La memoria de las piedras
La Maragatería es la única comarca de España que tomó el nombre de sus habitantes, los maragatos ( fotos ),.
Los maragatos, cuyo origen sigue en la incertidumbre, alcanzaron notoriedad histórica como arrieros
Varias familias arrieras maragatas consiguieron una poderosa influencia en la Corte
Castrillo de los Polvazares, Conjunto Histórico-Artístico desde 1980, es el pueblo mejor conservado y más visitado de La Maragatería
Desde la cocina de “Casa Maruja”, en Castrillo, se extendió a comienzos de los 60 la popularidad del cocido maragato
La Maragatería, un territorio de 710 kilómetros cuadrados en la provincia de León, con Astorga a un lado y la sierra del Teleno al otro, una comarca atravesada por rutas seculares (la del Oro, la de la Plata, la Jacobea…), tierra de maragatos. ¿Maragatos? Aún no se han despejado todas las interrogantes sobre estas gentes, sobre este grupo social que emergió a la Historia hace cinco siglos ligado a una actividad económica que dio brillo a la zona: la arriería. Pero los arrieros maragatos fueron mucho más que simples transportistas, negociantes que hicieron fortuna con sus mulas de carga entre Galicia y Madrid, fueron una comunidad peculiar, con normas propias, con usos y costumbres diferentes a los de su entorno, diferentes incluso a los de sus propios vecinos. Y dejaron su impronta en pueblos como Santiago Millas, Santa Colomba o Castrillo, Castrillo de los Polvazares.
Castrillo de los Polvazares, siglos de piedra
Ha vivido mejores días pero aún hoy sostiene la altiva prestancia de antaño. Desde que comenzó a conformarse en su actual emplazamiento, hace cinco siglos, Castrillo de los Polvazares no ha cambiado mucho. Es hoy el pueblo mejor conservado de los que integran La Maragatería. Sus potentes casas de piedra rojiza han visto pasar el tiempo sin apenas descomponer su figura, solo leves apaños interiores para hacer más llevadera la vida cotidiana. Poco más se puede hacer. En 1980 Castrillo fue declarado Conjunto Histórico-Artístico, cualquier obra o actuación inmobiliaria está sometida desde entonces a estrictos criterios. Los vecinos se quejan de que nada reciben a cambio, pese a que la observancia de las condiciones establecidas encarece notablemente la factura de cualquier reforma doméstica que realicen. Todo sea por mantener el encanto
Hoy Castrillo se muestra orgulloso a los centenares de turistas que cada fin de semana patean sus calles empedradas para admirar sus encantos y degustar, de paso, un buen cocido maragato en alguno de los 8 establecimientos hosteleros del pequeño pueblo.
Y cuando se van los turistas, o los veraneantes, Castrillo vuelve a su estado natural, silente y sosegado. La mayor parte de las casas están cerradas; solo mantienen el pulso 30 ó 40 casonas que albergan a los 80 vecinos del pueblo, repartidos entre jubilados, hosteleros, algún artesano y varios empleados en la cercana Astorga. La despoblación viene de largo, al punto que hace cuatro décadas el ayuntamiento de Castrillo apenas podía mantener unos mínimos servicios, se convirtió entonces en una pedanía dependiente del consistorio astorgano. En los últimos años sin embargo la crisis ha hecho más asequible el precio de las casas, lo que ha atraído a algunas jóvenes parejas.
Así es hoy. Bello, tranquilo y poco poblado. En otro tiempo fue un vibrante enclave de potentados negociantes: los arrieros. Entonces todo era trajín.
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Causas de la extraordinaria conservación de Castrillo
La arriería, los maragatos
La actividad arrieraTal vez por la pobreza de sus tierras y por la situación de la comarca, a medio camino entre la costa y la corte, Madrid, a partir del siglo XVI una parte de los habitantes de esta zona comenzó a dedicarse a una actividad que acabaría transformándose en la principal seña de identidad de un territorio que entonces aún se llamaba La Somoza: la arriería, el transporte de productos de diverso tipo fundamentalmente entre las costas de Galicia y Madrid. La arriería ocupó durante siglos al 20% de la población de la comarca.
Los arrieros comenzaron a ser conocidos como maragatos. Nadie puede asegurar si el término se refiere a una etnia asentada en el territorio o si, como parece imponerse entre los especialistas, se trata de un simple mote con el que se identificaba a los que ejercían la arriería. Lo cierto es que en poco tiempo los arrieros maragatos adquirieron tal importancia que incluso la comarca dejó de llamarse La Somoza para ser rebautizada como La Maragatería.
Los arrieros mercadeaban fundamentalmente con salazones, pescados que recogían en la costa gallega y transportaban hasta Madrid. De regreso llevaban vino, tejidos, pieles, harina…
Al amparo de su ganada fama de honrados, una parte de los arrieros maragatos llegaría a asumir la recaudación y transporte de los caudales del reino, y a ejercer como correo. Su trabajo era compensado con importantes sumas. Eran caros, pero cumplidores. Con los años fue conformándose una elite de familias maragatas que llegaron a amasar grandes fortunas y adquirieron notable influencia.
