Colombia se asoma a la paz. La
negociación entre el Gobierno y la guerrilla parece la gran oportunidad
de acabar con décadas interminables de guerra civil.
«
Todos queremos la paz. Pero, aquí, la paz no se
logra firmando un papelito en La Habana». Desde hace medio siglo, la
comunidad de Santo Domingo en plena Amazonia colombiana vive bajo el
dominio de las FARC, la más poderosa y antigua guerrilla de América
Latina. La mayoría de sus habitantes, por lo tanto, no han
conocido otra cosa que la ley de la guerra. Sus vidas están marcadas por
la pobreza, el aislamiento y el Estado paralelo de las FARC. Por eso
aquí, como expresa Carlos, uno de sus líderes comunitarios, el optimismo
generalizado que rodea a las negociaciones que Gobierno y guerrilla
desarrollan en Cuba desde hace año y medio brilla por su ausencia. La
vida en el epicentro del conflicto armado más antiguo del mundo les ha
enseñado las virtudes de la prudencia.
En santo domingo, a
orillas del caudaloso Caguán un río que se extiende hasta el Amazonas y
que las FARC consideran como su madriguera, el Estado colombiano dejó
de existir hace tiempo. No hay infraestructuras, no se cubren las
necesidades básicas y los campesinos son obligados a dedicarse casi en
exclusiva a la coca; todo ello, bajo lo que se ha dado en llamar el
«Estado paralelo». Esto es: la administración de las FARC en un
territorio donde la droga circula con total libertad y la guerrilla
ejerce el control con mano de hierro. «Para lograr la paz, no basta con
acabar con la violencia prosigue Carlos. Aquí, los que mandan no están
dispuestos a ceder su poder. Los grupos armados controlan un territorio
con inmensas extensiones de cultivos ilícitos. Eso implica mucho dinero y
no quieren perderlo. Hay muchos intereses. Ojalá esté próxima una
solución real para nosotros, pero será difícil».
Su
escepticismo es comprensible. Carlos ronda los 50 años, ha visto
fracasar dos procesos de paz con las FARC con los presidentes Belisario
Betancur y Andrés Pastrana y su vida ha discurrido paralela a la de la
propia guerrilla. Su liderazgo entre la comunidad, sin ir más lejos, no
sería posible sin la aprobación de las FARC. Pese a todo, celebra el
actual proceso de paz porque es la única esperanza de acabar de una vez
con la omnipresencia de la guerrilla en su vida. «Queremos ser
parte del Estado, tener oportunidades admite Carlos, y subraya la
importancia que para su gente puede tener el acuerdo, ya cerrado, sobre
participación política. El hecho de que se permita que las FARC se
conviertan en partido político marca una gran diferencia para nosotros.
En esta región queremos una normalización del día a día. Deseamos una
democratización y dejar de vivir bajo la caprichosa y cambiante voluntad
de la guerrilla».
El sueño de carlos, pese a su alergia
al optimismo, es el mismo que llevó a varios millones de sus
compatriotas a reelegir hace unas semanas al presidente Juan Manuel
Santos, artífice de una negociación que ha abierto la puerta al fin de
un conflicto que se ha cobrado ya más de 220.000 vidas. El Gobierno y
las FARC, de hecho, han llegado a acuerdos en otros dos puntos claves
para la región. El primero, el de desarrollo agrario, que
promete una reforma rural integral que reparta tierras improductivas,
formalice las propiedades de miles de campesinos, impulse las
infraestructuras, el agua potable, el crédito... «Será el renacimiento
del campo colombiano», adelanta el Ejecutivo. Las FARC se han
comprometido, además, a romper todo vínculo con el narcotráfico si se
llega a sellar un acuerdo de paz e, incluso, a contribuir mediante
acciones prácticas a la solución definitiva del problema de las drogas
ilícitas.
Así las cosas, sobre la mesa solo quedan el trato a las
víctimas, la desmovilización de los cerca de diez mil guerrilleros que
componen el grupo armado y si, una vez abandonadas las armas,
responderán o no por sus actos ante los tribunales. Por de pronto,
Santos anunció en plena campaña electoral que las víctimas participarán a
partir de ahora en la negociación, lo que implica el reconocimiento,
inédito, por parte de las FARC de su responsabilidad frente a ellas.
