viernes, 25 de octubre de 2024

La Hora Musa - Mujer cierra los ojos ,. Martes - 5 - Noviembre ,. / Cachitos de hierro y cromo - Los cojines - Lo que queda de luz, de Tessa Hadley ,. Martes - 5 - Noviembre ,./ Locos por las motos - David Alonso hace historia para Colombia con el título de Moto3,.

 

  TITULO: La Hora Musa  -   Mujer cierra los ojos    ,. Martes -  5 - Noviembre   ,.


 'La Hora Musa', presentado por Maika Makovski ,a las 22:55 horas, en La 2 martes -   5 - Noviembre ,   foto,.

  Mujer cierra los ojos ,.

 Zion & Lennox - Cierra Los Ojos (feat. Daddy Yankee) | Letra Oficial -  YouTube

En un jardín de Francia, en los años 40 del pasado siglo, se alza una estatua bicéfala: el mítico Janos romano, con ambos rostros mirando a los opuestos. Dios de las puertas, los comienzos y finales. Inventor asimismo de la navegación y la agricultura, además de augurador de los buenos finales. Su doble efigie representa el inicio y el final de una historia que va más allá de su propia ficción, multiplicándose de La mirada del adiós a Cerrar los ojos, en un perfecto metarrelato. Se trata del nuevo y esperado largometraje del gran Erice, que verá su estreno en salas el próximo 29 de septiembre. El carranzano brinda a los cinéfilos más exquisitos una nueva obra maestra del séptimo arte, un título más con el que engrosar su breve aunque exigente filmografía. Cada una de sus historias se muestra distinta y a la vez coherente con la personalidad creativa y estética que le caracteriza. Trabajos meditados, fruto de una autoexigencia y perfeccionismo como, a juicio de quien esto escribe, ningún cineasta español ha logrado igualar. Obras complejas que exigen del público un espíritu crítico, una formación cultural y una sensibilidad estética acordes con la personalidad de quien las configura. El simbolismo y la metáfora siempre se encuentran presentes: en El espíritu de la colmena será el panal como imagen de la sociedad franquista; en El sur lo veremos en ese péndulo que configura el alma telúrica de los personajes —o esa tierra aludida en el título que remite al origen, las fuentes del Nilo capaces de explicar o justificar un carácter o forma de ser—; en El sol del membrillo es el fruto del árbol la esencia a captar por el creador y su carácter efímero como equivalente del tiempo y la caducidad de las cosas, que se contrapone a lo que hay de trascendente en el hombre; en La mort rouge se trata de la presencia fantasmal de un personaje de ficción que amenaza con hacerse real en la infancia del narrador; en Cerrar los ojos es la figura pétrea que concita lo pasado y lo que está por venir en un mismo espacio y tiempo. Janos será el protagonista del relato y las figuras de la historia narrada, tanto Miguel Garay (interpretado por Manolo Solo) como Julio Arenas (José Coronado).

"En ocasiones no se hallan respuestas, porque la vida teje también sus silencios y enigmas, aunque se intuya lo que ocultan"

De inicio a fin, oscila sobre los espectadores la historia de la amistad de los dos personajes citados, trágicamente interrumpida con la desaparición del segundo, cuando protagonizaba la película del primero titulada La mirada del adiós. Ahora, en el presente de la trama —20 años después—, el desaparecido reaparece, al menos a través de un programa televisivo que busca volver al extraño caso de forma mediática. La caja de Pandora se abre con imprevisibles consecuencias, sobre todo para Miguel, que volverá a obsesionarse con Julio. Esto le llevará a tejer una red de personas conocidas y por conocer, de forma voluntaria o azarosa, involucrándolas en el caso de esta desaparición: el montador Max (Mario Pardo) —amigo y compañero profesional—, Ana —la hija de Julio (Ana Torrent)— o Lola —antigua novia (Soledad Villamil)—. A lo largo de este proceso conoceremos las facetas de Miguel como trabajador de la tierra y la de Julio como hombre que fue de espíritu viajero: otros dos de los elementos atribuidos a Janos. Erice no da puntada sin hilo, y cada uno, en esta madeja, irá completando la composición geométrica del caso, dotándolo de una coherencia cada vez mayor. Un rompecabezas audiovisual que irá mostrándose en su totalidad, aplicando el autor —con su certero e inteligente buen hacer— las pinceladas necesarias. Una lentitud necesaria para saborear su sentido y detectar el fondo de las cosas, meditándolas. Así se levanta un tableau vivant de la condición humana, con sus defectos y virtudes, con la lógica respuesta de la naturaleza que anida en nosotros. En ocasiones no se hallan respuestas, porque la vida teje también sus silencios y enigmas, aunque se intuya lo que ocultan. Por ello la narrativa resulta orgánica, viva, real.

