TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO - MUJERES PELIGROSAS,.
foto
Mi amigo Pepe se apoya en la barra, a mi lado, pide una cerveza y se
bebe, glub, glub, glub, la mitad de un solo trago. «Las tías de ahora
son el copón de Bullas -dice-. Agresivas que te rilas, colega.
Peligrosas como ninjas. Esta mañana, una de ellas estuvo a punto de
calzarme una hostia. Y te juro que creí que me la daba. Iba conduciendo
tan tranquilo, ya me conoces, y al llegar a una rotonda llega una con el
Megane, conduciendo con una mano y hablando por teléfono con la otra,
se salta el ceda el paso y se mete delante por todo el morro, que casi
estampo el coche contra el de ella. El caso es que me pego el
sobresalto, y cabreado le toco el pito. Ya sabes, un bocinazo y una
ráfaga de los faros. ¿Y sabes qué hace la pava? Pues pega un frenazo
atravesándome su coche delante, saca medio cuerpo por la ventanilla y me
pregunta a gritos que qué cojones pasa conmigo. En ésas se me ocurre
hacerle el gesto de que hay que mirar por donde se anda y menos
telefonito en la oreja; y entonces la hijaputa, en vez de achantarse,
abre la puerta, baja del coche y se viene derecha para mí con cara de
matar, tío, te lo juro. Con cara de estar dispuesta a morderme los
huevos».
En ese punto yo he pedido otras dos cervezas y le
pregunto a Pepe por el aspecto de la dama. Por su pinta y catadura.
Sería una ordinaria mala bestia, apunto. Una tía desgarrada y bajuna.
Pero él, secándose la espuma de cerveza del bigote, mueve la cabeza y
responde que nada de eso. Que era una señora normal, cuarentona, bien
vestida con ropa buena. Algo gordita y medio guapa. De ahí su sorpresa
cuando ella se le puso delante de la ventanilla y se ciscó en su puta
madre. «Como te lo cuento, en serio -añade-. Me dijo hijoputa en toda mi
cara, mirándome como si fuera a partirme en dos. Y yo me dije no puede
ser, Pepe de mi alma; esta cabrona lleva una pipa encima, por lo menos. O
lleva un arma o está loca, rediós. Es imposible que le eche esos huevos
y me esté dando la bronca de esta manera en mitad del tráfico, que si
abro la puerta seguro que me agarra por el cuello y me pega un puñetazo.
O un tiro. Así que me quedé allí con la ventanilla subida, acojonado,
mientras la tía, con ojos que se le salían de la cara, tenías que verla,
me daba un repaso que hasta gotas de saliva caían en el cristal,
gritándome hijoputa y tontolculo, con los cinco o seis coches que
estaban parados cerca haciendo tapón y los conductores tronchados de
risa, claro, disfrutando del espectáculo. Y al fin, cuando se cansó, dio
media vuelta, volvió a su coche y salió a toda leche, quemando
neumáticos. Y es que las tías se han vuelto locas, de verdad. Las
mujeres van de un agresivo por la vida que asombra, oye. Que da miedo».
Bueno,
le digo tras pensarlo un poco. Quizá, para comprender a tu amiga del
Megane tengas que ponerte un momento en su lugar. Imaginarte, por
ejemplo, lo que ella tiene en la cabeza cuando llega a la rotonda a toda
leche. A lo mejor llega tarde al trabajo porque antes llevó a sus hijos
al colegio, y está hablando por teléfono para ver a qué hora tiene la
cita de negocios prevista para hoy; o le va diciendo al marido que a
ella no le dará tiempo de ir al ayuntamiento para pagar la tasa de la
recogida de basuras, y que vaya él cuando pueda; aunque tampoco sería
raro que en este momento esté preguntando al servicio técnico, por
enésima vez, cuándo pasarán a reparar la lavadora o la vitrocerámica que
llevan una semana estropeadas, y que al mismo tiempo esté intentando
enterarse de cuándo le dan hora en la clínica para echar un vistazo a
ese bultito que hace tiempo se nota en el pecho; haciendo compatible, si
es posible, el horario de esa consulta con la revisión que ya le toca
del ginecólogo, con averiguar si las dos faltas que tiene se deben a la
menopausia o a otra causa más inquietante, con llevar a un hijo al
oftalmólogo y con la redacción del informe sobre el contrato con los
chinos que su jefe le ha pedido para el lunes: día en que tenía previsto
hacerse la cera, porque al idiota de su marido le gusta que lleve las
ingles depiladas a la brasileña. Y en ésas se encuentra, marcando
números telefónicos y discurriendo como una loca para combinarlo todo,
intentando de paso calcular si podrá recoger esta tarde a los críos en
el cole y si dejó suficiente comida hecha para la cena, cuando de pronto
se percata de que hay un gilipollas que le da un bocinazo y ráfaga de
luces justo en el momento en que acaba de acordarse de que el domingo es
el puto Halloween, maldita sea su estampa, y todavía no le ha cosido al
niño el disfraz de Spiderman ni a la niña el de Rapunzel para la fiesta
del colegio.
