rehoga. Se añade el caldo caliente y se deja hervir 20 minutos. Cuando haya pasado el tiempo, se apaga el fuego y se meten en la cazuela las pieles del calabacín y un atadillo con la menta. Se deja que infusione 5 minutos y se retira la menta. Se tritura con la batidora añadiendo 150 g de queso y las hojas de espinaca. Se rectifica de sal. Se corta en tiras la albahaca, se mezcla con el resto del queso, se salpimienta y se pone en el fondo de los platos. Se sirve la crema, fría o caliente, y se adorna con un hilo de aceite.
    -Gambas al ajillo adelgazantes: 750 g de gambas gruesas, 6 dientes de ajo, 1 pizca de brandi, 2 puñados de hojas de perejil frescas, 1 pizca de aceite de oliva, 1 cayena fresca, sal.
    Se pelan las gambas, reservando las cáscaras y las cabezas. En la sartén con aceite se sofríen las cáscaras y las cabezas, aplastándolas con el culo de una botella para extraer los jugos del interior. Se majan en un mortero dos dientes de ajo y un puñado de hojas de perejil y se añaden al sofrito. Se añaden brandi y una pizca de agua y se deja hervir unos minutos. Se cuela, apretando, para obtener jugo muy concentrado. Se sazonan las colas de gamba. Se pica el perejil restante. Se laminan los 4 dientes de ajo restantes y se añade todo a una cazuela con una pizca de aceite y cayena. Se pone a fuego suave y, cuando el ajo empiece a 'bailar', se añaden las gambas y el jugo concentrado y se apaga el fuego. Se cubre con un plato y se deja reposar 1 minuto. Se espolvorea perejil picado y ya está listo.
    -Tortilla de patata trampa: 2 cebolletas muy picadas, 2 pimientos verdes muy picados, 4 patatas medianas pelada,s 4 huevos, aceite de oliva, sal.
    En una sartén con una pizca de aceite se sofríen la cebolleta y el pimiento. Si se agarra, se puede añadir una pizca de agua hasta que la verdura quede bien pochada, doradita. Se parten las patatas en dados, se colocan en un cazo con agua y sal, se arriman al fuego y se cuecen a fuego suave durante 30 minutos. Se baten los huevos en un bol. Cuando las patatas estén cocidas, se retira el agua del cazo y, ahí mismo, se las machaca hasta romperlas. Se añaden el sofrito, los huevos batidos y un poco de sal y se remueve. En la misma sartén del sofrito se cuaja la tortilla a fuego suave.
    Menú adelgazante número 2
    -Ensalada Oneka: 1 limón 2 cucharadas de leche de coco sin azúcar, 1 pizca de aceite de oliva, 1 ramillete de cebollino, 1 pimiento verde crudo, 2 aguacates, 1 mango maduro, 1 cuarto de piña madura, sal y pimienta.
    Se ralla el limón en un bol grande, en el que se incorporan su zumo, la leche de coco y el aceite de oliva. Se pica el cebollino y se reserva. Se lava el pimiento verde, se corta en tiras y se reserva. Se pelan los aguacates, se trocean y se echan al bol con el aliño. Se pelan el mango y la piña, se trocean y se incorporan a la mezcla. Se añade pimiento verde y se salpimenta todo. Se espolvorea el cebollino por encima, se mezcla bien y se rectifica el sazonado.
    -Pastel de salmón ahumado y rape: 1 cebolleta picada, 1 blanco de puerro picado, 3 cucharadas de salsa de tomate, 1 lomo de salmón ahumado de 250 g, 1 lomo de rape de 150 g, 1,5 dl de nata baja en grasa o leche descremada, 3 lonchas de salmón ahumado, 4 huevos, 1 pizca de aceite de oliva, 1 pizca de pan rallado, 1 puñado de germinados frescos, sal, pimienta.
    Para la salsa: 2 cucharadas de queso fresco 0%, 1 pizca de mostaza tipo Dijon, 1 pizca de rábano picante, 1 pizca de salsa de soja pimienta molida.
    En una sartén con aceite se sofríen la cebolleta y el puerro, añadiendo una pizca de agua para que quede menos graso. Se unta un molde con aceite y se espolvorea con pan rallado. Se corta el rape en dados y se salpimenta. Se incorporan al sofrito la salsa de tomate y la nata y se le da un hervor. Se agrega el pescado, se hierve 1 minuto y se retira del fuego. Se bate bien, se añaden el salmón y los huevos batidos, se salpimenta y se vuelve a batir. Se vierte en el molde y se pone al baño maría hasta que cuaje (unos 25 minutos). Se deja enfriar antes de refrigerar. Para la salsa: se mezclan los ingredientes y se salpimentan. Se desmolda el pastel y se sirve en rodajas con la salsa y unos germinados frescos.
