TITULO: La Hora Musa - Mujer cierra los ojos ,. Martes - 5 - Noviembre ,.
'La Hora Musa', presentado por Maika Makovski ,a las 22:55 horas, en La 2 martes - 5 - Noviembre , foto,.
Mujer cierra los ojos ,.
En un jardín de Francia, en los años 40 del pasado siglo, se alza una estatua bicéfala: el mítico Janos romano, con ambos rostros mirando a los opuestos. Dios de las puertas, los comienzos y finales. Inventor asimismo de la navegación y la agricultura, además de augurador de los buenos finales. Su doble efigie representa el inicio y el final de una historia que va más allá de su propia ficción, multiplicándose de La mirada del adiós a Cerrar los ojos, en un perfecto metarrelato. Se trata del nuevo y esperado largometraje del gran Erice, que verá su estreno en salas el próximo 29 de septiembre. El carranzano brinda a los cinéfilos más exquisitos una nueva obra maestra del séptimo arte, un título más con el que engrosar su breve aunque exigente filmografía. Cada una de sus historias se muestra distinta y a la vez coherente con la personalidad creativa y estética que le caracteriza. Trabajos meditados, fruto de una autoexigencia y perfeccionismo como, a juicio de quien esto escribe, ningún cineasta español ha logrado igualar. Obras complejas que exigen del público un espíritu crítico, una formación cultural y una sensibilidad estética acordes con la personalidad de quien las configura. El simbolismo y la metáfora siempre se encuentran presentes: en El espíritu de la colmena será el panal como imagen de la sociedad franquista; en El sur lo veremos en ese péndulo que configura el alma telúrica de los personajes —o esa tierra aludida en el título que remite al origen, las fuentes del Nilo capaces de explicar o justificar un carácter o forma de ser—; en El sol del membrillo es el fruto del árbol la esencia a captar por el creador y su carácter efímero como equivalente del tiempo y la caducidad de las cosas, que se contrapone a lo que hay de trascendente en el hombre; en La mort rouge se trata de la presencia fantasmal de un personaje de ficción que amenaza con hacerse real en la infancia del narrador; en Cerrar los ojos es la figura pétrea que concita lo pasado y lo que está por venir en un mismo espacio y tiempo. Janos será el protagonista del relato y las figuras de la historia narrada, tanto Miguel Garay (interpretado por Manolo Solo) como Julio Arenas (José Coronado).
De inicio a fin, oscila sobre los espectadores la historia de la amistad de los dos personajes citados, trágicamente interrumpida con la desaparición del segundo, cuando protagonizaba la película del primero titulada La mirada del adiós. Ahora, en el presente de la trama —20 años después—, el desaparecido reaparece, al menos a través de un programa televisivo que busca volver al extraño caso de forma mediática. La caja de Pandora se abre con imprevisibles consecuencias, sobre todo para Miguel, que volverá a obsesionarse con Julio. Esto le llevará a tejer una red de personas conocidas y por conocer, de forma voluntaria o azarosa, involucrándolas en el caso de esta desaparición: el montador Max (Mario Pardo) —amigo y compañero profesional—, Ana —la hija de Julio (Ana Torrent)— o Lola —antigua novia (Soledad Villamil)—. A lo largo de este proceso conoceremos las facetas de Miguel como trabajador de la tierra y la de Julio como hombre que fue de espíritu viajero: otros dos de los elementos atribuidos a Janos. Erice no da puntada sin hilo, y cada uno, en esta madeja, irá completando la composición geométrica del caso, dotándolo de una coherencia cada vez mayor. Un rompecabezas audiovisual que irá mostrándose en su totalidad, aplicando el autor —con su certero e inteligente buen hacer— las pinceladas necesarias. Una lentitud necesaria para saborear su sentido y detectar el fondo de las cosas, meditándolas. Así se levanta un tableau vivant de la condición humana, con sus defectos y virtudes, con la lógica respuesta de la naturaleza que anida en nosotros. En ocasiones no se hallan respuestas, porque la vida teje también sus silencios y enigmas, aunque se intuya lo que ocultan. Por ello la narrativa resulta orgánica, viva, real.
A la sólida labor de unos intérpretes magistralmente elegidos —en su mayoría grandes figuras de nuestra escena— y sobriamente dirigidos se añade el lenguaje cinematográfico que los envuelve, el tempo y la fotografía. Una mise en scène que nos habla de ese destilar paciente del cineasta, de lo fácil que aparentemente traduce su torrente creativo interior —esto es lo más difícil, dar forma a lo que se siente dentro, a cómo se ven las cosas desde la personalidad artística—. Y es que en la sencillez reside lo difícil.