La llegada del tren, en el último tercio del siglo XIX, acabó con el esplendor de la arriería. El declive alimentó la emigración (Iberoamérica, Galicia, Madrid…) y el despoblamiento de la comarca.
Sociedad maragata
Los maragatos desarrollaron un peculiar sistema interno de relaciones. Fueron un grupo social cerrado, poco permeable a los cambios, con sus propios usos y costumbres. El objetivo principal era preservar el clan y la hacienda frente al acecho externo lo que derivó en la práctica de la endogamia. Durante siglos se han casado entre familiares; bodas rodeadas de pompa y tradición, con sus vistosos trajes y sus collaradas de joyas, ceremonias que han quedado como una destacada expresión de la cultura maragata. Se casaban con familiares, con arrieros; los maragatos evitaban matrimonios con campesinos o con artesanos textiles que conformaban los otros dos principales grupos sociales de la comarca.
La actividad arriera, que suponía la ausencia del hogar del cabeza de familia durante prolongados periodos, hizo determinante el papel de la mujer maragata. La mujer asumía el grueso de las tareas cotidianas. Se encargaban de los hijos, del cuidado y mantenimiento de la hacienda, de los trabajos del campo… ¿Una sociedad matriarcal? No exactamente. Cuando el arriero estaba en casa, el hombre era el centro del universo maragato.
Eran además gentes religiosas. Atesoraban imaginería de santos, rosarios, reliquias… Llegado el último tránsito, convencidos de que la gloria eterna también tenía un precio, encargaban misas por cientos. Sin embargo, como apunta José Manuel Sutil, Investigador Mayor de la Maragatería, muchos de los potentados arrieros maragatos murieron excomulgados. No pudieron resistirse a las ofertas que la desamortización de Mendizábal puso en circulación y adquirieron cuantiosos bienes de la Iglesia, pese a que la compra estaba castigada con excomunión.
Arquitectura
La implantación de la arriería fue causa determinante para la aparición de un modelo arquitectónico peculiar, propio de la Maragatería: la casa arriera maragata. Se trata de una adaptación de la arquitectura popular a las necesidades derivadas de la actividad arriera. Tienen un amplio portalón para el paso de las mulas y las carretas, un holgado patio interior rodeado de las cuadras, los almacenes para las mercancías y otras estancias. Suelen distribuirse en dos plantas, la cocina habitualmente abajo, los dormitorios arriba; las casas de los más pudientes tenían un amplio salón reservado para la bodas y grandes celebraciones.
Son edificios robustos, de anchos muros de mampostería. Piedra, barro, madera y teja. Con el tiempo, por efecto de las lluvias, el barro y la oxidación de las piedras ferrosas han teñido las casas de un tono rojizo que redunda sobre el altivo encanto de sus estructuras. Ventanas pequeñas; los maragatos preservaban su mundo, y sus valiosos cargamentos, de la curiosidad exterior.
Recuerdos, piedras, rondas y cocido
Sólo las piedras, las casas… Poco más queda en La Maragatería de aquel esplendor arriero. Se mantienen, eso sí, algunas tradiciones por puro empeño de estirpe.Personajes
Sin ellos ni siquiera tradiciones se conservarían. Rodando el reportaje, estuvimos con algunos; depositarios del pasado, arquitectos del recuerdo:
Pepe “El Herrero” – José Ares acude cada día a su vieja herrería. Cada día enciende la fragua y somete el acero sobre el yunque. Así lo hace desde que tenía 14 años. Va a cumplir 91. Es el último herrero artesano de La Maragatería. En otro tiempo las herrerías no daban abasto -lógico en tierra de arrieros y labradores- y la comarca se distinguió por su rica artesanía del hierro, pero hace tiempo ya que Pepe no coloca herraduras, que de su fragua no salen vistosos herrajes para arcones, ni llaves, ni tiradores y escudos de cerradura… Ahora sólo hace navajas maragatas y algún que otro cuchillo. En la hoja, todas sus piezas llevan grabado a fuego el nombre de su pueblo: Valdespino. Es su sello.
Herminio Arias – Con madera de brezo –ur le llaman en la zona- se elaboran las mejores flautas maragatas. En ello se aplica desde hace años Herminio, con más empeño desde que se jubiló. Tiene 86 años y a estas alturas la talla de madera tiene pocos secretos para él. Lo fundamental, nos dice, es someter a los palos a un severo tratamiento de cocido y secado para evitar que se rajen; y luego, navaja en mano, a dar formas. Es también uno de los últimos que se dedican al oficio en la comarca. Cobra las flautas a 70 euros, las que suenan como tienen que sonar. No vende muchas porque “una buena dura toda la vida”, y los tamboriteros tienen 2 ó 3 y les vale. Así que su oferta incluye otras piezas: castañuelas, tenedores y cucharas, anillos, navajas… Aún se le ve por alguna feria.
