Las frases que nadie dijo y todos repiten
Tras la caída del Muro de Berlín el 10 de noviembre de 1989, algunos políticos pensaron que la unificación de Alemania volvía a resucitar el fantasma de la Segunda Guerra Mundial. Otros temieron que iba a costarle mucho dinero a la Unión Europea. En aquellos momentos de incertidumbre prosperó una irónica frase que decía: «Me gusta tanto Alemania que prefiero que haya dos». La sentencia ha sido atribuida al presidente francés Françoise Mitterrand, al siete veces primer ministro italiano Giulio Andreotti y al premio Nobel francés Françoise Mauriac, que falleció años antes de la desaparición de la República Democrática Alemana.
A estas citas de múltiple paternidad se añaden otras que nunca fueron dichas por sus supuestos autores. Entre ellas, figura una muy famosa que se adjudica a Maquiavelo: «El fin justifica los medios». Lo que realmente escribió el filósofo y diplomático florentino en su obra 'El príncipe' fue lo siguiente: «Si el monarca lleva cuidado de conservar el Estado, los medios serán siempre estimados, honorables y aplaudidos por todo el mundo».
En 1633, la Inquisición acusó a Galileo Galilei de defender la teoría copernicana de que la Tierra era la que se movía alrededor del Sol. Y siempre se afirmó que tras oír su condena Galileo murmuró: «¡Eppur si muove!» ('Y, sin embargo, se mueve'). Lo cierto es que un comentario como ese, aun cuando fuese un murmullo apenas audible, le habría costado la cabeza al matemático florentino.
Tampoco es de Voltaire una sentencia que siempre se le atribuye: «No estoy de acuerdo con lo que decís, pero defenderé hasta la muerte vuestro derecho a decirlo». La cita fue utilizada por primera vez por Evelyn Beatrice Hall, que escribió un libro titulado Los amigos de Voltaire (1906), bajo un seudónimo masculino, Stephen G. Tallentyre.
Las diferencias ideológicas constituyen otro factor que favorece la falsa adjudicación de citas históricas. «Cuando oigo la palabra 'cultura', saco mi revólver», es una frase que los anglosajones han atribuido a los dirigentes nazis Hermann Göring y Joseph Goebbels. En España, la misma sentencia, con pequeñas variaciones, se ha adjudicado a los generales Emilio Mola y Millán Astray. En realidad, la frase dice así: «Cuando oigo la palabra 'cultura', ¡le quito el seguro a mi Browning!», y su origen es la obra teatral 'Schlageter', escrita por Haans Johst, un poeta y dramaturgo nazi que le dedicó este panfleto teatral a Hitler como regalo de cumpleaños.
Sentencias inventadas
En la literatura también aparecen algunas citas apócrifas. Por ejemplo, Sherlock Holmes el genial detective ideado por Arthur Conan Doyle jamás pronunció la famosa coletilla: "Elemental, querido Watson".
Cita anónima
"Se puede engañar a todo el mundo alguna vez, y a alguna persona todo el tiempo, pero no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo". La frase se atribuye a Abraham Lincoln, pero no consta en ningún periódico ni documento de la época.
TÍTULO: ¡Adiós a los atascos! La solución: el coche volador,.
Se llama TF-X, se puede aparcar en un garaje convencional, circular con él por autopistas y alcanzar los 320 kilómetros por hora ¡en el aire!
Es muy fácil de manejar y el despegue y el aterrizaje -verticales- se
hacen de manera automática: se despliegan unas hélices laterales que
después se cierran. Tiene un motor híbrido que le da una autonomía de vuelo de hasta 800 kilómetros.
Caben en él cuatro pasajeros, lleva paracaídas y, en caso de necesidad,
puede aterrizar en los aeropuertos. Dicen sus fabricantes que es más
seguro que el coche terrestre. Creen que estará listo en unos diez años.
TÍTULO: EN PRIMER PLANO - Sexo, drogas y codicia: Las escandalosas confesiones de un banquero,.
En primer plano / fotos
TÍTULO: EN PRIMER PLANO - Sexo, drogas y codicia: Las escandalosas confesiones de un banquero,.
Sexo, drogas y codicia: Las escandalosas confesiones de un banquero
Se hizo famoso por tuitear, de forma
anónima, el lado más sórdido y machista del negocio bancario. Ahora,
John LeFevre ha escrito unas memorias sin concesiones. Si usted creía
que con 'El Lobo de Wall Street' estaba todo dicho, se equivocaba.
