El sabado -2- Febreroa las 16:00 por Telecinco , fotos,.
Haruki Murakami: “El trabajo de un novelista es soñar despierto,.
Escritor superventas y favorito en las quinielas del Nobel, a sus 69 años el japonés Haruki Murakami calcula que su literatura le permitirá seguir persiguiendo “vidas distintas” durante una década más. Reacio a las entrevistas, recibe en exclusiva a El País Semanal en Ecuador para hablar del poder de la imaginación, los miedos, los maratones, el matrimonio y las ganas de probar cosas nuevas. Desde agosto conduce en Tokio un programa radiofónico en el que cultiva otra de sus pasiones: la música,.
TODOS VIVIMOS en una especie de jaula. Puede ser de oro y hermosa,
pero es la jaula que supone ser solo uno mismo”, dirá él, que vende
libros por millones y cuyo nombre suena infaltablemente como candidato al Nobel desde hace una década. Haruki Murakami, autor de novelas como Tokio blues, Baila, baila, baila y 1Q84,
y el escritor japonés que ha sido traducido a 50 idiomas, hizo de la
literatura un salvoconducto para burlar ese encierro. Y de no conceder
entrevistas, parte de su leyenda.
¿Murakami, el que corre un maratón por año desde hace 37, escribe improvisando como un jazzman y tiene una colección de 10.000 vinilos? ¿El que tachona sus historias de personajes sin nombre, canciones, túneles, gatos, soledades, espectros, sueños, crueldades y vuelve al amor y al desamor —una y otra vez— como si en verdad pudiéramos entenderlos?
Ese mismo Murakami (Kioto, 1949), fanático de los Beatles y casado a lo Lennon desde hace 47 años con una mujer llamada Yoko, acaba de entrar al salón del cuarto piso del hotel que ocupa hoy el solar de la primera casa construida en el casco colonial de Quito, fundada por Francisco Pizarro en el siglo XVI. El narrador que imagina novelas por entregas con libros iniciales de 600 páginas y tiene a los lectores colgados como yonquis esperando las siguientes 400 visita por primera vez Sudamérica a raíz de los festejos de un siglo de relaciones entre Ecuador y Japón. “La altitud hace peligroso correr aquí, pero visité Galápagos, que es muy hermoso. Hablé también en un teatro donde unas 2.000 personas me hicieron sentir como Bruce Springsteen”, bromea.
Lleva una barba entrecana de varios días y calza deportivas negras con cordones color naranja rabioso que hacen temer que se dará a la carrera si las preguntas lo incomodan. Confirma en la charla algo leído: tiempo atrás compró en Hawái la casa donde se filmó Perdidos. “Fue casualidad, no conocía la serie; cuando la vi me gustó, pero eran otros los que decían: ‘¡Esa es tu casa!’. Yo no fui capaz de reconocerla”.
Cortés, al hablar en inglés cultiva un tic: antes de responder estira los silencios como si los catara y desvía la vista hacia la derecha buscando palabras que lo expliquen en ese idioma ajeno. Su decimocuarta novela es la excusa de este encuentro: La muerte del comendador refiere a una escena de la ópera Don Giovanni, de Mozart, y a una pintura que encuentra el protagonista, un retratista en plena crisis existencial. Se publica en dos volúmenes (Tusquets lanzó el segundo el 15 de enero) y solo en Japón ha vendido 1.800.000 ejemplares.
Eso alcanza y sobra para imaginar a toda la ciudad de Barcelona (bebés incluidos) leyendo al mismo tiempo al hombre que ahora sonríe, mientras recuerda su visita a Santiago de Compostela en 2009. “Los alumnos de un instituto [el IES Rosalía de Castro] eligieron Kafka en la orilla como libro del año y viajé a recibir el premio. Siempre lo recuerdo: eran chicos muy inteligentes. Me gustó Galicia; los mariscos y el vino son estupendos”.
La muerte del comendador empieza con un sueño inquietante: un artista debe pintar el retrato de un hombre sin rostro. ¿Llegó así la idea del libro? No, agregué ese prólogo. Lo primero que apareció fue el paisaje. Una casa cerca del mar, en lo alto de una montaña y en el límite: hacia delante se ve despejado, y hacia atrás, siempre nubarrones. Escribí esos párrafos iniciales y me pregunté qué pasaría porque no tenía idea. El protagonista cuenta la historia de su esposa, de quien se separa cuando le dice que no puede seguir viviendo con él. Recorre Japón en coche, solo, aturdido, sin entender qué sucede, hasta que varios meses después un amigo le presta esa casa.
Muchas de sus ficciones presentan protagonistas en crisis que atraviesan la treintena. ¿Qué significado tiene esa década para usted? En Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, una novela larga de los noventa, narré la vida de un treintañero cuya cotidianidad cambia cuando desaparecen primero su gato y luego su mujer. Empecé en tercera persona, pero volví a la primera porque sentía que lo que quería contar requería mayor intimidad. No sé por qué elijo esos protagonistas. Tal vez sea ese sesgo personal, esa búsqueda de sentido en medio de la vacilación, lo que me interesa. Es como si a esa edad nos diéramos cuenta de que esa vida es la nuestra. Ese proceso de apropiación me intriga. Uno no es tan joven ya, pero tampoco viejo. Es libre y vulnerable a la vez.
Este personaje, sin embargo, no se siente tan libre, ¿no? Su crisis es radical: pinta retratos, vive de eso, pero no sabe cuál es su obra. Lucha para entender lo que quiere expresar; es una búsqueda definitoria. La novela cuenta también eso: su descubrimiento como artista, su estado mental como creador.
¿Qué colores usaría para pintar su propio retrato?
¿Colores? Cuando escribo pienso en música, no veo ningún color. Quizá
sea una forma de poder usarlos todos. Me pasa algo similar con los
sueños. Yo no sueño. O no los recuerdo, pero mi literatura está llena de
ellos; los imagino. Un amigo mío, psiquiatra, solía decirme: “Escribes,
no tienes que soñar”.
¿Se ha psicoanalizado alguna vez? No, el psicoanálisis no me interesa, pero sí debería haberle preguntado por qué no creía necesario que yo soñara. Lo lamento; murió hace algunos años.
¿Extraña algo de su vida anterior a la literatura, la época en que su mujer y usted regentaban un club de jazz? Extraño el mundillo, los músicos. Pero desde agosto conduzco un programa de radio en Tokio. Soy pinchadiscos y recuperé lo más divertido de aquel tiempo. Elijo la música —rock, pop, jazz— y hablo sobre ella y sobre literatura. Tenía mis dudas, pero Yoko me alentó: “Puedes hacerlo. Serías un buen DJ”, me dijo. Y estoy disfrutándolo. El sentimiento es de puro placer.
Publicó su primera novela en 1979 y cambió su rutina: dejó de trasnochar, comenzó a correr diariamente… ¿Le gustaría que sus lectores lo leyeran también con todo el cuerpo? [Se ríe] No, escribir novelas largas como las mías requiere un esfuerzo sostenido y metódico. No es un trabajo liviano; escribo con la sensación física de darlo todo; administro mi energía como el aire en los maratones e intento ofrecer siempre algo nuevo. Solo espero que el lector disfrute del libro. Esa es su parte.
Lo preguntaba por el modo en que sus relatos convocan todos los sentidos. Hay música, sexo, comida… Me gustan las cosas físicas. Si escribo sobre alguien que bebe una cerveza, espero que los lectores quieran una. Busco imprimirle a mi literatura esa dimensión porque confío en la reacción corporal como algo auténtico, inmanejable, y si aparece, creo que la historia está funcionando. Si alguien en el libro enferma, me gustaría que el lector viviera sus síntomas. Ese es el propósito del relato.
Escribir sobre la soledad, la violencia, la locura, ¿qué es lo más desafiante? Lograr que los lectores rían. No sonreír; hablo de reír a carcajadas. Muchos japoneses leen mis libros de pie en el metro o en el tren, cuando van al trabajo; la gente alrededor los mira, puede resultar hasta vergonzoso para ellos. Pero yo siento que logré lo que buscaba.
