¡Gaseen a los moros del Rif!
España también posee una leyenda
negra ligada a las armas químicas. En 1923 decidió dar una lección a Abd
el-Krim para vengar a las 8.668 víctimas del desastre de Annual. Y
arrojó miles de bombas de gas mostaza contra las cábilas sublevadas
El general Berenguer autorizó que se rindieran y los
oficiales pactaron con los rifeños de Abd el-Krim la entrega de las
armas a cambio de sus vidas. Los 3.000 soldados españoles salieron del
fuerte construido en el Monte Arruit y se prepararon para la deshonrosa
evacuación. Al recibir la orden de marchar, los rifeños los atacaron
para degollarlos con sus gumías. Muchos fueron torturados; otros,
despanzurrados vivos. Apenas hubo 60 supervivientes. Los cuerpos
quedaron pudriéndose al sol. Era el 9 de agosto de 1921.
El desastre de Annual, las matanzas de españoles en Dar
Quebdani, en Zeluán y en el Monte Arruit, se saldaron con 8.668 soldados
españoles muertos o desaparecidos, según escribió Indalecio Prieto en
su crónica para 'El Liberal', y desataron el deseo de venganza en un
país herido y rabioso por la guerra de Marruecos. No hubo dudas ni voces
contrarias. Se escogió el terror, bombardear las cábilas rifeñas con
gases asfixiantes. «El ejército español sufrió en Annual un descalabro
terrible. Al margen del número de muertos se instaló en el país la
humillación de haber sido derrotados por aquella banda de desharrapados.
Surgió un ánimo de revancha, de exterminarlos», señala la historiadora
Rosa María de Madariaga, autora de 'Los moros que trajo Franco'.
Tras el fin de la Gran Guerra, en 1918, se había acordado
que las grandes potencias no volverían a usar jamás ese tipo de armas en
Europa. «Pero no hubo el menor reparo o escrúpulo en emplearlas contra
los pueblos colonizados como hizo España en el Rif o la Italia de
Mussolini con Abisinia. Se decía que así se evitaba prolongar la guerra y
que se ahorraban vidas», sentencia Madariaga.
«Lástima no te hayamos podido mandar una escuadra de
bombardeo, para con gases llevar la desolación al campo rifeño y
hacerles sentir nuestra fuerza, rápidamente y en su terreno», telegrafió
el rey Alfonso XIII al general Dámaso Berenguer, jefe del gobierno y
alto comisionado en Marruecos a las pocas horas del desastre. No había
dudas. Apenas una semana después de la matanza, el 16 de agosto de 1921,
el Consejo de Ministros aprobaba una partida de 14 millones de pesetas
que «estaban destinados a la producción y adquisición de agentes
químicos», apunta el comandante y profesor René Pita en su obra 'Armas
químicas. La ciencia en manos del mal'.
Los agentes químicos habían sido usados con profusión en la
I Guerra Mundial. La iperita o gas mostaza, un agente basado en el
cloro que genera ampollas en la piel, causó millares de bajas desde su
primer empleo, el 22 de abril de 1915, en el saliente de Ypres, al
noroeste de Bélgica.
Las primeras compras de agentes nocivos por España,
documentadas por Madariaga, fueron 50.000 litros de cloropicrina y los
equipos necesarios para poner en marcha un taller de llenado de
proyectiles en la Maestranza de Artillería de Melilla. Todo adquirido a
la casa francesa Schneider. La matanza había acelerado las cosas, pero
España, neutral en la Gran Guerra, tenía un especial interés en hacerse
con ese tipo de armamento. El propio Alfonso XIII había mostrado ya en
1918 a las autoridades alemanas su deseo de fabricar armas químicas.
Bombardeo desde aviones
En 1921, el germano Hugo Stoltzenberg puso las bases del
actual Complejo Tecnológico de La Marañosa, en las afueras de Madrid.
Hacer iperita no era fácil. Se necesitaba tecnología punta y sustancias
como el oxol, un precursor del gas mostaza que España no estaba aún en
condiciones de fabricar, y que compró a Alemania. «No menos importante
que el castigo y la depresión de la moral rifeña, la capacidad de
fabricar los elementos más modernos de guerra en aquel momento (legales
entonces) fue un importante logro nacional y transmitió a enemigos y
competidores (Francia e Inglaterra) el claro mensaje de que España iba a
imponerse en Marruecos», asegura el coronel José María Manrique.
Y aunque Stoltzenberg, precisa el comandante Pita,
recomendó rociar con iperita a los rifeños desde aviones, como si fuera
pesticida, lo más común fue el bombardeo artillero y que las aeronaves
españolas arrojaran contra los poblados puñados de bombas de gas
mostaza.