"¡Fuera de mi casa!", grita John LeFevre a pleno pulmón.
Un intruso le está retorciendo el brazo por detrás y soltándole
puñetazos en la cabeza con su mano libre... Otro observa la pelea desde
el salón, dispuesto a intervenir. LeFevre se defiende como puede de los
dos desconocidos que se han colado en su apartamento. Está en estado de
'shock'. "¡Fuera de aquí!", vuelve a gritar.
LeFevre consigue escapar. Sale corriendo por un pasillo del edificio. ¿Cómo es posible que haya sufrido un asalto en Hong Kong precisamente, una de las ciudades más seguras del mundo, donde está destinado como operador de bonos de un banco de inversiones? No puede pensar con claridad, pero los efectos de la borrachera y de las drogas que ha tomado en una juerga con prostitutas se van disipando... Y entonces comprende. ¡Se ha equivocado de puerta! ¡Se ha metido en el piso de sus vecinos! Un mes más tarde, les regalará unas cajas de vino para limar asperezas.
Así era la vida de este joven banquero texano en 2004. Una orgía de alcohol, cocaína, sexo y machismo, honorarios amañados con los colegas de otros bancos y soplos a los buenos clientes. Hoy, Lefevre tiene 36 años y vive de las rentas, ha sustituido las drogas por el golf y escribe de los días de vino y rosas. Y su libro de memorias, Straight to hell ('Directo al infierno'), recién publicado, ha ido como un tiro a las listas de best sellers de The New York Times y Amazon, a pesar de la controversia que lo rodea y de las dudas sobre la veracidad de algunas de las cosas que cuenta.
"Las reglas son para los tontos"
Claro que lo que cuenta no tiene desperdicio. Por aquella época era un prometedor trader, primero en Nueva York y luego en Londres, un pipiolo que recién salido de la facultad consigue uno de los 350 empleos que ofrece la firma Salomon Brothers (adquirida por Citigroup). Se presentan 25.000 aspirantes, lo más granado de las universidades. En Wall Street celebra cada 'pelotazo' por todo lo alto. Una noche acaba en el hotel Four Seasons con una prostituta. Ha perdido la cartera y paga sus servicios con los botellines del minibar. Pero es en la City londinense donde LeFevre mama la cultura de la empresa. La oficial: trabajo, trabajo y trabajo. «A la hora del almuerzo era un motivo de orgullo bajar corriendo a la calle, comprar un sándwich y volver al despacho antes de que el ordenador entrara en reposo», cuenta. Y la oficiosa: «Las reglas son para los tontos».
Las borracheras son épicas. Es un honor despertarse en un vagón de metro sin recordar nada y dirigirse a la oficina vestido con el esmoquin de la víspera. El compañerismo consiste en inspeccionarse mutuamente las narices para comprobar que no sangran antes de una reunión. El negocio marcha y LeFevre gana su primer bonus: 75.000 dólares. Piensa en invertirlos. Pero su jefe se lo quita de la cabeza. «¿Para qué cojones vas ahorrar si estás sentado en una máquina de hacer dinero?», le dice. Así que se marcha a Saint-Tropez y se lo funde en cinco días.
Botellas de vino de 300 dólares
Lo destinan a Hong Kong, donde dirigirá grandes operaciones interbancarias de venta de bonos. «Olvídate de tu novia y ve mirando porno asiático para hacerte una idea de lo que te espera», le recomiendan en su despedida. Su nuevo jefe, que gana un millón de dólares al año, le da la bienvenida pasándole el número de teléfono de su camello. La primera reunión de trabajo tiene lugar en una suite con prostitutas y cocaína para todos. Poco después asiste a una cena de expertos en la deuda nacional de los países asiáticos. Botellas de vino de 300 dólares. Cada vez que alguien consulta su BlackBerry en el restaurante tiene que beber un chupito de tequila. Juegan a introducir sus penes en los panecillos y se encaran con un comensal de otra mesa que les afea su comportamiento. LeFevre confiesa que se estrelló con el Maserati descapotable nuevo y que lo dejó siniestro total. Como iba borracho, tomó un taxi y sobornó al taxista para que no lo delatase.
«En Hong Kong, los financieros occidentales pueden mostrarse tal como son, sin rendir cuentas a nadie y sin que les pase nada», resume LeFevre. ¿Exagera? Puede, pero el año pasado un ejecutivo, Rurik Jutting, del British Bank of America, fue acusado del asesinato de dos chicas cuyos cuerpos mutilados fueron encontrados en su apartamento.