    -Fruta con yogur y azahar: 2 cucharadas soperas de agua de azahar, 1 puñado hermoso de albaricoques secos en dados gruesos, 1 puñado hermoso de dátiles secos en dados gruesos, 1 puñado hermoso de higos secos en dados gruesos, 1 puñado hermoso de ciruelas secas deshuesadas en dados gruesos, el zumo de 1 naranja, el zumo de 1 pomelo, una pizca de miel, 1 rama de canela, 1 rama de vainilla menta fresca, 400 g de fresas limpias en cuartos, 2 dl de yogur desnatado 1 pizca de canela molida.
    Se mezclan los albaricoques, los dátiles, los higos, las ciruelas, el agua de azahar, los zumos y la miel. Se rascan los granos de la vainilla y se añaden a la mezcla junto con la canela. Se cubre el bol y se deja enfriar una hora en la nevera. Se añaden las fresas y se mezcla bien. Se corta la menta sobre la tabla en tiras muy finas. Se cubre todo con yogur y se espolvorea con la canela molida y la menta.

    TÍTULO;  EN PRIMER PLANO, 

    1. Jacob, además de tener un coeficiente de inteligencia superior al de Einstein (189 en la escala Welcher para niños), se maneja con las ...
       
      En primer plano

      Jacob Barnett. El cerebro de este niño asombra al mundo

      Cuando tenía dos años, sus maestros les dijeron a sus padres que se fueran haciendo a la idea de que su hijo nunca aprendería a leer. Hoy tiene 14, y su inteligencia deja a los científicos sin habla. Las mejores universidades del mundo se lo disputan. Esta es su historia.
      Jacob, además de tener un coeficiente de inteligencia superior al de Einstein (189 en la escala Welcher para niños), se maneja con las matemáticas y las ciencias de forma prodigiosa desde niño. Hace tres años estaba obsesionado con una ecuación concreta.
      Las cifras y operaciones llenaban la pizarra que le habían regalado sus padres e invadían incluso los cristales de las ventanas de su cuarto. Abrumados por su obsesión el niño había dejado de comer y hasta de dormir, sus padres pidieron consejo a un reputado astrofísico. El especialista les dijo que su hijo no solo estaba explorando un terreno virgen hasta ahora en el mundo de la física (lo que ya era muy raro), sino que, en caso de que sus teorías se revelaran como ciertas, su logro sería digno del Nobel. Su madre, Kristine Barnett, profesora de Enfermería, no estaba segura de que lo mejor para su hijo fuera ir a la universidad tan pequeño. Pero todo el mundo le decía lo mismo: lo peor para él sería no ir.
      Jacob tiene hoy 14 años y está sentado junto con sus padres en el sofá del salón. Su padre, Michael, es el encargado de una tienda de móviles. En un barrio obrero como el suyo, muy pocos van a la universidad, y menos aún a los 11 años. A Jacob le diagnosticaron el síndrome de Asperger cuando tenía dos años. Hoy, no da la impresión de ser autista; a veces se muestra un poco raro, eso es todo. El Asperger sigue ahí, pero no resulta evidente. «Estoy hablando con usted, ¿no? apunta el muchacho. Estoy estableciendo contacto visual».
      Su capacidad para relacionarse con los demás es el fruto de horas de años, más bien de dura dedicación por parte de su madre. Ella siempre le insistió en que siguiera con sus aficiones, pero que no se olvidara de salir con los demás chavales del barrio. Con el tiempo, el pequeño fue acostumbrándose a ir al cine con otros chicos 'normales'... por mucho que él no fuera precisamente muy 'normal'. A los tres años de edad, Jacob era capaz de memorizar la arquitectura de las ciudades y reconstruirla con palillos. A los cuatro no tenía problema en memorizar el mapa completo de los Estados Unidos y también podía interpretar una pieza de música clásica al piano tras haberla escuchado una sola vez... Y sin que nadie le hubiera enseñado a tocar.
      Su madre se dio cuenta de que el talento de su hijo sobresalía sobre todo en Física y Matemáticas. A los ocho años, el pequeño empezó a asistir a cursos de Matemáticas, Astronomía y Física en la universidad de su ciudad. Poco después hizo un curso preuniversitario (Jacob había completado sus estudios de secundaria sin pisar el instituto más que para los exámenes, tras haberlos preparado en el hogar familiar). En el aula universitaria tenía que subirse a una silla para llegar a la pizarra y explicar esta o aquella teoría a los demás alumnos.