En el primer ataque documentado contra Abd el-Krim (educado
en Málaga como maestro y luego becado en la Residencia de Estudiantes)
se usaron 'bombas X' (fabricadas en Astra, en Gernika) lanzadas por
pilotos y observadores desde los biplanos Bristol F 2B del 4º Grupo de
Escuadrillas. Esa primera acción tuvo lugar el día 13 o 14 de julio de
1923. Aunque lo más frecuente fue el empleo de bombas C-5 (de 20 kilos,
cargadas con 6,5 de iperita). Ignacio Hidalgo de Cisneros, quien sería
luego jefe de La Gloriosa (la Aviación de la República), participó en
aquellos bombardeos con iperita y recordaba bien sus (escasos) efectos.
«No sé si la iperita causó daño en el campo enemigo. Parecía que los
moros hacían gárgaras» con ella. ¿Las razones? «La poca concentración.
La contenida en las cuatro o seis bombas que se tiraban se volatilizaba
con la explosión y la que caía en el terreno era tan pequeña que no
producía ningún efecto», subrayaba. De hecho, resalta René Pita, los
ataques empezaron a hacerse de noche para evitar que el fuerte calor
evaporara el cloro.
El empleo de gas mostaza por el Ejército español tuvo, como
en la I Guerra Mundial, un cierto carácter azaroso. Los gases se
volvieron en ocasiones contra los propios soldados que los lanzaban,
hubo numerosos accidentes y los materiales empleados y los retrasos
evitaron su uso masivo. «La iperita se volvía contra ellos. A los
soldados españoles les pedían que no hablaran nunca de los gases»,
resalta Madariaga.
Sin embargo, el componente aterrador de las armas químicas
sí causó un claro efecto desmoralizador entre los rifeños. El propio Abd
el-Krim, que trató de comprar agentes químicos en el mercado negro y
fue estafado, envió una carta a la Sociedad de Naciones alertando del
uso por España de «armas prohibidas». José María Manrique y Lucas
Molina, en su obra 'Guerra Química en España 1921-1945', argumentan por
el contrario que las prohibiciones internacionales, como el Protocolo de
Ginebra de 1925, no entraron en vigor hasta 1928, «bastante después de
finalizada la guerra».
Tampoco se trataba de una guerra convencional, sostienen.
«El enemigo era una auténtica nación en armas, tanto cuando se reunía en
los zocos para abastecerse o se fortificaba en los poblados, como
cuando se convocaba para pasar a degüello a sus enemigos, como ocurrió
en Monte Arruit, donde las mujeres participaron en las atrocidades
cometidas por los prisioneros».
De sus investigaciones se concluye que los bombardeos con
iperita no fueron masivos, pero sí indiscriminados. En concreto, la
memoria de enero de 1925 del Grupo de Escuadrillas Rolls de Ceuta señala
que ese mes hubo 88 bombardeos sobre posiciones enemigas en las que se
arrojaron 584 bombas de trilita y 33 de iperita; el mes siguiente se
lanzaron 635 bombas explosivas y 120 con gas mostaza.
No hay nada nuevo bajo el sol. Ahora, cuando el mundo
señala con el dedo a Siria, conviene recordar que España también tuvo
tratos con el horror. Y muy recientes.
«Recuerdo el olor, como de un medicamento. El veneno, el
arrhash, se quedaba en el agua, en las rocas. El ganado moría», dice
Mohamed Faragi, entrevistado para el documental 'Arrhash', que
reconstruye la memoria de las víctimas de los bombardeos. Mohamed
Santiago, nacido en 1925, relata: «Mi madre tosía y tosía, mis hermanas
quedaron ciegas, tosieron hasta la muerte».
En la zona iperitada funciona una organización de afectados
que exige a España una reparación por los daños causados y por las
secuelas de los ataques químicos.
duros de plata fue el rescate negociado por el industrial
Horacio Echevarrieta con Mohamed Abd el-Krim para liberar a 357 soldados
españoles. «Qué cara está la carne de gallina», cuentan que dijo el rey
Alfonso XIII sobre el lance.
TÍTULO; REVISTA DOMINICAL POCITOS DE NEGRURA,.
Foto revista dominical,.
Ese diminutivo con el que los mexicanos han bautizado a los
pocitos puede sonarnos cariñoso, como si quisiesen envolverlos en
afecto cada vez que los mencionan, pero en realidad se refiere
estrictamente al tamaño. El pocito es una mina reducida a su mínima
expresión: una boca de poco más de un metro de diámetro, un severo
conducto vertical y, allá abajo, a cincuenta o setenta o cien metros de
la superficie, desarrollos horizontales que van mordiendo el carbón del
subsuelo. Todo lo que se considera accesorio se elimina, y en esa
morralla prescindible se incluyen las salidas de emergencia, la
ventilación y la mayor parte de las medidas de seguridad que la minería
ha ido incorporando a lo largo del último siglo.
