EL TEATRO LOPEZ AYALA, BADAJOZ, CINE, Der Todesking (El rey de la muerte),./ EL GALGO PERRO, RELATO, AVENTURAS.
- Reparto
- Gerd Breitung, Susanne Betz, Jörg Buttgereit, Ingo Buesing, Andreas Doehler, Heinrich Ebber, Daniela Geburtig, Bela B. Felsenheimer, Angelika Hoch, Manfred O. Jelinski,.
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- El Rey de la Muerte" examina una semana normal en las vidas y muertes de
un grupo de personas agobiados por la angustia. Siete episodios, cada
uno transcurre durante un día diferente de la semana, sobre el tema de
suicidio y la muerte violenta.
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- TÍTULO: EL GALGO PERRO, RELATO, AVENTURAS.
- EL GALGO PERRO Y LA LIEBRE ,-foto
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- Verdaderamente, la caza del galgo la conozco más por narraciones y
reportajes que por haberla experimentado. Sólo recuerdo una vez que mi
padre trajo a la finca de La Boticaria un par de galgos y por las faldas
de El Lomo cazamos unas horas. Creo que echamos un par de liebres y
casi quiero ver que conseguimos una. Los galgos corrieron, los vi un
poco en la distancia, pero nada muy excitante. Por esto, mi recuerdo es
hoy bien nebuloso.
Ciertamente, en muchas ocasiones he echado
liebres y deseado haber tenido un buen galgo, o dos, para haber
experimentado otra forma del apasionante mundo de la cinegética.
Como, por ejemplo, en una ocasión muy significativa para mí. Apenas
tenía catorce años cuando mi padre me dejó su bella escopeta de la casa
Éibar, del 12, de cañones paralelos, repujada y con el cañón derecho
liso. Y me dijo: “Jaime, hijo, eres casi un hombre. Ya puedes usar mi
escopeta. Recuerda mis enseñanzas y sé prudente”.
Casi siempre,
en aquellos veranos inolvidables, cuando íbamos de caza, mi tío Fausto,
casado con la gemela de mi madre, era parte integrante del grupo. Nunca
aprendió a cazar ni a disparar bien, pero era un gran entusiasta y
siempre estaba dispuesto. Era, además, entretenido cazar con él, pues
hablaba mucho y exageraba un poco.
En la ocasión que menciono,
mi tío y yo salimos temprano de casa. En quince minutos llegamos a las
laderas de Los Chopos, el coto de un gran amigo de la familia,
colindante con nuestra finca y con derechos de agua del río Lavinia como
la de mi abuelo, aunque con menos horas, pues la finca de regadío era
más pequeña. Estos montes, que lindaban por un lado con la carretera que
llevaba al interior de la provincia a lo largo de unas cuestas con
curvas por el barranco, generalmente con muy poca agua, llamado El
Agüica, y por otro con el río Lavinia, eran estupendos para cazar. Con
buena tierra y bancales cercanos donde los animales podían comer, con
zonas tupidas y otras muy ligeras de arbolado, con colinas, algunos
cerros y bastantes peñascos y madrigueras, huella de antiquísimos
terremotos en la zona, era un coto precioso para la caza de conejos y
perdices, particularmente, que ya conocía bastante bien cuando cazaba
con mi padre y que, con el paso de los años, llegaría a conocer como la
palma de la mano.
Eran las siete de la mañana, lo recuerdo
bien. De pronto, oí un tiro a mi izquierda. Claramente era de mi tío.
Algo habría visto y, casi seguro, lo que fuera, y lo digo sin ánimo de
ofender la memoria de mi tío, de quien guardo agradable recuerdo,
seguiría corriendo o volando, con cierto sobresalto, por el lugar.
Yo ascendía la leve pendiente dando cara a la carretera que quedaba a
quinientos o más metros a mi derecha. Iba por una senda ancha, todavía
con poca vegetación, en busca de la altura y de lugares donde podría
abundar —pensaba— la caza. A los pocos segundos del disparo, viniendo en
mi dirección, un poco por mi izquierda, se acercaban corriendo
alocadamente dos liebres, sus orejas bien levantadas y con punta negra,
saltando, quizás sin ver que yo, silencioso y atento, iba en dirección
opuesta. Venían, sin duda, buscando la senda por la que mejor y más
desenvueltas alejarse del peligro, alejarse de mi tío.
Jamás en
mi vida había visto dos liebres vivas juntas. Jamás volví a ver dos
liebres juntas en el resto de mis cacerías en el viejo mundo, aunque sí
en el nuevo. El corazón me saltaba de emoción. Rápidamente me encaré la
escopeta y, aun antes de que llegaran a mi altura, disparé a una que
cayó fulminada. Aquello me bastó. Levanté la escopeta e hice caso omiso a
la otra liebre que siguió corriendo pasando cerca de mí hasta perderse
en la distancia. ¡Mi primer disparo con una escopeta del 12! ¿Cómo iba a
disparar por segunda vez a otra liebre? Eso era casi imposible por la
emoción del momento, por la primicia de mi disparo. Hoy día pienso que
si hubiera esperado un par de segundos, al estar alineadas en mi
dirección, con un solo disparo podría haber abatido las dos liebres.
Nunca más dejé de disparar los dos tiros si la ocasión se presentaba.
Más de una vez dispararía a dos conejos, uno después de otro, sin
recargar. Muchas veces disparé a dos perdices o dos codornices o dos
palomas… Cada vez que surgió la ocasión, siempre descargué los dos
cañones. Una vez me salió una perdiz y la maté de un tiro. Al caer al
otro lado de aquel pequeño barranco, salió un conejo al que le descargué
el segundo cañón del arma; sin embargo, marré este segundo tiro.
Pero aquella vez, aquella mañana con mi tío, aunque no disparé el
segundo tiro, fue única e inolvidable. Fue mi primer tiro con la
escopeta grande de mi padre. Ya a los catorce años, como cazador,
empezaba a ser un hombre.
Aquella mañana bien pudo ser una
mañana para llevar un par de galgos a mi lado y soltarlos al ver las dos
liebres acercándose. ¡Qué experiencia tan especial habría sido
entonces! Pero no llevaba galgos; nunca llevé personalmente galgos.
Dudo, sin embargo, que la emoción con dos galgos pudiera haber sido más
intensa para mí. Habría sido más bonita, sin duda alguna, diferente, con
seguridad, pero no más aguda.
Mi tío llegó pronto y me dio,
alegre y sincero, la enhorabuena. Y casi empezó, exageradamente, a
compararme con mi padre, por el éxito de mi primer tiro.
Aquel episodio sucedió, sí, a las siete de una mañana veraniega, lo recuerdo bien.
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