Este es el diario de un viaje de mirada perpleja, la constatación de que para los occidentales el otro lado de la Gran Muralla sigue siendo casi ...foto,.
Marta Sanz, la autora de Susana y los viejos, vuela a China junto a otras cuatro escritoras para el II Foro de Literatura Chino Española. Este es el diario de un viaje de mirada perpleja, la constatación de que para los occidentales el otro lado de la Gran Muralla sigue siendo casi indescifrable.
Día 1
Pasión ruidosa
En el aeropuerto de Pekín nos recoge Wu, que me demuestra lo oxidado de mi inglés. Hace sol pero parece que hubieran cubierto el cielo con celofán. Atasco inconmensurable. Por la ventanilla distingo bloques de viviendas con aparatos viejos de aire acondicionado, oficinas, rascacielos, sedes bancarias. Dentro de los coches, fruslerías y cintas cuelgan de los retrovisores. Se come a las 11:30. Los platos son diferentes a los de los chinos del barrio. Comienza la vorágine gastronómica: nabos picantes encurtidos, medusa, cabeza de pescado de río, un pollo que se presenta adornado con su media cabecita. Pico y cresta. Bebemos té de crisantemo. Cuando se pide agua, si no se especifi ca lo contrario, se sirve caliente.
Por la tarde visitamos el Templo del cielo. Los pequineses juegan a las cartas y al mahjong. Arrojan los naipes con pasión ruidosa. Ríen. Hablan alto. Los templos huelen a polvo y maderas desconocidas. Por la noche conocemos a dos poetas chinas. No nos entendemos, pero una de ellas, de etnia manchú, me suelta parrafadas. Después de cenar caminamos. Tras los grandes edifi cios que dan a las autopistas hay barrios con casas de tres plantas. Fachadas detrás de fachadas. Un orden decreciente. En las callejas laterales se ven casitas de madera. Me dicen que Pekín es una ciudad con poca delincuencia.
La gente se mueve en motocarros, bicicletas y ciclomotores. Nadie respeta los pasos peatonales y cruzar se convierte en aventura. En el mercado peces y tortugas para la sopa se mantienen vivos dentro de estanques. Se anuncian los servicios de un masajista ciego. Tengo la sensación de estar aprendiendo cosas y a la vez de no estar enterándome de nada. La culpa no es del jet lag.
Día 2
La mitad del cielo
Comienzan las sesiones del foro literario. La presidenta de la Asociación de Escritores Chinos, Tie Ning, habla de la necesidad de defender los derechos de los escritores y del intercambio cultural. Para subrayar el carácter femenino del evento, el embajador de España cita a Mao: “La mujer sostiene la mitad del cielo”. Es difícil hacer generalizaciones sobre los temas en torno a los que trabajan las escritoras chinas: el abanico oscila entre el universo realista y cotidiano de una China en transformación de una dramaturga como Wu Tong, hasta los textos que la poeta Ron Ron dedica a la menopausia.
Las escritoras chinas muestran una fascinación erótica por el fútbol y su posición respecto a la conveniencia de una literatura feminista es tan variada como en nuestro país. Aunque China es gigantesca, una mujer que fue alumna mía viene a saludarme: noto que el mundo se encoge como un tejido sensible al agua caliente. Después visitamos la escuela de escritores en la que estudió Mo Yan, premio Nobel de Literatura 2012. Tanto el programa como las instalaciones nos parecen impresionantes. Lo mismo que el Museo de la Literatura China Moderna por el que nos guía una voluntaria de unos 80 años. Cuando vamos a darle propina, Pilar González España, sinóloga y poeta, nos frena: aquí no se deja propina.
