Ébola: Los héroes se quitan la máscara
Llevan en primera línea desde el
principio. En Guinea, Liberia, Sierra Leona y Mali, más de 3400 hombres y
mujeres como ellos luchan para contener un mal que se ha cobrado ya
6000 vidas. Son los trabajadores de Médicos Sin Fronteras, la
organización más activa en la lucha contra la peor epidemia de ébola de
la historia. Este es su testimonio.
«En España entras al box y hay un
paciente. Allí entras y te encuentras a 15. Te mentalizas. Te los
repartes con el compañero. Siempre trabajamos por parejas. Miras el
reloj. Calculas lo que necesitas para cada uno y te pones un límite.
Porque si pasas más tiempo con alguno al principio, luego no vas a poder
atenderlos a todos».
Luis Encinas es un enfermero de Médicos Sin
Fronteras (MSF) con mucha mili. Veinte años en misiones humanitarias,
cinco veces en primera línea contra el ébola. «En la zona de aislamiento
entras un par de veces al día. Tardas una media hora en ponerte el
traje de astronauta y 40 minutos en quitártelo. Y no estás
dentro más de una hora por el calor y la humedad. Sudas a mares. Te
mueves a cámara lenta. Si un clavo te traspasa el traje, hay que salir.
El traje debe ser una barrera infranqueable. Y el estrés es el medio en
el que trabajamos».Luis es uno de los 3400 trabajadores de MSF que le plantan cara a la epidemia. El 92 por ciento son africanos de los países afectados, personal local que trabaja codo con codo con unos 270 cooperantes internacionales de la organización. De estos, 16 son españoles. Que nadie se equivoque. No son nuestra avanzadilla para impedir que el ébola 'se escape' de África. No han ido a establecer un cordón sanitario para que durmamos tranquilos en Europa. Están allí desde el principio del brote. Su motivación es ayudar a los que lo están sufriendo. Mientras que la ONU, la Organización Mundial de la Salud y los gobiernos del Primer Mundo solo movieron ficha cuando el ébola saltó a los titulares de primera página, MSF llevaba meses desplegada en la región y al borde de su capacidad operativa.
El número de infectados por la epidemia en África Occidental ya ronda las 15.000 personas, de las cuales cerca de 6000 han muerto. Y el coste para el personal sanitario de Sierra Leona, Liberia, Guinea Conakry y, ahora, Mali (la reacción de Nigeria, Senegal y Congo, con sistemas de salud mucho más potentes, frenó la expansión) está siendo estremecedor. Unos 240 contagiados y 120 muertos: médicos y enfermeros de países como Liberia, donde hay un doctor por cada cien mil habitantes. MSF ha sufrido hasta noviembre 24 contagios y 13 muertos entre su personal, a pesar de su buena preparación y sus estrictos protocolos. Una cooperante navarra fue repatriada desde Mali hasta el hospital madrileño Carlos III tras pincharse con una aguja utilizada con un enfermo de ébola y estaba en observación al cierre de este reportaje.
«Sé qué riesgos he tomado y, sobre todo, sé los que no he tomado. He atendido a muchos enfermos. No soy ningún héroe. Ni lo quiero ser. Y tampoco soy un temerario. Solo quiero contribuir a romper la cadena del contagio. Y mi pareja y mi familia confían en mí -explica Encinas-. Hay que adaptarse. Buscar maneras de equilibrar la seguridad con la atención al paciente. Procuras tener un plan B. Por ejemplo, si para alguien es importante tomar unas hierbas naturales del curandero, porque cree que le puede ir bien, lo respetas. Estamos hablando de dignidad. No solo hay que procurar tratamiento, sino poner al paciente en el centro de nuestra preocupación».La muerte es un momento crítico que pone a prueba el equilibrio entre la dignidad y el riesgo. «En Guinea no se deja a una persona que fallezca sola. Hay que respetar eso. Siempre con un protocolo escrupuloso, siempre alerta».
Encinas no puede olvidar al niño de siete años al que tuvo que realizar el aseo mortuorio en un poblado, «el benjamín y el más listo de la familia», le explicaron. Había muerto de madrugada. «Llegamos por la mañana vestidos de calle y nos entrevistamos con el imán y el padre para explicarles el procedimiento. Nos vestimos delante de ellos y pedimos a un par de familiares que nos observaran desde lejos, para que vieran que no le robábamos el alma al niño. Teníamos que tomar una muestra de sangre, pero habían pasado muchas horas y tuve que hacerle una punción pericárdica. No tengo hijos, pero si hubiera sido padre quizá no hubiera podido. Luego lo lavamos, lo vestimos con la ropa que nos dieron, cerramos la bolsa mortuoria y señalamos con una marca dónde estaba su cabeza. Los rezos debían orientarse hacia la Meca. El padre me dijo que era el quinto familiar que perdía por el ébola en un mes».
Siempre es a vida o muerte. Y cuando toca vida, tampoco es nada fácil para los supervivientes retomarla. La doctora sevillana Julia García-Gozalbes, con dos misiones ya en Guinea Conakry, lo sabe bien. «Me acuerdo de Marcel, un hombre que vio morir a su suegro, a su esposa y a dos de sus hijos en dos semanas. Cuando le dijimos que estaba curado, le costaba aceptarlo. Se mezclaban el miedo, la incredulidad y el sentimiento de culpa. Una cosa es ser un superviviente biológico; y otra, un superviviente sociológico, alguien capaz de integrarse en una sociedad aterrorizada que usa la estigmatización como defensa».Por esa razón, el alta médica se convierte en un ritual. «El enfermo sale duchado y con ropa nueva y le damos un abrazo. Es emocionante», cuenta. Se trata de un gesto público y simbólico. Lanza un mensaje a sus familiares y al resto de la comunidad. No hay mejor prueba de la curación que romper la política de no contacto. Si es posible, se lo acompaña a su pueblo. «Les damos un saco de arroz o mijo porque vuelven derrengados y durante una temporada apenas pueden trabajar. Un equipo de desinfección rocía su casa con cloro, quema el colchón y pone uno nuevo. Y más abrazos y bailes. Si el paciente tenía familia que lo visitaba en el centro, sabes que le irá bien. Si no...».
¿Volverá Julia a Guinea? «Me reservo la respuesta. No quiero preocupar a mi familia. Pero hace falta gente. Y me acuerdo mucho de mis compañeros. La enfermera que se puso el traje una vez más para pintar las paredes de una sala con monigotes para los niños. El higienista que entraba a la sala de aislamiento para mecer a un bebé que lloraba. Los juguetes que les damos a los nenes cuando son ingresados: coches, muñecas, lápices de colores... Y cantar una nana con el traje, aunque te quedes sin aliento, porque es como cantar corriendo la maratón».
Enfermero Español
Luis Encinas. Trabaja en Guinea Conakry
"El miedo no hay quien te lo quite, pero es necesario"
Es
mi quinta misión de ébola. El miedo no hay quien te lo quite, pero el
miedo es necesario. Cuando llegas allí, cambias el chip. Nada de
contacto. No le das la mano ni a un ministro. No es una falta de
cortesía. Ni siquiera entre expatriados nos tocamos. Así planteas las
reglas del juego para que todos entiendan a qué nos enfrentamos. También
es duro que los niños quieran acercarse y con un gesto les pidas que no
lo hagan. O rechazar una invitación a un té. Eso no está en el
temperamento de los africanos. Algo olía mal desde el principio
con este brote. Nos sorprendió por la rapidez con que se expandía, por
su novedad en el oeste de África y por el número de afectados. Pero no
creo que haya un gran riesgo para Europa. España tiene un sistema de
salud muy potente, aunque estemos en crisis. Los países occidentales que
han tenido casos se han puesto las pilas».
Higienista. Etíope.
