TITULO: Cartas en el tiempo - 1975: año cero de la contracultura ,.
Cartas en el tiempo ,.
Miércoles - 7 - Diciembre a las 20:00 en La 2 / foto.
1975: año cero de la contracultura,.
Por lo menos, Viva el rollo! (Silex Ediciones) servirá para corregir la cronología del underground español. El nuevo libro de Edi Clavo —recuerden, baterista de Gabinete Caligari— parte de la sombría comunicación del fallecimiento de Francisco Franco para a continuación rizar el rizo y establecer la notable variedad de oferta contracultural en la primera mitad de los años setenta, de los comix a las revistas tipo Ajoblanco. Cierto que se solapa con libros anteriores (Cómo acabar con la contracultura: Historia subterránea de España, de Jordi Costa) y que complementa los testimonios de protagonistas (Nosotros los malditos, de Pau Malvido Maragall).
Los que no vivieron aquellos años y aquellas clandestinidades se preguntaran legítimamente en qué consistía “el rollo”. Simplificando, equivalía al rock y todo lo que aceleraba a su alrededor en la España de la dictadura. Edi Clavo retrata el momento de la colisión: “La punta de lanza de una revuelta sorda, un misil imparable contra el búnker franquista que veía desaparecer, entre el estupor y la impotencia, la ética del ancien régime, el estado campamental y el influjo de las sotanas [….] por entre los poros y las grietas del sistema se iban introduciendo consignas y ruidos, gritos y distorsiones, humos, modos y maneras del rock & roll way of life, o de lo que por aquí se podía entender por todo aquello; una mudanza apresurada e incompleta de lo que era estar en el ajo…en definitiva, en el Rollo”.
Tendemos a retratar los años del franquismo como un páramo cultural, cuando la realidad es que —fuera de los canales oficiales— surgían iniciativas netamente subversivas, de forma más o menos silente. Edi Clavo recuerda que la obra gráfica de Andy Warhol se presentó en España por vez primera en la barcelonesa Galería G, en 1975-1976, ocho años antes de la aparatosa llegada a la madrileña galería Fernando Vijande. También añade un festival más, Marbella Rock, a las muy famosas reuniones masivas que se celebraron en Burgos y Canet en 1975.
A trancas y barrancas, se iban estrenando películas malditas como La naranja mecánica o Blow-Up. Igual ocurría con los libros y los discos, aunque era fácil disimular la intervención de la censura, recortando páginas y canciones (a veces, también se cambiaban las portadas, lo que hace que hoy sean costosos objetos de coleccionista en el mercado internacional).
Sin embargo, no se registran batallas culturales ni denuncias de conclaves de abogados cristianos: todo lo que se editaba se vendía en el Corte Inglés o Galerías Preciados (y lo que no pasaba la frontera, se servía en la trastienda de las librerías o, caso de los discos, en El Rastro o mercadillos similares). Aunque algún disparate sí que hubo. ETA emprendió una campaña —bombas incluidas— contra los Encuentros de Pamplona de 1972, que juntaron a Luis de Pablo y José Luis Alexanco con insignes figuras de la vanguardia sonora: John Cage, Steve Reich, David Tudor. Los etarras hasta difundieron un panfleto retratando aquello como “un evento enmascarado de progresismo vendido a la burguesía” (patrocinaba la familia Huarte).
La realidad es que, aparte de determinados cantautores, la música carecía entonces de connotaciones políticas y eso explica la relativa abundancia de programas de rock (y jazz y flamenco) que se podían ver en la Segunda Cadena de TVE. De la misma manera que funcionaban las radios privadas, obligadas a diferenciar la programación de la Onda Media de lo ofrecido en su Frecuencia Modulada: nada más barato que convocar para la FM a unos cuantos chavalitos que tenían una buena discoteca particular y un módico de caradura. Pero, atención, que desde el ministerio correspondiente escuchaban atentamente lo que se decía. En Onda 2 fue sancionado el locutor Luis Mario Quintana cuando dio paso al informativo del mediodía de Radio Nacional, de conexión obligatoria, con una frase inmortal: “Y ahora viene el rollo hablado.” No es ese el rollo al que se refiere Edi Clavo en su trepidante libro.
TITULO: Las rutas de Ambrosio - Lenguas muertas ,.
El sabado -3 - Diciembre a las 19:10 por La 2, foto,.
Lenguas muertas ,.
Pretendo que los rayos no me asustan. Por la ventana veo llover a cántaros. Cubetadas de agua hacen de las calles ríos. Es la temporada. Finales de junio, verano, el verde y dulce verano. Son vacaciones y no puedo salir a la calle porque las tormentas no terminan por deshacerse. Llevamos cuatro días con lluvia. Mi familia está preocupada. Hay quien se ha puesto histérico. Mis amigas me llaman para saber cómo estoy, qué opino de la lluvia, de Juan Alonso, del profesor de álgebra, del de comercio, de mis compañeros con rostros como de ratas pálidas o castores lujuriosos. No estoy interesada. Se los he dicho a mis amigas. No me interesa el sabor de sus lenguas viscosas. No quiero besos, mucho menos lo que sigue.
No por ahora. Claro que soy normal, es sólo que me parecen repugnantes. Y la lluvia no me ha convertido en una niña vulgar y aburrida pensando idioteces, provocando problemas, o haciendo cosas que no quiero hacer tan sólo para retarme a mí misma y castigar a mi amado papito por no haberme cumplido mi capricho número setecientos setenta y siete de la temporada.
Me apena tener a las amigas que tengo. Pero me apenaría más no tener ninguna. No es algo que haya decidido yo. Es algo que ha sido determinado de esta manera. Yo fluyo con las reglas, con la estructura del mundo. Me acomodo perfectamente. No tengo enemigas, ni tampoco grandes amigas juradas del alma. Me alegro, esas son las peores. Mantengo, sin embargo, las relaciones necesarias, los besos hipócritas, las confesiones interesantísimas sobre quién le puso el cuerno a quién y con qué sujeto.
Yo misma me muero por tener un poco de acción romántica, o sexo duro. No me hago ilusiones con el amor, con los chicos perfectos o con los príncipes que me protegerán del mal del mundo con un escudo floreado mientras cabalgan sobre un unicornio. Tampoco soy una puta. O quizá lo sea. No me he dado la oportunidad. No tengo nada en contra de las mujeres que dan su chocho a cualquier pene que se les ponga en el camino. Si una disfruta, si a una le gusta, pues adelante, que para eso tenemos nuestros botoncitos. ¿Por qué entonces no me he permitido acercarme a la promiscuidad si no creo en lo contrario?
No lo sé: discusiones vanas, temas demasiado comunes, o soy una mujer enferma, un caso de esos raros, extraños, porque me falta un gen o soy frígida, o mi mente está en otro lugar muy lejano, ajeno a todo el transitar vulgar del mundo.
Nunca he sentido una lengua en mi coño. Me gusta la palabra coño. No me gusta la palabra virgen. Y no ha habido una lengua en mi coño porque no me interesa. Eso me hace una virgen. No tiene sentido pero, ¿a quién le importa? A mí me preocupan otro tipo de lenguas.
Las lenguas muertas.
Mi abuela es la contadora de historias de la familia. Migrante italiana, aún habla algunos de los dialectos del centro de la península. Umbría, su lugar de nacimiento; Nápoles, donde vivió un tórrido romance con un playboy mentiroso e infiel; Sicilia, donde aprendió a cocinar como lo hace, con un toque único, casi espiritual. Después migró por razones que nunca ha querido decirnos. Papá es el único al que le ha contado un poco de sus motivos, algunos demasiado disparatados como para ser ciertos, según él.
Yo admiro mucho a mi abuela, es una mujer fuerte, tenaz, de voz imponente y cantarina. Sabe tantos secretos de la cocina como de la vida, los hombres, las mentiras y las pasiones. Y da gusto cuando empieza a tomar porque se le va la lengua. Empieza a contar romances de juventud, historias políticas o de terror. Cuando la abuela se fue de Italia llegó a Argentina; era lo más sencillo. Ya había un grupo enorme de exiliados. Se hizo con las costumbres argentinas, cocinó, vivió, amó y se largó a México, donde finalmente conoció a mi abuelo.
El abuelo murió pronto. No llegué a conocerlo, y los recuerdos de mi padre no son demasiados. Era un hombre aparentemente ausente, frío y controlador. Nadie entiende por qué la abuela se juntó con él. Se lo he preguntado y solo me ha respondido con sonrisas. Me ha dicho también que aún no lo entiendo, pero que llegará un día en que lo haga. La abuela habla de historias muy viejas, dignas de ser relatadas en las lenguas antiguas, las lenguas muertas, condenadas al olvido.
La abuela me atemoriza, pero a la vez siento que es la única que realmente me comprende. Ella sabe cuán curioso me parece el sexo, y estoy segura de que sabe qué tipo de perversas imágenes abarrotan mi cabeza. Entiende por qué no estoy interesada en iniciarme ahora. No ha llegado con quién pueda hacerlo. A mi alrededor sólo hay palurdos, niños imbéciles con videojuegos metidos en sus cabezas vacías. No saben aún de los placeres sutiles, de los placeres profundos, de los placeres perversos.
