domingo, 29 de junio de 2014

EL BLOC DEL CARTERO, MIS MUNDIALES ( Y III) / SILENCIO POR FAVOR,.La chica de la tienda / LA CARTA DE LA SEMANA,.EL TORNILLO DEL GRAF SPEE--

TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO, MIS MUNDIALES ( Y III),.
  1.  
    Y llegó Sudáfrica. Y la historia cambió por fin, después de tantos años de sequía, de esperanzas quebradas, de malditismos inexplicables.-foto
     
    Y llegó Sudáfrica. Y la historia cambió por fin, después de tantos años de sequía, de esperanzas quebradas, de malditismos inexplicables. La tradicional mala suerte de la selección se transformó en bendita fortuna, en forma de tobillo de Iker, de penalti fallado por los adversarios o de remate al poste en el último minuto. Ya no era cosa de los penaltis de Eloy o de Joaquín, del codazo a Luis Enrique o el 'no gol' del gran Cardeñosa. La suerte esta vez se alió con el talento de los jugadores españoles... y el combinado nacional, partido a partido, montaña a montaña, llegó a la cumbre de la cordillera.
    Todos los comentaristas de todos los campeonatos acostumbran a inflar las posibilidades de triunfo de sus equipos con el objeto de llamar la atención de los aficionados y espectadores. Por ello nunca fue raro escuchar que España era una de las favoritas. Lo fue siempre que comenzaba un mundial. Luego, claro, pasaba lo que pasaba. En esta ocasión, cuando escuchaba a los compañeros de deportes afirmar sin cortarse que nuestro equipo era uno de los grandes candidatos al título, algo me decía que tenían parte de razón, pero que para llegar hasta una final había que sortear tantos obstáculos que no sería extraño sucumbir ante alguno de ellos.
    El mismo inicio del campeonato lo confirmó: caer ante la modesta Suiza invitaba a pensar que no había nada que hacer, que la mala suerte se cebaba con España, que todos sabían cómo jugarle a la campeona de Europa y que el chasco podía ser monumental. Pues no. En 2010 se demostró que la adversidad puede ser vencida. Cayeron Honduras y Chile y el susto se pasó. Y a la poderosa Portugal de Cristiano y compañía se la venció no sin susto ni tensión. Y ante Paraguay brilló la fortuna que faltó en anteriores torneos. Y ante Alemania se sufrió, pero se venció con raza, casta, entrega. Y Holanda fue la demostración de la impotencia ante el toque virtuoso de unos hombres con goznes bien engrasados. El hatajo de cerdos vestidos de futbolistas que masacraron a patadas a los españoles no pudieron parar finalmente el hambre de triunfos de unos muchachos que representaban a una afición con demasiadas frustraciones a la espalda.
    Casillas alzó la Copa, y nosotros nos echamos a la calle vestidos con camiseta roja e izando banderas españolas en los mástiles de cada brazo y cada mano. Se dio un caso curioso: todos los que torcían permanentemente el gesto por la exhibición de la bandera española consideraron que en el ámbito deportivo ello era tolerable. Daba la impresión de que mesnadas de españoles estaban agazapados a la espera de hallar una oportunidad de blandir banderas sin ser sospechosos de parecer unos cavernícolas. Gracias a esa condescendencia progre, los que salieron salimos vestidos de España lo hicieron hicimos con la tranquilidad de homologarnos a ciudadanos de todo el mundo cuando celebran sus éxitos colectivos.
    Aquella noche en Sanlúcar de Barrameda, con todo abierto, la gente brindando, cantando por la calle, los pasacalles de bar en bar y venga banderas y banderas, resultó inolvidable. Solo por esa noche valieron la pena los nervios, las contrariedades, los disgustos, las decepciones y los cabreos de tantos años vagando de campeonato en campeonato, siempre eliminados por gente que no era necesariamente mejor. Solo por esas horas saboreando la sensación de pertenecer a la comunidad cuyo equipo resultaba ser campeón del mundo valieron la pena los venablos, insultos, injurias, dicterios, mofas, invectivas y vituperios clamados a lo largo de estos años. Y no dejemos atrás las blasfemias, que han sido irreproducibles, como las maldiciones o los reniegos que han salido de mi boca y de la boca de todos los seguidores de la selección a lo largo de los años descritos en esta serie de artículos. La edición de hogaño ha sido un rotundo fracaso, un triste y lamentable fin de ciclo, pero Sudáfrica puso el contador a cero. No importa lo pasado antes de aquel verano. Importa lo que está por llegar... Que volverá a llegar.