Hay, por supuesto, otros elementos referenciales en el film: la elección de Ana Torrent, cerrando el círculo iniciado por El espíritu de la colmena; el Shanghai que no pudo ser en el tristemente fallido proyecto fílmico de Erice para adaptar al cine la novela El embrujo de Shanghai, de Juan Marsé (y del que surgió, por fortuna, el libro La promesa de Shanghai); la novela de este autor —que no dudó en elogiar el libreto del cineasta sobre su citado libro (siempre Marsé tan crítico con las adaptaciones de sus obras, hizo aquí una clara excepción)— que Miguel encuentra en la emblemática Cuesta de Moyano, titulada Caligrafía de los sueños; la presencia de Nicholas Ray, admirado por el director vasco (de él es el libro, escrito junto a Jos Oliver, Nicholas Ray y su tiempo), con el cartel original de uno de sus films en la casa de Max —que no duda en descolgar el póster anterior del Fausto de Murnau, perteneciente a otra debilidad estética de Erice (el expresionismo alemán, en suma)—; incluso, a la entrada del almacén de películas, el nombre de la productora Rosebud Films —creada por su citado amigo Oliver—; la cita al cineasta Carl Theodor Dreyer cuando Max afirma: “Con Dreyer es la ultima vez que vimos milagros en el cine”; la musica de Río Bravo en la interpretación de su memorable canción; el homenaje al cine fundacional con ese taco de imágenes que, pasadas a una cierta velocidad, desglosan un fragmento del legendario film L’arrivée d’un train à La Ciotat de los Lumière.
Como vemos, hace falta toda una labor detectivesca para encontrar las claves del contenido de esta película, tanto los relativos a su propia historia como a los del ámbito biográfico de su creador. El mismo Erice parece haber dejado partes de su figura en sus atmósferas y personajes —pudiendo ser Miguel, en ocasiones, un trasunto de sí mismo, con su torrente imaginativo y polifacético, su lucha contra las adversidades—. Convendrá desencriptarlas para enriquecer aún más el discurso cinematográfico, pleno de capas, como si de una Matrioska se tratara. Abrir la mirada para no dar nada por sentado y cuestionarlo todo, participando activamente de la propuesta. Supone paradójicamente lo contrario a lo que transmite el título del film y que alude, claro está, a una despedida metafórica y ambivalente, volviendo a la mencionada ficción dentro de la ficción.
Tras salir de la sala, despertado del encantamiento posibilitado en esa oscuridad gracias a la linterna mágica y sábana blanca, después de casi tres horas rodeado de un público en respetuoso silencio —yo diría que sacrosanto, como corresponde a un sortilegio o milagro de estas características—, era imposible no sentirse un auténtico privilegiado. Teniendo la fortuna de haber asistido al primer pase de prensa de este sorprendente y hermoso film, que tantas alegrías —estoy seguro— va a deparar al público y crítica y, sobre todo, a los estetas que queden en este mundo y, en concreto, en este pedacito de tierra llamado España. Porque lo que hace Erice no es cine español, ni siquiera europeo: es arte con mayúsculas.
TITULO: Cachitos
de hierro y cromo - Los cojines - Lo que queda de luz, de Tessa Hadley ,. Martes - 5 - Noviembre ,.
El martes - 5 - Noviembre a las 22:30 horas por La 2, foto,.
Los cojines - Lo que queda de luz, de Tessa Hadley,.
Escuchaban música cuando sonó el teléfono. Eran las nueve de una noche de verano, habían terminado de cenar y Christine atendía con concentración, sentada sobre sus pies en la butaca; reconocía la música, pero no recordaba el nombre del compositor. Alex había elegido la pieza sin consultarla y Christine se negaba obstinadamente a preguntárselo: a Alex le gustaba demasiado saber lo que ella no sabía. Estaba echado en el sofá del ventanal con un libro abierto en la mano, sin leer, el libro caído sobre el pecho porque en realidad miraba el cielo. Su piso ocupaba la primera planta del edificio y la ventana de la sala daba a una calle amplia, flanqueada por plátanos. De pronto, unos periquitos pasaron volando desde el parque y la oscuridad purpúrea del haya roja llameó en el cielo turquesa, tragándose lo que quedaba de luz. En una rama, Christine vio el perfil de un mirlo con el pico abierto. Probablemente cantaba, pero la música grabada sofocaba sus trinos.
Era el teléfono fijo. Christine tuvo que abstraerse de la música, levantarse y mirar a su alrededor para ver dónde habrían dejado el aparato la última vez; seguramente cerca, entre los montones de libros y papeles. ¿O en la cocina, con los platos sucios? Alex hizo oídos sordos, o sólo demostró percatarse de la molestia por un pequeño gesto de irritación en su cara, siempre con esa expresividad líquida, exótica, porque tenía unos ojos oscuros y perfilados como si estuvieran pintados. El efecto era más notable con los años a medida que su cabello, antes cobrizo, perdía color y luminosidad.
Probablemente sería su madre, y no la de Alex; o quizá fuese su hija Isobel, y Christine quería hablar con ella. Abandonó la idea de encontrar el teléfono y, sin molestarse en ponerse sus alpargatas, corrió descalza escalera arriba, subiendo los peldaños de dos en dos –aún podía hacerlo– para responder desde el supletorio de su habitación. En la sala de abajo, la música –Schubert, o algo así– siguió sin ella, y mientras se desplomaba sobre un lado de la cama y respondía jadeante, oyó una vertiginosa sucesión de notas descendentes. Aquel dormitorio que habían construido bajo los afilados ángulos del tejado conservaba el calor del día y toda una serie de olores: el humo del tráfico, la madreselva del jardín vecino, la alfombra polvorienta, libros, su perfume y su crema facial, el tenue olor corporal de las sábanas. Las litografías, las fotografías y los dibujos de las paredes (en algunos casos, su propia obra) habían desaparecido en la penumbra y sólo se adivinaba su contorno enmarcado en la pintura blanca. Ahora sí pudo oír el mirlo por el tragaluz abierto.
Dulzura.
–¿Sí?
Siguió una confusión de ruidos en el otro extremo de la línea, como si la llamada procediera de un espacio público, tal vez una estación, desde donde resultara difícil hablar. Alguien preguntaba por ella.
–¿Me oyes?
–¿Eres tú, Lyd? –Christine notó que esbozaba una sonrisa amable, sociable, aunque nadie pudiese verla, y se sentó en la cama con las rodillas juntas. Le pareció que Lydia había estado bebiendo, lo que tampoco se salía de lo normal. Tenía la voz pastosa y pronunciaba mal, como si algo estuviese descolocado–. ¿Qué pasa?
–Estoy en el hospital –gritó Lydia–. Ha ocurrido algo.
–¿Qué ha pasado?
–Es Zachary. Se ha puesto enfermo en el trabajo.
La habitación se estremeció, se alteró su quietud y unas motas de polvo bajaron en espiral desde el techo. Zachary era invulnerable. Era una roca, nunca enfermaba. No, no algo tan inerte como una roca: un gigante alegre y rebosante de energía. Christine dijo que llamaría a un taxi de inmediato y tardaría media hora, como mucho, en llegar.
–¿Qué hospital? ¿En qué planta? ¿Qué le pasa?
–Es el corazón.
–¿Ha tenido un infarto?
–No lo saben, pero creen que es el corazón. Estaba perfectamente bien en su despacho de la galería, hablando con Jane Ogden sobre una nueva exposición, cuando de pronto se ha desplomado. Se ha dado un golpe con la mesa y todo ha salido volando. Puede que se haya golpeado la cabeza.
–¿Y qué le van a hacer? ¿Van a operarlo?
–¿Por qué no me escuchas, Christine? Ya te lo he dicho, ha muerto.
Christine iba a decírselo a Alex cuando se detuvo ante la puerta abierta de su estudio, donde los contornos de su obra la esperaban fielmente en la penumbra: botes de tinta, retorcidos tubos de pintura, la tetera de porcelana china con sus rotuladores y pinceles, el corcho donde había clavado postales y fotografías arrancadas de revistas, plumas, trapos manchados, viejos pedazos de plástico. Unas hojas cremosas de papel grueso la aguardaban en la mesa; había lienzos imprimados apoyados contra la pared y obras inacabadas en el caballete, o clavadas en tablones. Todas las mañanas entraba en aquel escenario como si de una ceremonia religiosa se tratara y seguía pequeños rituales que nunca le había mencionado a nadie. Últimamente su mayor deseo era trabajar allí, de pie ante el caballete o con la cabeza y los hombros inclinados sobre un papel en la mesa, concentrada, ensimismada en su imitación de formas, en sus invenciones. Ahora, sin embargo, la idea de esta obra, el punto fijo que la guiaba, le repugnó. Le pareció fraudulenta, el proyecto bochornoso de su propia vanidad, y cerró rápidamente la puerta. Luego volvió a abrirla; al otro lado había una llave que usaba para encerrarse cuando no quería que la interrumpiesen. La cogió, cerró el estudio por fuera y se guardó la llave en el bolsillo de los vaqueros.
La música seguía sonando en la sala.
–¿Era tu madre? –preguntó Alex.
Christine tenía el corazón desbocado y no sabía si podría hablar. Era espantoso tener que destrozar con aquella noticia la felicidad de Alex, que estaba recostado despreocupadamente, o al menos no más preocupado de lo habitual, en los cojines del sofá.
–Era Lydia.
–¿Qué quería?
–Alex, tengo que decirte algo. Zachary ha sufrido un infarto. Parece que ha sido un infarto.
–No.
–Ha muerto. Se ha ido.