¿Por qué es tan importante para usted? Reír y llorar son las emociones más transparentes. Pero hacer llorar es más sencillo. Cuando ríes es porque tu atención se ha relajado; estás allí, hay entre lo que el libro cuenta y lo que sientes un punto de encuentro, una humanidad corpórea. Me gusta llegar a ese espacio común. Soy escritor y, por supuesto, tengo opiniones e ideas que expresar, pero sin ese nivel físico esencial, risa y llanto, creo que sería muy difícil transmitir lo que quiero contar.
Menshiki, el millonario solitario que homenajea a Gatsby en
esta novela, no piensa en la paternidad hasta que sabe que Marie puede
ser su hija. ¿Cómo fue su vivencia de ese tema? ¿Perdone?
Usted no tiene hijos… No.
¿Se arrepiente? [Se toma 30 segundos antes de contestar]. No, no me arrepiento mucho de eso. Pero cuando escribí la novela pensaba en la posibilidad de haber tenido un hijo. Quise imaginar qué hubiera pasado si, como le sucede al personaje, mi última novia hubiera tenido una niña y yo no hubiera sabido nada durante años. Hay una posibilidad muy remota, pero existe. Escribir novelas es perseguir posibilidades. Elegiste algo cuando tenías, digamos, 31 años y te trajo hasta aquí. Es lo que eres. Pero si hubieras tomado otra vía, tendrías una distinta. Tirar de esa probabilidad es el juego de la ficción. Veo mi literatura como la persecución de esas vidas diferentes. Todos vivimos en una especie de jaula, la que supone ser solo uno mismo. Como escritor de ficción, puedes salir y ser diferente. Eso es lo que estoy haciendo la mayoría de las veces.
¿Escapar? Vivir mis yos alternativos. ¿Soy yo mi protagonista o ese otro personaje, Menshiki? Podría haber sido yo; uso cosas mías para componerlo, pero es apenas una posibilidad de mí. El trabajo de un novelista es soñar despierto. Es maravilloso; lo disfruto hace 40 años y creo que voy a poder hacerlo otra década. Cuando no escribo relatos, escribo ensayos o hago traducciones. De alguna forma, escribo todos los días. Si no escribo, no es un buen día.
¿Tiene un sentido especial para usted cumplir 70 años? No siento nada especial, pero tampoco me arrepiento. Cometí errores, como todos, pero lo que pasó, pasó. La inocencia es inevitable; en eso soy una especie de fatalista. Me ha preguntado si lamento no haber tenido hijos. Simplemente sucedió. No puedo hacer nada. Acepto lo que sucede. Quizás en esto sea diferente de otras personas. Vivo y escribo mis novelas desde esa aceptación. Es importante para mí.
¿Acepta también sus miedos? ¿A qué le teme? Me estoy haciendo viejo. No sé cómo es ni qué se siente porque es mi primera experiencia [se ríe]. Pero tengo curiosidad y es más fuerte que el miedo. Me gustaría ver qué me va a pasar. He corrido maratones durante 36 o 37 años. Pero como estoy envejeciendo, empeoro; soy más lento cada vez. No importa. Quiero saber durante cuánto tiempo más podré correr y disfrutarlo. Muchos amigos lo dejaron porque les deprime. A mí no. Es la vida y quiero saber cómo sigue, qué va a pasar conmigo. Me entusiasma.
Algunas ficciones suyas se han llevado al cine. ¿Qué piensa cuando otros le cuentan historias que usted imaginó? Ya no son mías y me hacen sentir incómodo. Me gusta el cine, pero trato de mantenerme al margen de lo que se hace a partir de mis relatos.
Sobre la más reciente, Burning, de Lee Chang-dong, se ha dicho que transmite cierta “rabia millennial”. ¿Lo comparte? No vi la película. Cuando escribí el cuento, Quemar graneros, lo que surgió en mi cabeza fue el título. Imaginé qué clase de historia podía escribir para ese título que me perseguía, y apareció un joven con coche importado que cada dos meses quema un granero ajeno y se lo cuenta a un escritor mientras fuman un porro. Inventé una historia capaz de llenar esa imagen. No me propuse interpretar rabia ni violencia. Para mí fueron solo palabras. Siempre es así.
Ese cuento integra El elefante desaparece, un libro pródigo en desconciertos. ¿Lo raro fascina? La vida es misteriosa y quizá ciertas cosas que cuento resulten extrañas para otros, pero son naturales para mí. Que un espíritu tome la forma de la figura de un cuadro o que haya personajes cuyas sombras se desdoblen son ideas habituales en mi vida, metafóricamente hablando. Como narrador pienso a nivel del relato; todo puede pasar. Los niños lo viven con más sencillez. Cuando eres niño y en un libro alguien atraviesa la pared, es natural. Los adultos dicen: “Es extraño”. Soy casi un viejo, pero todavía creo que puedes atravesar la pared y espero que el lector también lo crea.
Vuelve al amor y al matrimonio en sus historias. ¿Qué los hace inextinguibles?
No me interesan los vínculos familiares, pero sí explorar todo lo que
pasa entre un hombre y una mujer. Es una relación especial; quizá la más
importante. No puedes elegir a tus padres o a tus hijos, pero puedes
elegir a tu pareja y tienes que ser responsable con la elección. Llevo
casado 47 años con Yoko; es además la primera lectora de mis libros.
¿Por qué la elegí? No lo sé. Pienso en ello a menudo y no tengo una
respuesta todavía.
La cultura estadounidense fue decisiva para su generación. ¿Qué opina del proyecto que lidera Trump? Fui adolescente en los sesenta. La cultura estadounidense era excitante, salvaje: en esa década pasó de todo; jazz, rock, literatura, pop. Absorbí eso y le estoy agradecido. Pero la cultura de Estados Unidos ya no es tan estimulante. Me interesa la política, pero escribo ficción. No hago declaraciones de otro tipo.
¿Le sorprende su éxito global? ¡Me gustaría que me lo explicaran! Sucedió en los últimos 20 años. Gratifica, pero es algo que pasó en los demás. Yo sigo igual: escribo por la mañana, cuatro o cinco horas, la misma cantidad de páginas, y cuando me levanto de la silla, solo quiero saber adónde me llevará la historia. Por eso vuelvo al día siguiente.
Un amigo japonés dice que en su país lo consideran una “leyenda viva”. ¿Cómo se siente eso?
[Se ríe] Bueno, no soy tan viejo. Cuando me convertí en escritor,
durante décadas no hice nada más. No suelo aparecer en público; no doy
entrevistas ni salgo en la televisión o en la radio. Solo escribo. Dejé
mi país durante muchos años; viví en Estados Unidos y Europa. La gente casi no me conoce en Japón.
A los 69 años sentí que era una buena edad para empezar algo nuevo y
decidí ser pinchadiscos. Supongo que todo eso debe resultar curioso.
Enigmático, incluso. Pero legendario me parece demasiado.
¿Sabe que aparece cada año en las loterías del Nobel? La Academia no publica finalistas. Son especulaciones de los editores y no me interesan. Pero me alegraron los premios a Dylan e Ishiguro porque valoro sus obras. Escribir es como el aire para mí. Disfruto del puro placer y la alegría de escribir; ese es el propósito de mi vida. Soy feliz con eso. Lo demás no es tan importante.
¿Murakami, el que corre un maratón por año desde hace 37, escribe improvisando como un jazzman y tiene una colección de 10.000 vinilos? ¿El que tachona sus historias de personajes sin nombre, canciones, túneles, gatos, soledades, espectros, sueños, crueldades y vuelve al amor y al desamor —una y otra vez— como si en verdad pudiéramos entenderlos?