David Andrés – Es tamboritero y eso es mucho decir. El tamboritero es la figura central, el eje en torno al que gira el folklore maragato. David es un joven virtuoso de la flauta y el tamborín, pero sobre todo es una persona comprometida con su estirpe, empeñada en mantener viva la cultura de su gente. Acude allí donde es requerido para festejos o eventos de todo tipo en los que haya ocasión para los bailes o los cantos tradicionales. Participa también en propuestas nuevas porque la historia no se detiene. Él, como otros jóvenes tamboriteros de la Maragatería, ha recogido la herencia de ilustres maragatos como “Cardana”, “Ti Teleno” o “Ti Aquilino”, Aquilino Pastor, un nombre fundamental en la pervivencia y difusión de la cultura autóctona.
Aquilino Pastor puso música a nueve décadas de celebraciones en los pueblos de la comarca, y traspasó sus límites para extender el conocimiento del folklore maragato. Inagotable, generoso, entusiasta, fue reconocido como Tamboritero Mayor de La Maragatería. En su extensa biografía se acumulan los hechos destacables, pero hay uno que sobresale: en 1.979 grabó “Teleno. Música de las tierras maragatas”, el primer disco que recogía la tradición musical maragata, una obra que sirvió de guía para las nuevas generaciones de folkloristas, un trabajo esencial. Aquilino falleció en 1.991, tenía 102 años; en su pueblo, Santa Catalina de Somoza, un busto le rinde homenaje. Cuando no ejercía de tamboritero oficiaba de sastre, él mismo se confeccionaba los trajes de maragato que lucía henchido de orgullo.
Otra figura fundamental en la cadena de la tradición fue Dolores Fernández, a quien todos conocían como “La Maragata”. De su viejo telar en Val de San Lorenzo, cuna de la producción textil de la comarca, salieron mantas maragatas para medio mundo, elaboradas como se venía haciendo desde la edad media. Dolores fue depositaria además de un extenso cancionero a cuya conservación contribuyó de manera excepcional. Falleció en 2003.
Maruja Botas – Castrillo es el pueblo que más visitantes recibe en toda la provincia leonesa. Cierto que aparece en casi todas las guías de “pueblos con encanto”, que sus calles empedradas y sus sobrias edificaciones le confieren especial atractivo, pero además Castrillo tiene otro potente reclamo: el cocido maragato. Fue a comienzos de los 60 cuando Maruja Botas atendió el encargo de preparar un cocido para un nutrido y selecto grupo de comensales. Así comenzó todo. La fama del cocido se extendió hasta llegar a las cartas más selectas. Su degustación es hoy uno de los principales reclamos turísticos de la comarca, y una auténtica seña de identidad de La Maragatería.
Maruja sigue sirviendo, solo por encargo, el cocido que aprendió a cocinar de su madre. En el mismo local, el antiguo casino del pueblo, el sitio donde ella se crió, entre los fogones de la vieja cocina que aún presta lumbre al caldo, los garbanzos y las carnes que se servirán a los comensales en orden inverso. Cosas de la tradición; el cocido maragato ha de comerse comenzando por la carne y terminando por la sopa. Así se hace en el pequeño comedor de “Casa Maruja”, un restaurante peculiar, para localizarlo hay que preguntar porque no hay cartel ni rótulo alguno que indique que allí el cocido maragato se hizo estrella.
Lorenzo Cabezas – Como otros muchos de Castrillo, Lorenzo buscó, siendo aún mozo, una vida mejor lejos del pueblo. Fue una constante; desde que el tren acabó con el negocio de la arriería, La Maragatería fue vaciándose. La emigración se alargó más de un siglo.
Lorenzo salió a comienzos de los 60, primero Barcelona, después Suiza. Vivió más de 40 años añorando la empedrada calle Real, la ermita de San Mamed, la lejana silueta del Teleno, las esquinas de su infancia, los amigos… Se prejubiló en 2009 y pudo, al fin, regresar. Ya no era igual, el tiempo había seguido vaciando el pueblo, sólo quedaban los recuerdos y las casas. Ahora es Secretario de la Junta Vecinal, implicado en conservar la esencia de la vida maragata. Por julio, cuando llega la fiesta mayor, La Magdalena, se coloca su capa y encabeza la procesión tras la figura de la santa, al son del tamboritero y las castañuelas. Para esa fecha Castrillo recobra brío, las viejas casonas reciben a los descendientes de los maragatos, veraneantes comprometidos con la tradición y la memoria. Vuelven los bolos a la bolera, la algarabía infantil a las calles, las tertulias a los patios… Casi hasta pueden oírse los cascos de las mulas retumbando sobre el empedrado.
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La costumbre arriera de comer el cocido al revés
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