      A los 11 años, Jacob dejó de dormir por las noches para desarrollar sus propias teorías físicas. Los cristales de las ventanas estaban cubiertos de números garabateados con rotulador. Había llegado el momento de que entrar en la universidad. «Entre unos y otros recuerda Kristine, me lo dejaron muy claro: Jake tenía que ir a la universidad. Nuestro hijo no iba a sentirse a gusto en la vida hasta que lo dejáramos ingresar de una vez».
      El pasado verano, Jake ha sido contratado por la universidad en calidad de investigador. Ha pronunciado una prestigiosa conferencia TED en Nueva York, ha sido invitado a trabajar en un proyecto secreto del Gobierno y también ha recibido una invitación para estudiar en China. Hoy día está cursando un máster en física cuántica. Las mejores universidades del país se lo disputan. «No está nada mal, sobre todo para un niño del que decían a los dos años que nunca aprendería a leer», apostilla su madre. Jacob tiene mucho éxito con las chicas, explica Kristine. Las chavalas se arremolinan a su paso y gritan su nombre. El propio Jacob comenta que estuvo saliendo con una chica del barrio, pero que lo dejaron, y que las chicas «con tanto oropel» no le dicen nada en absoluto. ¿Con tanto oropel? «Sí, ya me entiende: esas chicas que andan cubiertas de pendientes, collares y demás». Cuando tan solo tenía 14 meses, Kristine reparó en que su pequeño parecía perdido en su propio mundo, un mundo al que ella no tenía acceso. Los médicos emitieron una sucesión de diagnósticos aterradores, con el vaticinio de que en el futuro iba a tener problemas muy graves.
      La educación escolar al uso estaba descartada. Jacob empezó a pasar largos ratos con la mirada fija en su mantita de niño (Kristine hoy cree que estaba estudiando los patrones geométricos del tejido) o con los ojos puestos en una sombra en la pared, sin mover un músculo durante horas. No reaccionaba cuando veía un globo ni sonreía a su madre. Ella lo recuerda así: «Daba la impresión de que Jacob desaparecía un poco cada día. Yo estaba desesperada». Todo empezó a cambiar en 2002, cuando sus padres se dieron cuenta de que su hijo tenía fijación por un manual universitario de astronomía que había encontrado tirado en el suelo de una librería. Cuando Kristine lo llevó al planetario de la ciudad, se dio cuenta de que había asimilado todas y cada una de las explicaciones de ese libro. Los presentes se quedaron boquiabiertos. Jacob empezó a leer más y más y Kristine vio que su pequeño volvía a la vida. «Fue asombroso. Vi que salía del autismo, porque tomé la decisión de alimentar sus intereses instintivos».
      Las voces 'profesionales' le habían condenado a estudiar en una escuela especial para autistas, en la que hoy seguramente seguiría languideciendo. Sabiendo lo que ahora sabemos sobre Jacob, la idea pone los pelos de punta. Cuando comenzó a hablar y a sonreír (el síndrome de Asperger no suele implicar la pérdida del habla, lo que en opinión de Kristine indica que Jacob era todavía más autista de lo que pensaban los expertos), su madre hizo que abandonara la terapia y la educación especial para autistas y asumió personalmente ambas labores, fiándolo todo a su instinto. «Casi nadie estaba de acuerdo conmigo, pero algo me decía que era lo que mi hijo necesitaba; yo lo tenía claro. A veces es verdad eso de que una madre sabe qué es lo mejor para ti», dice.
      Jacob Barnett se ha pasado la vida entera sometido a pruebas, test y exámenes. Con resultados positivos siempre, brillantísimos en ocasiones. Razón por la que me animo a hacerle mi propia batería de preguntas. «¿Quién es tu héroe?», le pregunto. «Feynman», responde, en referencia a un premio Nobel de Física ya fallecido. «¿Tu videojuego preferido?». «No me interesan», asegura. «¿Qué te hace feliz?», le pregunto. «La física». «¿Qué música oyes en el iPod?». «No tengo iPod». «¿Hay cosas que te angustien?». Silencio.  Entonces, Jacob se echa a reír. «Me preocupa el hecho de que en este momento tendría que estar estudiando Mecánica Cuántica», dice. Suelta una carcajada y añade: «No, no, nada de eso... No creo tener ninguna preocupación especial». «¿Qué puedo decir?, apunta de repente. Estoy acostumbrado a responder preguntas muy diferentes, pero no de este tipo. No sé qué decir». «¿Cómo explicarías tu concepción del mundo?». «¿Qué puedo decir...? responde. Yo veo el mundo de una forma mucho más científica que los demás. Puedo ver todas las sombras que hay en esta habitación, con sus distintos matices, fijándome en esa de ahí y en esa otra...».