    TÍTULO: SILENCIO POR FAVOR, La chica de la tienda,.

    No cabe duda que todas las etapas de la vida son lindas. Sin embargo, para una gran mayoría, la adolescencia es la más bella de todas porque es cuando se (foto) producen los cambios emocionales más sorprendentes, Es la edad de las nuevas sensaciones y emociones y, al mismo tiempo, de grandes incertidumbres y temores, de las primeras relaciones amorosas, del primer beso y de ese “inolvidable y único gran amor”. Es cuando empezamos a asistir a las fiestas para conocer a las chicas y nos convertimos en protagonistas de las más inesperadas aventuras.
    Es en esta bella etapa de nuestra vida que nos damos cuenta que, de pronto, nuestro corazón late a más velocidad no solo cuando corremos, saltamos, bailamos o subimos una montaña sino, sobre todo, cuando conocemos a alguien que nos atrae y creemos que es la chica de nuestros sueños.
    Esta es también la etapa de nuestras solitarias luchas contra las adversidades porque, casi siempre, nuestros padres jamás tienen tiempo para hablar con nosotros y hasta nos dan las espaldas cada vez que acudimos a ellos en busca de ayuda o de un consejo y nos vemos obligados a recurrir al amigo o al compañero de estudios quienes, generalmente, no están preparados para brindarnos una respuesta correcta y en lugar de tendernos la mano termina burlándose de nosotros y hasta de ridiculizarnos contando los secretos que les confiamos para que se rían en nuestra cara.
    Esa fue una poderosa razón para que Rafael, mi amigo y compañero de clase, no confiara en nadie. Ya estábamos en Quinto de Secundaria y aún no había descubierto lo que era el amor, mucho menos habia tenido una experiencia sexual. Era tan tímido que a veces me daba ganas de zarandearlo porque muchas de mis amigas se morían por él y, nada de nada, cero balas, cero puntos.
    Hasta que un día ocurrió el milagro. Mientras salíamos del colegio me buscó y a boca de jarro me dijo…
    –Te quiero confesar un secreto. Estoy enamorado de una chica, pero ella no lo sabe ¿Qué hago?
    –Ah, ¿Con que por fin cupido dio en el blanco? Mira hermano, la cosa es muy sencilla: Lo primero que tienes que hacer es que ella lo sepa, de lo contrario solo perderás el tiempo. Le respondí, como si fuera un experto conquistador de corazones.

    TÍTULO: LA CARTA DE LA SEMANA: EL TORNILLO DEL GRAF SPEE--

    LA CHICA GUAPISIMA Y EL PERRO Comparto con algunos amigos, más o menos frikis, la afición por pequeños objetos con historia probada, imaginada o legendaria. No soy muy ...-foto

