Viernes -28- de Diciembre a las 22.00, en Telecinco, fotos,.
Qué bello es vivir (gracias a Rosario),.
Como en la película que asociamos a la Navidad, el mundo sería mucho peor si no existiera esta mujer gaditana
Samuel,
el bebé que el mar arrojó a la orilla cerca de Trafalgar, no tendría ni
nicho ni flores ni compañía en el cementerio donde terminó sepultado...
Esta
es su historia, un canto a la solidaridad humana. Un 'Qué bello es
vivir' con una vecina de Barbate en el papel de George Bailey (James
Stewart)
Ya
había pasado la Navidad, pero el frío era similar al que hubo después y
al que en estas fechas acaricia un año más los majestuosos pinares que
rodean Barbate. También hacía humedad, la salada que viene del mar y que
cala hasta los huesos. Sin ella no se entienden los fríos
estremecedores en esta localidad marinera y humilde. Era el 27 de enero de 2017 cuando apareció un pequeño cuerpo en la orilla. El niño, se supo después, se llamaba Samuel (Samuel Kabamba precisó más hace casi dos años Crónica). El pequeño congoleño había cumplido cuatro años el 12 del diciembre anterior. Un mes más tarde se soltó de los brazos de su madre, Veronique, en el naufragio de una barca inflable que había salido de Cabo Espartel (Tánger), y fueron tragados por el mar. No hubo supervivientes. Y así, sin madre, sin vida, arrojado por el mar del Estrecho a unas rocas en la orilla, llegó Samuel a una playa próxima a Trafalgar... Y allí es donde empieza la otra vida del niño del naufragio. Donde una segunda madre llegó para «adoptarlo después de muerto».
Rosario Rodríguez Lara -que así se llama la protagonista de esta historia- no sabe quién es Frank Capra. Aunque probablemente haya visto alguna Navidad su célebre película 'Qué Bello es Vivir'.
Rosario, viuda y con luto desde mucho antes de lo de Samuel, no cree que su vida contribuya a hacer de su pueblo, Barbate, un lugar mejor. Pero se ha convertido en una especie de George Bailey (James Stewart en la película) porque ha hecho, sencillamente, el bien.
Veamos. Como hace el ángel Clarence en la película de Capra, que convence al protagonista de que no se suicide porque sin él el mundo sería mucho peor, Crónica pretende mostraros cómo Barbate sería un lugar peor de no vivir la humilde Rosario Rodríguez...
Primera escena. En esta orilla todo arranca no lejos del faro de Trafalgar. El hombre que encuentra a Samuel cuando camina por la playa en noche cerrada es un busquimano, de los que buscan fardos de hachís en la arena. Al darse de bruces con aquel cuerpecito, no salió huyendo. Se quedó a esperar después de llamar a la Guardia Civil. No quiso dejarlo solo, bocabajo, haciendo insondable la desolación de una playa en enero. Aún nadie sabía el nombre de aquel niño...
Escena dos. Lunes de diciembre de 2018. Hay plantas y un tránsito sorprendente alrededor. Entre lo más colorido, navideñas flores de pascua. ¿Escenario? Un cementerio andaluz especial: blanco, luminoso, muy limpio y cuidado, donde las flores frescas ganan por goleada a las artificiales, y no huele a marchito como en la mayoría de camposantos. Está lleno de familiares de los difuntos, que depositan en estas fechas hasta pequeños árboles y felicitaciones de navidad en los nichos. Van de visita, y se quedan bastante rato.
Cada poco suenan los chorros de agua al chocar con los cubos que usan los visitantes para cambiar las flores. Y allí está Rosario, vestida de negro. Mima varios nichos, pero se la ve volcada en el más reciente. Es el de Samuel, el niño del naufragio. Desde hace ya casi dos años, Samuel y Rosario son, digámoslo así, «familia». Ella no es muy mayor, pero aparenta más edad de los sesenta y pico que tiene. Los golpes de la vida hacen más daño que los del calendario. Enviudó hace seis años. «Yo la recuerdo siempre viuda», dicen en el pueblo. Quizá porque hace ya 14 que viste de negro.
