Carlos Maldonado: "¿Macarra yo...? El hábito no hace al monje. Hoy los ladrones llevan traje"
Nací en Talavera en 1991. Tras ganar
'MasterChef', concurso ahora con mi padre en 'Cocineros al volante'
(TVE). Presento, además, mi libro: 'Las recetas de Carlos' (Temas de
Hoy).
XLSemanal. ¿Nadie se enamoró en la casa en los tres meses del concurso?
Carlos Maldonado. ¡Qué va! Con tanta tensión, nada. Y mira que lo intenté... Uno no es de piedra [ríe].
XL. Parece que le ha dado suerte copiarle los pendientes a David Muñoz [el chef de Diverxo].
C.M. ¡No, tía! Los llevo desde los 12 años. De chico llevaba una coletilla por detrás y dos mechones por delante, uno a cada lado. ¡Un espectáculo de tío! [Risas].
XL. ¡Vamos!, la envidia del barrio.
C.M. Ahí, ahí... [Ríe]. ¡Bien chulo que iba, sí, señor! Estos pinchos no me los quito ni para dormir. Mi madre dice que una mañana apareceré en la cama estirao...
XL. ¿No se ofende cuando le dicen que no se explican la finura de su cocina con lo macarra que parece?
C.M. ¡Qué va! Es un placer ser macarra y trabajar fino [ríe]. Que la gente asuma que el hábito no hace al monje y que los mayores ladrones de este país llevan traje. Jordi me vacila con eso. Él va muy peripuesto; pero luego es cojonudo.
XL. No para de reír y de soltar tacos, ¡lo veo feliz y muy suelto!
C.M. ¡Es que todo esto es la leche! Pero me han enseñado un truco para hablar bien: si voy a decir cojonudo, debo decir espectacular [ríe]. Y cuando quiera decir la hostia, mejor estupendo [ríe aún más].
XL. ¡A ver si lo convierten en un pijo!
C.M. ¿Yoooo? ¡Lo dudo! Por mucho que me refinen, no van a llegar a tanto. Ayer quisieron ponerme una camisa de manga larga, en pleno verano... ¡Muy mal! Las camisas, para las bodas [ríe].
XL. ¿Es verdad que el pijama que llevó a MasterChef era de su padre?
C.M. Sííí. Por no comprarme uno: es que suelo dormir en pelotas [ríe]. Y en el camión de Cocineros al volante duermo en gayumbos.
XL. ¿Ha cobrado ya los cien mil euros del premio de MasterChef?
C.M. ¡Qué va! A lo mejor Montoro sí ha cobrado su parte, pero yo la mía aún no.
XL. Tiene 25 años, novia de toda la vida, vive y trabaja con su padre... ¡Vamos que no lo veo casado y con hijos!
C.M. ¡Ni yo! [Ríe]. Mi viejo es lo mejor. Estoy muy a gustito en casa: un lujazo. De ahí no me saca ni la Guardia Civil.
XL. ¿Qué le parece lo de cenar por 1700 euros [el nuevo proyecto de Paco Roncero: Sublimotion, en Ibiza]?
C.M. ¡La madre que lo parió! ¡Tela, ¿eh?! No digo que no lo valga, pero... Soy un tío sencillo que nunca había probado centollos ni angulas. ¡En Talavera no hay mar, hay Tajo! [ríe].
SU DESAYUNO: "Orgullo ibérico": «Tomo una buena tostada calentita, de pan de pueblo, con aceite, tomate y jamón ibérico, y medio litro de café, manchadito con un poco de leche y azúcar moreno».
LA CENA - Unos huevos fritos con patatas, pescado, pan, beber agua, lechuga y tomate, queso, postre una naranja,.
TÍTULO: TRAZOS - Patrulla caminera,.
Patrulla caminera / foto,.
Iba conduciendo el otro día cuando me echaron las luces.
Ocurrió en una carretera comarcal del Cantábrico, oscurecida por el
follaje de los árboles que conferían la sensación de atravesar un túnel.
Una abundancia vegetal que me recordó la de ciertas carreteras
francesas antiguas donde aún permanecen tiesas las arboledas que fueron
plantadas para que los soldados de la Grande Armée marcharan a la
sombra: quién habría dicho entonces que terminarían aliviando el calor a
los de Hitler mientras marchaban en sentido inverso.
Conducía pensando en estas cosas cuando un coche con el que me crucé me echó las luces. Yo no estaba haciendo un adelantamiento peligroso. Ni conducía deprisa. Ni cegaba a nadie con las luces. Por lo tanto, aquello no podía ser un reproche, sino un aviso. Los niños iban todos atados, ninguno se había encaramado al techo. No había humo. No llevaba un ciclista enganchado en el guardabarros. Todo parecía ir bien. ¿Qué diablos había intentado decirme ese conductor casi en morse? De pronto, me volvió el recuerdo remoto de un hábito de los conductores de cuando yo era el niño que iba atado detrás. Una costumbre perdida, o que al menos hacía mucho tiempo que yo no veía hacer, que precisamente me rascaba la memoria en el lugar del mundo en el que más recuerdos de infancia, y más gratos, tengo almacenados: Cantabria. En aquel entonces, los conductores que pasaban junto a un control acechante de la Guardia Civil echaban las luces a los que venían en el otro sentido para advertirlos. Eso daría ventaja a los que condujeran ebrios, tuvieran a los niños desatados, viajaran con un alijo de cocaína o transportaran un cadáver en el maletero. Medio kilómetro después, la cosa se confirmó: dos motoristas de la Guardia Civil, orillados en la cuneta, echaban un vistazo inquisitorial al interior de todos los coches que pasaban por delante de ellos.
A lo mejor esto se sigue haciendo y sólo yo lo tenía olvidado. Pero a mí la anécdota me trasladó a otra España y a otra edad, cuando mi padre iba al volante. Hablo de un tiempo en que, cuando pasábamos a Francia a visitar a la familia materna, si nos cruzábamos en Aquitania con otro coche con matrícula española, el impacto era tal que nos hacíamos fiestas y parábamos donde se pudiera para abrazarnos e intercambiar chocolatinas. Los mismos conductores que se habrían puteado mutuamente en cualquier semáforo de Madrid se veían impelidos a la fraternidad por la escasez de viajeros españoles por Europa que había entonces. Sobre España ya se habían posado las suecas del landismo, pero cruzar la frontera hacia Europa aún era cosa de inmigrantes y de excursionistas eróticos a Perpiñán. Y de medio gabachos, esa era nuestra rareza.
Las señales lumínicas para advertir de la presencia de la Guardia Civil eran un rasgo distintivo de una sociedad que entonces era más sencilla y vecinal, y más pícara ante la autoridad: no la desafiaba, pero sí la gambeteaba. Daban la oportunidad de sentirse un poco como el maquis burlando patrulleras camineras. Para algunos conductores que sentían librar una guerra personal contra el reglamento el cojonudismo español, hasta abrocharse el cinturón de seguridad suponía claudicar, salir con las manos en alto. Años después, la sociedad española fue ahormada por ciertas pedagogías que la hicieron más cívica: Hacienda somos todos y la represión en carretera es por su seguridad. Eso, al mismo tiempo que nos homologaba algo remotamente con los ideales de urbanidad escandinavos, nos arrebató cierta picardía folclórica. A lo mejor fue entonces cuando dejaron de emitirse avisos con las luces. Estoy conforme con semejante evolución. Pero el otro día, al dejar atrás a los motoristas, eché las luces a todo quisqui durante diez kilómetros. Por sentir, algo arrebatado, que gambeteaba a la autoridad. Pero también para que a los chicos que iban detrás se les fueran sembrando recuerdos idénticos a los que yo tengo de cuando mi padre iba al volante en esas mismas carreteras estivales.
Conducía pensando en estas cosas cuando un coche con el que me crucé me echó las luces. Yo no estaba haciendo un adelantamiento peligroso. Ni conducía deprisa. Ni cegaba a nadie con las luces. Por lo tanto, aquello no podía ser un reproche, sino un aviso. Los niños iban todos atados, ninguno se había encaramado al techo. No había humo. No llevaba un ciclista enganchado en el guardabarros. Todo parecía ir bien. ¿Qué diablos había intentado decirme ese conductor casi en morse? De pronto, me volvió el recuerdo remoto de un hábito de los conductores de cuando yo era el niño que iba atado detrás. Una costumbre perdida, o que al menos hacía mucho tiempo que yo no veía hacer, que precisamente me rascaba la memoria en el lugar del mundo en el que más recuerdos de infancia, y más gratos, tengo almacenados: Cantabria. En aquel entonces, los conductores que pasaban junto a un control acechante de la Guardia Civil echaban las luces a los que venían en el otro sentido para advertirlos. Eso daría ventaja a los que condujeran ebrios, tuvieran a los niños desatados, viajaran con un alijo de cocaína o transportaran un cadáver en el maletero. Medio kilómetro después, la cosa se confirmó: dos motoristas de la Guardia Civil, orillados en la cuneta, echaban un vistazo inquisitorial al interior de todos los coches que pasaban por delante de ellos.
A lo mejor esto se sigue haciendo y sólo yo lo tenía olvidado. Pero a mí la anécdota me trasladó a otra España y a otra edad, cuando mi padre iba al volante. Hablo de un tiempo en que, cuando pasábamos a Francia a visitar a la familia materna, si nos cruzábamos en Aquitania con otro coche con matrícula española, el impacto era tal que nos hacíamos fiestas y parábamos donde se pudiera para abrazarnos e intercambiar chocolatinas. Los mismos conductores que se habrían puteado mutuamente en cualquier semáforo de Madrid se veían impelidos a la fraternidad por la escasez de viajeros españoles por Europa que había entonces. Sobre España ya se habían posado las suecas del landismo, pero cruzar la frontera hacia Europa aún era cosa de inmigrantes y de excursionistas eróticos a Perpiñán. Y de medio gabachos, esa era nuestra rareza.
Las señales lumínicas para advertir de la presencia de la Guardia Civil eran un rasgo distintivo de una sociedad que entonces era más sencilla y vecinal, y más pícara ante la autoridad: no la desafiaba, pero sí la gambeteaba. Daban la oportunidad de sentirse un poco como el maquis burlando patrulleras camineras. Para algunos conductores que sentían librar una guerra personal contra el reglamento el cojonudismo español, hasta abrocharse el cinturón de seguridad suponía claudicar, salir con las manos en alto. Años después, la sociedad española fue ahormada por ciertas pedagogías que la hicieron más cívica: Hacienda somos todos y la represión en carretera es por su seguridad. Eso, al mismo tiempo que nos homologaba algo remotamente con los ideales de urbanidad escandinavos, nos arrebató cierta picardía folclórica. A lo mejor fue entonces cuando dejaron de emitirse avisos con las luces. Estoy conforme con semejante evolución. Pero el otro día, al dejar atrás a los motoristas, eché las luces a todo quisqui durante diez kilómetros. Por sentir, algo arrebatado, que gambeteaba a la autoridad. Pero también para que a los chicos que iban detrás se les fueran sembrando recuerdos idénticos a los que yo tengo de cuando mi padre iba al volante en esas mismas carreteras estivales.
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