Por la noche nos ofrecen otro banquete en un restaurante de estrechos corredores e íntimos reservados. Me siento como en una película. Las mesas son redondas y, en el centro, sobre un cristal giratorio, se van colocando las viandas: pato a la pequinesa, boquerones picantes con sus huevas, rodaballo en salsa de soja. Los platos no se recogen: se acumulan formando pirámides. Brindamos con vino tinto “Muralla china”. Todo es ceremonioso. Sin embargo, nuestros amigos chinos no paran de consultar sus teléfonos móviles. Frenéticamente. Entre mensaje y mensaje, les gusta hablar de la edad, alaban la belleza de las mujeres y les interesan los horóscopos. No los horóscopos chinos, sino los occidentales.
Día 3
¿Qué haces tú aquí?
Viajamos a Tianjin en un tren que alcanza los 380 km/h. La Estación del Sur es ultramoderna. En el tren Pilar, Itziar Pascual y Noni Benegas me cuentan la extraordinaria aventura que vivieron anoche en el hotel mientras yo intentaba conectarme a internet infructuosamente. Imagino una atmósfera a lo Twin Peaks. Mis compañeras suben y bajan en el ascensor. Se paran en distintos pisos.
El hotel es como una ciudad vertical. Se detienen en un salón de té donde la infusión se sirve según la ceremonia china y en otros lugares donde no deberían haber estado: jóvenes muy bellas desfi lan subidas a altísimos tacones. Los hombres de negocios las miran con cara de “qué haces tú aquí”. En Tanjin chispea. Volvemos a cenar como si no tuviésemos conocimiento: vieiras con fi deos, borraja, calabaza rebozada con yema, tapioca con mermelada… Después hacemos un crucero por el río Hai. Vivimos una experiencia kitsch mientras el barco avanza hacia el Ojo del Dragón, gran círculo rojo en mitad del río.
Pastiche posmoderno, efecto parque de atracciones: ciudad italiana, palacio astro-húngaro, puente que imita a los de París, rascacielos que se sustentan en templos clásicos y una torre Eiff el que corona un edifi cio. El límite entre lo verdadero y lo falso, original y copia, se hace lábil. Aquí muchos chinos consumen sus 15 días de vacaciones. Hoy ha muerto Ana María Matute. Me arde el móvil.
Día 4
La olla mongola y Village People
La fantasía de la desubicación se corrige cuando nos informamos de la historia de Tianjin: en el periodo de la colonización la ciudad se enriquece con el comercio de sal. Algunos edifi cios que ayer catalogamos de imitaciones made in China son en realidad originales: las iglesias de estilo francés, el barrio italiano con su característica arquitectura. Una de esas edificaciones alberga la casa-museo del dramaturgo Cao Yu, autor que simboliza el interés por lo occidental –cristianismo, Lincoln– que define parte de la cultura china…
Para los chinos, alimentación, agua, luz, gas y transportes son baratísimos. No sucede lo mismo con los espectáculos ni con la ropa. La obsesión por lo occidental, que alcanza su máxima expresión en el culto a Messi y al fútbol en sentido amplio, se refl eja en casi todos los aspectos de la vida cotidiana. A excepción de la comida. Hoy, “olla mongola”: un gran cuenco dentro de la mesa se divide en dos partes; en una borbotea una salsa picante roja y en la otra una salsa blanca. En su interior se echa de todo: pasta de langostino, cordero, lechuga, bolas de pescado rellenas de huevo, jamón de york. Para acompañar, salsa de cacahuetes. Wu nos cuenta que hasta que llegó McDonald’s en China no había gordos. Que su hija de tres años no hace más que pedirle que la lleve al McDonald’s. Wu la lleva.
Los escritores de Tanjin tienen una visión de los españoles como “salvajes”, pasionales: no sabemos si el término es exacto o depende de la interpretación de Rebeca, una china glamurosa, esbelta y trabajadora, que nos lo traduce todo con un encantador español de México que le lleva a preguntar “¿Mande?” cuando no ha entendido.