Tuvo seis hijos, entre chicas y chicos. Hoy es una figura delgada que se mueve con agilidad y rapidez, y que los siete días de la semana, repartidos entre por la mañana y por la tarde, camina ocho kilómetros. Su casa está a dos del camposanto de Barbate, a las afueras del pueblo, en la Avenida de los Milagros. Rosario entra por la puerta pasadas las 8:00 horas, se queda hasta las 10:00, y luego vuelve de nuevo a las 15:00 y se queda hasta que echan el cerrojo, a eso de las 17:00.
«Hay gente que adopta niños vivos. Yo lo adopté muerto, y ya está. Yo lo cuido muerto», cuenta Rosario, con una simpleza casi infantil a modo de resumen mientras limpia con un paño húmedo el ya impoluto nicho. «Y si hubiera podido hacer más, más hubiera hecho... le habría dado la vida». Lo que le dio fue más aún que la pensión de viudedad de 600 euros que cobra. Al saber que el niño de la playa sería enterrado como los demás cuerpos sin nombre que arroja el mar, ella decidió comprar sola, y a plazos, un nicho para Samuel. Uno de los buenos, en la parte baja. Hizo un poder, como se dice en Andalucía cuando se habla de un esfuerzo titánico. Pero no sólo le compró el nicho: va a verlo a diario, por la mañana y por la tarde.
En el patio más grande del cementerio de Barbate , pueblo de pescadores en la costa gaditana, está la tumba del primer hijo que Rosario perdió. Su Antonio, su hijo menor. Tenía sólo 23 años. Se acostó a dormir y ya no despertó. «Una muerte súbita», dice el administrador del cementerio, Pedro Álvarez, que conoce bien a Rosario. «Era un tío extraordinario, alegre, muy activo y muy buena persona. Eso fue un palo muy gordo».
Ocurrió hace 14 años y hoy en su tumba, llena de flores frescas, da el sol de pleno. En todo el camposando muchas lápidas incorporan fotos de los difuntos, epitafios originales y limpieza absoluta. La de Antonio también tiene foto. Al morir, Rosario murió un poco con él. ¿Llegó incluso ella, como le pasó al protagonista de la película de Capra, a desear su propia muerte desbordada por un mundo sin remedio? Lo cierto es que de alguna manera Rosario comenzó a vivir en el cementerio. Y sin darse cuenta, al mismo tiempo, comenzó a llenarlo de vida.
Luego murió su marido, pero ella ya estaba curtida por la pérdida de su hijo. «Con viento de levante fuerte, llueva, diluvie, truene, lo que sea, ella viene todos los días y por aquí está con el paraguas», cuenta Germán Morillo, el enterrador, que suspira mientras explica que Rosario «cuida también de la capilla del cementerio, la limpia y la arregla con flores, que también paga ella... un día se metió y nosotros la dejamos. Ojalá hubiera más gente como ella». La capilla la preside una imagen de la Virgen del Carmen, patrona de los marineros, de Barbate y del mismo mar que le arrebató la vida al niño Samuel.
Lo primero que pensó Rosario, al enterarse del hallazgo del cuerpo de un niño tan pequeño en la playa, fue en dónde estarían su padre y su madre. En qué haría ese niño solo. Y que a ver si venían sus padres a por él... «Quise ayudar», dice. Luego se enteró de que Samuel estaba solo, de que su madre había muerto en el naufragio (está enterrada en Argelia), de que su padre vivía en el Congo, y que Samuel iría solo al cementerio. Y que se quedaría solo en Barbate... Entonces tomó la decisión. Y acudió a la oficina del camposanto para hablar con Pedro, el administrador.
-Venía a comprarle un nicho al niño. Porque me he enterado de que lo van a enterrar en uno de los de arriba, de los de quinta fila, donde entierran a los inmigrantes sin nombre. Yo hasta allí arriba no llego y no me puedo subir en una escalera porque estoy mayor.
