foto.
Perdona el retraso.
Podría decir que fue el cansancio,
el tráfico implacable de esta ciudad herida,
la prisa sin alma,
trenes descarrilándose,
tuberías que estallan empapando la cocina.
Podría decir,
que me raptaron los espectros,
que tuve una reunión repleta de cifras y calendarios,
que la fiebre me atrapó rehén de las almohadas,
que todo fueron maldiciones y suspiros.
Perdona mi ausencia,
pero lo cierto,
siendo miércoles y casi primavera,
es que me quedé siguiendo el vuelo de una libélula entre los juncos,
brindando con viejos amigos
con los que recordé qué era vivir,
que durante un instante amaneció en el sofá del salón,
-ya eran las siete de la tarde-
y la espuma de otras playas llegó hasta la alfombra
y, como te dolía la cabeza,
te busqué un ibuprofeno,
y las alas de un colibrí para tu espalda,
mis manos abrazando tu raíz
y tú descalza llorando jazmines y escarcha.
Perdona que faltara a la cita,
pero tuve que abrir
todos los tarros de cristal
para liberar a las luciérnagas,
tuve también que abrirte la puerta,
porque bajabas por la escalera
cargada de maletas y soledades
Discúlpame,
pero lo cierto,
es que estuve cantando,
grabando una nueva melodía
en el leve surco de nuestras vidas,
que giraban lentas
como el disco en el que suenan
los árboles combados por el viento,
la vieja cafetera y los arroyos.
Perdóname,
podría decir:
“este invierno viste mi sombra
y apenas tengo tiempo para despedirme”.
Pero lo cierto
es que este día
largo e intenso,
trabajé,
reí con amigos,
amé
con toda la fuerza
de mi naturaleza apasionada,
y aunque te eché de menos
y el frío de Madrid me trajo tu nombre
supe que mañana estarías a mi lado
y que entonces,
repleto de luz y de razones,
sabrías perdonarme.
TITULO: El cortacésped,.
fotos.
Sobre el mástil de ébano
la muchacha desliza los dedos y el violín se lamenta por tanta
ausencia. Ella siente vibrar la madera junto a su rostro y el mundo se
derrumba sobre las aceras. El cremonés Antonio Stradivarius lo fabricó
en su taller de la Piazza San Domenico a juego con otro violín, una
viola y un violoncelo que desparecieron al poco de ser comprados,
ardiendo en otro palacio, en otro invierno. Eran años fríos aquellos en
los que el famoso luthier trabajaba en sus mejores instrumentos y quizá
fue el mal tiempo lo que hizo que los árboles regalaran su mejor madera
para construir las cajas de tan preciados violines.
La
muchacha, Violeta se llama, había soñado con ser concertista. Durante
toda su infancia fantaseó con la posibilidad de viajar por todo el mundo
tocando su instrumento, interpretando quizá la única obra que Beethoven
había compuesto para violín (en Re mayor Op. 63) o cualquiera de los
diez conciertos escritos por Vivaldi. Violeta ensayaba el saludo frente
al espejo y la habitación entera temblaba ante la ovación soñada. En
aquel tiempo, claro, Violeta, no acariciaba las cuerdas de aquel
Stradivarius. Tocaba sus primeras escalas con un buen Yamaha de segunda
mano con tapa de abeto. Su padre ahorró durante varios meses hasta que
pudo regalárselo una mañana de otoño que se empeñó en ser primavera.
El
tiempo hizo de sus sueños cenizas y humo. Violeta no era Paganini. A
pesar de que amaba su instrumento, del tiempo que trató de dedicarle al
estudio, de su constancia casi enfermiza, no alcanzó el virtuosismo que
exigía el pertenecer a la élite de los grandes solistas. Tocaba en la
sección de cuerda de la orquesta sinfónica de su ciudad y con otros
compañeros de conservatorio formó un cuarteto con el que de vez en
cuando daba algunos conciertos en centros culturales de barrio.
Violeta
era moderadamente feliz. Aunque de vez en cuando una llama de envidia
le quemaba el pecho al escuchar a la solista de la orquesta interpretar
el último movimiento del concierto para Violín y Orquesta en Mi Menor,
Op.64 de Mendelssohn, allegretto non troppo , allegro molto vivace. Los
arpegios ascendían y ella recordaba a la niña que frente al espejo
ensayaba la reverencia.
Varias
veces estuvo tentada de abandonarlo todo. No era demasiado lo que
ganaba en la orquesta, el salario no compensaba el esfuerzo y el
sacrificio que exigía el trabajo. Y en casa necesitaban más ayuda. Padre
había perdido su empleo y a pesar de que la regañaban cada vez que, en
la sobremesa, ella amenazaba con dejar el violín, no veía de que otra
forma podía ayudar a su familia. Pensó en dar clases aunque la idea de
enfrentarse a niños que, por empeño de sus padres, hacían mallar con
ahínco sus violines le parecía poco atractiva.
No
puede recordar cómo se enteró de la noticia. En el Palacio Real
buscaban violinistas para ofrecer conciertos privados. Pensó en
presentarse. En darle una última oportunidad a su amado instrumento.
Aunque veía difícil que la eligieran entre los buenos solistas que se
presentarían a la audición, decidió acudir.
Era
extraño entrar en un Palacio como aquel para una audición. No eran
muchos los convocados aquella mañana de primavera que esperaban
pacientemente en una amplia sala del Palacio. Con las fundas de sus
violines sobre las rodillas se vigilaban en silencio mientras se
escuchaba el eco lejano de un violín trinando una pieza de Vivaldi.
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