¡ ATENCION Y OBRAS ! CINE,.
¡Atención y obras! es un programa semanal que, en La 2, aborda la cultura en su sentido más amplio, con especial atención a las artes escénicas, la música, los viernes a las 20:00 presentado por Cayetana Guillén Cuervo, etc, foto,.
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Siempre pedimos (a la Providencia los creyentes; al azar los escépticos) que la vida nos conceda segundas oportunidades para reparar nuestros errores del pasado. Y el caso es que la vida nos las concede; sólo que nosotros somos tan tercos que las dejamos pasar ante nuestras narices sin darnos cuenta.
Hace unos meses coincidí en un sarao con un hombre menudo, de mirada irónica y astuta, que me asaltó y me preguntó si lo recordaba. Su fisonomía me resultaba muy familiar, pero (como otras muchas veces me ocurre, para mi bochorno) fui incapaz de ubicarla, entre la turbamulta de recuerdos que guardo sin ordenar en el desván de la memoria. Ante mis dubitaciones, el hombre se presentó muy delicadamente.
Era el poeta y crítico José Luis García Martín, director de la revista literaria Clarín, en la que estrené mis primeras armas, veinte años atrás. Me disgusté por no haberlo identificado al instante, pues llegué a tener con él gran amistad, allá en mi juventud ardiente de metáforas, y muchas veces fue confidente de mis desazones literarias (y tal vez también de las vitales, aunque por entonces vida y literatura formaban para mí una sustancia indistinta). Pero aquella amistad se desvaneció de repente, en medio del carrusel de vértigos que me trajo una etapa de mi vida que ahora me parece lastimosa.
García Martín me propuso, a la conclusión del sarao, que tomásemos un café juntos; y entonces le pregunté cuál había sido la causa de nuestra ruptura, que honestamente no podía (¡tampoco!) recordar. García Martín, mucho más memorioso que yo, me la explicó; y me pareció una causa pueril (yo imaginaba que habría sido algún acontecimiento traumático), tan pueril que sólo podía explicarla mi fatuidad. Y es que yo he llegado a ser muy fatuo, allá en mis años de éxito; y, aunque arrepentido, en el pecado llevo la penitencia.
Pero la nimiedad que había provocado aquella ruptura (en la que tal vez también cooperase García Martín, pues dos no riñen si uno no quiere, y además él es de natural picajoso, más cínife que tábano) resultaba todavía más desquiciada y dolorosa, considerando que fui muy feliz colaborando en Clarín, aquella ovetense «Revista de Nueva Literatura» en la que durante años publiqué una serie de semblanzas de escritores bohemios titulada Desgarrados y excéntricos.
Es cierto que uno siempre tiende a mitificar sus comienzos, pero no es menos cierto que aquella colaboración en Clarín fue uno de mis mayores alborozos literarios; tan grande que hace palidecer mis alborozos de hogaño, tal vez porque todo en nuestra vida palidece, cuando lo comparamos con el oro de la juventud. Y el caso es que, dos décadas después, Clarín seguía viva y coleando, fiel a su cita bimensual con sus lectores, según me contó con legítimo orgullo García Martín; esta supervivencia heroica se me antojó un milagro (y ante el milagro uno no puede reaccionar sino con alborozo, con renovado alborozo).
Recordé, como en una celebración de la nostalgia, el papel ahuesado de la revista, que tanto me gustaba oler y acariciar; recordé su tipografía esmerada, sus rótulos de color siena o almagre desvaído, sus portadas siempre elegidas con irreprochable gusto; recordé también a sus colaboradores más asiduos (algunos por entonces jóvenes como yo mismo, a quienes el tiempo ya habrá plateado las sienes; otros ya entonces veteranos, que hoy saludarán la vejez); y pensé, con una mezcla de envidia y melancolía, que en los veinte años que habían transcurrido desde entonces, otros jóvenes robustos de ardor e ilusiones habrían ocupado el hueco que los tibios como yo habíamos dejado.
Mientras hablaba con García Martín, se iba reavivando en mí el anhelo de volver a escribir en Clarín, como un manantial que ha sido cegado y de repente vuelve a fluir, reverdeciendo la tierra agostada, barriendo con su ímpetu las brozas de tantos desencantos.
Deseé ardientemente que García Martín me lo pidiera, aunque me pareció improbable que lo hiciese, porque mi nombre, embadurnado de cienos, ya no luce como antaño; y, además, García Martín no paraba de lanzarme pullitas, fiel a su estilo eutrapélico o malévolo. Pero de repente, no sé si inspirado por la Providencia, me preguntó a bocajarro. «¿Te apetecería volver a escribir en Clarín?».
Me emocionó su generosidad; y aproveché aquella segunda oportunidad que la vida me brindaba. Así que ya estoy, como el hijo pródigo de la parábola, de regreso en la revista, con una serie de cuentos que he pensado titular Figuras de la Pasión. Y en la que pondré el alborozo de aquellos años juveniles, en los que el corazón me palpitaba como un pájaro, cada vez que un nuevo número de Clarín llegaba a mi buzón.
