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Gracias a Reyes Hellín y a este libro recién horneado y de próxima aparición (Sombreros para Reyes Hellín, Teófilo Ediciones, 2015), sé que una mujer no debe llevar sombrero o tocado en una oficina o comiendo en su propia casa. Digamos
que es un conocimiento que no me resuelve grandes conflictos, ya que
conozco pocas mujeres que vayan con pamela a la oficina o que coman
filete en su cocina debajo de un conjunto artístico de singularidad
manifiesta. Ni tampoco me evita a mí caer en la tentación, ya
que soy poco dado a sembrarme flores bajo ningún tipo de supuesto. Pero
es un dato que sumo a la discreta cantidad de cosas que sé y que
permiten epatar en una conversación aburrida. Ciertamente, con Reyitas
uno aprende no sólo cómo hay que llevar un sombrero si se acude, por
ejemplo, a un bautizo 'civil'; cómo tiene que tocarse la madrina de una
boda o cómo evitar suicidarse indumentariamente eligiendo lo indebido
para presentarse en una reunión de arpías deslenguadas. O como visitar
Ascott sin que tengas que acabar corriendo tú cual si fueras un
purasangre.
También se aprende a colgar un cuadro en el sitio debido, a despejar una habitación de sobrecargas decorativas, a combinar cojines con sofás, a tirar alfombras por las ventanas y a disimular los cables de la televisión que suben por una pared. Y a diferenciar un sombrero de verdad de un parapente en miniatura o de un cesto de frutas salvajes plantado en lo alto de la cabeza.En esto último se da por cierto que Reyitas es una autoridad internacional. Su tienda de Sevilla ha visto pasar a un ejército de clientas de toda procedencia ávidas de una solución única para su cabeza. Todas ellas sabían que el gran gurú Philip Treacy confecciona para ella piezas en exclusiva. El gran genio de la costura sombrerera sólo hace eso con la autora, con nadie más, cosa que saben las aficionadas a vestir su cabeza de exclusividad, de alta costura. Reyes suele decir que ha visto malograr una buena pieza firmada por un gran creador simplemente por haber escatimado en el sombrero o por haber descuidado la elección. Razón no le debe de faltar. Nombres como Stephen Jones o Manolo Blahnik, uno por la cabeza y otro por los pies, también confían su trabajo a esta sevillana de múltiples crianzas por media España que, al cabo de los años, ha considerado que su lugar en el mundo estaba a pocos metros del Museo de Bellas Artes de Sevilla, en compañía de Murillo o Zurbarán, donde ella ora et labora.
En este libro se suceden algunas de las claves elementales que uno debe manejar en asuntos de imagen y protocolo, esas cosas que todos creemos saber, pero que desconocemos en muchos aspectos, consiguiendo que en ocasiones pasemos del patinazo al más absoluto de los ridículos. Y más ámbitos en los que la joven Hellín se mueve con aplastante seguridad, como aquellos que tienen que ver con esa cosa tan vaporosa e inasible que es el glamour. Quien esto escribe polemiza mucho con ella, ciertamente, ya que manejamos criterios no siempre coincidentes -cosas que a mí me gustan a ella le horrorizan y viceversa-, pero debo reconocer que casi siempre acabo haciéndole caso: la mayoría de las veces no te queda más remedio que concluir que Reyitas tenía razón y que tienes que quitar ese centro de mesa de tu comedor y, a ser posible, quemarlo.
Ignoro si ustedes serán capaces de trascender del texto para llegar a captar el tono. También tiene importancia, ya que Reyes Hellín es un permanente cascabel y como tal se expresa siempre en una inacabable cohetería de sonrisas, como si la niña pequeña que fue continuara resistiendo a morir. Reyes es inagotable, proteica, 'seguía', generosa; tiene un alto sentido de la lealtad a los suyos; y tanto su inocencia como su sonrisa son de alto voltaje. Si como exterminadora de mamarrachos no tiene precio, como compañera de paseo en la vida tampoco. Su libro es una manera de ser ella misma, razón por la cual les invito a conocerlo.
TÍTULO: LA CARTA DE LA SEMANA, 'Arbeit Macht Frei',.
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Hace un mes, dos parejas amigas nos fuimos de fin de semana a Múnich. Hubo nieve, cerveza, alimentación aerofágica, un castillo cursi en el que parecía que ibas a escalar una trenza, y muchas risas, como corresponde a gente que se lleva bien. El último día, casi como una improvisación porque sobraba tiempo y estaba en el camino del aeropuerto, decidimos pasarnos por el campo de concentración de Dachau, a apenas dieciséis kilómetros del bullicio de la Marienplatz y de las enormes cervecerías en las que habíamos visto confraternizar y chocar jarras a hombres que hasta tocaban el acordeón vestidos y emplumados al modo tirolés. A dieciséis kilómetros. Supongo que la escena festiva de la cervecería era idéntica a la de cualquier domingo de los años treinta, cuando, a dieciséis kilómetros, Dachau funcionaba.