Según LeFevre, cuando estás en la élite, consideras al resto del mundo «de una clase inferior». Los hijos de los asiáticos prominentes contratados por los bancos para ganarse el favor de sus influyentes familias «son unos niñatos tan tontos como poco merecedores de sus privilegios». LeFevre hoy disfruta hablando de su conducta extravagante y soez. Además, se cree muy gracioso. Le encanta presumir de las bromas pesadas que le gastaba a los colegas, como meterle a un compañero una espátula en forma de pistola en el bolsillo justo antes de cruzar el arco de seguridad del aeropuerto; o cambiarle a otro un par de zapatos Lobb (su precio: 2300 euros) por unos zuecos de madera. Deja caer comentarios racistas como si tal cosa: «Las asiáticas aman a los blancos con dinero». También se las da de generoso. Con su asistenta, por ejemplo, a la que regala un limpiacristales extensible «para que no se siga jugando la vida cuando limpia el exterior de las ventanas».
Sin mala conciencia
LeFevre habla de un mundo en el que a las mujeres profesionales de la banca se las excluye de las reuniones por ser «unos callos» y en el que los jefes envían mensajes a las analistas femeninas para ordenarles que se marchen del evento de turno porque «hay que divertir» a un cliente varón y están a punto de llegar «las chicas».
LeFevre no tiene mala conciencia. «Cuando te metes en ese mundo, te moldean. Y si no abrazas esa cultura, no asciendes», declara al New York Post. ¿Cómo piensa justificar tales comportamientos a su hija, que ahora tiene seis meses, cuando se haga mayor? «Las cosas son como son, y me alegro de saber cómo funcionan. Y educaré a mi hija para que entienda el mundo tal como es», responde.
LeFevre realiza algunas acusaciones muy serias contra los grandes bancos de inversiones, que no solo facilitaban información confidencial a sus clientes preferidos, sino que pactaron no competir entre sí para mantener las tarifas estables de forma artificial. «Cerramos el pacto y salimos a beber y a divertirnos como siempre. Y el acuerdo se mantuvo en vigor unos seis o siete meses». ¿Le parece que las autoridades podrían interesarse al respecto? «Eso espero», asegura. ¿Le gustaría que las autoridades vinieran a hacerle preguntas? «Yo no guardo rencor a nadie, pero está claro que hay que corregir algunas prácticas», contesta con ambigüedad, como si quisiera nadar y guardar la ropa.
"No me arrepiento de nada"
En el capítulo final del libro, describe la despedida de soltero celebrada en Manila «de uno de los directores de fondos de inversión más importantes del mundo». Doce banqueros alquilan un bar con treinta prostitutas en el interior, donde los participantes se ponen a jugar «a los bolos con las guarras» (esto es, empujan por turnos a las mujeres desnudas por la barra del bar untada en aceite). Luego se van a un casino. Y luego a desayunar. Y casi provocan unos disturbios callejeros al tirar los billetes ganados en el casino desde la azotea de un centro comercial. Reconoce que se sentían como semidioses.
En 2010 se unió como socio a una start-up del sector de la tecnología financiera. Hizo unas cuantas buenas inversiones y se retiró. Pero, según dice, las drogas, el donjuanismo compulsivo, los conflictos de interés y el tráfico de información confidencial siguen formando parte del mundo de la banca. Muchas de las personas mencionadas (sin dar nombres) en el libro «hoy ocupan cargos destacados en algunas de las principales firmas del mundo. Y son reverenciadas en una sociedad que valora la riqueza y el éxito».LeFevre decide airear los trapos sucios en Twitter en 2011, diciendo que trabaja para Goldman Sachs. Eso le sirve de plataforma publicitaria. Empieza a escribir artículos y vende los derechos de un libro sobre el lado oculto de las finanzas, un tema que ya es un subgénero literario, con superventas como El Lobo de Wall Street, llevado al cine por Martin Scorsese. Pero cuando los periodistas revelan que nunca trabajó para Goldman Sachs, la primera editorial (Touschstone) se echa atrás. Finalmente, LeFevre firma un contrato con The Atlantic Monthly Press por una cifra de seis ceros y el libro arrasa en las primeras semanas. LeFevre se defiende de los que lo acusan de contradecirse. Alega que su intención solo es llamar la atención «sobre una mentalidad que es la predominante. La gente tiene una memoria muy corta de la crisis. Los banqueros siguen teniendo prestigio», comenta. De paso, se ha vuelto a forrar, algo muy propio de la mentalidad que denuncia. «No me arrepiento de casi nada», asegura. «A veces podría haberme integrado menos. Pero todo me ha llevado donde estoy ahora. Y soy feliz».