Mi abuela me palpa las piernas, me nalguea y ríe extasiada, señalando mis atributos y alegrándose por mí. Me asegura que disfrutaré demasiado, y que haré disfrutar a muchos hombres también. Pero debo ser paciente, que para algo tan especial no hay que apresurarse. No se la cogen a una mientras corre, ¿verdad?
Me pregunto muchas cosas sobre ella, sobre su vida anterior, las cosas que ha visto. Hay marcas en su mirada, son tan palpables como su rostro lleno de arrugas, y es tan sutil como suave es su piel. Mi abuela sabe demasiado, no sólo del sexo y de la cocina. Sabe de cosas que se ocultan y arrastran en la oscuridad, de criaturas que el ojo humano no puede ver pero aun así existen, de maldiciones más antiguas que la misma humanidad. A veces, en su mirada percibo el miedo. Eso es lo que me ha hecho tan cercana a ella, lo que me ha hecho sentir tan identificada con mi abuela: le teme tanto a los rayos como yo. La he visto durante las tormentas, ya sea durante una fiesta familiar o en un evento multitudinario. El aspecto que tiene cuando caen los rayos. Puede estar sentada, con un chal oscuro sobre las piernas, una copa de vino o un caballito de tequila en la mano, riéndose y cantando, tan alegre como es ella, para después levantarse de su asiento y avanzar nerviosa de un lado a otro, tirar su bebida y musitar extrañas palabras. Casi nadie se da cuenta, deja pasar el incidente con una risotada. “La ha asustado el rayo, verdad, mamita”. Pero no saben lo que yo sé. No pueden sentir ese temor atroz cuando los rayos caen.
No me interesan las mismas cosas que a las chicas de mi edad. No es presunción. En mi mente burbujean otras preocupaciones, más extrañas y sutiles. Veo en la abuela una parte de mí, de ese estado alegre y a la vez temeroso. Y siento que ella podría darme una respuesta. Llueve y no sé si las historias sean reales, si las lingue morte verdaderamente existen. Trato de tranquilizarme, tomar los cuentos de la abuela como meras alegorías, parábolas donde siempre se aprende un mensaje moral. Es difícil hacerlo cuando la lluvia golpea la ventana de mi cuarto y mis piernas tiemblan cada que un rayo aporrea el viento y el agua y la tierra. Trueno es cuando cae. El martillo de los dioses, como dicen en los libros de mitos. Mi abuela los llama de otra forma, lingue morte, lenguas arrastrándose por la tierra, quemando los campos y buscando una presa que llevarse a la boca, bocas ocultas de brujas celestiales, ansiosas por un poco de sangre fresca.
La abuela me ha dicho que proteja mi carne, no solo de la mirada y de los toqueteos de hombres inferiores, sino de los deseos de aquellos que están por arriba de todo. Aquellos, me parecía, eran hombres poderosos, a quienes es difícil negarles algo. Sin embargo, en la mención de mi abuela existe un significado más profundo, frases entreveradas en idiomas desconocidos para mí.
Estoy segura de que ella no hablaba de hombres adinerados. Lo que decía era una advertencia. Mi carne las llamará, a esas lenguas, las lenguas de fuego desatadas con la tempestad, las lenguas que buscarán mis chiappe y mi húmeda fica. Podría ser una metáfora estúpida para hablarme del sexo y de no dárselas a cualquiera. Pero yo sé muy bien cuánto le asustan los rayos a mi abuela, cuánto me asustan a mí. Marcan el aire y lo tiñen de rojo, los mismos rayos caen y golpean la tierra, rojos y encendidos, tan brillantes como un destello de odio. Las lenguas se acercan a mí, a mi ventana, olfatean la carne, y esplenden.
No ha dejado de llover. Las manchas de humedad empiezan a recorrer las paredes. Agrieta el agua la roca y el yeso, la arenisca me cubre los pechos y me hace estornudar. Hablan en las noticias de las inundaciones, de la gente varada. Hablan de que Dios ha vuelto a abrir los sellos. ¿Dónde está el Arca de la Alianza? El arcoíris se oculta bajo los nubarrones y la luz es tan blanca que podría derretir la retina.
Encerrada en mi habitación, palpo mis muslos, mi húmeda carne, la siento trémula, como la piel de un tambor demasiado tenso. Puede estallar, ¿y si lo hiciera, en qué tipo de manchón me convertiría? Mi garganta está reseca. Necesito agua, aunque debería bastarme con toda la que cae tras la ventana. ¿Para qué quiero más? La casa misma se ha vuelto una esponja.