Ese mismo Murakami (Kioto, 1949), fanático de los Beatles y casado a lo Lennon desde hace 47 años con una mujer llamada Yoko, acaba de entrar al salón del cuarto piso del hotel que ocupa hoy el solar de la primera casa construida en el casco colonial de Quito, fundada por Francisco Pizarro en el siglo XVI. El narrador que imagina novelas por entregas con libros iniciales de 600 páginas y tiene a los lectores colgados como yonquis esperando las siguientes 400 visita por primera vez Sudamérica a raíz de los festejos de un siglo de relaciones entre Ecuador y Japón. “La altitud hace peligroso correr aquí, pero visité Galápagos, que es muy hermoso. Hablé también en un teatro donde unas 2.000 personas me hicieron sentir como Bruce Springsteen”, bromea.
Lleva una barba entrecana de varios días y calza deportivas negras con cordones color naranja rabioso que hacen temer que se dará a la carrera si las preguntas lo incomodan. Confirma en la charla algo leído: tiempo atrás compró en Hawái la casa donde se filmó Perdidos. “Fue casualidad, no conocía la serie; cuando la vi me gustó, pero eran otros los que decían: ‘¡Esa es tu casa!’. Yo no fui capaz de reconocerla”.
Cortés, al hablar en inglés cultiva un tic: antes de responder estira los silencios como si los catara y desvía la vista hacia la derecha buscando palabras que lo expliquen en ese idioma ajeno. Su decimocuarta novela es la excusa de este encuentro: La muerte del comendador refiere a una escena de la ópera Don Giovanni, de Mozart, y a una pintura que encuentra el protagonista, un retratista en plena crisis existencial. Se publica en dos volúmenes (Tusquets lanzó el segundo el 15 de enero) y solo en Japón ha vendido 1.800.000 ejemplares.
Eso alcanza y sobra para imaginar a toda la ciudad de Barcelona (bebés incluidos) leyendo al mismo tiempo al hombre que ahora sonríe, mientras recuerda su visita a Santiago de Compostela en 2009. “Los alumnos de un instituto [el IES Rosalía de Castro] eligieron Kafka en la orilla como libro del año y viajé a recibir el premio. Siempre lo recuerdo: eran chicos muy inteligentes. Me gustó Galicia; los mariscos y el vino son estupendos”.
La muerte del comendador empieza con un sueño inquietante: un artista debe pintar el retrato de un hombre sin rostro. ¿Llegó así la idea del libro? No, agregué ese prólogo. Lo primero que apareció fue el paisaje. Una casa cerca del mar, en lo alto de una montaña y en el límite: hacia delante se ve despejado, y hacia atrás, siempre nubarrones. Escribí esos párrafos iniciales y me pregunté qué pasaría porque no tenía idea. El protagonista cuenta la historia de su esposa, de quien se separa cuando le dice que no puede seguir viviendo con él. Recorre Japón en coche, solo, aturdido, sin entender qué sucede, hasta que varios meses después un amigo le presta esa casa.
Muchas de sus ficciones presentan protagonistas en crisis que atraviesan la treintena. ¿Qué significado tiene esa década para usted? En Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, una novela larga de los noventa, narré la vida de un treintañero cuya cotidianidad cambia cuando desaparecen primero su gato y luego su mujer. Empecé en tercera persona, pero volví a la primera porque sentía que lo que quería contar requería mayor intimidad. No sé por qué elijo esos protagonistas. Tal vez sea ese sesgo personal, esa búsqueda de sentido en medio de la vacilación, lo que me interesa. Es como si a esa edad nos diéramos cuenta de que esa vida es la nuestra. Ese proceso de apropiación me intriga. Uno no es tan joven ya, pero tampoco viejo. Es libre y vulnerable a la vez.
Este personaje, sin embargo, no se siente tan libre, ¿no? Su crisis es radical: pinta retratos, vive de eso, pero no sabe cuál es su obra. Lucha para entender lo que quiere expresar; es una búsqueda definitoria. La novela cuenta también eso: su descubrimiento como artista, su estado mental como creador.
“Yo no sueño. O no recuerdo los sueños, pero mi
literatura está llena de ellos; los imagino. Un amigo psiquiatra me
decía: ‘Escribes, no tienes que soñar”
¿Se ha psicoanalizado alguna vez? No, el psicoanálisis no me interesa, pero sí debería haberle preguntado por qué no creía necesario que yo soñara. Lo lamento; murió hace algunos años.
¿Extraña algo de su vida anterior a la literatura, la época en que su mujer y usted regentaban un club de jazz? Extraño el mundillo, los músicos. Pero desde agosto conduzco un programa de radio en Tokio. Soy pinchadiscos y recuperé lo más divertido de aquel tiempo. Elijo la música —rock, pop, jazz— y hablo sobre ella y sobre literatura. Tenía mis dudas, pero Yoko me alentó: “Puedes hacerlo. Serías un buen DJ”, me dijo. Y estoy disfrutándolo. El sentimiento es de puro placer.
Publicó su primera novela en 1979 y cambió su rutina: dejó de trasnochar, comenzó a correr diariamente… ¿Le gustaría que sus lectores lo leyeran también con todo el cuerpo? [Se ríe] No, escribir novelas largas como las mías requiere un esfuerzo sostenido y metódico. No es un trabajo liviano; escribo con la sensación física de darlo todo; administro mi energía como el aire en los maratones e intento ofrecer siempre algo nuevo. Solo espero que el lector disfrute del libro. Esa es su parte.
Lo preguntaba por el modo en que sus relatos convocan todos los sentidos. Hay música, sexo, comida… Me gustan las cosas físicas. Si escribo sobre alguien que bebe una cerveza, espero que los lectores quieran una. Busco imprimirle a mi literatura esa dimensión porque confío en la reacción corporal como algo auténtico, inmanejable, y si aparece, creo que la historia está funcionando. Si alguien en el libro enferma, me gustaría que el lector viviera sus síntomas. Ese es el propósito del relato.
Escribir sobre la soledad, la violencia, la locura, ¿qué es lo más desafiante? Lograr que los lectores rían. No sonreír; hablo de reír a carcajadas. Muchos japoneses leen mis libros de pie en el metro o en el tren, cuando van al trabajo; la gente alrededor los mira, puede resultar hasta vergonzoso para ellos. Pero yo siento que logré lo que buscaba.
¿Por qué es tan importante para usted? Reír y llorar son las emociones más transparentes. Pero hacer llorar es más sencillo. Cuando ríes es porque tu atención se ha relajado; estás allí, hay entre lo que el libro cuenta y lo que sientes un punto de encuentro, una humanidad corpórea. Me gusta llegar a ese espacio común. Soy escritor y, por supuesto, tengo opiniones e ideas que expresar, pero sin ese nivel físico esencial, risa y llanto, creo que sería muy difícil transmitir lo que quiero contar.
Usted no tiene hijos… No.
¿Se arrepiente? [Se toma 30 segundos antes de contestar]. No, no me arrepiento mucho de eso. Pero cuando escribí la novela pensaba en la posibilidad de haber tenido un hijo. Quise imaginar qué hubiera pasado si, como le sucede al personaje, mi última novia hubiera tenido una niña y yo no hubiera sabido nada durante años. Hay una posibilidad muy remota, pero existe. Escribir novelas es perseguir posibilidades. Elegiste algo cuando tenías, digamos, 31 años y te trajo hasta aquí. Es lo que eres. Pero si hubieras tomado otra vía, tendrías una distinta. Tirar de esa probabilidad es el juego de la ficción. Veo mi literatura como la persecución de esas vidas diferentes. Todos vivimos en una especie de jaula, la que supone ser solo uno mismo. Como escritor de ficción, puedes salir y ser diferente. Eso es lo que estoy haciendo la mayoría de las veces.
¿Escapar? Vivir mis yos alternativos. ¿Soy yo mi protagonista o ese otro personaje, Menshiki? Podría haber sido yo; uso cosas mías para componerlo, pero es apenas una posibilidad de mí. El trabajo de un novelista es soñar despierto. Es maravilloso; lo disfruto hace 40 años y creo que voy a poder hacerlo otra década. Cuando no escribo relatos, escribo ensayos o hago traducciones. De alguna forma, escribo todos los días. Si no escribo, no es un buen día.