LeFevre consigue escapar. Sale corriendo por un pasillo del edificio. ¿Cómo es posible que haya sufrido un asalto en Hong Kong precisamente, una de las ciudades más seguras del mundo, donde está destinado como operador de bonos de un banco de inversiones? No puede pensar con claridad, pero los efectos de la borrachera y de las drogas que ha tomado en una juerga con prostitutas se van disipando... Y entonces comprende. ¡Se ha equivocado de puerta! ¡Se ha metido en el piso de sus vecinos! Un mes más tarde, les regalará unas cajas de vino para limar asperezas.
Así era la vida de este joven banquero texano en 2004. Una orgía de alcohol, cocaína, sexo y machismo, honorarios amañados con los colegas de otros bancos y soplos a los buenos clientes. Hoy, Lefevre tiene 36 años y vive de las rentas, ha sustituido las drogas por el golf y escribe de los días de vino y rosas. Y su libro de memorias, Straight to hell ('Directo al infierno'), recién publicado, ha ido como un tiro a las listas de best sellers de The New York Times y Amazon, a pesar de la controversia que lo rodea y de las dudas sobre la veracidad de algunas de las cosas que cuenta.
"Las reglas son para los tontos"
Claro que lo que cuenta no tiene desperdicio. Por aquella época era un prometedor trader, primero en Nueva York y luego en Londres, un pipiolo que recién salido de la facultad consigue uno de los 350 empleos que ofrece la firma Salomon Brothers (adquirida por Citigroup). Se presentan 25.000 aspirantes, lo más granado de las universidades. En Wall Street celebra cada 'pelotazo' por todo lo alto. Una noche acaba en el hotel Four Seasons con una prostituta. Ha perdido la cartera y paga sus servicios con los botellines del minibar. Pero es en la City londinense donde LeFevre mama la cultura de la empresa. La oficial: trabajo, trabajo y trabajo. «A la hora del almuerzo era un motivo de orgullo bajar corriendo a la calle, comprar un sándwich y volver al despacho antes de que el ordenador entrara en reposo», cuenta. Y la oficiosa: «Las reglas son para los tontos».
Las borracheras son épicas. Es un honor despertarse en un vagón de metro sin recordar nada y dirigirse a la oficina vestido con el esmoquin de la víspera. El compañerismo consiste en inspeccionarse mutuamente las narices para comprobar que no sangran antes de una reunión. El negocio marcha y LeFevre gana su primer bonus: 75.000 dólares. Piensa en invertirlos. Pero su jefe se lo quita de la cabeza. «¿Para qué cojones vas ahorrar si estás sentado en una máquina de hacer dinero?», le dice. Así que se marcha a Saint-Tropez y se lo funde en cinco días.
Botellas de vino de 300 dólares
Lo destinan a Hong Kong, donde dirigirá grandes operaciones interbancarias de venta de bonos. «Olvídate de tu novia y ve mirando porno asiático para hacerte una idea de lo que te espera», le recomiendan en su despedida. Su nuevo jefe, que gana un millón de dólares al año, le da la bienvenida pasándole el número de teléfono de su camello. La primera reunión de trabajo tiene lugar en una suite con prostitutas y cocaína para todos. Poco después asiste a una cena de expertos en la deuda nacional de los países asiáticos. Botellas de vino de 300 dólares. Cada vez que alguien consulta su BlackBerry en el restaurante tiene que beber un chupito de tequila. Juegan a introducir sus penes en los panecillos y se encaran con un comensal de otra mesa que les afea su comportamiento. LeFevre confiesa que se estrelló con el Maserati descapotable nuevo y que lo dejó siniestro total. Como iba borracho, tomó un taxi y sobornó al taxista para que no lo delatase.
«En Hong Kong, los financieros occidentales pueden mostrarse tal como son, sin rendir cuentas a nadie y sin que les pase nada», resume LeFevre. ¿Exagera? Puede, pero el año pasado un ejecutivo, Rurik Jutting, del British Bank of America, fue acusado del asesinato de dos chicas cuyos cuerpos mutilados fueron encontrados en su apartamento.