A la sólida labor de unos intérpretes magistralmente elegidos —en su mayoría grandes figuras de nuestra escena— y sobriamente dirigidos se añade el lenguaje cinematográfico que los envuelve, el tempo y la fotografía. Una mise en scène que nos habla de ese destilar paciente del cineasta, de lo fácil que aparentemente traduce su torrente creativo interior —esto es lo más difícil, dar forma a lo que se siente dentro, a cómo se ven las cosas desde la personalidad artística—. Y es que en la sencillez reside lo difícil.

"Hace falta toda una labor detectivesca para encontrar las claves del contenido de esta película, tanto los relativos a su propia historia como a los del ámbito biográfico de su creador"

Hay, por supuesto, otros elementos referenciales en el film: la elección de Ana Torrent, cerrando el círculo iniciado por El espíritu de la colmena; el Shanghai que no pudo ser en el tristemente fallido proyecto fílmico de Erice para adaptar al cine la novela El embrujo de Shanghai, de Juan Marsé (y del que surgió, por fortuna, el libro La promesa de Shanghai); la novela de este autor —que no dudó en elogiar el libreto del cineasta sobre su citado libro (siempre Marsé tan crítico con las adaptaciones de sus obras, hizo aquí una clara excepción)— que Miguel encuentra en la emblemática Cuesta de Moyano, titulada Caligrafía de los sueños; la presencia de Nicholas Ray, admirado por el director vasco (de él es el libro, escrito junto a Jos Oliver, Nicholas Ray y su tiempo), con el cartel original de uno de sus films en la casa de Max —que no duda en descolgar el póster anterior del Fausto de Murnau, perteneciente a otra debilidad estética de Erice (el expresionismo alemán, en suma)—; incluso, a la entrada del almacén de películas, el nombre de la productora Rosebud Films —creada por su citado amigo Oliver—; la cita al cineasta Carl Theodor Dreyer cuando Max afirma: “Con Dreyer es la ultima vez que vimos milagros en el cine”; la musica de Río Bravo en la interpretación de su memorable canción; el homenaje al cine fundacional con ese taco de imágenes que, pasadas a una cierta velocidad, desglosan un fragmento del legendario film L’arrivée d’un train à La Ciotat de los Lumière.

"Lo que hace Erice no es cine español, ni siquiera europeo: es arte con mayúsculas"

Como vemos, hace falta toda una labor detectivesca para encontrar las claves del contenido de esta película, tanto los relativos a su propia historia como a los del ámbito biográfico de su creador. El mismo Erice parece haber dejado partes de su figura en sus atmósferas y personajes —pudiendo ser Miguel, en ocasiones, un trasunto de sí mismo, con su torrente imaginativo y polifacético, su lucha contra las adversidades—. Convendrá desencriptarlas para enriquecer aún más el discurso cinematográfico, pleno de capas, como si de una Matrioska se tratara. Abrir la mirada para no dar nada por sentado y cuestionarlo todo, participando activamente de la propuesta. Supone paradójicamente lo contrario a lo que transmite el título del film y que alude, claro está, a una despedida metafórica y ambivalente, volviendo a la mencionada ficción dentro de la ficción.

