Dos Martín Santos
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Luis y Rafael fueron médicos capaces de hacer más leve la vida,.
Luis y Rafael eran médicos y se apellidaban igual: Martín Santos. Luis era psiquiatra y ha pasado a la historia de la literatura como autor de una novela fundamental: «Tiempo de silencio». Rafael era pediatra y forma parte de la intrahistoria cacereña del siglo XX.
La semana pasada escribí sobre Luis, pero me salió el nombre de Rafael. Varios lectores amables me hicieron notar mi equivocación. Me disculpo, pero aprovecho el error para evocar a aquel pediatra cacereño que fue mi médico infantil y el de mis cinco hermanos. Lo recuerdo como un señor alto y fuerte, cariñoso y bonachón, aunque sin empalago. Era uno de esos pediatras a los que un niño acude con gusto: don Rafael, sin necesidad de hacerte monerías ni darte golosinas, te hacía sentir bien, que era la mejor manera de empezar a curarte.
Como éramos seis hermanos, en mi casa hubo de todo: enfermedades pulmonares, fiebres paratíficas (muy propias en aquel Cáceres de los 60 con sus huertos regados por aguas contaminadas), meningitis... Y don Rafael estaba siempre allí, visitándonos a la mañana y a la noche si la enfermedad era grave y poniendo tal atención en nuestro cuidado que alguno de nosotros salió adelante gracias a su abnegación.
Para mí, el apellido Martín Santos se asocia inevitablemente a don Rafael y es lógico que de tal asociación naciera la equivocación y llamara así al novelista Luis, que fue, en tiempos, el médico más joven de España y nos dejó sus dos «tiempos»: 'Tiempo de silencio' y 'Tiempo de destrucción', obras literarias fundamentales a las que me refería hace unos días para escribir sobre la España del secano y de la función pública.
Sin embargo, mi equivocación no tiene disculpa por dos razones: la primera es que, evidentemente, debo prestar más atención a los nombres. La segunda es más curiosa: el escritor y médico Luis Martín Santos también forma parte de mi pequeña historia sentimental, aunque no por razones sanitarias ni literarias, sino porque viví durante 20 años en Vilagarcía de Arousa, una ciudad donde su esposa, Rocío, que murió en 1963 por culpa de un escape de gas (él falleció en accidente de automóvil un año después)... Su esposa, digo, fue la primera mujer que utilizó bikini en la playa de La Concha de Vilagarcía.
Llegué allí en 1981 y Luis Martín Santos no era recordado, pero los mayores no olvidaban a Rocío ni a su hermana Solange, las francesitas, dos muchachas preciosas que en los años 50 habían asombrado a los nativos bañándose con un atrevido dos piezas.
Solange y Rocío eran hijas de Adalbert Laffon, un colaboracionista francés del régimen de Vichy exiliado en España. El viejo Adalbert tenía casa en Madrid y en Carril (Vilagarcía), donde poseía un vivero de ostras. El escritor Juan Benet cuenta en su libro "Otoño en Madrid hacia 1950" una visita a Carril en compañía de Luis, que ya era novio de Rocío. Relata los banquetes de ostras regadas con Jhonnie Walker que se pegaba monsieur Laffon y el encanto de Solange. Lo que no cuenta Benet es la sensación que las dos muchachas causaban entre los vilagarcianos, que, 30 años después de aquellos veranos, aún recordaban a las francesitas sin saber que aquellos dos envidiados jovenzuelos que las acompañaban serían, con el tiempo, dos capítulos fundamentales de la historia de la novela española de posguerra.
Como ven, por diferentes razones, Luis Martín Santos y Rafael Martín Santos forman parte de mi imaginario particular y de mi anecdotario inolvidable. Es imperdonable que confunda sus nombres, pero lo importante es que su literatura y sus cuidados me hicieron más leve la vida.
TÍTULO: EL HORMIGUERO 18 VIERNES - SEPTIEMBRE -Elisabeth Roudinesco -Contra la leyenda negra de Freud .
Contra la leyenda negra de Freud
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Elisabeth Roudinesco trata de desmontar los mitos sobre el padre del psicoanálisis
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La experta rechaza las acusaciones de misoginia y megalomanía, aunque admite que el pensador no supo ver la naturaleza del antisemitismo nazi
Discípula de Deleuze, Foucault y Todorov y antigua integrante de la Escuela Freudiana que fundó Lacan, Elisabeth Roudinesco asegura que la vida del médico austriaco está llena de falsedades, cuando no de burdos libelos que le pintan unas veces como un violador y otras como un incestuoso. «Soy historiadora, y veía necesario dejar de contar leyendas, dejar de hacer hagiografías e interrumpir la leyenda negra».
Ceguera política
Roudinesco se revuelve con la sola mención de Michel Onfray, un
filósofo francés que publicó lo que la historiadora considera un
«panfleto» y una «estafa». Según la autora, Onfray adolece de falta
rigor histórico y su obra incurre hasta en 600 errores, por lo que no
merece ninguna atención. Aun así, la experta cree que no todo son hitos
brillantes en la carrera de Freud. Sus interpretaciones también
presentan claroscuros, como la alicorta visión del nazismo. «Así como se
mostraba lúcido en la cuestión de su judaísmo y con respecto al futuro
de los judíos en Palestina, Freud dio pruebas, en cambio, de una
verdadera ceguera en cuanto a la naturaleza misma del antisemitismo nazi
y la respuesta política que convenía dar a la cuestión de la
supervivencia del psicoanálisis en Alemania, Austria e Italia durante el
período de los años negros», escribe la autora de 'Freud. En su tiempo y
en el nuestro' (Debate).
Y si en lo político se le puede definir como un «conservador ilustrado», amigo de socialdemócratas y hostil a la Revolución francesa, en lo religioso se reveló como un descreído. Prohibió a su mujer celebrar el Sabbat y evitó circuncidar a sus hijos.
Es curioso que el hombre que atribuía al deseo sexual el origen de un sinfín de comportamientos humanos optara durante largo tiempo por la abstinencia. Ante el temor de su mujer, Martha Bernays, a quedarse otra vez embarazada -el matrimonio llegó a tener seis hijos-, Freud decidió suspender las relaciones sexuales con ella. Con apenas cuarenta años y víctima de episodios ocasionales de impotencia, prescindió del sexo con su esposa durante casi una década. Ello no le supuso un gran sacrificio, pues pensaba que la «sublimación de las pulsiones sexuales era el arte de vivir reservado a una élite».
Para Roudinesco, el artífice del psicoanálisis y escudriñador del inconsciente no merece las acusaciones de misoginia. Antes al contrario, fue un «emancipador de la mujer». «Estaba a favor del aborto, del trabajo femenino, se preocupó de sus hijos y se casó por amor».
En su afán de defender el estatus científico del psicoanálisis, el pensador abogaba por que la práctica terapéutica se mostrara neutral y fuese apolítica. Para la autora se trata de un error, pues su doctrina también era portadora de una ideología y una antropología. «Esta actitud fue un desastre para el movimiento psicoanalítico del período de entreguerras, enfrentado a la mayor barbarie que Europa hubiera conocido», apunta en su libro
La especialista niega que el creador de una escuela que se ha extendido por todo el mundo se sintiera atraído por el ocultismo. Precisa que su interés se limitó a la telepatía, sobre todo porque «le fascinaba el mundo de lo irracional, como les ocurre a todos los sabios importantes».
El joven Sigmund aspiró a la gloria y al éxito. En la universidad se mostró dubitativo, no sabía si emprender una carrera política, cultivar la filosofía, dedicarse a las ciencias jurídicas o embarcar en un barco como hizo Darwin.
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