Aún reíamos y hacíamos chistes mientras conducíamos hacia Dachau. Al salir, tardamos mucho rato en hablar siquiera. Y eso que Dachau no es Auschwitz, ni por tamaño, ni por el propósito casi exclusivo de exterminación del campo polaco, que en Dachau fue algo más paulatino. Dachau fue el primero de los campos nazis, el que sirvió como temprano modelo del Lager, y de hecho lo único que ahí dentro puede hacer un alemán para calmar la conciencia es recordar que fue abierto precisamente para encerrar a otros alemanes -disidentes políticos, homosexuales, católicos- a los que fueron incorporándose con el tiempo todas las etnias de los países conquistados. Con lo que ningún alemán puede aliviar la culpa es con la pregunta de cómo alegaron no haberse enterado de nada si el campo está encastrado en el pueblo, un muro con sus torretas orilla la carretera de ingreso, y el humo esparcido por la chimenea del crematorio debía de llenar las calles de un pésimo olor. El mantenimiento del campo es polémico. Algunos denuncian la banalización, la conversión en atracción turística. Otros, que se trata de un recordatorio inútil que prolonga el castigo en un país que ya hizo la penitencia. Lo cierto es que, para los escolares bávaros, la visita es obligatoria. Y, por tanto, el enfrentamiento brutal con lo que fue capaz de hacer la generación del abuelo. O del bisabuelo ya. Es como si continuara el castigo al que los soldados de la Vigésima División Acorazada y de la 42 Arcoíris, los liberadores, sometieron a la población de Dachau en la primavera de 1945, cuando los obligaron a limpiar con sus propias manos el campo de cadáveres esqueléticos y a pasarse por turnos por el cuartucho que aún existe en el que los nazis apilaban los cuerpos para la cremación en los hornos contiguos: se les agotó el carbón y dejaron decenas de ellos pudriéndose ahí dentro en una montonera espantosa, sólo superada en horror por el contenido de los vagones que encontraron en la terminal del campo y que transportaban cautivos remitidos desde los campos ya liberados. Murieron hacinados, con los cerrojos puestos, mientras los guardias huían. A los soldados americanos les brotó tal rabia que permitieron el linchamiento de algunos SS rezagados a los que alcanzaron los prisioneros capaces de mantenerse en pie. Más de mil morirían por enfermedad o agotamiento en los días posteriores a la liberación.
Vimos la reja de la puerta de ingreso al campo, de la que hace pocos años robaron la inscripción de 'Arbeit Macht Frei'. Vimos la sala de recepción de prisioneros, donde ya empezaba el trato brutal con el que hombres eran animalizados. Vimos los barracones con las literas de madera, el ala de los sádicos experimentos médicos sobre cobayas humanas. Vimos el enorme patio en el que los internos formaban con música a diario, a veces obligados a soportar durante horas el frío del invierno sin derecho a mover un músculo, y el soporte de madera y los ganchos que servían para practicar tortura. Estuvimos dentro de la cámara de gas, claustrofóbica con su techo bajísimo. Ahí dentro, una chica se arregló el pelo y posó para su novio sonriendo como si tuviera detrás el palacio de Sisí,.
También se aprende a colgar un cuadro en el sitio debido, a despejar una habitación de sobrecargas decorativas, a combinar cojines con sofás, a tirar alfombras por las ventanas y a disimular los cables de la televisión que suben por una pared. Y a diferenciar un sombrero de verdad de un parapente en miniatura o de un cesto de frutas salvajes plantado en lo alto de la cabeza.En esto último se da por cierto que Reyitas es una autoridad internacional. Su tienda de Sevilla ha visto pasar a un ejército de clientas de toda procedencia ávidas de una solución única para su cabeza. Todas ellas sabían que el gran gurú Philip Treacy confecciona para ella piezas en exclusiva. El gran genio de la costura sombrerera sólo hace eso con la autora, con nadie más, cosa que saben las aficionadas a vestir su cabeza de exclusividad, de alta costura. Reyes suele decir que ha visto malograr una buena pieza firmada por un gran creador simplemente por haber escatimado en el sombrero o por haber descuidado la elección. Razón no le debe de faltar. Nombres como Stephen Jones o Manolo Blahnik, uno por la cabeza y otro por los pies, también confían su trabajo a esta sevillana de múltiples crianzas por media España que, al cabo de los años, ha considerado que su lugar en el mundo estaba a pocos metros del Museo de Bellas Artes de Sevilla, en compañía de Murillo o Zurbarán, donde ella ora et labora.
En este libro se suceden algunas de las claves elementales que uno debe manejar en asuntos de imagen y protocolo, esas cosas que todos creemos saber, pero que desconocemos en muchos aspectos, consiguiendo que en ocasiones pasemos del patinazo al más absoluto de los ridículos. Y más ámbitos en los que la joven Hellín se mueve con aplastante seguridad, como aquellos que tienen que ver con esa cosa tan vaporosa e inasible que es el glamour. Quien esto escribe polemiza mucho con ella, ciertamente, ya que manejamos criterios no siempre coincidentes -cosas que a mí me gustan a ella le horrorizan y viceversa-, pero debo reconocer que casi siempre acabo haciéndole caso: la mayoría de las veces no te queda más remedio que concluir que Reyitas tenía razón y que tienes que quitar ese centro de mesa de tu comedor y, a ser posible, quemarlo.