Tras salir de la sala, despertado del encantamiento posibilitado en esa oscuridad gracias a la linterna mágica y sábana blanca, después de casi tres horas rodeado de un público en respetuoso silencio —yo diría que sacrosanto, como corresponde a un sortilegio o milagro de estas características—, era imposible no sentirse un auténtico privilegiado. Teniendo la fortuna de haber asistido al primer pase de prensa de este sorprendente y hermoso film, que tantas alegrías —estoy seguro— va a deparar al público y crítica y, sobre todo, a los estetas que queden en este mundo y, en concreto, en este pedacito de tierra llamado España. Porque lo que hace Erice no es cine español, ni siquiera europeo: es arte con mayúsculas.

TITULO:  Cachitos de hierro y cromo -  Los cojines - Lo que queda de luz, de Tessa Hadley   ,. Martes -  5 - Noviembre  ,.

   El martes -  5 - Noviembre   a las 22:30 horas por La 2, foto,.

  Los cojines - Lo que queda de luz, de Tessa Hadley,.

 Lo que queda de luz, de Tessa Hadley

Escuchaban música cuando sonó el teléfono. Eran las nueve de una noche de verano, habían terminado de cenar y Christine atendía con concentración, sentada sobre sus pies en la butaca; reconocía la música, pero no recordaba el nombre del compositor. Alex había elegido la pieza sin consultarla y Christine se negaba obstinadamente a preguntárselo: a Alex le gustaba demasiado saber lo que ella no sabía. Estaba echado en el sofá del ventanal con un libro abierto en la mano, sin leer, el libro caído sobre el pecho porque en realidad miraba el cielo. Su piso ocupaba la primera planta del edificio y la ventana de la sala daba a una calle amplia, flanqueada por plátanos. De pronto, unos periquitos pasaron volando desde el parque y la oscuridad purpúrea del haya roja llameó en el cielo turquesa, tragándose lo que quedaba de luz. En una rama, Christine vio el perfil de un mirlo con el pico abierto. Probablemente cantaba, pero la música grabada sofocaba sus trinos.

Era el teléfono fijo. Christine tuvo que abstraerse de la música, levantarse y mirar a su alrededor para ver dónde habrían dejado el aparato la última vez; seguramente cerca, entre los montones de libros y papeles. ¿O en la cocina, con los platos sucios? Alex hizo oídos sordos, o sólo demostró percatarse de la molestia por un pequeño gesto de irritación en su cara, siempre con esa expresividad líquida, exótica, porque tenía unos ojos oscuros y perfilados como si estuvieran pintados. El efecto era más notable con los años a medida que su cabello, antes cobrizo, perdía color y luminosidad.

Probablemente sería su madre, y no la de Alex; o quizá fuese su hija Isobel, y Christine quería hablar con ella. Abandonó la idea de encontrar el teléfono y, sin molestarse en ponerse sus alpargatas, corrió descalza escalera arriba, subiendo los peldaños de dos en dos –aún podía hacerlo– para responder desde el supletorio de su habitación. En la sala de abajo, la música –Schubert, o algo así– siguió sin ella, y mientras se desplomaba sobre un lado de la cama y respondía jadeante, oyó una vertiginosa sucesión de notas descendentes. Aquel dormitorio que habían construido bajo los afilados ángulos del tejado conservaba el calor del día y toda una serie de olores: el humo del tráfico, la madreselva del jardín vecino, la alfombra polvorienta, libros, su perfume y su crema facial, el tenue olor corporal de las sábanas. Las litografías, las fotografías y los dibujos de las paredes (en algunos casos, su propia obra) habían desaparecido en la penumbra y sólo se adivinaba su contorno enmarcado en la pintura blanca. Ahora sí pudo oír el mirlo por el tragaluz abierto.

Dulzura.

–¿Sí?

Siguió una confusión de ruidos en el otro extremo de la línea, como si la llamada procediera de un espacio público, tal vez una estación, desde donde resultara difícil hablar. Alguien preguntaba por ella.

–¿Me oyes?

–¿Eres tú, Lyd? –Christine notó que esbozaba una sonrisa amable, sociable, aunque nadie pudiese verla, y se sentó en la cama con las rodillas juntas. Le pareció que Lydia había estado bebiendo, lo que tampoco se salía de lo normal. Tenía la voz pastosa y pronunciaba mal, como si algo estuviese descolocado–. ¿Qué pasa?

–Estoy en el hospital –gritó Lydia–. Ha ocurrido algo.

–¿Qué ha pasado?

–Es Zachary. Se ha puesto enfermo en el trabajo.

La habitación se estremeció, se alteró su quietud y unas motas de polvo bajaron en espiral desde el techo. Zachary era invulnerable. Era una roca, nunca enfermaba. No, no algo tan inerte como una roca: un gigante alegre y rebosante de energía. Christine dijo que llamaría a un taxi de inmediato y tardaría media hora, como mucho, en llegar.

–¿Qué hospital? ¿En qué planta? ¿Qué le pasa?

–Es el corazón.

–¿Ha tenido un infarto?

–No lo saben, pero creen que es el corazón. Estaba perfectamente bien en su despacho de la galería, hablando con Jane Ogden sobre una nueva exposición, cuando de pronto se ha desplomado. Se ha dado un golpe con la mesa y todo ha salido volando. Puede que se haya golpeado la cabeza.

–¿Y qué le van a hacer? ¿Van a operarlo?

–¿Por qué no me escuchas, Christine? Ya te lo he dicho, ha muerto.

Christine iba a decírselo a Alex cuando se detuvo ante la puerta abierta de su estudio, donde los contornos de su obra la esperaban fielmente en la penumbra: botes de tinta, retorcidos tubos de pintura, la tetera de porcelana china con sus rotuladores y pinceles, el corcho donde había clavado postales y fotografías arrancadas de revistas, plumas, trapos manchados, viejos pedazos de plástico. Unas hojas cremosas de papel grueso la aguardaban en la mesa; había lienzos imprimados apoyados contra la pared y obras inacabadas en el caballete, o clavadas en tablones. Todas las mañanas entraba en aquel escenario como si de una ceremonia religiosa se tratara y seguía pequeños rituales que nunca le había mencionado a nadie. Últimamente su mayor deseo era trabajar allí, de pie ante el caballete o con la cabeza y los hombros inclinados sobre un papel en la mesa, concentrada, ensimismada en su imitación de formas, en sus invenciones. Ahora, sin embargo, la idea de esta obra, el punto fijo que la guiaba, le repugnó. Le pareció fraudulenta, el proyecto bochornoso de su propia vanidad, y cerró rápidamente la puerta. Luego volvió a abrirla; al otro lado había una llave que usaba para encerrarse cuando no quería que la interrumpiesen. La cogió, cerró el estudio por fuera y se guardó la llave en el bolsillo de los vaqueros.

La música seguía sonando en la sala.

–¿Era tu madre? –preguntó Alex.

Christine tenía el corazón desbocado y no sabía si podría hablar. Era espantoso tener que destrozar con aquella noticia la felicidad de Alex, que estaba recostado despreocupadamente, o al menos no más preocupado de lo habitual, en los cojines del sofá.

–Era Lydia.

–¿Qué quería?

–Alex, tengo que decirte algo. Zachary ha sufrido un infarto. Parece que ha sido un infarto.

–No.

–Ha muerto. Se ha ido.

Por un momento Alex mostró una conmoción cruda e intensa que resaltó el escarlata de los cojines.

–No puede ser. No.

Alex solía mostrarse sereno e inmune a todo; tenía una energía compacta y elástica, una mandíbula pugnaz y afilada, y la cabeza alerta, sensual como la de un emperador.

–Lydia me ha llamado del hospital, está en el Universitario. Voy para allá. He llamado a un taxi.

Alex se levantó en la habitación en penumbra y el libro se le cayó al suelo.

–No puede ser verdad. ¿Qué ha pasado?

–Estaba junto a su mesa del despacho en la galería, hablaba con Jane Ogden y se encontraba perfectamente bien cuando de pronto se ha derrumbado; puede que se haya golpeado la cabeza al caer. Hannah ha intentado reanimarlo, los de emergencias lo han intentado todo. Cuando ha llegado al hospital ya había muerto. Jane ha tenido que llamar a Lydia, que estaba de compras.