Durante la sobremesa de otra cena magnífica, la presidenta canta una dulce canción, la vicepresidenta, un fragmento de una ópera de Pekín y el vicepresidente, una habanera en honor a Cuba. La dramaturga Itziar Pascual deja bien alto el pabellón español interpretando Piensa en mí con afinación y sentimiento. En la estación creo sufrir alucinaciones auditivas cuando, tomando un café, escucho YMCA, la canción de Village People. Pero no alucino: es guayemsiei.
Día 5
De Zara al Quijote
Visitamos la Ciudad Prohibida. En la calle Wang Fujing, arteria comercial para turistas, se asientan Zara, Dior, H&M. Por los alrededores de Tiananmen vuelvo a vivir el déjà vu de encontrarme con una antigua alumna, Shu Lei, que está traduciendo En la orilla de Rafael Chirbes. La novela va a recibir un importantísimo premio en China. Entramos en una tienda de té y en la farmacia Tong Ren Tang: allí se venden raíces de ginseng que alcanzan cifras astronómicas. Junto a la farmacia hay un consultorio de medicina china, y Noni y Elvira piden consulta.
El médico les mira uñas y lengua. Les toma el pulso. A una le falta yang y a la otra yin. No podemos entrar en la plaza de Tiananmen por culpa de la celebración de un acto ofi cial. Cogemos el metro: veo a un muchacho que lleva una camiseta con la hoz y el martillo. No hay mucha iconografía comunista. Solo en lugares señalados. Nos dirigimos a uno de los barrios financieros donde también están las embajadas y una parte importante de la intensa vida nocturna de Pekín. Entramos en un centro comercial. Pilar nos dice que debemos regatear. Mis amigas compran útiles para la caligrafía.
Nuestro viaje solo podía acabar en torno a una mesa que compartimos con catedráticos de la Universidad de Pekín y con el primer traductor de El Quijote al chino, que relata con gracia su propensión a ser estafado. Cenamos pegamento de arroz crujiente con salsa de mango, verdura de seda, rollitos… A las siete de la mañana hemos quedado en el lobby para salir hacia el aeropuerto. Y, sí, los chinos escupen. Pero tampoco hay que exagerar.
TÍTULO: SI TIENES MINUTOS Y DESCANSO, INDIVIDUOS Y PERSONAS,.
Desde hace 25 años, vivo en un pueblo pequeño del centro
de Italia, enclavado en lo alto de una colina y rodeado de grandes
bosques, donde las vacas y las ovejas pastan a su antojo. Es uno de esos típicos pueblos que el neorrealismo cinematográfico dio a conocer al mundo, con
su plaza mayor, su iglesia y su bar, además del alcalde,
el cura y el policía. Aunque yo provengo de un entorno
cultural y vitalmente muy alejado de este, con el paso del
tiempo este lugar diminuto ha terminado por convertirse
en mi verdadera patria. He visto a mis vecinos enamorarse
y traer hijos a este mundo. foto
He visto a esos niños crecer, ir
a la guardería y al colegio, y vivir sus primeros escarceos
amorosos. Y así hasta este hoy, en el que aquellos niños
han de tomar la difícil decisión de elegir entre un trabajo
o la universidad. He visto madurar a mucha gente y, cómo
no, a alguno también he visto morir. A los ancianos, claro
está, es ley de vida; pero también, por desgracia, a algunos
jóvenes: muchachos poco más que adolescentes y padres
primerizos, víctimas de accidentes de tráfico.
Cuando se me ocurre acercarme a la
ciudad, me siento cada vez más como el ratón de campo
de la fábula de Esopo. Todo me parece frenético y artificial; la gente vive en un permanente estado de angustia
competitiva. Percibo una soledad inmensa; los vecinos de
un mismo edifi cio no se conocen entre sí. Se dan casos de
ancianos que mueren en sus casas y pasan meses hasta
que se descubre el cadáver. En la jungla metropolitana, la
persona deviene individuo y, en esa lucha desesperada por
la propia supervivencia, no tiene en cuenta la relación con
el otro.