    Comparto con algunos amigos, más o menos frikis, la afición por pequeños objetos con historia probada, imaginada o legendaria. No soy muy de fotos a la vista: de las cuatro que tengo enmarcadas en casa, una es de mis padres, otra de un antepasado bonapartista, y las otras dos son de Joseph Conrad y de Patrick OBrian. Pero objetos con memoria propia o ajena tengo a montones. O casi. Algunos están directamente relacionados con episodios concretos de mi vida: un trozo de estuco de la biblioteca de Sarajevo, la bandera descolorida de mi primer velero, la mascarilla mortuoria de Napoleón, una sortija de plata saharaui, un cargador de AK-47 atravesado por un balazo, o un cuchillo libanés cuya historia, azarosa y de juventud, tal vez les cuente algún día. Otros de esos objetos son recuerdos de familia y cosas así. Vínculos sentimentales. Entre ellos, una copa de plata de un torneo de ajedrez de 1956, abollada y con sólo un asa, y la condecoración de Santa Helena del granadero Jean Gal, abuelo de mi bisabuela, que a los dieciséis años combatió en Waterloo y murió octogenario en Cartagena. También valoro mucho un cenicero de cristal en forma de salvavidas, que me fascinaba desde niño y perteneció a un tío mío, capitán de la marina mercante. Y cuatro navajas que poseyeron, respectivamente, mi tatarabuelo, mi bisabuelo, mi abuelo y mi padre. A las que con el tiempo, supongo, alguien añadirá la mía: una bregada Aitor clásica con cachas de palisandro.
    Los objetos más interesantes, sin embargo, tienen otros orígenes. Llegaron en diversos momentos y por distintos caminos: regalos de amigos, anticuarios, azares insospechados. Uno de mis predilectos es el catalejo antiguo de ballenero, forrado en piel de cachalote, que hace tiempo me regaló Javier Marías, y cuyo tacto estremece como si te encontraras a bordo del Pequod, gritando «¡Por allí resopla!» mientras el capitán Ahab ordena arriar balleneras. También, cerca de un soberbio sable español modelo 1815 -me lo dio el pintor de batallas Ferrer-Dalmau, indignado porque la mayor parte de mis sables de caballería son franceses-, hay dos botones de uniforme del regimiento español José Napoleón, en el que se inspiró mi relato La sombra del águila, que un amigo encontró en el campo de batalla de Smolensko. No lejos de ellos, próximos a un cenicero original del restaurante Lhardy, están una pelliza de húsar de la Princesa, un remate de la regala de un navío de 74 cañones, balas de mosquete y clavos de bronce de barcos hundidos en Trafalgar -el Trinidad y el Neptuno-, y también un sable cosaco con fecha de 1917, un pequeño busto de Homero, un pisapapeles veneciano, un compás de marcaciones antiguo, una regla de cálculo náutico del siglo XVIII y una banda de música de soldaditos de plomo.
    Sin embargo, mi joya de la corona, mi frikada predilecta, está en un armario acristalado del vestíbulo, entre la maqueta de arsenal de un navío de línea y un hueso de ballena que cogí en Isla Decepción, Antártida, a finales de los 70: una pieza de bronce de una pulgada de longitud, acabada en forma de tornillo, en la que puede leerse parte de la inscripción Deutsche tec..., y que procede de uno de los tres cañones de 28 cm. de la torre Bruno del acorazado alemán Graf Spee, hundido por su tripulación frente a Montevideo en 1939, días después de su legendario combate con tres cruceros británicos. Poseo esa pieza desde hace muchos años: cuando, encontrándome en Uruguay durante una firma de libros, uno de los buzos que trabajaban en el rescate de los últimos restos de ese famoso barco, lector de mis novelas, me causó una inmensa felicidad al ponerla en mis manos. «Pensé que le gustaría tenerla», dijo con toda sencillez antes de alejarse, y ni siquiera me dio una tarjeta con la que recordar su nombre. Y ahí está, como digo. En la vitrina, para envidia de mis amigos aficionados a esta clase de cosas -Agustín Díaz Yanes, Jacinto Antón, José Manuel Guerrero, el mismo Javier Marías-, a los que cuando se dejan caer por allí suelo restregársela sin piedad por el morro; es la única posesión que ante ellos exhibo sin complejos, con desconsiderada aunque justificable chulería de propietario. Del Graf Spee, chaval, les digo. Torre Bruno, la de popa. O sea. Pumba, pumba. Igual gracias a esto le endiñaron unos cuantos cebollazos al Exeter, al Ajax o al Achilles. ¿Cómo lo ves?... Imaginen el efecto del asunto en fulanos que, como yo, se sobrecogieron de niños leyendo lo del acorazado alemán en tebeos de Hazañas Bélicas, o comiendo pipas en un cine mientras veíamos La batalla del Río de la Plata. Un tornillo del Graf Spee, nada menos. Una pulgada del bronce con que están fundidos tantos recuerdos y tantos sueños.

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