Stefano Delbasso. Trabaja en Montovia (Liberia)
"Yo manejo los cadáveres. No sé cómo describrir aquello: el fin del mundo"
Manejo cadáveres. El
riesgo de infección es muy alto. Un trabajo duro. Al principio, no
sabía lo que tenía que hacer. Era mi primera vez. Pero mis compañeros
tienen mucha experiencia. Es doloroso ver morir a tanta gente. Con
algunos incluso has hablado. Y de un día para otro debes entrar a la
zona de infectados y llevártelos en una bolsa. He visto de
todo: hombres, mujeres, niños, ancianos, bebés, embarazadas... Y te los
tienes que llevar. A veces en taxi, donde apenas cabes con el traje
protector. Rocías el vehículo con cloro y buscas la manera de ir sacando
los cuerpos sin que se te enganche el traje en cualquier cosa y se
rasgue. Se nota que la gente ha sufrido mucho antes de morir. Las caras
están manchadas de sangre y vómitos. Hay que descontaminarlo todo: los
líquidos y secreciones corporales, el cuerpo, las ropas... Los metemos
en bolsas y los llevamos al crematorio. Hay tantos que los incineramos.¿Buenos momentos? No sé. Recuerdo que un día llegó una madre con su hijo. Ella murió a los dos días. El bebé sobrevivió. Cuando alguien sobrevive, es algo grande. Mi motivación es frenar la epidemia. Cuando entras en la zona de riesgo para llevarte un cuerpo, los pacientes te piden que lo saques cuanto antes. Vamos lo más rápido que podemos. Tardamos unos veinte minutos. No sé cómo describir aquello: el fin del mundo. Sí. El fin del mundo».
Ponerse el traje lleva 30 minutos Y solo lo usan una hora por el calor y la humedad. Trabajan bajo un estrés constante
Médica. Española
Julia García-Gonzalbes. Trabaja en Guéckédou (Guinea Conakry)
"Los médicos hacemos de todo, también limpiar vómitos y diarreas"
El
traje nos protege, pero intentamos que los enfermos sientan que hay
personas dentro de esos trajes, sobre todo los niños. Yo los espero
fuera cuando llegan al centro, para que me vean la cara. Que sepan que
soy la persona que los va a atender. Los médicos hacemos de todo,
incluso limpiar vómitos y diarreas. Una vez que entras en la zona de
aislamiento, te vuelcas. Los enfermos están muy cansados, a veces no
tienen fuerzas ni para comer. Así que les das tú. Con lo aparatoso que
es ponerse el traje, no vas a esperar a que se lo ponga una auxiliar
para entrar.He estado ya en dos misiones. Son periodos cortos, de tres o cuatro semanas, porque queman mucho. Mi familia se preocupa, pero hacen falta profesionales. No somos héroes. Solo somos personas responsables que quieren ayudar. Lo hacemos lo mejor que podemos con los recursos que tenemos. Nos adaptamos a lo que hay, pero nunca aceptamos que algo es así porque sí. Es un equilibrio difícil. Das un empujoncito y eso te anima a continuar tu trabajo. Y a veces tienes que dar un paso atrás... y es frustrante».
Jefe de logística Candiense
Craig Kenzie. 27 años. Trabaja en Sierra Leona
"Te sientes bastante solo cuando estás aquí, en primera línea"
Me
ocupo de apoyar a los médicos, de la seguridad, de que tengan agua,
cloro... Lo peor del trabajo es saber que el ébola se sigue extendiendo,
que la epidemia se acelera a pesar de todos nuestros esfuerzos. Lo
estamos dando todo en esta lucha. Y pese a que les hemos dejado
bien claro a la ONU y a la OMS que necesitamos ayuda, te sientes
bastante solo ahí fuera, en primera línea.¿Lo mejor? Los bailes de
celebración que se montan cada vez que alguien se cura. Sobre todo,
cuando se trata de uno de nuestros pacientes 'especiales', como la
pequeña Isata, de 22 meses, que sobrevivió y ahora se pasea por ahí
jugando como cualquier crío. Llegó aterrorizada. La aislamos en
una tienda de campaña con sus padres, ambos dieron positivo. La pequeña
se escapaba y había que perseguirla con los trajes de astronauta. Sus
padres murieron, pero ella salió adelante.Cuando un superviviente,
contra pronóstico, sale adelante después de estar dos o tres semanas con
nosotros, es un momento de alegría muy necesaria en un ambiente que,
por lo general, es sombrío».A quien recibe el alta se le da un abrazo en público. Es un mensaje a los demás. rompe el estigma de que no se le puede tocar
Enfermera anestesista. Suiza
Géraldine Bégué. 31 años. Trabaja en Sierra Leona
"Tienes que olvidarte de coger la mano de un paciente, de consolarlo. Está prohibido"
Aquí
te tienes que olvidar de muchas cosas que amas de tu profesión, por
ejemplo, coger del brazo a un paciente para consolarlo, para hablarle.