TÍTULO: LA CARTA DE LA SEMANA - LA ESPERANZA RUSA ( Y II ) ,.
foto
Escribía Chesterton que la ortodoxia es la única forma de heterodoxia
que nuestra época no admite. Y tenía razón. Durante los ya más de
veinte años que llevo polemizando en periódicos he comprobado que el
enjambre de disidencias que el mundo cobija y propicia son, en realidad,
cebos (¡y placebos!) que se arrojan a las masas para alimentar la
demogresca. Liberales y socialdemócratas, conservadores y progresistas,
mantienen un rifirrafe banal, una disensión meramente 'procedimental'
que encubre un acuerdo en lo fundamental; pues, a la postre, todos ellos
postulan un mundo sustentado sobre los mismos cimientos y sostenido por
las mismas estructuras, aunque disputen histriónicamente sobre los
adornos de la fachada. La única disidencia fundamental que nuestra época
no admite es la postulación de un orden cristiano, pues como afirmaba
también Chesterton hay en él una dinamita capaz de renovar el mundo en
cualquier época. Quien se atreve a postular ese orden cristiano (quien
se atreve a ejercer la única disidencia radical que nuestra época no
tolera) se tropieza de inmediato con los vituperios mancomunados de
liberales, socialdemócratas, conservadores y progresistas, que sirven
todos al mismo amo. Algunos ya hemos criado callo (y espolones), de
tanto recibir vituperios; y en la tribulación nos consolamos con aquella
formidable promesa que se nos lanzó desde una montaña: «Bienaventurados
seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase
de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos porque
vuestra recompensa será grande en los cielos».
En efecto, todas
las trifulcas que las ideologías en liza escenifican son aspavientos que
el sistema necesita para mantener distraídas a las masas; y la gasolina
que alimenta todas las ideologías (de forma más o menos solapada o
explícita) es el odio teológico contra el orden cristiano. Siempre que
mis artículos sobre cuestiones políticas han provocado reacciones
furibundas he descubierto entre las babas y espumarajos odio teológico,
tal vez porque como señalaba Donoso Cortés en toda cuestión política
subyace siempre una cuestión teológica. Confesaré, sin embargo, que hubo
una ocasión en que creí ingenuamente que esta regla de oro se quebraba.
Fue cuando empecé a defender la posición de Rusia en el concierto
mundial, cuando empecé a ponderar los esfuerzos restauradores de una
nación que había padecido la experiencia abismal del comunismo, cuando
empecé a aplaudir que Rusia se erigiese como una muralla contra las
pretensiones mundialistas, cuando empecé a mirar con aprecio el esfuerzo
ruso por oponerse a la decadencia occidental. Sorprendentemente, los
denuestos me llegaban tanto del negociado de derechas como del negociado
de izquierdas; aunque he de confesar que los más alucinados procedían
de ámbitos neocones, desde los cuales se me acusaba de estar a sueldo de
los rusos (¡cree el ladrón que todos son de su condición!), o de
concebir el paraíso como un inmenso gulag con un pope confesor del KGB
en cada barracón y misa militarizada. Recuerdo que fueron estos
improperios tan delirantes los que me pusieron en guardia. «Sin duda
pensé entonces, aquí también se respira el perfume azufroso del odio
teológico».
Por aquellas mismas fechas andaba yo releyendo Los hermanos Karamazov,
la obra maestra de Dostoievski. Y me tropecé entonces con una
aseveración que el autor pone en boca de uno de sus personajes, el
asceta Paisius: «Ciertas teorías afirman que la Iglesia debe
convertirse, regenerándose, en Estado, dejándose absorber por él,
después de haber cedido a la ciencia, al espíritu de la época, a la
civilización. Si se niega a esto, la Iglesia sólo tendrá un papel
insignificante y fiscalizado dentro del Estado, que es lo que ocurre en
la Europa de nuestros días. Por el contrario, según las esperanzas
rusas, no es la Iglesia la que debe transformarse en Estado, sino que es
el Estado el que debe mostrarse digno de ser únicamente una Iglesia y
nada más que una Iglesia». Hasta aquel momento, había creído
ingenuamente que los denuestos que recibía por defender las posiciones
de Rusia me los propinaban por la aversión que Putin provoca tanto en el
negociado progre (por sus leyes contra la propaganda homosexualista)
como en el negociado neocón (por su oposición al imperialismo yanqui).
Pero aquellas palabras de Dostoievski cambiaron por completo mi
percepción: entendí, de repente, que la aversión que profesaban a Putin
desde los negociados de izquierdas y derechas era una cortina de humo
que escondía un odio más profundo. Y ese odio, en su raíz última, era
como siempre ocurre de naturaleza religiosa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario