TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO, LA CARTA DE LA SEMANA, UN LAMENTO POR ARÁNZAZU,.
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No tengo grandes esperanzas en la acción de la Justicia, atada de
pies y manos muchas veces por ella misma, en el caso de la joven
Aránzazu. ¿Quién es Aránzazu?: habría que decir quién era. Una joven de
dieciséis años, madrileña, víctima de una pequeña discapacidad que le
suponía una merma en sus condiciones expresivas, tal vez no observables a
simple vista, pero al parecer describibles cuando te detenías en ella
algunos minutos. Aránzazu era algo más lenta que el resto de su
comunidad estudiantil, puede que un tanto más introvertida, tal vez
menos expresiva que los demás, con no demasiada facilidad para las
relaciones personales y, por lo tanto, con menos amigos de lo que se
considera normal en la algarabía común de los colegios. Víctima
propiciatoria, por tanto, para los hijos de puta que pueblan el panorama
juvenil de estos y aquellos tiempos. Es probable que el caso de
Aránzazu sea habitual: en todos los colectivos existen personas
introvertidas, ahora y siempre, que deben contar con un especial apoyo
para el desarrollo de sus capacidades y para implicarse en el curso
normal de las cosas; y a buen seguro ocurre, es decir, pasa en todos los
colegios que algún chaval o chavala precisa de apoyo y comprensión de
sus semejantes y lo obtiene gracias a que hay muchas más personas buenas
que malas, sean adolescentes o adultos con escamas. Aránzazu tuvo mala
suerte: coincidió en tiempo y espacio con un par de sujetos indeseables,
eso que se conoce como acosadores, o maestros del bullying, individuos
que dedican su tiempo a reafirmarse como perfectos matones, ante la
ignorancia del resto o, directamente, ante el silencio cobarde de la
mayoría.
A Aránzazu le acosaba un tipo que apenas tenía un año más
que ella y que, por lo tanto, es inocente ante la ley. El mecanismo no
es nuevo. El acosador la insultaba, maltrataba, amenazaba y se relamía
ante el sufrimiento de la muchacha. La obligaba a trabajar para él, la
extorsionaba exigiéndole dinero, la vejaba y actuaba mediante métodos
violentos sin aparentemente mostrar remordimiento alguno por ello. En la
escuela, como en otros colectivos, imperaba la ley del silencio. Nadie
parecía ver nada, ni sus compañeros ni los profesores o directivos
escolares del instituto madrileño Ciudad de Jaén, los cuales, como
muchos educadores, aparentan mirar para otro lado con el viejo dicho
aquel de «son cosas de niños». Lo cierto, lo verdaderamente cierto, es
que un día Aránzazu escribió a su círculo inmediato que estaba «cansada
de vivir» y se tiró desde un sexto piso. Murió. Como tantos otros
adolescentes a los que en lugar de aparecer tres o cuatro que la
defendieran y le calentaran el cuerpo al cabrón de turno se limitan sólo
a grabarlo con el teléfono móvil.
Ahora todo son lamentos. La
Justicia interroga al acosador, al que, evidentemente, deja en libertad.
Busca la participación de otra individua del colegio que, según parece,
colaboraba en las extorsiones. Y todo el mundo se quita
responsabilidades de lo alto, cuando todos son culpables: los que
vigilaban y no se percataban, los que se percataban y no intervenían, y
los que lo sabían y se callaban como miserables, compañeros de la
muchacha incluidos, por supuesto. Veremos cómo concluye el caso, pero
pocas esperanzas hay más allá de que sea cambiado el tipo de colegio y
apercibido por violento. ¿Reflexiones acerca del caso?: las que se
producen en casos de acoso escolar, desgraciadamente frecuentes, algunas
de las cuales acaban de forma trágica como en el caso de Aránzazu, en
cuyo nombre escribo hoy esta página y a quien Dios le dé en la Gloria la
paz que no obtuvo en esta selva de indeseables que la rodeó. Algún
imbécil, como la secretaria del Sindicato de Estudiantes, una tal Ana
García, sólo ha sabido decir que esto es consecuencia de los recortes
del gobierno de Rajoy, lo cual no merece ni siquiera detenerse a
comentarlo. Más allá de ello, todo son lamentos tardíos. Lamentos que
Aránzazu, desgraciadamente, no podrá paladear, justicia que no le
alcanzará en vida. Y temo que tampoco tras su muerte.
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