Un gesto tan sencillo como tocar a alguien está prohibido. Te pones el
traje de astronauta para todo. Es un calvario, por el calor y por el
hecho de que debes comunicarte a gritos y apenas ves con el sudor en los
ojos y las gafas, pero cualquier descuido puede ser fatal.Mi pareja es
un logista de Médicos Sin Fronteras. Lo conocí en una misión en Haití el
año pasado. Estamos juntos aquí. Somos la única pareja. Nos
ayudamos. Podemos hablar, descargar nuestras frustraciones, pero
respetamos las consignas a rajatabla: cero contacto físico.Cada día,
las ambulancias nos traen su cargamento de enfermos. Otras veces, los enfermos llegan de ninguna parte, caminando. Siempre tienes la impresión de no hacer lo suficiente. Hay muchos muertos. Ves escenas terribles. Un niño de siete años cuyos padres han muerto aquí, sollozando en la morgue, a 500 metros de nuestro campamento, porque acaba de ver allí el cuerpo de su hermana... Pero también ves esa magnífica solidaridad africana. Aunque tengamos muchos huérfanos, jamás están solos. Otro papá u otra mamá velan por ellos».
TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO, LA QUINCHA DEL CORRAL DE ANTONIO,.
foto,.
Antonio no tendría más de siete años cuando empezó a
trabajar. ¿Qué infancia era aquella?: pues la de los niños que nacían en
los años veinte y treinta del siglo pasado, en localidades rurales y en
el seno de familias humildes. No era tan extraño. En
Villarrobledo, Albacete, a punto de empezar el páramo de la posguerra,
Antoñito Sarrión no fue el único niño que comenzó a ayudar a su padre,
albañil, en los trabajos que le encomendaban. Era fuerte, animoso y
decidido, con lo que puso ahínco en cada obra que el padre emprendía y
dedicó todo su tiempo a juntar algunas perras y a tirar del carro.
No es mal comienzo para alguien que ha acabado impulsando y presidiendo
una de las más preciadas empresas de construcción de carreteras del
continente. De aquella empezó a moverse por su provincia y por la vecina
Valencia, en uno de cuyos pueblos conoció a Virtudes, a la que cortejó
con empeño y a la que no dejó de rondar hasta que le dijo que sí y
pasaron a formar una familia con un porrón de hijos. Hoy, algo menos de
sesenta años después, siguen abrazados, con lo que habrá que concluir
que algo tiene el amor, tan puñetero él.
Volquete a volquete Antonio hizo algunos duros, no dejó de trabajar ningún día de su vida y construyó más carreteras de las que pueda recorrer andando en dos o tres existencias. Y compró algunas tierras por la zona en la que instaló sus reales. Entre Utiel y Requena, Sarrión se hizo con algunos viñedos de aquellos que generaban vino básicamente para la exportación, para la venta a granel, para el acuerdo a peso. Uno de sus hijos, Antonio, el primogénito, consideró que no era mal asunto dedicar los conocimientos de sus estudios empresariales a hacer de aquel vino sencillo un producto excepcional. Así nació su Finca Mustiguillo y el producto que hoy en día brinda un vino absolutamente excepcional: Quincha Corral.
Quiero recordar que lo probé por primera vez al poco de embotellarse merced al consejo del sumiller del Goizeko Wellington, el templo del gran Jesús Santos en Madrid o uno de ellos: me pareció uno de los vinos más sorprendentes probados en los últimos tiempos. Y más cuando me comunicó el origen. Abrí los ojos y las papilas gustativas y me interesé en conocer algún detalle de la confección de esa sangre soberbia. Es cuando supe de la historia del chaval de Villarrobledo, de la búsqueda de pequeños viñedos y de la elección, uva a uva, de los mejores ejemplares surgidos de viejas cepas de bobal para confeccionar ese vino con nombre tan singular. Pocos daban un duro, la verdad, por la uva bobal y por los vinos de la Comunidad Valenciana hace poco más de quince años. Valencia, y concretamente su parte norte, había visto mutar a Jumilla y Yecla por el sur, a Mancha y Manchuela por el oeste, a los interesantes somontanos por el noroeste y multiplicarse a los vinos catalanes que pueblan su mirada hacia arriba. Fue entonces cuando comenzó la renovación en Utiel y Requena, empezando a sustituir volumen por excelencia. Los Sarrión entendieron que para confeccionar un vino de referencia había que seleccionar con mimo y buscar un elemento diferenciador: recuperaron la uva bobal y entendieron que de cada cuatro o cinco uvas había que descartar cuatro para criar su mejor marca, esa que lleva nombre de la quincha más cercana al corral de la finca. Carnoso, intenso en color y fruta, es un vino completado según añada con algo de cabernet o tempranillo. No demasiadas botellas, pero muy buenas. Mucho.