Pero
mientras todo esto se dilucida en La Habana, en las remotas selvas del
departamento de Caquetá, sus habitantes prosiguen su existencia en medio
de la guerra, la pobreza y la ley la ausencia de ella, más bien de la
guerra. En Cristales, donde nació Gabriel, padre de cinco hijos, la
propaganda revolucionaria invade cada rincón. Sus habitantes pagan a la
guerrilla la famosa vacuna, un impuesto por los servicios prestados a
favor de la comunidad y la revolución. Gabriel y su familia lo
asumen; desde niño, él ha convivido con las estrictas normas de la
guerrilla y las bombas e incursiones del Ejército. En uno de estos
ataques fue detenido y acusado de colaborar con los insurgentes, aunque
consiguió escapar. «Si naces aquí, estás marcado.
Todo el mundo
desde fuera te ve como guerrillero, así de simple reclama Gabriel. En
esta región llevamos 50 años conviviendo con las FARC, todos tenemos de
una u otra forma relación con ellos, no hay otra opción. Muchos tenemos
familia que forma parte de la guerrilla, pero ¿qué otra alternativa nos
ha brindado el Estado, aparte de las bombas? Ninguna».
Doña
Laura, una anciana oculta en el interior de su casa por temor a ser
vista conversando con extraños, confirma el exabrupto de Gabriel. «Aquí,
no tenemos nada. El Estado y los gobiernos se han olvidado de nosotros.
La guerrilla es la autoridad y mira por sus intereses, pero son los
únicos que responden a las necesidades de la comunidad. Cuando les
interesa...», deja caer, en voz baja.
Toda la región del medio caguán, en el suroeste de Colombia, vive bajo el estricto control de la guerrilla marxista.
En
esta zona está prohibido el uso de móviles con cámara, circular en moto
con casco y hacerlo después de las seis de la tarde. El histórico
Bloque Sur origen de la guerrilla en 1964 y uno de los siete que
conforman su estructura militar actual es el dueño y señor de este
territorio. Nadie entra aquí sin su autorización y sin correr el riesgo de ser acusado de colaborar con el Ejército.
Las
juntas comunales son los órganos de gobierno de estas comunidades y
veredas, y sus presidentes y vocales son elegidos directamente por los
comandantes. Don Víctor preside una de esas juntas. «Aquí, nada se mueve
sin su permiso revela, pese a no contar con autorización del comandante
de la zona para hablar con XLSemanal. Todo peso que se genera
en la región pasa por sus manos y todos estamos obligados a cumplir
nuestras obligaciones con el movimiento. La gente está ya muy cansada,
soportamos mucha presión; están perdiendo mucho apoyo».
No
muy lejos de allí, en el Bajo Caguán, vive Miguel. Al igual que la
mayoría de los habitantes de esta región, su familia come gracias a la
coca. En su laboratorio, mientras procesan la hoja cosechada, da
detalles sobre su medio de vida: «La coca aquí es un negocio de los
campesinos. Tenemos la cosecha vendida de antemano. Si cultivas
otra cosa, no puedes vender por falta de medios para sacar la
producción. No tenemos alternativa». A su lado, Luis, un pariente
miembro de las FARC, escucha y decide hacer una aportación. «Tenemos el
monopolio revela Luis. Compramos la producción a los campesinos y se la
vendemos a los compradores que vengan. El precio lo fijamos nosotros, y
con ese dinero nos financiamos y ayudamos con lo que podemos a la
comunidad».
Mientras tanto, en la Unión Peneya, en la
misma región, el padre Chilatra ejerce como sacerdote entre dos fuegos.