Por un momento Alex mostró una conmoción cruda e intensa que resaltó el escarlata de los cojines.
–No puede ser. No.
Alex solía mostrarse sereno e inmune a todo; tenía una energía compacta y elástica, una mandíbula pugnaz y afilada, y la cabeza alerta, sensual como la de un emperador.
–Lydia me ha llamado del hospital, está en el Universitario. Voy para allá. He llamado a un taxi.
Alex se levantó en la habitación en penumbra y el libro se le cayó al suelo.
–No puede ser verdad. ¿Qué ha pasado?
–Estaba junto a su mesa del despacho en la galería, hablaba con Jane Ogden y se encontraba perfectamente bien cuando de pronto se ha derrumbado; puede que se haya golpeado la cabeza al caer. Hannah ha intentado reanimarlo, los de emergencias lo han intentado todo. Cuando ha llegado al hospital ya había muerto. Jane ha tenido que llamar a Lydia, que estaba de compras.
–¿A qué hora ha pasado?
Christine no estaba segura; a última hora de la tarde o a primera de la noche.
–Es increíble –dijo Alex–. No, no puede ser. Lo vi el fin de semana y estaba bien.
–Lo sé. Parece imposible.
Cuando Christine hizo ademán de apagar la música, él le dijo que esperase, que casi había terminado.
–Deja que acabe.
Alex posó las manos en sus hombros para detenerla, para consolarla. La tocó con calidez, pero ella no se permitió sentirlo. Se quedaron frente a frente. Alex era robusto, de estatura media; probablemente ella le superaba en un par de centímetros, aunque él nunca se lo había creído. Al principio, Christine se impacientó.
–Tengo prisa, no sé si Lydia está sola en el hospital.
–El taxi no ha llegado aún. Escucha.
Parecía artificial y forzado esperar a que terminase la música. Christine iba acelerada y era incapaz de escuchar, aborrecía su ofrenda de complejidad y belleza. Pero luego empezó a ceder bajo el firme peso de las manos de Alex, del violín, el piano y el violonchelo que se precipitaban a su final. Liberaron algo que se había obstruido en su interior. Reparó en que se abrazaba el torso como si estuviera protegiéndose, o cerrándose, y agradeció que las lámparas siguieran apagadas. Se abrazaron. Alex, de llanto fácil, tenía lágrimas en la cara. Poseía un don para las ceremonias del que ella carecía; la abochornaban. Aquel momento se había vuelto ceremonial y la conciencia de Christine se acalló por fin, se detuvo. Por primera vez pensó directamente en Zachary, en la realidad de Zachary. Pero era insoportable.
–Deja que te acompañe al hospital –dijo Alex–. Te llevo.
Christine lo pensó.
–No, es mejor que vaya sola. Que primero estemos sólo las dos. La traeré aquí. Podrías hacerle la cama.
Se había imaginado corriendo arriba y abajo por los pasillos del hospital en busca de Lydia, que estaría velando el cadáver de Zach detrás de unas cortinas o que quizá esperaba en una sala reservada para los que acababan de perder a un ser querido. Pero en cuanto Christine cruzó las puertas acristaladas del centro hospitalario, Lydia se levantó de una de las sillas de plástico azul alineadas ante el mostrador de recepción, donde aguardaba sentada entre los demás. Su chaqueta de terciopelo azul cielo con cuello de falsa piel de leopardo le daba un aire de princesa contrariada, altiva y extraordinaria. Cuando Christine corrió a abrazarla, la gente se volvió para mirar. Solían tomar a Lydia por alguien famoso. Voluptuosa, con cabello ondulado color miel y el labio inferior henchido en un puchero permanente, dedicaba gran atención a su maquillaje y su ropa para conseguir aquel aspecto extravagante, sensual y teatral. Su piel pálida tenía un matiz azulado, como el de la leche desnatada.
–¿Dónde te habías metido? ¡Llevo esperando una eternidad!
–Sólo media hora. He tenido que llamar un taxi.
De pronto Christine comprendió que había estado temiendo aquel momento, imaginando que el golpe de la muerte de Zachary haría que Lydia se mostrara más dominante de lo habitual. Y sintió vergüenza y compasión, pues su amiga sólo parecía perdida y desorientada. Al abrazarla, la notó rígida, como si la hubiesen herido; sus manos cargadas de anillos estaban frías e inertes. Christine pensó que de ahora en adelante debería cuidar de ella, no fallarle.
–¡Me parece increíble que te hayan dejado aquí sola!
–Quería estar sola. Les he dicho a todos que se fueran. Además no aguanto a Jane Ogden. Era evidente que se moría de ganas de contarles a todos lo que había pasado, con ella como centro de atención, desde luego. He dicho que sólo os quería ver a ti y a Alex. ¿Dónde está Alex?
–Está en casa, haciéndote la cama.
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