Las batallas del verano
Es una de las grandes imágenes del verano. 7.500 personas se bañan en 75.000 litros de vino. Ríos de rioja tiñen de morado cuerpos, ropas, la tierra, las laderas y el cerro donde se celebra la Batalla del Vino.
La contienda continúa bajando los 800 peldaños que culminan en un chapuzón en acantilados cántabros vigilados por un faro desconocido.
En las alturas buscamos la mejor piscina, el mejor cóctel y la mejor puesta de sol entre azoteas y, cuando ganamos el cielo, nos vamos a otra guerra: la que libran los turistas recreando batallas en cientos de pueblos españoles.
El Faro del Caballo. Rías, playas, grandes acantilados. En los 220 kilómetros que forman la costa cantábrica hay un lugar escondido al que sólo es posible llegar bajando (para luego volver a subir) 800 escalones. Atravesar el Monte Buciero, bordear el acantilado, horadar bosques de laureles y espinos tiene su recompensa: un chapuzón en las aguas turquesas y frescas del Cantábrico, bajo la mirada del Faro del caballo en la entrada de la Ría de Santoña, donde pelean aguas dulces y saladas.
De azotea en azotea. Buscamos la mejor piscina, el atardecer más impresionante, las vistas más deslumbrantes sobre los tejados de Madrid. El turismo urbano está en auge. Además de museos, ir de compras y vivir otras experiencias, la oferta turística se ha subido a las alturas para que el viajero desconecte del asfalto tomando tapas a 20 metros de altura, remojando el calor en una piscina con vistas a los tejados de la ciudad, degustando un coctel ante el atardecer más céntrico de Madrid. Es la ciudad española que más turistas recibe: el combate mueve cerca de nueve millones de visitantes al año.
Turistas de batalla. Ser gladiador, emperador romano o soldado de la segunda Guerra Mundial es la nueva manera de conocer un destino. Lo llaman turismo de batalla y está de moda. Javier es protésico dental y Maribel enfermera. Se van a la guerra en un cuatro por cuatro de 1943. Tienen cita en la plaza de Navalcarnero, en esta localidad madrileña serán soldado y enfermera de la Segunda Guerra Mundial. En las calles del pueblo caen obuses, se esquivan ráfagas de metralla y los portales se defienden con sacos de arena. Hay quien muere, dicen, bastante bien. Los pueblos desconocidos se ponen en el mapa con esta nueva manera de atrapar al viajero. El negocio mueve en España cien millones de euros al año.
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Wifi y chicharras
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En los pueblos serranos de Extremadura, la siesta es un cielo con tele,.
Extremadura en verano. Sentado bajo una parra, junto a un rosal, rodeado de macetas con helechos y ciruelos ornamentales. Un crepitar de chicharras lo domina todo. En Cáceres y en Badajoz sería imposible escribir a esta hora bajo una parra, al aire libre, con 37 grados a la sombra. Aquí hace cinco grados menos y se soporta bien la hora de la siesta. Estoy en la Extremadura fresquita, una de esas comarcas serranas donde los bosques de castaños y robles atemperan el sofoco y endulzan las noches.
Entran señores vestidos con ropas verdes, que saludan con amabilidad. Son guardianes del bosque. De ellos depende que esta región tenga futuro más allá del cambio climático y de las barbaridades. Toman un café con hielo de un sorbo y salen a la siesta. Hay alerta naranja y el bosque parece un tesoro a punto de ser arrebatado. Solo ellos lo protegen.
Enfrente de mi mesa, un grupo de abuelos, padres y nietos se fotografían. Hace un rato, estaban comiendo paella y cabrito. Celebraban la reunión familiar anual. Los padres emigraron a Madrid en los años 70. Les fue bien. Los hijos estudiaron. Los escucho hablar. Uno llegó ayer de Singapur. Tenía que haber hecho escala en Estambul, pero el golpe de estado desvió su vuelo. Otro estaba en Lima. El resto han llegado desde Valencia, Bilbao y Barcelona. Todos son profesionales, liberales, modernos, triatletas, fotógrafos, alpinistas.
Extremadura es así: un remanso. Calor soportable, crepitar de chicharras, siestas reconfortantes, familias felices que se reencuentran, la tele siempre encendida. Lo de la tele en los bares y restaurantes de nuestros pueblos requiere un estudio para el que no me siento capaz. Yo intuyo que está encendida a todas horas, aunque nadie, absolutamente nadie, la mire ni la escuche porque sigue siendo un símbolo del lujo. A los dueños del local, lo del wifi, que es el verdadero lujo moderno, les parece una cosa de la Junta, como la accesibilidad y los baños para discapacitados: te dan subvención para que la instales y la instalas. Punto. La tele es otra cosa, eso sí que es un lujo. Cuando compraron la primera tele en color, el pueblo entero pasó por el bar. Ahora, con los canales digitales, el pueblo entero viene a ver el fútbol. Así que la tele, siempre encendida, que se note la categoría.
Pero la verdadera categoría de estos hoteles de pueblo es el wifi. En las últimas semanas, he padecido las redes inalámbricas inútiles y llenas de publicidad de hoteles lujosos de Madrid y Barcelona, que te clavaban en la cuenta y te hacían padecer para poder leer el HOY digital. Aquí, en este pueblo serrano y perdido de la provincia de Cáceres, el wifi entra como un tiro en la terraza, en la habitación más alejada, en los salones. Además, te ponen unos zumos de naranja que ni en el Ritz y por cuatro euros te sirven unos huevos fritos con patatas en su punto.
Entra un paisano con boina. Y saluda. Entra una pareja del pueblo, jóvenes, ella, muy guapa y salerosa, él, fuertote y barbudo. Saludan. En la tele, una peli de amor y celofán propia de la siesta. El wifi no falla. Las chicharras no callan. ¿Será así el cielo? ¿Con tele y todo?,.
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