–¿A qué hora ha pasado?

Christine no estaba segura; a última hora de la tarde o a primera de la noche.

–Es increíble –dijo Alex–. No, no puede ser. Lo vi el fin de semana y estaba bien.

–Lo sé. Parece imposible.

Cuando Christine hizo ademán de apagar la música, él le dijo que esperase, que casi había terminado.

–Deja que acabe.

Alex posó las manos en sus hombros para detenerla, para consolarla. La tocó con calidez, pero ella no se permitió sentirlo. Se quedaron frente a frente. Alex era robusto, de estatura media; probablemente ella le superaba en un par de centímetros, aunque él nunca se lo había creído. Al principio, Christine se impacientó.

–Tengo prisa, no sé si Lydia está sola en el hospital.

–El taxi no ha llegado aún. Escucha.

Parecía artificial y forzado esperar a que terminase la música. Christine iba acelerada y era incapaz de escuchar, aborrecía su ofrenda de complejidad y belleza. Pero luego empezó a ceder bajo el firme peso de las manos de Alex, del violín, el piano y el violonchelo que se precipitaban a su final. Liberaron algo que se había obstruido en su interior. Reparó en que se abrazaba el torso como si estuviera protegiéndose, o cerrándose, y agradeció que las lámparas siguieran apagadas. Se abrazaron. Alex, de llanto fácil, tenía lágrimas en la cara. Poseía un don para las ceremonias del que ella carecía; la abochornaban. Aquel momento se había vuelto ceremonial y la conciencia de Christine se acalló por fin, se detuvo. Por primera vez pensó directamente en Zachary, en la realidad de Zachary. Pero era insoportable.

–Deja que te acompañe al hospital –dijo Alex–. Te llevo.

Christine lo pensó.

–No, es mejor que vaya sola. Que primero estemos sólo las dos. La traeré aquí. Podrías hacerle la cama.


Se había imaginado corriendo arriba y abajo por los pasillos del hospital en busca de Lydia, que estaría velando el cadáver de Zach detrás de unas cortinas o que quizá esperaba en una sala reservada para los que acababan de perder a un ser querido. Pero en cuanto Christine cruzó las puertas acristaladas del centro hospitalario, Lydia se levantó de una de las sillas de plástico azul alineadas ante el mostrador de recepción, donde aguardaba sentada entre los demás. Su chaqueta de terciopelo azul cielo con cuello de falsa piel de leopardo le daba un aire de princesa contrariada, altiva y extraordinaria. Cuando Christine corrió a abrazarla, la gente se volvió para mirar. Solían tomar a Lydia por alguien famoso. Voluptuosa, con cabello ondulado color miel y el labio inferior henchido en un puchero permanente, dedicaba gran atención a su maquillaje y su ropa para conseguir aquel aspecto extravagante, sensual y teatral. Su piel pálida tenía un matiz azulado, como el de la leche desnatada.

–¿Dónde te habías metido? ¡Llevo esperando una eternidad!

–Sólo media hora. He tenido que llamar un taxi.

De pronto Christine comprendió que había estado temiendo aquel momento, imaginando que el golpe de la muerte de Zachary haría que Lydia se mostrara más dominante de lo habitual. Y sintió vergüenza y compasión, pues su amiga sólo parecía perdida y desorientada. Al abrazarla, la notó rígida, como si la hubiesen herido; sus manos cargadas de anillos estaban frías e inertes. Christine pensó que de ahora en adelante debería cuidar de ella, no fallarle.

–¡Me parece increíble que te hayan dejado aquí sola!

–Quería estar sola. Les he dicho a todos que se fueran. Además no aguanto a Jane Ogden. Era evidente que se moría de ganas de contarles a todos lo que había pasado, con ella como centro de atención, desde luego. He dicho que sólo os quería ver a ti y a Alex. ¿Dónde está Alex?

–Está en casa, haciéndote la cama.

TITULO:  Locos por las motos - David Alonso hace historia para Colombia con el título de Moto3,.

