Nadie honra al marqués y al «conseller en cap» que salvaron Cáceres,.
Este mes, se ha abierto al público en Cáceres el palacio de los
Golfines de Abajo, para muchos, el edificio más bello de la parte
antigua cacereña. Este hecho me ha recordado un episodio trascendental
que salvó el patrimonio arquitectónico de la parte antigua de Cáceres,
hoy Patrimonio de la Humanidad. Sucedió en el año 1810, en plena Guerra
de la Independencia, y tuvo como protagonistas al mariscal Soult, al
corregidor de Cáceres, Álvaro Gómez Becerra, y al marqués de Santa Marta
y conde de Torre-Arias, Pedro Cayetano Golfín y Colón.
Soult envió a la ciudad, el 21 de marzo, un escuadrón para exigir el
pago de 600.000 reales. Si no se hacía así, la destruiría y la
saquearía. El corregidor Gómez Becerra se negó a que sus conciudadanos
pagaran esta cantidad y fue condenado a ser fusilado. Le llegaron a
vendar los ojos y lo colocaron frente al paredón, aunque finalmente no
fue pasado por las armas a la espera de la decisión del mariscal Soult,
que llegó a Cáceres, se instaló en el palacio de los Golfines de Abajo y
avisó al corregidor de que o entregaba en el plazo de seis horas los
600.000 reales o él sería fusilado y la ciudad, saqueada e incendiada.
Esta historia me recuerda a la llegada del mariscal Berwick a
Barcelona al mando del ejército borbónico en 1714. Conocida es la
historia del corregidor de la ciudad o «conseller en cap», Rafael de
Casanova, que, al producirse el 11 de septiembre el asalto final a la
ciudad condal, se dirigió a las murallas que la defendían con la bandera
de Santa Eulalia, que solo se desplegaba en caso de que Barcelona
corriese peligro. Allí fue herido en un muslo (siguió con la bandera el
conde de Plasencia) y se le hizo pasar por muerto durante el ataque,
para después desaparecer hasta que, en 1719, «resucitó», fue amnistiado
por Felipe V y le fueron restituidos los bienes que le habían sido
confiscados.
En el caso de Cáceres, no hubo finalmente ataque de los franceses
porque fue avisado de lo que sucedía don Cayetano Golfín, que pasaba
unos días en su cortijo de Los Arenales (hoy, un hotel de cinco
estrellas). El marqués, en lugar de «hacerse el muerto», vino a toda
prisa a su palacio y allí se entrevistó con su huésped no invitado, el
mariscal Soult, que volvió a amenazar con la destrucción y la bayoneta
si no le entregaban 600.000 reales. El Golfín, poniendo su vida tan en
peligro como la del corregidor, dijo que eso era imposible, que no se
podía obligar a los cacereños a pagar tal cantidad, pero que estaba
dispuesto a entregarle una vajilla de plata de su propiedad valorada en
dos millones de reales. La oferta sorprendió a Soult e incluso tocó su
corazón. El inflexible mariscal se conmovió con el gesto, rechazó la
vajilla, perdonó la vida al Golfín y al corregidor y compartió con el
marqués un sopicaldino y un poco de vino, servidos en sendas copas de
plata cincelada. Soult quiso saber si las copas pertenecían a la vajilla
de dos millones. Asintió el marqués y el mariscal expuso su deseo de
llevarle una como obsequio al emperador Napoléon. A lo que, lógicamente,
el Golfín no puso ninguna objeción.
Permítanme la ironía de afirmar que Cáceres se salvó por una copa de
sopicaldino. Pero ya en serio, hay que reseñar la valentía del
corregidor y del Golfín. Sin embargo, en Cáceres no se celebra el 21 de
marzo, ni se recuerda la valentía de su «conseller en cap» ni el arrojo
de su Golfín, que preservaron la libertad y la paz de su ciudad. Solo
una calle celebra a su corregidor, pero no por su gesto valiente, sino
porque llegó a ser presidente del gobierno en 1843.
Así se escribe la historia y así se tergiversa y manipula, en el caso
del «conseller en cap» Casanova y en tantos otros, para justificar unos
objetivos políticos y un egoísmo económico. En Cataluña, el 11 de
septiembre se honra y ensalza a su corregidor, que tiene estatuas y
calles por todos lados, a pesar de que, según escribía Gregorio Morán
este sábado en La Vanguardia, sea «uno de los cobardes más notables de
la Catalunya contemporánea, Rafael Casanova».
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