      Kristine explica: «No sé en qué momento Jake se dio cuenta de que era un niño prodigio, pero con el tiempo llegó a comprender lo muy diferente que era. A veces estaba tumbado bajo un árbol y, de pronto, le oíamos soltar una risita y musitar: '4596'. Acababa de contar el número de hojas del árbol». Jake me lleva al cuarto de estudiar de su hijo lo llaman 'el laboratorio'. Por las noches, Jake no se desviste ni se tumba. Trabaja sentado en un sillón y a veces, sencillamente, se queda adormilado. Aunque no por mucho tiempo. Si se encuentra excepcionalmente fatigado, es posible que eche una siesta corta. El laboratorio es un pequeño despacho pintado en azul, con estantes llenos de libros: los tomos de Feynman sobre física cuántica, las obras de Stephen Hawking, manuales de mecánica estadística avanzada, química y física del láser. En las paredes hay unas pizarras de casi dos metros cubiertas por largas ecuaciones serpenteantes. «¿Estás trabajando en todo esto?», pregunto. «¿En esto? No, no, nada de eso. Hice estas ecuaciones para ayudar a mis hermanos pequeños». Jake quiere ser profesor de Física o investigador. Su madre apunta: «Lo que nosotros queremos es que sea feliz y tenga sus amigos». Para ella, los amigos, la familia y las relaciones sociales son lo más importante. Hoy, a pesar de tener solo 14 años, las mejores universidades estadounidenses se lo disputan y también le han llegado ofertas de Oxford, del CERN en Suiza, del MIT...
      «En su momento etiquetaron a mi chaval de una forma determinada, y no me gustaría que ahora lo etiqueten como un niño prodigio. Hay gente que no se lo toma en serio. Otros le piden que recite cosas y lo tratan como un fenómeno de circo».La madre está preocupada. su hijo ha aparecido en la televisión, en la revista Time, en un sinfín de periódicos. La atención de los medios ha hecho que Kristine haya decidido escribir un libro con su experiencia. Y también está previsto el rodaje de una película sobre él. «¿Cuándo piensa dejar que Jake vuele por su cuenta?», le pregunto. Al fin y al cabo, los niños prodigio no siguen siendo niños eternamente. «No hay pruebas fehacientes de que los niños prodigio se 'quemen' antes de tiempo responde. Eso solo sucede con los niños que tienen padres obsesionados porque alcancen el éxito a toda costa. Yo envidio a esas madres que tienen claro lo que sus hijos van a hacer, aunque solo sea asistir al baile anual del instituto; yo no tengo ni idea de lo que vamos a hacer o dónde vamos a estar viviendo en el futuro próximo. A Jake lo han invitado a ir a China, a desarrollar armas nucleares en un laboratorio secreto, a vivir en una residencia universitaria en la costa este... ¡pero no tiene más que 14 años! Todo el mundo piensa en lo que sería mejor para la ciencia, pero yo tengo que pensar en lo que es mejor para Jake. Aún es un niño». Más tarde, en un momento de debilidad, Kristine vuelve a expresar su inquietud y se pone a llorar. «¡Es mi niño, mi niño...!», gime, enjugándose las lágrimas. «Siempre me he visto obligada a pensar tanto en sus necesidades educativas como en sus necesidades sociales...».
      Kristine es, en muchos aspectos, una madre prototípica de los Estados Unidos. Pero resulta que sus otros dos hijos, Wes de 12 años y Ethan de 9, también tienen unos coeficientes de inteligencia elevadísimos. Ambos han cursado los estudios de secundaria en casa y en este momento siguen cursos científicos de nivel universitario. El padre reconoce que tanto él como su mujer han sido analizados y han descubierto que cuentan con coeficientes de inteligencia muy altos, pero que él no está dispuesto a dejar su empleo en la tienda de telefonía para ponerse a estudiar otra vez, y tampoco Kristine quiere dejar las clases de Enfermería ni sus labores en el centro que atiende gratis a niños autistas o con otros problemas, creado a raíz de lo sucedido con su propio hijo. En el libro, Kristine escribe: «La historia de Jake es importante para todos los niños. Aunque mi hijo tiene unas dotes únicas, su historia demuestra que es posible dar con aquello que resulta extraordinario en nosotros y hasta apunta a la posibilidad de que el 'genio' no sea tan raro como creemos. Si consigues alimentar la chispa que todo niño lleva dentro concluye, los resultados siempre van a ser mucho mejores de lo esperado».