En el cementerio hoy oficia un funeral en este bastión del temido Frente
15, retaguardia del Bloque Sur que retuvo por aquí a notorios cautivos,
como Ingrid Betancourt y Clara Rojas o al periodista francés Romeo
Langlois. Pese a ello, desde la distancia, una pequeña
delegación del Ejército vigila la escena. Al fin y al cabo, el difunto
era uno de los suyos. O quizá no.Benjamín acababa de cumplir 18 años. Su
familia siempre estuvo ligada al Frente 15, pero, caprichos del
destino, él no pudo librarse de cumplir el servicio militar. Durante
una guardia, el Frente 15 lanzó una ofensiva y Benjamín fue de los
primeros en caer.
«Así es la vida aquí dice el párroco. La
guerra es cruel y casos como este se dan con demasiada frecuencia. Pero
lo peor para los suyos está por llegar. Su familia está ahora marcada
por la guerrilla y por los militares, lo más probable es que tengan que
huir para salvar sus vidas».
Dos semanas después
del entierro de Benjamín, durante la celebración de un bautizo en una
vereda cercana a la comunidad de San Isidro, el padre Chilatra fue
abordado por un grupo de hombres que descendieron armados, sin ningún
tipo de distintivo, desde un helicóptero militar. Lo acusaron de
colaborar con la guerrilla y lo amenazaron de muerte. Pocos
días después, el párroco decidió abandonar La Unión Peneya. «Aquí, todo
el mundo tiene las manos machadas de sangre. Guerrilla o Ejército, todos
han realizado abusos por igual. La gente ya no puede más», subraya el
sacerdote. Él, como tantos y tantos otros en la región, no ve la hora de
que llegue la paz.
-Vivir entre rebeldes. El
departamento de Caquetá, en la Amazonia colombiana, es la madriguera de
las FARC desde hace 50 años. Nacer en esta región te marca para siempre.
Los civiles viven bajo la ley de la guerrilla, estigmatizados como
guerrilleros por el resto de los colombianos. Ellos se sienten
abandonados por el Gobierno y, aunque lo dicen en voz baja, se confiesan
hartos de su situación. Desean más que nadie que acabe la guerra.
-La coca o la vida.
La coca aquí es vida para los campesinos. Obligados por la guerrilla a
dedicarse en exclusiva a su cultivo y procesamiento, muchos montan
laboratorios caseros donde preparan la pasta de la droga que entregan a
las FARC. Los insurgentes aguardan la llegada de los narcotraficantes
para venderla al mejor postor.
-Así
murió Benjamín. Benjamín tenía 18 años. Su familia siempre había estado
ligada a las FARC, pero él no consiguió eludir el servicio militar. Una
noche, estando de guardia, cayó bajo fuego guerrillero. Su funeral,
donde se citan familiares y amigos, simpatizantes de la insurgencia y
miembros del Ejército, retrata con precisión la vida en esta zona de
Colombia.
-El río de la guerra. El
Caguán, la gran arteria de la región, es el corazón del conflicto
colombiano. Desde su primer puerto hasta su desembocadura, miles de
soldados y guerrilleros llevan décadas disputándose sus orillas. En su
cuenca, de 15.000 km2, han crecido docenas de caseríos donde la coca
circula libremente y la guerrilla ejerce el poder con mano de hierro.
-Sueños de estado.
Estos billares son la única opción de ocio en Santo Domingo. Su dueño,
Carlos, es uno de los líderes de la comunidad. Ejerce como tal, eso sí,
con el consentimiento de las FARC. Su sueño es que estas dejen las armas
para convertirse en partido político y que el Estado vuelva a la región
después de 50 años de ausencia.
-En el estado paralelo. Miguel
y su hija Judith almuerzan en casa, en la localidad de Santa Elena, en
Caquetá. Ninguno de ellos ha conocido otro gobierno que el de las FARC.
Desde hace 50 años viven en un Estado paralelo al del resto de sus
compatriotas. Del Ejecutivo apenas conocen su brazo militar, acusado de
incontables violaciones de los derechos humanos en la región.
-Nada se mueve en caquetá.
Un grupo de civiles viaja en el techo de un autobús. El transporte en
la zona sufre serias restricciones por la ausencia de infraestructuras,
tras medio siglo de ausencia de las autoridades colombianas. Todo un
impedimento para los campesinos que intentan desarrollar cultivos
alternativos a la coca, sin medios para llevar la cosecha a los
mercados.
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