Según LeFevre, cuando estás en la élite, consideras al resto del mundo «de una clase inferior». Los hijos de los asiáticos prominentes contratados por los bancos para ganarse el favor de sus influyentes familias «son unos niñatos tan tontos como poco merecedores de sus privilegios». LeFevre hoy disfruta hablando de su conducta extravagante y soez. Además, se cree muy gracioso. Le encanta presumir de las bromas pesadas que le gastaba a los colegas, como meterle a un compañero una espátula en forma de pistola en el bolsillo justo antes de cruzar el arco de seguridad del aeropuerto; o cambiarle a otro un par de zapatos Lobb (su precio: 2300 euros) por unos zuecos de madera. Deja caer comentarios racistas como si tal cosa: «Las asiáticas aman a los blancos con dinero». También se las da de generoso. Con su asistenta, por ejemplo, a la que regala un limpiacristales extensible «para que no se siga jugando la vida cuando limpia el exterior de las ventanas».
Sin mala conciencia
LeFevre habla de un mundo en el que a las mujeres profesionales de la banca se las excluye de las reuniones por ser «unos callos» y en el que los jefes envían mensajes a las analistas femeninas para ordenarles que se marchen del evento de turno porque «hay que divertir» a un cliente varón y están a punto de llegar «las chicas».
LeFevre no tiene mala conciencia. «Cuando te metes en ese mundo, te moldean. Y si no abrazas esa cultura, no asciendes», declara al New York Post. ¿Cómo piensa justificar tales comportamientos a su hija, que ahora tiene seis meses, cuando se haga mayor? «Las cosas son como son, y me alegro de saber cómo funcionan. Y educaré a mi hija para que entienda el mundo tal como es», responde.
LeFevre realiza algunas acusaciones muy serias contra los grandes bancos de inversiones, que no solo facilitaban información confidencial a sus clientes preferidos, sino que pactaron no competir entre sí para mantener las tarifas estables de forma artificial. «Cerramos el pacto y salimos a beber y a divertirnos como siempre. Y el acuerdo se mantuvo en vigor unos seis o siete meses». ¿Le parece que las autoridades podrían interesarse al respecto? «Eso espero», asegura. ¿Le gustaría que las autoridades vinieran a hacerle preguntas? «Yo no guardo rencor a nadie, pero está claro que hay que corregir algunas prácticas», contesta con ambigüedad, como si quisiera nadar y guardar la ropa.
"No me arrepiento de nada"
En el capítulo final del libro, describe la despedida de soltero celebrada en Manila «de uno de los directores de fondos de inversión más importantes del mundo». Doce banqueros alquilan un bar con treinta prostitutas en el interior, donde los participantes se ponen a jugar «a los bolos con las guarras» (esto es, empujan por turnos a las mujeres desnudas por la barra del bar untada en aceite). Luego se van a un casino. Y luego a desayunar. Y casi provocan unos disturbios callejeros al tirar los billetes ganados en el casino desde la azotea de un centro comercial. Reconoce que se sentían como semidioses.
En 2010 se unió como socio a una start-up del sector de la tecnología financiera. Hizo unas cuantas buenas inversiones y se retiró. Pero, según dice, las drogas, el donjuanismo compulsivo, los conflictos de interés y el tráfico de información confidencial siguen formando parte del mundo de la banca. Muchas de las personas mencionadas (sin dar nombres) en el libro «hoy ocupan cargos destacados en algunas de las principales firmas del mundo. Y son reverenciadas en una sociedad que valora la riqueza y el éxito».LeFevre decide airear los trapos sucios en Twitter en 2011, diciendo que trabaja para Goldman Sachs. Eso le sirve de plataforma publicitaria. Empieza a escribir artículos y vende los derechos de un libro sobre el lado oculto de las finanzas, un tema que ya es un subgénero literario, con superventas como El Lobo de Wall Street, llevado al cine por Martin Scorsese. Pero cuando los periodistas revelan que nunca trabajó para Goldman Sachs, la primera editorial (Touschstone) se echa atrás. Finalmente, LeFevre firma un contrato con The Atlantic Monthly Press por una cifra de seis ceros y el libro arrasa en las primeras semanas. LeFevre se defiende de los que lo acusan de contradecirse. Alega que su intención solo es llamar la atención «sobre una mentalidad que es la predominante. La gente tiene una memoria muy corta de la crisis. Los banqueros siguen teniendo prestigio», comenta. De paso, se ha vuelto a forrar, algo muy propio de la mentalidad que denuncia. «No me arrepiento de casi nada», asegura. «A veces podría haberme integrado menos. Pero todo me ha llevado donde estoy ahora. Y soy feliz».
No hay comentarios:
Publicar un comentario