jueves, 19 de marzo de 2015

EL GALGO Y LA LIBRE,

Resultado de imagen de EL GALGO Y LA LIBRE RELATOTÍTULO: EL GALGO Y LA LIBRE, .

Una garza levanta vuelo como un ángel que acompaña a su pupilo. Demasiado bella. No mirarla. La belleza excesiva parte el alma.”
La irrupción de la belleza deja sin aliento al narrador. La intensidad de este acontecimiento, su frecuencia, tienen en la novela un carácter determinante. Las consecuencias de tal irrupción se advierten nítidas en la frescura, en la respiración de esta prosa y, sobre todo, en la aptitud del narrador para encantar el mundo, para convertir la experiencia de la belleza en horizonte del relato.
Resultado de imagen de EL GALGO Y LA LIBRE RELATOPublicada en 1968, Los galgos, los galgos señala la madurez narrativa de Sara Gallardo. Su destreza para crear personajes y situaciones se hace más compleja y el estilo pone de manifiesto un humor y un lirismo que sólo tímidamente habían aparecido en sus novelas anteriores. Un humor no ajeno al afecto, pero vuelto hacia los usos y los modos que proscriben la espontaneidad. El humor como una forma del buen sentido, de la veracidad, de la modestia.
El amor, la pérdida del amor, es el tema de Los galgos, los galgos. Escrita en primera persona, Julián, su protagonista, nos cuenta algo que ya ha sucedido, que sólo permanece en su memoria. Recuerdos y evocaciones. Vale decir, por un lado, hechos, informaciones del pasado, que nos son referidos puntualmente; por otro, la evocación de ese pasado, un tiempo enaltecido por la memoria.  
La tercera parte de la novela es en buena medida una serie de peripecias y episodios muy bien urdidos, no siempre rescatados por el poder de la evocación. Todo el libro, menos ese interludio europeo, tiene el sabor y la intensidad de lo recuperado. La tercera parte introduce un tiempo distinto, un tiempo de aventuras que se suceden sin otro propósito que el de acallar la verdadera memoria.
Tironeado por Lisa –por el amor- y al, mismo tiempo, por su apego a un mundo que considera propio y en el cual Lisa no tiene cabida, Julián queda a mitad de camino.

Acá está el pecado, Juan Ramos. El gusano se niega a morir como era su deber. En ceremonia bendecida por lacrimosos parabienes familiares, y también por parabienes de la ninfa vieja de Cañada Grande, primer espejismo que deformó la imagen de Lisa, y por parabienes del mitómano calvo, defensor de la hipocresía y de la maldad oficial y privada, en esa ceremonia digo, el gusano recibió el bautismo infernal para retornar al vientre de la crisálida.

Julián cree descubrir el punto de partida de la desdicha en esta negativa a abandonar el mundo familiar, el mundo de la infancia y de la adolescencia. El deslumbramiento y las consecuencias del deslumbramiento -su propósito de convertirse en un próspero hacendado- reconocen su origen en la visita a Cañada Grande. Durante ese episodio, que él vive como una traición, se hace notorio su regreso a un mundo sin Lisa. La traición,  sin embargo, se refiere a sí mismo.
Julián es un espíritu contemplativo, un melancólico: “…me bañaba la melancolía, lo pasaba muy bien.” Ejerce su profesión de abogado en el estudio de su familia de un modo distraído, apartado. Hay una distancia entre él y los otros, entre él y sus actividades, que es una exigencia de su naturaleza y que sólo parece disiparse con respecto de Lisa. A partir de esa distancia, de su desinterés por lo que se conoce como hacer una carrera, de su “sabia pasividad”, le ha sido concedida la posibilidad de amar y de percibir la belleza. Pero Julián se extravía y su extravío, su olvido de sí mismo, lleva ruina y desolación al mundo que lo rodea. La novela describe esa desventura.
El relato de Cañada Grande tiene toda la apariencia de una fábula. Julián, sin embargo, no advierte ni la ambigüedad ni el peligro de esas imágenes numinosas y se deja fascinar  por un relato urdido con los sueños y las fantasías de su niñez. Vuelve de la visita convertido en otro hombre, uno que se ignora a sí mismo.
Sus proyectos -las reformas,  los extraños, los desvelos del mundo- irrumpen en el campo y no tardan en dar cuenta de ese paraíso. Las Zanjas deja de ser el paisaje encantado de los galgos, el reino del milagroso bañado y de los árboles del monte. Ya nada es propicio, ni los dibujos de Lisa, ni la observación de las aves. Tampoco el amor. Son otros los dioses que gobiernan estas horas y lo hacen con mano de hierro. Las peleas se suceden y la separación toma la forma de un viaje a Europa.
La vida en París es una serie de peripecias de las que Julián es apenas espectador. La trama de su vida se adelgaza,  se afina, hasta convertirse en una película llena de movimiento y futilidad. Pocos personajes llegan a conmoverlo: Diego, el pequeño hijo del embajador, Julie, Ramos. Sus amores –desde Elena, adúltera y atormentada, hasta Tamara, su contrafigura- son agradables y letales. Salvo Julie, por quien  Julián es capaz de sentir afecto, el resto forma parte de la distracción, del pasatiempo.
Y, cada tanto, el sabor de otros días, el color de otros cielos, la verdadera memoria, la desolada experiencia de sí mismo:

Con desgarrón que me haría aullar (si no fuera argentino) la flor portentosa aparece en mi alma.
La flor azul, la llama del gas en la negrura de la vieja casa de San Telmo, Lisa dormida, su olor en verano, la cabellera trenzada para mayor frescura, el cielo denso y claro, la escalerilla y el tanque de agua hechas de tinta china, el edificio teñido de rosa. Allí se estaba pronunciando una Palabra. Eterna veneración por Ella, muda a mis oídos.
La misma se cernió en silencio fuera de las ventanas, en Morón, cuando todos elegimos la charla para no soportar su sonido inexplicable. El zorzal agregó un punto de oro, llegó el tren, ni las abejas del cerco tenían sentido sin su amor, ella estaba en su casa.

Por último, el regreso a Buenos Aires y la comprobación – siempre sorprendente- de que la vida no se detiene. La búsqueda de Lisa, las revelaciones, el ridículo, la humillación de la memoria.
La vida de Julián ha sabido de la dicha y del amor. Ha sabido también de la fugacidad de esos dones. Los galgos, los hermosos galgos de Las Zanjas, son la imagen misma de esa dicha y de esa fugacidad.

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