¿Tiene un sentido especial para usted cumplir 70 años? No siento nada especial, pero tampoco me arrepiento. Cometí errores, como todos, pero lo que pasó, pasó. La inocencia es inevitable; en eso soy una especie de fatalista. Me ha preguntado si lamento no haber tenido hijos. Simplemente sucedió. No puedo hacer nada. Acepto lo que sucede. Quizás en esto sea diferente de otras personas. Vivo y escribo mis novelas desde esa aceptación. Es importante para mí.
¿Acepta también sus miedos? ¿A qué le teme? Me estoy haciendo viejo. No sé cómo es ni qué se siente porque es mi primera experiencia [se ríe]. Pero tengo curiosidad y es más fuerte que el miedo. Me gustaría ver qué me va a pasar. He corrido maratones durante 36 o 37 años. Pero como estoy envejeciendo, empeoro; soy más lento cada vez. No importa. Quiero saber durante cuánto tiempo más podré correr y disfrutarlo. Muchos amigos lo dejaron porque les deprime. A mí no. Es la vida y quiero saber cómo sigue, qué va a pasar conmigo. Me entusiasma.
Algunas ficciones suyas se han llevado al cine. ¿Qué piensa cuando otros le cuentan historias que usted imaginó? Ya no son mías y me hacen sentir incómodo. Me gusta el cine, pero trato de mantenerme al margen de lo que se hace a partir de mis relatos.
Sobre la más reciente, Burning, de Lee Chang-dong, se ha dicho que transmite cierta “rabia millennial”. ¿Lo comparte? No vi la película. Cuando escribí el cuento, Quemar graneros, lo que surgió en mi cabeza fue el título. Imaginé qué clase de historia podía escribir para ese título que me perseguía, y apareció un joven con coche importado que cada dos meses quema un granero ajeno y se lo cuenta a un escritor mientras fuman un porro. Inventé una historia capaz de llenar esa imagen. No me propuse interpretar rabia ni violencia. Para mí fueron solo palabras. Siempre es así.
Ese cuento integra El elefante desaparece, un libro pródigo en desconciertos. ¿Lo raro fascina? La vida es misteriosa y quizá ciertas cosas que cuento resulten extrañas para otros, pero son naturales para mí. Que un espíritu tome la forma de la figura de un cuadro o que haya personajes cuyas sombras se desdoblen son ideas habituales en mi vida, metafóricamente hablando. Como narrador pienso a nivel del relato; todo puede pasar. Los niños lo viven con más sencillez. Cuando eres niño y en un libro alguien atraviesa la pared, es natural. Los adultos dicen: “Es extraño”. Soy casi un viejo, pero todavía creo que puedes atravesar la pared y espero que el lector también lo crea.
“No me interesan los vínculos familiares, pero
sí explorar todo lo que pasa entre un hombre y una mujer. Es una
relación especial, quizá la más importante”
La cultura estadounidense fue decisiva para su generación. ¿Qué opina del proyecto que lidera Trump? Fui adolescente en los sesenta. La cultura estadounidense era excitante, salvaje: en esa década pasó de todo; jazz, rock, literatura, pop. Absorbí eso y le estoy agradecido. Pero la cultura de Estados Unidos ya no es tan estimulante. Me interesa la política, pero escribo ficción. No hago declaraciones de otro tipo.
¿Le sorprende su éxito global? ¡Me gustaría que me lo explicaran! Sucedió en los últimos 20 años. Gratifica, pero es algo que pasó en los demás. Yo sigo igual: escribo por la mañana, cuatro o cinco horas, la misma cantidad de páginas, y cuando me levanto de la silla, solo quiero saber adónde me llevará la historia. Por eso vuelvo al día siguiente.
¿Sabe que aparece cada año en las loterías del Nobel? La Academia no publica finalistas. Son especulaciones de los editores y no me interesan. Pero me alegraron los premios a Dylan e Ishiguro porque valoro sus obras. Escribir es como el aire para mí. Disfruto del puro placer y la alegría de escribir; ese es el propósito de mi vida. Soy feliz con eso. Lo demás no es tan importante.
TITULO:
VIVA LA VIDA -La artista sin cualificación que trabaja para Gucci ,. DOMINGO --3- Febrero,.-
El domingo - -3- Febrero a las 16:00 por Telecinco , foto,.
La artista sin cualificación que trabaja para Gucci ,.
TITULO: VIVA LA VIDA -La artista sin cualificación que trabaja para Gucci ,. DOMINGO --3- Febrero,.-
El domingo - -3- Febrero a las 16:00 por Telecinco , foto,.
La artista sin cualificación que trabaja para Gucci ,.
En la mitad de su vida, Helen Downie dio un giro y empezó a pintar.
Hasta entonces se había dedicado a cuidar de sus hijos, había sido
alcohólica y superado un cáncer. Instagram la catapultó. Hoy triunfa con
sus ilustraciones para firmas de lujo como Gucci,.
LAS RETINAS DE Helen Downie observan ávidas al ras de unas lentes
pegadas a la punta de la nariz, provocando esa apariencia de
enjuiciamiento tan típica de la presbicia. Sus ojos irradian un
magnetismo similar al de los rostros que imagina y pinta. Atiende en el
estudio de su casa victoriana de Wimbledon (Londres), una sala pequeña
con paredes grisáceas sobre las que la artista realiza pruebas de
pigmentos y pinceles. Junto a la ventana hay un viejo escritorio repleto
de tizas de colores y cuentagotas de tinta china Sennelier. Hace poco
más de un lustro, Helen Downie, londinense de 53 años, era una mujer
dedicada en exclusiva al cuidado de sus cuatro hijos. Hoy, convertida en
artista bajo el seudónimo de Unskilled Worker —que significa trabajadora sin cualificación—, es uno de los puntos fuertes de Fina Estampa. Ilustración y moda, la muestra que reúne a ilustradores prominentes del mundo del lujo —a la vez que reivindica el renacimiento del género— y que puede visitarse en el Museo ABC de Madrid hasta el próximo 19 de mayo.
Los melancólicos retratos de colores que conjugan una sensibilidad naíf con la dureza de la fotografía de Robert Frank han convertido a Unskilled Worker en una de las pintoras más solicitadas por revistas de moda, galerías y ferias como Art Central Hong Kong. En el último año y medio ha ilustrado dos colecciones para Gucci y es autora, junto a otros artistas, de un enorme mural pintado a mano en el exterior del Gucci ArtLab, en Florencia, flamante centro de I+D destinado a la fabricación sostenible de bolsos, zapatos y complementos de la enseña italiana.
“La inspiración de mi obra está en la infancia. Mis recuerdos del
mundo como algo sólido y amable. Y me interesa la familia y la idea de
plasmar la dicotomía de aparentar una situación idílica cuando en
realidad puede convertirse en un elemento de soledad y autodestrucción”,
explica Downie.
Su relación con la pintura empezó en la niñez y se cortó de modo abrupto en la adolescencia, cuando la expulsaron del colegio de monjas por integrar en el uniforme unos mocasines y un cárdigan fucsia. Fue su primera toma de contacto con el fracaso y la vida adulta, pero también su firma de adhesión al manifiesto de la vanguardia punk. A los 20 años trabajaba en una peluquería cercana a la célebre escuela de arte de Epsom. Downie fantaseaba con inscribirse. “Pero al poco tiempo me quedé embarazada de mi primer hijo. A los 28 ya tenía cuatro y me dediqué en exclusiva a ellos”.
La adicción al alcohol la acompañó hasta pasados los 40. Diez meses
después de desintoxicarse, le diagnosticaron un cáncer de mama. “Todo
eso me impulsó a volver a pintar. Comparto la idea del desgarro
emocional como punto de partida de la creatividad. En mi caso, una parte
empieza ahí, pero la enseñanza principal está en que solo importa lo
que hagas ahora, porque la vida no dura para siempre. Tampoco hubo nada
terapéutico en el proceso. Me sumergí en la actividad y me reencontré
con ella a los 48. No dibujaba desde los 14”. La adquisición de una caja
de pinturas y el plazo de seis semanas para el redescubrimiento
hicieron todo lo demás. “Me fascina la capacidad del arte para
transformar lo efímero en sólido”, insiste. Su primera obra obedece a
este paradigma. Una joven en una tienda de chocolate en Orvieto; el
recuerdo de unas vacaciones familiares en el norte de Italia.