Así que Rosario hizo un poder y le compró un nicho al niño Samuel. El Ayuntamiento de Barbate sufragó la lápida. «El Ayuntamiento le puso el portón y yo le puse la casa», vuelve a resumir Rosario con aplastante síntesis. Lo pagó poco a poco. Se quitó de comprarse los yogures que tanto le gustaban, de aquel trapito que se regalaba... «Lo decidió, ella es así», cuenta su hija a Crónica. «Se quitó de muchas cosas por comprar el nicho». A la luz, el agua, el teléfono... Rosario añadió el pago de la nueva casa de Samuel en el cementerio de Barbate.
-«Qué por qué lo hice? Porque lo iban a poner arriba, y no me gustó el sitio para un crío. Me dio mucha lástima. No estaban los padres ahí, ni tenía a nadie... No sé. Me salió de dentro... me parecía que podía ser un hijo mío, y me gustaría que hicieran lo mismo».
Hasta de quitarse de comer para pagarlo. «Sí, se quita uno de comer, cuando hay una persona que le hace falta. Ojalá pudiera yo ayudar más con toda la miseria que hay». ¿El precio del nicho de Samuel? 1.075 euros. «A Rosario le descontamos una parte, como si hubiera habido un seguro de decesos, que obviamente no había», cuenta el administrador. Toda la lápida es una imagen de las olas del mar en la Playa de Mangueta, con la inscripción «Dios nos lo dio y Dios se lo llevó. Bendito sea Dios», escrito en francés.
El cementerio no es municipal, sino de la Iglesia, de la parroquia de Barbate. Pedro, el administrador, explica que los nichos para los inmigrantes que pierden la vida en el Estrecho y recalan en las costas de Barbate, los pone la Iglesia gratuitamente, pero en las filas más altas. Ahora se preparan para recibir a los 17 cuerpos del último naufragio. Irán a nichos sin nombre, sólo con los números que facilita la Guardia Civil tras la tramitación de los cadáveres.
Pero Samuel está en un nicho de los buenos, uno bajo, como Rosario quería, en el mismo patio donde está Antonio, su hijo, que está en un primero. A Samuel también le da el sol, según las horas del día. Así ella puede adecentarlos con facilidad, cambiarles el agua a las flores y mirarlos y hacerles compañía tanto como quiera. «¿Un niño solito, sin flores y sin madre ni nadie que lo cuide? ¿Eso cómo va a ser?», explica Rosario, que también sabe que la madre de Samuel, Veronique, apareció en una playa de Argelia, y allí fue enterrada. «Si hubieran caído los dos juntos, los entierro a los dos, uno encima del otro», suspira Rosario con pena.
Padre biológico
El entierro de Samuel fue multitudinario para Barbate. Más de 150 personas acudieron, entre ellas, el propio padre biológico de Samuel, Aimé Kabamba, un pastor evangélico que además del visado para entrar en España para hacerse las pruebas de ADN tuvo que esperar al resultado que certificase que el niño era, efectivamente, su hijo. La confirmación llegó el 6 de marzo, y el entierro tuvo lugar el 10. Era viernes.Días más tarde en el cementerio, frente a la tumba de Samuel, ya no había nadie. Mejor dicho, sólo quedó Rosario, que comenzó calladamente y día tras día, a cuidar la tumba del pequeño. Y cada mes y religiosamente pagaba lo que podía: 30 euros, 40... «Le dimos facilidades, lo que buenamente fuera pudiendo. Acabó de pagarlo en agosto», cuenta Pedro. Tardó un año y siete meses en hacerlo.
[Fue el periodista José Luis Sánchez Hachero el que descubrió la «película» de Rosario. Estuvo con ella (la única vez que la mujer ha querido hablar directamente con un periodista) y lo contó todo en su blog, losmundosdehachero.com. La foto que ilustra este reportaje es la de aquel encuentro].
La imagen, y este relato, son un canto a la solidaridad humana de Rosario. Su particular 'Qué Bello es Vivir'. Aunque ella no sepa quién es Frank Capra. Cuando se le pregunta por qué lo hace, la mujer te desarma con un sencillo: «Es que él no tiene a nadie por aquí». Pero en eso no dice verdad. La tiene a ella. A su segunda madre. Ahora por Navidad le ha llevado a su tumba flores de Pascua. «Y vendré siempre, mientras me aguanten las piernas.
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