      En su momento, los padres de Jake se sintieron aterrados por la perspectiva de desatender los consejos de los profesionales, pero «el instinto me decía que, si Jake seguía asistiendo a la escuela de educación especial, todo iría a peor. Decidí fiarme del instinto y abrazar la esperanza en lugar de renunciar a ella explica Kristine. No iba a perder tiempo ni energía tratando de convencer a los médicos y psicólogos de su escuela de la necesidad de cambiar sus métodos de trabajo.
      Mi propósito no era combatir el sistema ni imponer mis criterios. En lugar de contratar abogados y expertos para hacer que Jake consiguiera los servicios que necesitaba, lo que haría sería darlo todo por él y hacer cuanto considerase necesario para ayudarlo a alcanzar su potencial al completo... Fuera cual fuese dicho potencial. El resultado fue que tomé la decisión más importante de mi vida. Una decisión que conducía al enfrentamiento con los expertos y hasta con mi propio marido. ¡Ese día decidí alimentar aquella afición que tanto apasionaba a Jake. Quizá estaba tratando de aprender a leer con esas tarjetas alfabéticas que tanto le gustaban; era posible que no. En cualquier caso, en lugar de quitárselas de las manos, lo que iba a hacer era asegurarme de que tuviera tantas tarjetas como quisiera».
      «El día que la profesora me dijo que mi hijo nunca podría aprender a leer» (Extracto del libro 'The Spark' ('la chispa'), cuando la madre de Jake planta cara a las autoridades).
      Noviembre de 2001. Jake tiene tres años.
      -Señora Barnett, me gustaría hablar con usted sobre esas tarjetas alfabéticas que le da a su hijo y con las que Jacob se presenta en la escuela...
      -Jake y yo estamos sentados en la sala con su profesora de educación especial. A Jake le gustaban aquellas tarjetas de vivos colores más que ninguna otra cosa en el mundo, del mismo modo que un peluche o una mantita lo son todo para otros niños pequeños. Las tarjetas las vendían en el mostrador del supermercado donde solía hacer la compra. Los demás niños siempre aprovechaban para meter chocolatinas o cajas de cereales en las cestas de sus madres, pero lo único que Jake metía en mi bolsa eran aquellos sobres con las tarjetas alfabéticas.
      -Verá, no es que yo le dé las tarjetas para que las lleve a la escuela. Lo que pasa es que Jake las coge cuando sale por la puerta. No sabe lo que me cuesta quitárselas... ¡Hasta se las lleva a la cama!La profesora de Jake se revolvió incómoda en el asiento.
      -Quizá sea bueno que no se haga muchas ilusiones en lo referente a Jacob, señora Barnett. En la escuela, sencillamente tratamos de formarlo para que pueda valerse por sí mismo el día de mañana, para que aprenda a vestirse solo, por poner un ejemplo.
      -Su voz era amable, pero la mujer estaba determinada a hablarme con claridad.
      -Sí, sí, claro... En casa también hacemos lo posible por que aprenda a valerse por sí mismo.
      -Creo que no me he explicado bien, señora Barnett. Lo que quiero decirle es que seguramente será mejor que no se esfuerce en que Jacob aprenda el alfabeto.
      -En ese momento comprendí todo cuanto la profesora de mi hijo estaba tratando de decirme. Su intención era hacerme saber claramente lo limitados que eran los objetivos de un programa de educación especial. No me estaba diciendo que aquellas tarjetas fueran prematuras para un niño de su edad. Lo que me estaba diciendo era que no nos molestáramos en enseñarle el alfabeto a Jake, porque no le creían capaz de aprender a leer. Fue devastador. A Jake le habían diagnosticado autismo, y yo finalmente empezaba a entender que no había la menor posibilidad de que mi hijo tuviera una educación normal.Me había pasado casi un año asomándome al incierto abismo del autismo. Había visto impotente cómo Jake había perdido capacidades tan normales como la de leer o hablar. Pero no iba a permitir que alguien descartara de un plumazo el potencial que mi hijo tenía a la tierna edad de tres años, fuera o no autista. Curiosamente había perdido la esperanza de que Jake un día aprendiera a leer, pero no estaba dispuesta a aceptar que otros establecieran un límite de lo que podíamos esperar de nuestro hijo. Esa mañana, me sentí como si la profesora de Jake hubiera cerrado su futuro de un portazo.



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