Empezó a pintar para sí misma, hasta que el 2 de julio de 2013 abrió una cuenta en Instagram
con el nombre de Unskilled Worker. Además de enseñar sus pinturas,
mostraba su imaginario, basado en el interés en el Renacimiento inglés
con referencias a la transgresión de Louise Bourgeois o la crudeza de
Otto Dix. Pronto fascinó a miles de seguidores, entre ellos al fotógrafo
Nick Knight, fundador de la plataforma Showstudio y experto en
encontrar talento fuera de los radares previsibles.
“Mi camino ha sido autodidacta. Pese a la alta competitividad, creo
que es posible hacer carrera sin ir a una gran escuela, trabajando de
manera infatigable hasta reconocerte en lo que haces. Es un mundo
difícil y fragmentado, pero las redes sociales ayudan a mostrar lo que
hacemos”, argumenta Downie. Knight la puso en contacto con la marca
Alexander McQueen y con Alessandro Michele, director creativo de Gucci.
Su primer trabajo con la firma florentina surgió en 2015: Downie realizó
una serie de retratos de personajes ataviados con prendas diseñadas por
Michele para la exposición No Longer/Not Yet, celebrada en el museo Minsheng de Shanghái.
A partir de ahí llegaron los fotomurales con su obra en las calles de Londres, París y Nueva York; las subastas, los meses en el cuartel general de Gucci, su nombre entre las personas más influyentes según la revista especializada Business Of Fashion… El éxito inesperado a los 50 años. Y a pesar del vértigo, la vida personal de la pintora sigue basada en la sencillez, con encierros diarios de 12 horas dibujando y viviendo entre dos universos cada vez más comunicantes: la moda y el mercado del arte. Su trayectoria en Gucci también alterna dos mundos: la ilustración de campañas y la apuesta sartorial, con dos colecciones cápsula de gran acogida comercial para la maison —Unskilled Worker, que salió a la venta en 2017, y una conmemorativa del Año Nuevo Chino de 2018—. “El cambio en mi vida es drástico. Pero el verdadero privilegio está en poder sumergirme en la indagación artística y emocional”.
En Instagram hace vídeos en directo desde su estudio respondiendo a
preguntas de sus seguidores sobre las técnicas que emplea en su obra. De
fondo suena música electrónica. “Me encanta la interacción. Si alguien
hace el esfuerzo de escribirme, siento que debo responderle. Veo a
muchos artistas exitosos acomodarse en el secretismo, pero mi punto de
vista es inclusivo”. En la red social muestra también su obra más
reivindicativa, donde aparece el Reino Unido de las minorías étnicas y
los contratos de cero horas, o expresa su afinidad por el líder
laborista Jeremy Corbyn. “Mi trabajo es una reacción a lo que veo. A
veces me mueve la ira y otros la tristeza. No solo es descontento
político. Me preocupa la falta de humanidad”.
—¿Y qué le pide al futuro?
—Seguir entregada a pintar cada cuadro con la emoción y la intensidad de que puede ser el último, sintiendo que puedo morir en cualquier momento.
Los melancólicos retratos de colores que conjugan una sensibilidad naíf con la dureza de la fotografía de Robert Frank han convertido a Unskilled Worker en una de las pintoras más solicitadas por revistas de moda, galerías y ferias como Art Central Hong Kong. En el último año y medio ha ilustrado dos colecciones para Gucci y es autora, junto a otros artistas, de un enorme mural pintado a mano en el exterior del Gucci ArtLab, en Florencia, flamante centro de I+D destinado a la fabricación sostenible de bolsos, zapatos y complementos de la enseña italiana.
“La inspiración de mi obra está en la infancia. En mis recuerdos del mundo como algo sólido y amable”
Su relación con la pintura empezó en la niñez y se cortó de modo abrupto en la adolescencia, cuando la expulsaron del colegio de monjas por integrar en el uniforme unos mocasines y un cárdigan fucsia. Fue su primera toma de contacto con el fracaso y la vida adulta, pero también su firma de adhesión al manifiesto de la vanguardia punk. A los 20 años trabajaba en una peluquería cercana a la célebre escuela de arte de Epsom. Downie fantaseaba con inscribirse. “Pero al poco tiempo me quedé embarazada de mi primer hijo. A los 28 ya tenía cuatro y me dediqué en exclusiva a ellos”.
“Es un mundo difícil y fragmentado, pero las redes sociales ayudan a mostrar lo que hacemos”, argumenta Downie
A partir de ahí llegaron los fotomurales con su obra en las calles de Londres, París y Nueva York; las subastas, los meses en el cuartel general de Gucci, su nombre entre las personas más influyentes según la revista especializada Business Of Fashion… El éxito inesperado a los 50 años. Y a pesar del vértigo, la vida personal de la pintora sigue basada en la sencillez, con encierros diarios de 12 horas dibujando y viviendo entre dos universos cada vez más comunicantes: la moda y el mercado del arte. Su trayectoria en Gucci también alterna dos mundos: la ilustración de campañas y la apuesta sartorial, con dos colecciones cápsula de gran acogida comercial para la maison —Unskilled Worker, que salió a la venta en 2017, y una conmemorativa del Año Nuevo Chino de 2018—. “El cambio en mi vida es drástico. Pero el verdadero privilegio está en poder sumergirme en la indagación artística y emocional”.
—¿Y qué le pide al futuro?
—Seguir entregada a pintar cada cuadro con la emoción y la intensidad de que puede ser el último, sintiendo que puedo morir en cualquier momento.
TITULO: Ese programa del que usted me habla con - Las mentes matemáticas mueven el mundo,.
El martes -29- enero por La 2 a las 21:30,fotos,.
Las mentes matemáticas mueven el mundo,.
TITULO: Ese programa del que usted me habla con - Las mentes matemáticas mueven el mundo,.
El martes -29- enero por La 2 a las 21:30,fotos,.
Las mentes matemáticas mueven el mundo,.
En la era de los algoritmos, la supercomputación y el big data, las
matemáticas se han convertido en una de las disciplinas más
prestigiosas y demandadas. En la Universidad, la carrera vive un auge
sin precedentes y sus alumnos se han vuelto clave en todo tipo de
sectores. Se les requiere en finanzas, en biomedicina, en la industria
petrolífera. Este es un viaje desde las aulas hasta las salas de mercado
de la banca de inversión para comprender cómo las conjeturas y teoremas
están transformando el planeta.
1. La academia
María Pe
Pereira entra en el aula y comienza a escribir una demostración en la
pizarra. “Un corolario del teorema de Cauchy para grupos abelianos”,
recuerda a los alumnos. Pe Pereira tiene 37 años. Viste camiseta y
vaqueros. Es burgalesa. A los 17 ya había sido medalla de oro en la
Olimpiada Matemática Española. A los 30 resolvió junto a Javier Fernández de Bobadilla una conjetura planteada por el célebre matemático John Nash. A los 32 recibió el Premio José Luis Rubio de Francia
de la Real Sociedad Matemática Española, y hoy sigue siendo la única
mujer que lo ha ganado. Dedica sus horas a pensar en preguntas que se le
ocurren o que otros dejaron sin respuesta. También da clase en la
Facultad de Ciencias Matemáticas de la Universidad Complutense de
Madrid, como esta de Estructuras Algebraicas. En el aula el repiqueteo
de la tiza se mezcla con sus palabras: “El grupo es la unión de las
cajas…”, toc, toc, “… y la imagen es isomorfa a este grupo cociente”.
Algo más de 20 jóvenes siguen la explicación. Muy pronto se convertirán
en investigadores, en maestros de la computación, en magos del
algoritmo.
Jorge Osés, logroñés
de 22 años, en quinto del doble grado de Matemáticas e Ingeniería
Informática, cuenta en el descanso que ya está trabajando en Graphext,
compañía que desarrolla una herramienta para el análisis de datos. “Las
empresas”, dice, “valoran tu capacidad para resolver problemas”. Se
metió en Matemáticas porque quería superar un reto difícil. “Ahora sé
que soy capaz de hacer cualquier cosa. Tengo confianza en mí mismo.