¿No será el hecho de haber perdido la noción, tan humana, de relacionarnos unos con otros, lo que genera esa desesperación que es ya una enfermedad? En su larga evolución, el ser humano se ha sentido siempre realizado en una dimensión comunitaria. La tribu, el pueblo, la aldea... son entidades profundamente arraigadas en nuestra naturaleza. Vivir formando parte de una pequeña comunidad supone enfrentarse de continuo a la variedad, la complejidad y la fragilidad de la vida humana. Nuestro discurrir se convierte en materia de observación de los demás y así emerge la evidencia de que nadie es perfecto, al igual que nadie escapa a la vejez, la enfermedad o la muerte.
Todos somos personas con un nombre, una dirección y un destino por cumplir. Por el contrario, en las grandes ciudades, el hombre se ve reducido a una mera condición de individuo, lo que se traduce en una vida solitaria, abocada a la competición y a la conquista de una perfección del todo irreal. El individuo se ve obligado a esconder los signos del envejecimiento; y de vulnerabilidad, ya que ha de ser competente y efi caz en el trabajo y, por encima de todo, debe demostrar que no depende más que de sí mismo. El individuo, en conclusión, ha de confi ar única y exclusivamente en su propia fuerza de voluntad.
Afortunadamente, la naturaleza humana, cuando se le cierra la puerta en las narices, vuelve a entrar por la ventana; es algo mucho más profundo, arraigado y complejo que los ritos y las obligaciones de la sociedad contemporánea. Es lo que explica que, incluso en las ciudades, y en gran medida gracias a las redes sociales, se esté dando un renacer de las relaciones de amistad y colaboración entre vecinos, que crean asociaciones cada vez más numerosas para ayudarse unos a otros en un espacio común de afi nidad e intercambio. De esta forma, la Red propicia que surjan nuevas aldeas hasta en entornos genuinamente urbanos, lo que permite que los individuos emprendan un viaje de regreso y vuelvan a ser personas abiertas, atentas y serviciales con sus semejantes.
¿No será el hecho de haber perdido la noción, tan humana, de relacionarnos unos con otros, lo que genera esa desesperación que es ya una enfermedad? En su larga evolución, el ser humano se ha sentido siempre realizado en una dimensión comunitaria. La tribu, el pueblo, la aldea... son entidades profundamente arraigadas en nuestra naturaleza. Vivir formando parte de una pequeña comunidad supone enfrentarse de continuo a la variedad, la complejidad y la fragilidad de la vida humana. Nuestro discurrir se convierte en materia de observación de los demás y así emerge la evidencia de que nadie es perfecto, al igual que nadie escapa a la vejez, la enfermedad o la muerte.
Todos somos personas con un nombre, una dirección y un destino por cumplir. Por el contrario, en las grandes ciudades, el hombre se ve reducido a una mera condición de individuo, lo que se traduce en una vida solitaria, abocada a la competición y a la conquista de una perfección del todo irreal. El individuo se ve obligado a esconder los signos del envejecimiento; y de vulnerabilidad, ya que ha de ser competente y efi caz en el trabajo y, por encima de todo, debe demostrar que no depende más que de sí mismo. El individuo, en conclusión, ha de confi ar única y exclusivamente en su propia fuerza de voluntad.
Afortunadamente, la naturaleza humana, cuando se le cierra la puerta en las narices, vuelve a entrar por la ventana; es algo mucho más profundo, arraigado y complejo que los ritos y las obligaciones de la sociedad contemporánea. Es lo que explica que, incluso en las ciudades, y en gran medida gracias a las redes sociales, se esté dando un renacer de las relaciones de amistad y colaboración entre vecinos, que crean asociaciones cada vez más numerosas para ayudarse unos a otros en un espacio común de afi nidad e intercambio. De esta forma, la Red propicia que surjan nuevas aldeas hasta en entornos genuinamente urbanos, lo que permite que los individuos emprendan un viaje de regreso y vuelvan a ser personas abiertas, atentas y serviciales con sus semejantes.
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