Antonio, el inquieto chavalín que empezó a ayudar a juntar ladrillos a su padre, está hoy jubilado, aunque con un ojo abierto en permanente vigilancia de los negocios. Con ochenta y un años, carga con troncos que los demás solo pueden hacerlo si van en pareja y asegura que hace la mejor paella de aquellos campos. Antonio hijo, mientras, viaja por el hemisferio sur para tomar nota de las vendimias de aquellas zonas. Las cosas no suelen pasar por casualidad. Suelen ser consecuencia de muchos años de trabajo y muchas horas de dedicación. Trabajo y dedicación que luego nosotros nos bebemos.
Volquete a volquete Antonio hizo algunos duros, no dejó de trabajar ningún día de su vida y construyó más carreteras de las que pueda recorrer andando en dos o tres existencias. Y compró algunas tierras por la zona en la que instaló sus reales. Entre Utiel y Requena, Sarrión se hizo con algunos viñedos de aquellos que generaban vino básicamente para la exportación, para la venta a granel, para el acuerdo a peso. Uno de sus hijos, Antonio, el primogénito, consideró que no era mal asunto dedicar los conocimientos de sus estudios empresariales a hacer de aquel vino sencillo un producto excepcional. Así nació su Finca Mustiguillo y el producto que hoy en día brinda un vino absolutamente excepcional: Quincha Corral.
Quiero recordar que lo probé por primera vez al poco de embotellarse merced al consejo del sumiller del Goizeko Wellington, el templo del gran Jesús Santos en Madrid o uno de ellos: me pareció uno de los vinos más sorprendentes probados en los últimos tiempos. Y más cuando me comunicó el origen. Abrí los ojos y las papilas gustativas y me interesé en conocer algún detalle de la confección de esa sangre soberbia. Es cuando supe de la historia del chaval de Villarrobledo, de la búsqueda de pequeños viñedos y de la elección, uva a uva, de los mejores ejemplares surgidos de viejas cepas de bobal para confeccionar ese vino con nombre tan singular. Pocos daban un duro, la verdad, por la uva bobal y por los vinos de la Comunidad Valenciana hace poco más de quince años. Valencia, y concretamente su parte norte, había visto mutar a Jumilla y Yecla por el sur, a Mancha y Manchuela por el oeste, a los interesantes somontanos por el noroeste y multiplicarse a los vinos catalanes que pueblan su mirada hacia arriba. Fue entonces cuando comenzó la renovación en Utiel y Requena, empezando a sustituir volumen por excelencia. Los Sarrión entendieron que para confeccionar un vino de referencia había que seleccionar con mimo y buscar un elemento diferenciador: recuperaron la uva bobal y entendieron que de cada cuatro o cinco uvas había que descartar cuatro para criar su mejor marca, esa que lleva nombre de la quincha más cercana al corral de la finca. Carnoso, intenso en color y fruta, es un vino completado según añada con algo de cabernet o tempranillo. No demasiadas botellas, pero muy buenas. Mucho.
Antonio, el inquieto chavalín que empezó a ayudar a juntar ladrillos a su padre, está hoy jubilado, aunque con un ojo abierto en permanente vigilancia de los negocios. Con ochenta y un años, carga con troncos que los demás solo pueden hacerlo si van en pareja y asegura que hace la mejor paella de aquellos campos. Antonio hijo, mientras, viaja por el hemisferio sur para tomar nota de las vendimias de aquellas zonas. Las cosas no suelen pasar por casualidad. Suelen ser consecuencia de muchos años de trabajo y muchas horas de dedicación. Trabajo y dedicación que luego nosotros nos bebemos.
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