Matemáticas es pensar, con presión, y sin una base. La carrera no
consiste en memorizar. Te plantean problemas, te preguntan cosas
nuevas”. Big data, inteligencia artificial, finanzas.
El mundo digital es una locomotora. Y son pocos quienes tienen la llave
para amasar la harina de este nuevo universo regido por el cálculo.
Según Osés, “es más fácil contratar a un matemático y enseñarle economía
que contratar a un economista y enseñarle matemáticas”.
El veterano catedrático Antonio Córdoba, director del Instituto de Ciencias Matemáticas,
describe un nuevo tipo de criatura: “Ese centauro que forma el
matemático con su ordenador es el espécimen más innovador que existe
ahora mismo en la ciencia”. Siempre ha habido interacción de las
matemáticas con todo, añade. “Pero desde la Segunda Guerra Mundial, y
con la aparición de los grandes ordenadores —por cierto, creados por
matemáticos—, ha ido in crescendo”. Córdoba compara la
disciplina con una pirámide en cuyo vértice superior se encuentran los
investigadores. Los matemáticos más creativos, personas que piensan en
problemas sin necesidad de una aplicación en el mundo real. Pero sin los
cuales no existirían avances en otros campos. Por debajo se encuentra
la matemática aplicada. “Es este segundo estadio, el de la aplicación de
los modelos matemáticos a ingeniería o economía, el que ha crecido”,
dice. “El big data está muy bien. Pero se basa en teorías
desarrolladas en la cumbre”. Ese es el propósito de este reportaje: un
recorrido por las secciones de esa pirámide para entender el papel de
las matemáticas en la revolución tecnológica.
María Pe, tras la
clase de Estructuras Algebraicas, pone ejemplos de cómo las matemáticas
se anticipan a menudo décadas o siglos a las aplicaciones: de la
geometría riemanniana para descubrir la relatividad a los espacios de
Hilbert para formalizar la mecánica cuántica. El pequeño teorema de
Fermat, añade, fue durante siglos objeto de pura contemplación
intelectual sin que nadie vislumbrara aplicación alguna. Hasta que en
1979 se usó como base para la criptografía que hoy sustenta el cifrado
en las telecomunicaciones. Otro ejemplo reciente: los polinomios de su
compañero el profesor Luengo. El despacho de Ignacio Luengo, catedrático
de Álgebra en la Complutense, se encuentra en la última planta de la
Facultad y en él reina un caos de libros y folios con fórmulas escritas a
mano. Es experto en singularidades. Durante siete años ha estado
trabajando en un sistema de encriptación capaz de resistir la potencia de cálculo de un futuro ordenador cuántico.
Para evitar que, cuando aparezca, toda la información que circula en la
Red, y que hoy permanece cifrada gracias al teorema de Fermat, quede al
desnudo. Presentó su protocolo (tres páginas llenas de polinomios) a un
concurso público del Instituto Nacional de Estándares y Tecnología
(NIST) de EE UU y aún se encuentra en fase de valoración. En su opinión,
“ahora el mundo se está dando cuenta de que las matemáticas están por
todas partes. Todos saben lo que son los algoritmos. Gobiernan la
estrategia de grandes empresas y también nos ayudan a ligar. Yo terminé
la carrera en el año 1975; en esa época, la mayoría venía pensando que
iba a ser profesor de instituto. Eso ha cambiado. Hoy los alumnos
quieren trabajar en la industria”.
“Ese centauro que forma el matemático con su
ordenador es el espécimen más innovador que existe ahora en la ciencia”,
dice Antonio Córdoba
El primer síntoma del
tirón de las matemáticas en España es el de la nota media para acceder a
la carrera: el corte ha subido del 5,99 en 2014 al 9,26 en 2017, según
un estudio a nivel nacional de la Real Sociedad Matemática Española.
Hay listas de espera en la mayoría de Facultades. Y el número de
alumnos matriculados en sus aulas (entre grados, dobles grados y máster)
ha crecido a buen ritmo: eran 7.369 en el curso 2008-2009 y son 11.526
en el presente, según cifras del Sistema Integrado de Información
Universitaria. (Hay una noticia mala: el porcentaje de mujeres se ha
reducido del 46% al 38%). Los dobles grados de Matemáticas y Física son
hoy la carrera más demandada, en parte por su atractivo y en parte
debido al número limitado de plazas: en la Complutense se exigía para
entrar en 2018 la nota de corte más alta de España,
un 13,667 (sobre 14). Y, entre las siguientes de la lista, también los
dobles grados copaban siete de los diez puestos más altos.
El decano de
Matemáticas de la Complutense, Antonio Bru, recibe en su despacho para
explicar qué está ocurriendo. Sobre la mesa se encuentra la revista Scientific American. Lleva en portada un artículo coescrito por un profesor de la Complutense, David Pérez-García, titulado “The unsolvable problem” (El problema irresoluble). Publicar en esta revista supone un hito importante. “Para Sheldon [el personaje de The Big Bang Theory]
sería un logro”, bromea Bru. El éxito de esta serie, reconocen varios
de los entrevistados, es también parte de la fiebre. El decano explica
que últimamente las empresas se acercan a la universidad para llevarse a
los mejores. “Ayer justo el BBVA fichó a un alumno para temas de big data.
Quieren personas preparadas para responder a problemas difíciles. Que
sepan plantearlos y resolverlos. Con un grado de conocimiento matemático
que permita describir y simular muchos procesos. Un todo en uno capaz
de enfrentarse a casi cualquier problemática de manera eficiente”. Los
salarios en el sector privado son tan competitivos que, según el decano,
“el propio éxito de las matemáticas puede ir en su contra”. Hoy, la
posibilidad de encontrar un empleo estable en la universidad es
reducida. Lo cual desalienta a muchos doctores. Y desciende también el
número de quienes quieren ser profesores en secundaria (en las últimas
oposiciones se quedaron sin cubrir unas 300 plazas de profesores de
Matemáticas, denunció el sindicato CSIF).
“Puede ser el principio de nuestra muerte”, dice Bru. “Porque hay que
explicar bien las matemáticas en el colegio y en la universidad. Y
potenciar la investigación básica. El riesgo es que nos perdamos la
revolución tecnológica”.
2. Big data
La omnipresencia de
Google, el Internet de las cosas, las tarifas dinámicas de Uber y
Cabify, las recomendaciones de Facebook e Instagram. Los datos son el
nuevo petróleo. Y solo unos pocos parecen capaces de dominarlos. El
primer empleo de la canadiense Holden Karau, antes incluso de acabar la
carrera de Matemáticas en Ciencia de Computación, fue desarrollar para Amazon un modelo capaz de discernir entre las dos acepciones de la palabra rabbit en inglés. Una es “conejo”; la otra, “vibrador”. Llegó a ser ingeniera principal de software de big data en IBM. Hoy trabaja para Google,
donde se dedica a enseñar lo que sabe y a supervisar lo que otros hacen
dentro del gran buscador. Tiene 32 años, vive en San Francisco, pero
recorre el globo dando conferencias en las que el contenido resulta un
laberinto futurista. En noviembre participó en Madrid en el evento Big Data Spain.
Salió al escenario vistiendo un largo abrigo de pelo blanco decorado
con luces de colores y una capucha coronada con un cuerno. “Un
científico de datos veterano es un unicornio”, se presentó. “Somos muy
difíciles de encontrar”. Risas entre los asistentes, como preludio de
una charla sobre Apache Spark —un “motor de análisis unificado para
procesamiento de datos a gran escala”, define una web especializada—,
“conductos de información” y “modelos de regresión lineal”. Karau
bromea: “En ocasiones he roto cosas que valen millones”. De nuevo risas,
porque los presentes parecen expertos en el arte de cosechar miles de
datos, tratarlos y explotarlos.
Entre los ponentes y
el público hay representantes del sector financiero, del de seguridad y
defensa, expertos en redes neuronales y fabricantes de software que sirven para la conducción del coche autónomo, para predecir la demanda energética o el trading algorítmico
(un modo sofisticado de operar en los mercados financieros, mediante
procesos automatizados e hiperveloces). Tras la charla, la canadiense
Karau acepta una entrevista. ¿Los matemáticos han conquistado el mundo?
Como empleada de Google, sopesa la respuesta. “Los matemáticos tenemos
un rol mucho más prominente que antes”, asegura. “Pero no diría que
hemos conquistado el mundo. Rebajaría el tono, probablemente porque, si
digo que lo hemos conquistado, aquellos con quienes tengo que cumplir
mis promesas querrían controlar el planeta”. El discurso de Karau es,
por un lado, esperanzador porque los avances tecnológicos, expone,
pueden guiarnos hacia un mundo de tareas automatizadas donde los humanos
viven en paz. Es capaz de imaginar un escenario peor, apocalíptico:
“Uno en el que morimos todos”. Se explica: “El auge de ciertos ideales
está relacionado con los algoritmos de recomendación. Si alguien ve un
vídeo sobre una teoría de la conspiración, y entonces se le recomiendan
más y más teorías de la conspiración, puedes tener a una persona normal
que rápidamente comienza a creer cosas muy estúpidas (…). Las personas
reaccionan de forma intensa a las noticias falsas. Pero eso no significa
que sea la recomendación correcta”. El aspecto de ese futuro dependerá
de nosotros mismos, dice, y del tipo de Gobiernos que elijamos. Por si
acaso, Karau está escribiendo un libro para enseñar a los niños nociones
de computación distribuida (un modelo para resolver problemas de
computación masiva utilizando un gran número de ordenadores separados
físicamente aunque conectados entre sí). “Creo que necesitamos gente que
entienda sobre esto en los próximos años porque aún no sabemos lo que
estamos haciendo”.
“La carrera no consiste en
memorizar. Te plantean problemas, te preguntan cosas nuevas”, explica un
estudiante de Matemáticas e Ingeniería Informática
Varias voces alertan
hoy sobre la algoritmia que nos rodea. Cathy O’Neil, doctora en
Matemáticas por la Universidad de Harvard, trabajó en Wall Street hasta
la crisis financiera de 2008. En 2017 publicó Armas de destrucción
matemática (Capitán Swing), y en una entrevista reciente en este diario
dijo: “Las matemáticas no solo están involucradas en muchos de los
problemas del mundo, sino que los agravan”. El pensador israelí Yuval Noah Harari
alerta en 21 lecciones para el siglo XXI (Debate) sobre la “dictadura
del algoritmo” que podría avecinarse: un mundo en el que las principales
decisiones políticas, económicas y sociales son tomadas por complejos
cálculos de computación que ya muy pocos comprenden, socavando la
libertad individual y generando una nueva masa de desheredados. “Toda la
riqueza y todo el poder podrían estar concentrados en manos de una
élite minúscula, mientras la mayoría de la gente sufriría no la
explotación, sino algo mucho peor: la irrelevancia”.
3. Start-up
Mohamed Umair,
paquistaní de 23 años, pedalea en las calles de Barcelona guiado por un
algoritmo. Trabaja desde hace un año a lomos de una bicicleta para la
compañía Glovo. Glovo es una start-up
que recibe órdenes de clientes que piden algo, sobre todo comida,
aunque puede ser cualquier cosa —condones, una guitarra, flores—, y
envía ciclistas o motoristas a recoger el pedido y llevarlo hasta el
destinatario. Ese proceso de asignación, que determina cuál es el mejor
repartidor para cada pedido optimizando tiempo y distancia, es un
proceso matemático complejo. La solución la calcula un algoritmo y la
ejecutan personas como Umair. “Trabajo todos los días. Unas 8 o 10
horas. Hago una media de 70 u 80 kilómetros. Si la jornada es buena,
quizá 110”, dice el paquistaní. “El trabajo está bien, por los ingresos.
El empleo en el restaurante no era mejor. Aquí gano más, entre 1.200 y
1.500 euros al mes”.
El algoritmo también tiene nombre. Sus creadores lo han bautizado Jarvis, como la inteligencia artificial de la película Iron Man.
Y es una versión afinada del algoritmo húngaro, un método de
optimización desarrollado en los años cincuenta por el matemático Harold
W. Kuhn.
La sede de Glovo en
Barcelona ocupa dos plantas. La empresa nació en esta ciudad en 2015. Su
jefe de tecnología, el canadiense Bartek Kunowski, también dio sus
primeros pasos en Amazon (desarrollando un algoritmo de recomendación).
Sobre Glovo, Kunowski dice: “Somos una compañía tech. Todo está
basado en ciencias de la computación, es decir, en matemáticas”. Habla
del algoritmo húngaro, pero también de los miles de datos que recolectan
y almacenan, con los que pronostican la futura demanda. Y de sus
modelos de machine learning
(sistemas que aprenden automáticamente). Los cálculos se hacen para más
de 60 ciudades de 20 países. Kunowski lidera un equipo internacional de
70 personas; son físicos, ingenieros, matemáticos y análogos, diestros
en computación y código, que han de encajar con la cultura de la
empresa: “Gente a la que le guste la tecnología, resolver problemas y
que adoren las matemáticas”.
Amir Bakhtiari, iraní
de 33 años, es uno de ellos. Estudió Robótica e Inteligencia Artificial
en la Universidad de Teherán. Se fogueó en Google. Hace poco, para un
proyecto interno de Glovo, creó un robot casero que recibía órdenes y
las ejecutaba, una especie de repartidor-autómata de primera generación.
Un esbozo de lo que será, probablemente, el próximo gran salto. Entre
él y otros compañeros explican un poco más sobre Jarvis, el “algoritmo
madre”. Dicen que uno ha de imaginar una matriz de unas 1.000 líneas por
1.000 columnas. “Ver todas las combinaciones posibles exigiría
demasiado cálculo de computación. Este algoritmo lo simplifica. Jarvis
corre cada minuto”. Su aspecto, en realidad, son líneas y líneas de
código. Pero hay una forma de visualizarlo: abren el portátil y muestran
un mapa interactivo de Madrid con múltiples líneas cruzándose. Son los
repartidores y sus destinos en tiempo real. Casi se puede intuir la
matemática moviéndose a toda velocidad bajo la superficie.
4. Supercomputación
El silencio de la
vieja capilla es sepulcral. Hay una enorme urna de cristal transparente
en el centro, y en su interior, como un tótem de nuestra era, se yerguen
hileras de bastidores con miles de chips, nodos y procesadores. Para
acceder a la urna hay que superar una puerta de seguridad. Dentro, el
zumbido de los ventiladores vibra como la sala de máquinas de un barco.
El ambiente es frío, pero si uno abre la espalda de una de las torres se
libera un calor digital. Se ven cables, placas, lucecitas. “Esto es
pura matemática”, dice el ingeniero que lo vigila.
Este supercomputador, el más potente de España y el quinto de Europa, llamado Mare Nostrum IV,
alcanza una potencia pico de 13,7 petaflops, lo cual significa que
puede ejecutar 13.700 billones de operaciones por segundo. Es difícil
imaginarlo. Tampoco sus aplicaciones resultan demasiado comprensibles:
gracias a esta máquina se han podido observar las ondas gravitacionales
que Einstein predijo (el equipo LiGO, ganador del Nobel en 2017 por este
trabajo, realizó parte de los cálculos en el Mare Nostrum).
El supercomputador se encuentra en el campus de la Universidad
Politécnica de Cataluña, en Barcelona, en este espacio que fue una
capilla en el siglo XIX. Un emplazamiento tan exótico que Dan Brown lo usó como escenario de su novela Origen, en la que mezcla guerras de religión y ordenadores cuánticos.
En un edificio cercano se encuentran los investigadores del Centro Nacional de Supercomputación de Barcelona
(BSC, por sus siglas en inglés), centenares de personas entregadas a
las tareas más variopintas. Entre ellos abundan los matemáticos.