David Alonso hace historia para Colombia con el título de Moto3,.

El piloto del Aspar se proclama campeón del mundo con cuatro pruebas por disputarse y expande las fronteras del Mundial de motociclismo al continente sudamericano,.

David Alonso, tras proclamarse campeón.
 
foto / David Alonso, tras proclamarse campeón.
 
 

David Alonso, el piloto hispano-colombiano logró una victoria memorable en Motegi conquistando su décima victoria de la temporada y asegurándose el título mundial de Moto3 con tan solo 18 años. Conocido como "El Parse”, este joven talento ya tiene asegurada su plaza en Moto2 para la próxima temporada dentro de la estructura de Jorge Martínez Aspar, donde empezó su carrera a los 12 años.

El piloto del equipo Aspar celebró su victoria en Motegi de la mejor manera posible, completando un año de ensueño. De madre colombiana y padre español, durante la vuelta de honor paseó ambas banderas en su moto. En categorías inferiores siempre compitió con la insignia española, pero al llegar al campeonato del mundo tuvo que elegir y optó por Colombia al ser el único piloto de esta nacionalidad en el Mundial.

El nombre de David Alonso estaba en boca de todos este fin de semana. Pilotos como Marc Márquez o Pecco Bagnaia salieron de su box para felicitarle tras la carrera y celebración. Posteriormente, Pedro Acosta destacó su talento y dedicación, afirmando que "este campeonato no se lo ha discutido nadie, ni ha habido nadie que le plantase cara". Por su parte, Márquez se mostró emocionado por el logro de David, comentando que "es una esponja, empatizo mucho con él. Ojalá sea un piloto de futuro; tiene carisma y es especial". Jorge Martín también subrayó su madurez, vaticinando que "en menos de tres años estará aquí poniendo las cosas difíciles".

En línea de meta, el joven piloto no se creía lo que estaba ocurriendo. De hecho, no supo que era campeón del mundo hasta unos instantes después. “No me lo creía. Pensaba que había tocado verde. No he querido celebrar antes de tiempo y no tenía ninguna pantalla. El equipo no me ha sacado la pizarra que tanto soñaba y he pensado ‘Ya está, eso es porque no he sido campeón del mundo’”, reconoció entre risas Alonso. Su festejo posterior le llevó a recordar una infancia no tan lejana con un divertido intento de montar la minimoto de sus inicios, aunque al final terminó cayéndose.

En Japón consagró su décima victoria en 16 carreras, sumando un total de 11 podios. Un balance que podría aumentar y llegar a sobrepasar el récord de Valentino Rossi con tan solo dos victorias más. David Alonso, a sus 18 años, es más que un piloto de motos que se acaba de coronar como campeón del mundo. El piloto de Aspar siempre ha estado acompañado de la fe. Como curiosidad, el pupilo de Nico Terol ha reconocido que en sus entrenamientos utiliza un ritual basado en el rezo y en el agua bendita para estar protegido del peligro de la pista.

Los pensamientos de un campeón antes de un coronarse

Después de la celebración en pista, Alonso compartió en DAZN un emotivo mensaje que había escrito la noche previa a la carrera. Con voz temblorosa recitó: "Me asusta el hecho de pensar cómo puede cambiar mi vida en menos de 24 horas. Es por la noche y solo tengo ganas de llorar, me miro al espejo, me miro a mí mismo... 'Mañana vas a ser campeón del mundo' y se me aguan los ojos", arrancó.

"No sé si soy realmente consciente de la situación, ni si estoy preparado para ello. Es el sueño que siempre he querido desde pequeño, y ahora, ahora que lo tengo ahí delante, a solo unas horas, es cuando más lejos parece estar", siguió leyendo el piloto del equipo Aspar, que confesó que "no me quitará el sueño, ya que por suerte suelo dormir bien”.

En el cierre de su lectura, expresó su esperanza: "Si mañana sobre las doce, si estoy leyendo la carta, significa que sí, que lo he logrado, perdón, que lo hemos logrado ". Así de fácil, emocionando a todos los que le escuchaban.

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