TITULO: LA CARTA DE LA SEMANA - VIAJANDO CON CHESTER - UNA HISTORIA DE ESPAÑA ( LXVII ),.
VIAJANDO CON CHESTER
Viajando con Chester es un programa de televisión español, de género
periodístico, presentado por Pepa Bueno, en la cuatro los domingos las 21:30, foto, etc.
UNA HISTORIA DE ESPAÑA ( LXVII ),.
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Ayer me quedé de pasta de boniato. Estaba a punto de entrar en una librería y coincidí en la puerta con una señora. Al menos, creí que lo era. Una mujer sobre los cuarenta años, normalmente vestida, quizá con un punto demasiado juvenil para su edad. Por lo demás, de aspecto agradable. Ni elegante ni ordinaria. Ni guapa ni fea. Coincidimos en la puerta, como digo, viniendo ella de un lado de la calle y yo de la dirección contraria.Y en el umbral mismo, por reflejo automático, me detuve para cederle el paso. Desde hace casi sesenta años su trabajo les costó a mis padres, en su momento eso es algo que hago ante cualquiera. mujer, hombre, niño; incluso ante los que van por el centro de Madrid en calzoncillos y chanclas, torso desnudo y camiseta al hombro, impregnando el aire de aroma veraniego; tan desahogados, ellos y la madre que los parió, como si estuvieran en el paseo marítimo de una playa o vinieran de chapotear en la alberca del pueblo.
Me detuve en el umbral, como digo. Para cederle el paso a la señora, igual que se lo habría cedido al lucero del alba. Incluso a mi peor enemigo. Hasta a un inspector de Hacienda se lo habría cedido. Pero mi error fue considerar señora a la que sólo era presunta; porque al ver que me detenía ante ella, en vez de decir «gracias» o no decir nada y pasar adelante, me miró con una expresión extraña, entre arrogante y agresiva, como si acabara de dirigirle un insulto atroz, y me soltó en la cara. «Eso es machista».
Oigan. Tengo sesenta y cuatro tacos de almanaque a la espalda, y entre lo que lees, y lo que viajas, y lo que sea, he visto un poco de todo; pero esto de la señora, o la individua, en la puerta, no me había ocurrido nunca. En mi vida. Así que háganse cargo del estupor.
Calculen el puntazo de que eso le pase a un fulano de mis años y generación, educado, entre otros, por un abuelo que nació en el siglo XIX, y del que aprendí, a temprana edad, cosas como que a las mujeres se las precede cuando bajan por una escalera y se les va detrás cuando la suben, por si les tropiezan los tacones, que cuando es posible se les abre la puerta de los automóviles, que uno se levanta del asiento cuando ellas llegan o se marchan, que se camina a su lado por el lado exterior de las aceras «Que no digan que la llevas fuera», bromeaba mi padre con una sonrisa y cosas así. Calculen todo eso, o imagínenlo si su educación familiar dejó de incluirlo en el paquete, y pónganse en mi lugar, parado ante la puerta de la librería, mirando la cara de aquella prójima.
Habría querido disponer de tiempo, por mi parte, y de paciencia, por la de ella, para decir lo que me hubiera gustado decirle. Algo así como se equivoca usted, señora o lo que sea. Cederle el paso en la puerta, o en cualquier sitio, no es un acto machista en absoluto, como tampoco lo es el hecho de no sentarme nunca en un transporte público, porque al final acabo avergonzándome cuando veo a una embarazada o a alguien de más edad que la mía, de pie y sin asiento que ocupar. Como no lo es ceder el lugar en la cola o el primer taxi disponible a quien viene agobiado y con prisa, o quitarte el sombrero porque algunos, señora o lo que usted sea, usamos a veces panamá en verano y fieltro en invierno cuando saludas a alguien, del mismo modo que te lo quitas que para eso también lo llevas, para quitártelo cuando entras en una casa o un lugar público.
Así que entérate, cretina de concurso. Cederte el paso no tiene nada de especial porque es un reflejo instintivo, natural, que a la gente de buena crianza, y de ésa todavía hay mucha, le surge espontánea ante varones, hembras, ancianos, niños, e incluso políticos y admiradores de Almodóvar. Ni siquiera es por ti. Ni siquiera porque seas mujer, que también, sino porque la buena educación, desde decir buenos días a ceder el paso o quitarte la puta gorra de rapero, si la llevas, facilita la vida y crea lazos solidarios entre los desconocidos que la practican.
Y, bueno. Me habría gustado decir todo eso de golpe, allí mismo; pero no hubo tiempo. Tampoco sé si lo iba a entender. Así que permanecí inmóvil, mirándola con una sonrisa que, por supuesto, le resbaló por encima como si llevara un impermeable; porque al ver que me quedaba quieto y sin decir nada, cruzó el umbral con aire de estar gravemente ofendida. «Lo he hecho polvo», debía de pensar. Y yo la vi entrar mientras pensaba, a mi vez. No es por ti, boba. Sé de sobra que no lo mereces. Es por mí. Por la idea que algunos procuramos mantener de nosotros mismos.
Algo que, mientras te veo entrar en esa librería que de tan poca utilidad parece serte, me hace sonreír con absoluto desprecio.
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