En alguna parte de la casa está la abuela. Ella está siempre, aunque creamos lo contrario. Sus pasos como de pantera vieja acechan mi cuarto. Ella me cuida de los intrusos. ¿Podrá un gran felino mantener alejadas a las malas lenguas?
Mi vientre se hincha. Me palpo los labios, lo que es arriba es abajo, como dice la abuela. Soy igual al afuera, a esa tierra mojada. Mis dedos entran en la arena y descubro que está caliente. Se despliega un alboroto entre las nubes. De pronto vuelve a ser de día y yo pienso que he elegido un mal día para hacerme agua, hacerme sangre. La abuela gime. Su gemido es tan profundo y lastimero que tiemblo. Quisiera detenerme pero mis manos ya no son mis manos, mi aliento lo detenta una lengua ajena a la mía. Las ventanas crujen, mi piel se eriza. Las puntas de esas lenguas muertas agrietan como garras los cristales. El frío entra y reresca mis muslos, mis nalgas.
Alguien grita, ¡la abuela ha salido! ¿Qué hace? ¡Deténganla!
El clamor es tan intenso que mis orejas se convierten en bulbos rojos.
¿Dónde estará la abuela? Intento incorporarme. Un peso increíble pero atroz se posa en mi pecho. Las ventanas terminan por romperse y escucho los rugidos. Aunque mis ojos casi no están abiertos por las oleadas de placer que provienen del centro de mi cuerpo, como las piedras que arrancan ondas en la superficie de un lago quieto, veo el resplandor y la furia de los cielos. Allá afuera es una batalla entre mi abuela y las lingue morte. Allá afuera son los gritos y los gemidos de dolor.
Acá adentro son las lenguas que recorren los fogonazos de mi piel, y acá adentro también son los gritos, y los gemidos de placer.
TITULO: LAS RUTAS DE VERONICA - La autopista del sur ,.
El sabado-3- Diciembre , a las 18:10 por La 2, foto,.
La autopista del sur,.
El cuento narra un grandioso embotellamiento en la autopista entre Fontainebleau y París. Era un domingo por la tarde en la cual no se podía avanzar porque en una parte de la carretera debió de haber sucedido un accidente y con el transcurso de las horas los viajeros se fueron conociendo. Un ingeniero en un Peugeot 404, dos monjas en un 2HP, una muchacha en un Dauphine, un pálido señor que conduce un Caravelle, un matrimonio con su hijita en un Peugeot 203, un matrimonio campesino en una Ariane, dos jovencitos molestos en un SIMCA, dos hombres con un niño rubio en un Taunus, etc. Estaban totalmente detenidos bajo el calor del verano. Algunos se bajaban para estirar las piernas y cuando regresaban traían noticias inquietantes y casi siempre falsas de los motivos del paro. Todos comentaban los sucesos. Se supo de un choque entre dos autos: Tres muertos y un niño herido, o el choque de un Fiat 1500 con un Austin lleno de turistas, o el vuelco de un autocar con pasajeros del avión de Copenhague. Todo era suposiciones. La última noticia era que la hija de un general que pilotaba un pequeño avión se había estrellado en plena autopista con un saldo de varios muertos.
Al anochecer la columna hizo su primer avance importante de apenas 40 metros. Pronto se fue acabando el agua y los alimentos y aunque todos se ayudaban entre sí, debieron racionar al máximo todo. La mayoría dormía en los coches, y otros en el pasto al costado de la autopista. Por la mañana se avanzó muy poco, pero nadie perdía las esperanzas de que esa tarde se abriera la ruta a París. Pero nada pasó y todo seguía quieto. Se formaron grupos con un delegado al frente para coordinar la ayuda a los más débiles, también se ofreció la muchacha del Dauphine para poder atender a los ancianos. Algunos enfermaron y, por el empeoramiento del clima, otros se fueron, abandonando su auto; una anciana falleció dejando a su esposo sin resignación alguna y otro hombre se suicidó. En general el relato abunda en descripciones de lo aterrador que puede ser el comportamiento humano en una situación límite. Cuando por fin comenzaron a moverse, los personajes vuelven a su vida normal olvidando casi a todas las personas que llegaron a conocer con las ansias de poder comer, beber agua, bañarse y todo lo demás que no pudieron hacer durante esos días que estuvieron en ese embotellamiento e incluso un romance que se había iniciado no pudo llegar a ser tal vez como ellos lo deseaban.