Ignoro si ustedes serán capaces de trascender del texto para llegar a captar el tono. También tiene importancia, ya que Reyes Hellín es un permanente cascabel y como tal se expresa siempre en una inacabable cohetería de sonrisas, como si la niña pequeña que fue continuara resistiendo a morir. Reyes es inagotable, proteica, 'seguía', generosa; tiene un alto sentido de la lealtad a los suyos; y tanto su inocencia como su sonrisa son de alto voltaje. Si como exterminadora de mamarrachos no tiene precio, como compañera de paseo en la vida tampoco. Su libro es una manera de ser ella misma, razón por la cual les invito a conocerlo.
TÍTULO: LA CARTA DE LA SEMANA, 'Arbeit Macht Frei',.
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Hace un mes, dos parejas amigas nos fuimos de fin de semana a Múnich. Hubo nieve, cerveza, alimentación aerofágica, un castillo cursi en el que parecía que ibas a escalar una trenza, y muchas risas, como corresponde a gente que se lleva bien. El último día, casi como una improvisación porque sobraba tiempo y estaba en el camino del aeropuerto, decidimos pasarnos por el campo de concentración de Dachau, a apenas dieciséis kilómetros del bullicio de la Marienplatz y de las enormes cervecerías en las que habíamos visto confraternizar y chocar jarras a hombres que hasta tocaban el acordeón vestidos y emplumados al modo tirolés. A dieciséis kilómetros. Supongo que la escena festiva de la cervecería era idéntica a la de cualquier domingo de los años treinta, cuando, a dieciséis kilómetros, Dachau funcionaba.
Aún reíamos y hacíamos chistes mientras conducíamos hacia Dachau. Al salir, tardamos mucho rato en hablar siquiera. Y eso que Dachau no es Auschwitz, ni por tamaño, ni por el propósito casi exclusivo de exterminación del campo polaco, que en Dachau fue algo más paulatino. Dachau fue el primero de los campos nazis, el que sirvió como temprano modelo del Lager, y de hecho lo único que ahí dentro puede hacer un alemán para calmar la conciencia es recordar que fue abierto precisamente para encerrar a otros alemanes -disidentes políticos, homosexuales, católicos- a los que fueron incorporándose con el tiempo todas las etnias de los países conquistados. Con lo que ningún alemán puede aliviar la culpa es con la pregunta de cómo alegaron no haberse enterado de nada si el campo está encastrado en el pueblo, un muro con sus torretas orilla la carretera de ingreso, y el humo esparcido por la chimenea del crematorio debía de llenar las calles de un pésimo olor. El mantenimiento del campo es polémico. Algunos denuncian la banalización, la conversión en atracción turística. Otros, que se trata de un recordatorio inútil que prolonga el castigo en un país que ya hizo la penitencia. Lo cierto es que, para los escolares bávaros, la visita es obligatoria. Y, por tanto, el enfrentamiento brutal con lo que fue capaz de hacer la generación del abuelo. O del bisabuelo ya. Es como si continuara el castigo al que los soldados de la Vigésima División Acorazada y de la 42 Arcoíris, los liberadores, sometieron a la población de Dachau en la primavera de 1945, cuando los obligaron a limpiar con sus propias manos el campo de cadáveres esqueléticos y a pasarse por turnos por el cuartucho que aún existe en el que los nazis apilaban los cuerpos para la cremación en los hornos contiguos: se les agotó el carbón y dejaron decenas de ellos pudriéndose ahí dentro en una montonera espantosa, sólo superada en horror por el contenido de los vagones que encontraron en la terminal del campo y que transportaban cautivos remitidos desde los campos ya liberados. Murieron hacinados, con los cerrojos puestos, mientras los guardias huían. A los soldados americanos les brotó tal rabia que permitieron el linchamiento de algunos SS rezagados a los que alcanzaron los prisioneros capaces de mantenerse en pie. Más de mil morirían por enfermedad o agotamiento en los días posteriores a la liberación.
Vimos la reja de la puerta de ingreso al campo, de la que hace pocos años robaron la inscripción de 'Arbeit Macht Frei'. Vimos la sala de recepción de prisioneros, donde ya empezaba el trato brutal con el que hombres eran animalizados. Vimos los barracones con las literas de madera, el ala de los sádicos experimentos médicos sobre cobayas humanas. Vimos el enorme patio en el que los internos formaban con música a diario, a veces obligados a soportar durante horas el frío del invierno sin derecho a mover un músculo, y el soporte de madera y los ganchos que servían para practicar tortura. Estuvimos dentro de la cámara de gas, claustrofóbica con su techo bajísimo. Ahí dentro, una chica se arregló el pelo y posó para su novio sonriendo como si tuviera detrás el palacio de Sisí,.
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