Miles de habitantes del estado norteño de Coahuila se
juegan la vida a diario en estos agujeros angustiosos y precarios. Los
bajan en una especie de barril metálico colgado de una polea, el mismo
que se emplea para ir sacando después el mineral, y ahí se tiran diez o
doce horas, a destajo, agachados en unos túneles que suelen medir
alrededor de metro y medio de altura. El material de protección corre de
su cuenta y muchos trabajadores están sin asegurar. Con los años se les
van deteriorando la vista y el oído, se les echan a perder los
pulmones, se les destrozan las articulaciones, pero ese parte médico
corresponde a los más afortunados, porque también la muerte y las
amputaciones son gajes de este oficio.
Una quinta parte de los pocitos emplean a algún menor, que
cobra la tercera parte que los adultos: «En promedio, comienzan a
laborar a partir de los 14 y 15 años. Usualmente, al principio llevan a
cabo tareas relacionadas con la extracción: reciben el carbón extraído
(gancheros), jalan las cuerdas que suben el recipiente en el que se
coloca el carbón (malacateros) o lo limpian (hueseros)», detalla un
informe de la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Pero también se les
tiene mucho aprecio dentro de los túneles, sobre todo si son bajitos y
pueden moverse con soltura.
Coahuila produce el 90% del carbón mexicano. También
existen explotaciones convencionales, pero los pocitos sirven como
complemento informal para ese pujante sector. Algunos, de hecho,
pertenecen a importantes compañías mineras, que no desprecian la
posibilidad de incrementar sus beneficios mediante una inversión
ridícula. Otros son propiedad de poderosos locales, entre los que no
faltan políticos, funcionarios y narcotraficantes. Las inspecciones son
poco frecuentes y casi siempre inútiles: «Cuando se realizan -apunta la
comisión-, entre los propios productores se avisan con antelación, lo
que permite que los pocitos sean desmantelados temporalmente y pasen
desapercibidos para la autoridad».
Porque, al menos en apariencia, México quiere acabar con
esta minería rudimentaria y cruel, a la que sus defensores prefieren
denominar «artesanal». Un primer intento fue la reforma laboral del año
pasado, pero el párrafo que aludía a este asunto se volatilizó
misteriosamente en la redacción final. En abril de este año, la Cámara
de Diputados aprobó por fin una modificación de la ley, que prohíbe
extraer carbón en esas condiciones y establece multas y penas de cárcel
en caso de accidente mortal. Los primeros en protestar por la medida de
los parlamentarios fueron los propios mineros, que, puestos a afrontar
males cotidianos, prefieren el riesgo al hambre. Se han clausurado
algunas explotaciones, pero las entidades que están atentas al proceso
aseguran que no servirá de nada, porque las sanciones en caso de que
fallezca algún minero son ridículas -el equivalente a 18.000 euros- y
los que pueden acabar en prisión son los capataces y supervisores, no
los empresarios.
Los hijos de Gloria
«En realidad, estos cambios aseguran su continuidad y
permanencia», concluye la organización Familia Pasta de Conchos, la más
tozuda y decidida en su activismo contra la minería irregular. Su nombre
hace referencia a un desastre que conmovió a la sociedad mexicana: en
febrero de 2006, en San Juan de Sabinas, una explosión de gas mató a 65
trabajadores de una mina de carbón. Solo se han recuperado dos de los
cadáveres. Muy cerca de allí se produjo el siniestro más grave
registrado en un pocito durante los últimos años. Ocurrió precisamente
en Sabinas, el lugar donde están tomadas las fotografías que ilustran
estas páginas. En mayo de 2011, una explosión de gas en un pozo de 60
metros de profundidad sepultó a catorce mineros. No hubo supervivientes,
y el adolescente de 14 años que estaba de ganchero perdió un brazo.
Las muertes en estas minas se producen con penosa
frecuencia y suelen ensañarse con algunas familias, ya que es habitual
que a varios parientes los contrate la misma empresa. No es raro que un
par de hermanos fallezcan juntos, y también hay casos como el de Gloria
Arellano: en 2010, su hijo Ramón nunca regresó de su primera jornada de
trabajo, atrapado por una inundación en el pocito 'Boker', y dos años
después corrió la misma suerte su hijo Fidencio, que perdió la vida
junto a seis compañeros en la explosión de metano de 'El Progreso',
propiedad de un exalcalde. Los que tienen mejor suerte son izados a la
superficie después de su turno, baldados y con el cuerpo bañado en polvo
negro, pero con el alivio de haberse ganado la vida un día más.
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