Personas como Eva Casoni, de 36 años, doctora en Matemáticas, que se
dedica a la simulación numérica de materiales. Es decir, provoca
desastres aterradores: disecciona aortas y deforma el fuselaje de los
aviones hasta romperlos, pero en un mundo ficticio, el de los cálculos
matemáticos, empleando para ello “ecuaciones con un montón de
parámetros” que solo son posibles de resolver a través de la
supercomputación. La italiana Enza di Tomaso, doctora en Ingeniería
Matemática, trabaja en el departamento de clima y se dedica a simular el
movimiento de millones de partículas en la atmósfera, lo cual resulta
útil para predecir las tormentas de arena —trabaja en coordinación con
la Agencia Estatal de Meteorología (Aemet)—. Marc Casas y Miquel Moretó,
ambos matemáticos y doctores en Arquitectura de Computadores,
investigan cómo mejorar el rendimiento del supercomputador, planteándose
preguntas tipo: “¿De qué forma el hardware puede ayudar al routine software?”. Construyen modelos, identifican ineficiencias y tratan de arreglarlas. Manejan un lenguaje propio de Juegos de guerra.
“Ahora estamos dentro de Mare Nostrum”, dicen tras teclear unos
comandos. En su opinión, “los supercomputadores son los microscopios del
siglo XXI”.
José María Celá,
ingeniero de telecomunicaciones y director del departamento de
computación aplicada a la ciencia y la ingeniería en el BSC, explica por
qué los matemáticos son clave hoy: “Porque entienden el lenguaje en el
que se expresa la ciencia. ¿Por qué ahora hacen falta más? Porque
existen computadoras”. En su equipo fueron fundamentales para
desarrollar un sistema de exploración geofísica del subsuelo marino a
través de ecografías, gracias al algoritmo RTM. La industria del
petróleo estaba muy interesada en ello. Según Celá, “el algoritmo había
sido descrito en los setenta. Pero ninguna máquina era capaz de
ejecutarlo. Conseguimos hacerlo 14 veces más rápido, usando truquitos
matemáticos. Y de tres meses pasó a poder ser calculado en algo menos de
una semana”. En el ordenador muestra la imagen recreada de un domo
salino en el golfo de México. “Usando RTM obtienes imágenes de las
trampas geológicas, que es donde está el petróleo, bajo la sal. Te dice
con precisión dónde pinchar para extraerlo”. El primer cliente del
proyecto fue Repsol. Y tras la entrevista, Celá se marcha a una cita con
los directivos de una gran compañía del automóvil.
5. La Olimpiada
María Gaspar tiene
mucho que ver con el creciente prestigio de las matemáticas. Catedrática
de instituto y profesora universitaria, es una de las personas más
conocidas en su gremio porque lleva más de tres décadas organizando la
Olimpiada Matemática. Incluso para decir su edad propone un juego:
“Tengo un millón de años en base dos”. En su opinión, este tipo de
competiciones destinadas a la infancia, pero con gran repercusión
mediática, han contribuido al auge de la disciplina: “Antes, los buenos
tenían que disimular”. Gaspar también es profesora de Estalmat,
un proyecto de detección y estímulo del talento precoz. Son clases de
matemáticas puras que se imparten en fin de semana en toda España a
menores sobresalientes. Y también tratan de ir un paso más allá: un
empleado de IBM, por ejemplo, les dio hace poco lecciones de
programación en R, lenguaje habitual en biomedicina y matemática
financiera.
Según Gaspar, las
matemáticas “flexibilizan el coco”. Un viernes de noviembre, tratando de
ir al origen y de entender qué poseen los matemáticos que hoy interesa
tanto, la acompañamos durante la fase cero de la Olimpiada. Centenares
de chavales de entre 13 y 18 años ocupan las aulas de la Complutense, en
Madrid. Han de resolver 30 problemas que exigen pensar, descubrir,
enunciar, demostrar y, casi seguro, equivocarse y volver a empezar.
Según uno de los voluntarios que vigila el examen, y que pasó por la
Olimpiada hace unos años, “esto te da otra visión de las mates”. Con
respecto a la escuela quiere decir, donde a menudo las matemáticas
consisten en resolver problemas de forma mecánica. Eso es probablemente
lo que se va transmitiendo a esta cantera, lo que define a los alumnos
en la universidad y lo que se busca en el mercado laboral.
6. Economía
Es difícil determinar con precisión cuánto aportan las matemáticas al PIB de un país. La consultora AFI está enfrascada en ello, por encargo de la Red Estratégica de Matemáticas (REM).
Los resultados del informe aún no son públicos, pero Pablo Hernández,
analista encargado del estudio, afirma: “Las matemáticas son un driver
del crecimiento a largo plazo”. (En otros países europeos, donde se han
hecho estudios similares, aseguran que las matemáticas contribuyen al
PIB entre un 10% y un 15%, publicó Europa Press).
El analista cuantitativo Juan Féliz Aniel
Quiroga programa millones de cálculos matemáticos diarios para predecir
el riesgo en los mercados financieros
Aparte de consultora, AFI es una escuela de finanzas. Un jueves de noviembre, Carlos López Hernández, de 35 años, trader
en BBVA y exalumno del doble grado de Matemáticas e Ingeniería de
Telecomunicaciones en la Universidad Politécnica de Cataluña, se
encuentra en una de sus aulas. Traza una curva en la pizarra y repasa
conceptos derivados de la ecuación de Black-Scholes con los estudiantes del máster de Finanzas Cuantitativas: call, put, straddle
y “griegas”. Tratan de calcular cómo realizar la cobertura de los
productos derivados cuando las acciones subyacentes suben o bajan. El
profesor colorea una sección: “Esta es la ganancia. Parece dinero
gratis”. Para obtenerlo, prosigue, han de poner en la balanza el posible
beneficio y el coste de oportunidad. Los alumnos le inquieren:
—¿En función de qué tomo la decisión?
—Es puro feeling.
—¿Ahí no hay matemáticas?
—Hay una parte
decisional, que es la parte humana que se incorpora al marco matemático.
El Brexit, el Twitter de Trump… Todos los eventos impredecibles.
—¿Es psicología?
—Es mercado.
Muchos de los alumnos ya combinan estudios y trabajo. La mayoría (el 52% de los que cursan el máster) son matemáticos. Se los rifan en consultoras y en banca. Expertos en modelización, en riesgos, en trading. En genérico, se les conoce como analistas cuantitativos. Quants, en la jerga. Y son claves en el sector desde que las matemáticas colonizaron las finanzas. El periodista de The Wall Street Journal Scott Patterson escribió sobre ellos en su libro The Quants (2010). El subtítulo era revelador: “Cómo una nueva raza de genios matemáticos conquistaron Wall Street y casi la destruyen”.
A este lado del charco, en Europa, Londres es la meca de los quants.
Y para entender la cantidad de matemática que hay en su mundo, el
analista de riesgos franco-español Juan Félix Aniel Quiroga, de 50 años,
muestra su doble pantalla en la sala de mercado del hedge fund
para el que trabaja (SPX; mueve más de 10.000 millones de dólares y su
sede se encuentra en Mayfair, en el mismo edificio que el fondo del
inversor y filántropo húngaro George Soros).
En las pantallas oscilan decenas de curvas. Son precios históricos de
instrumentos de mercado; las recesiones, bien marcadas en rojo. Es todo
lo que permite ver. Sus fórmulas son secretas. Aniel Quiroga, formado
como matemático e ingeniero industrial en Francia, desayuna cada mañana
con el resultado de escenarios simulados que él mismo ha programado para
valorar cómo afectaría a las inversiones. Son millones de cálculos
matemáticos. Test de estrés, se denominan. Escenarios catastróficos. O
cotidianos: “Calculo, por ejemplo, qué ha pasado en cada uno de los días
de los últimos 10 años; y otros muchos test”. Aun así, cree que no se
puede predecir el mercado. “Es imposible”. Pero duerme tranquilo. Pase
lo que pase, dice, “no debería ser peor que lo que yo he calculado”.
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