domingo, 29 de septiembre de 2013

EL OBJETO Y YO, GASEEN A LOS MOROS DEL RIF,/ REVISTA DOMINICAL POCITOS DE NEGRURA,.

TÍTULO; EL OBJETO Y YO, GASEEN A LOS MOROS DEL RIF,.

¡Gaseen a los moros del Rif!SOCIEDAD

¡Gaseen a los moros del Rif!

España también posee una leyenda negra ligada a las armas químicas. En 1923 decidió dar una lección a Abd el-Krim para vengar a las 8.668 víctimas del desastre de Annual. Y arrojó miles de bombas de gas mostaza contra las cábilas sublevadas

El general Berenguer autorizó que se rindieran y los oficiales pactaron con los rifeños de Abd el-Krim la entrega de las armas a cambio de sus vidas. Los 3.000 soldados españoles salieron del fuerte construido en el Monte Arruit y se prepararon para la deshonrosa evacuación. Al recibir la orden de marchar, los rifeños los atacaron para degollarlos con sus gumías. Muchos fueron torturados; otros, despanzurrados vivos. Apenas hubo 60 supervivientes. Los cuerpos quedaron pudriéndose al sol. Era el 9 de agosto de 1921.
El desastre de Annual, las matanzas de españoles en Dar Quebdani, en Zeluán y en el Monte Arruit, se saldaron con 8.668 soldados españoles muertos o desaparecidos, según escribió Indalecio Prieto en su crónica para 'El Liberal', y desataron el deseo de venganza en un país herido y rabioso por la guerra de Marruecos. No hubo dudas ni voces contrarias. Se escogió el terror, bombardear las cábilas rifeñas con gases asfixiantes. «El ejército español sufrió en Annual un descalabro terrible. Al margen del número de muertos se instaló en el país la humillación de haber sido derrotados por aquella banda de desharrapados. Surgió un ánimo de revancha, de exterminarlos», señala la historiadora Rosa María de Madariaga, autora de 'Los moros que trajo Franco'.
Tras el fin de la Gran Guerra, en 1918, se había acordado que las grandes potencias no volverían a usar jamás ese tipo de armas en Europa. «Pero no hubo el menor reparo o escrúpulo en emplearlas contra los pueblos colonizados como hizo España en el Rif o la Italia de Mussolini con Abisinia. Se decía que así se evitaba prolongar la guerra y que se ahorraban vidas», sentencia Madariaga.
«Lástima no te hayamos podido mandar una escuadra de bombardeo, para con gases llevar la desolación al campo rifeño y hacerles sentir nuestra fuerza, rápidamente y en su terreno», telegrafió el rey Alfonso XIII al general Dámaso Berenguer, jefe del gobierno y alto comisionado en Marruecos a las pocas horas del desastre. No había dudas. Apenas una semana después de la matanza, el 16 de agosto de 1921, el Consejo de Ministros aprobaba una partida de 14 millones de pesetas que «estaban destinados a la producción y adquisición de agentes químicos», apunta el comandante y profesor René Pita en su obra 'Armas químicas. La ciencia en manos del mal'.
Los agentes químicos habían sido usados con profusión en la I Guerra Mundial. La iperita o gas mostaza, un agente basado en el cloro que genera ampollas en la piel, causó millares de bajas desde su primer empleo, el 22 de abril de 1915, en el saliente de Ypres, al noroeste de Bélgica.
Las primeras compras de agentes nocivos por España, documentadas por Madariaga, fueron 50.000 litros de cloropicrina y los equipos necesarios para poner en marcha un taller de llenado de proyectiles en la Maestranza de Artillería de Melilla. Todo adquirido a la casa francesa Schneider. La matanza había acelerado las cosas, pero España, neutral en la Gran Guerra, tenía un especial interés en hacerse con ese tipo de armamento. El propio Alfonso XIII había mostrado ya en 1918 a las autoridades alemanas su deseo de fabricar armas químicas.
Bombardeo desde aviones
En 1921, el germano Hugo Stoltzenberg puso las bases del actual Complejo Tecnológico de La Marañosa, en las afueras de Madrid. Hacer iperita no era fácil. Se necesitaba tecnología punta y sustancias como el oxol, un precursor del gas mostaza que España no estaba aún en condiciones de fabricar, y que compró a Alemania. «No menos importante que el castigo y la depresión de la moral rifeña, la capacidad de fabricar los elementos más modernos de guerra en aquel momento (legales entonces) fue un importante logro nacional y transmitió a enemigos y competidores (Francia e Inglaterra) el claro mensaje de que España iba a imponerse en Marruecos», asegura el coronel José María Manrique.
Y aunque Stoltzenberg, precisa el comandante Pita, recomendó rociar con iperita a los rifeños desde aviones, como si fuera pesticida, lo más común fue el bombardeo artillero y que las aeronaves españolas arrojaran contra los poblados puñados de bombas de gas mostaza.
En el primer ataque documentado contra Abd el-Krim (educado en Málaga como maestro y luego becado en la Residencia de Estudiantes) se usaron 'bombas X' (fabricadas en Astra, en Gernika) lanzadas por pilotos y observadores desde los biplanos Bristol F 2B del 4º Grupo de Escuadrillas. Esa primera acción tuvo lugar el día 13 o 14 de julio de 1923. Aunque lo más frecuente fue el empleo de bombas C-5 (de 20 kilos, cargadas con 6,5 de iperita). Ignacio Hidalgo de Cisneros, quien sería luego jefe de La Gloriosa (la Aviación de la República), participó en aquellos bombardeos con iperita y recordaba bien sus (escasos) efectos. «No sé si la iperita causó daño en el campo enemigo. Parecía que los moros hacían gárgaras» con ella. ¿Las razones? «La poca concentración. La contenida en las cuatro o seis bombas que se tiraban se volatilizaba con la explosión y la que caía en el terreno era tan pequeña que no producía ningún efecto», subrayaba. De hecho, resalta René Pita, los ataques empezaron a hacerse de noche para evitar que el fuerte calor evaporara el cloro.
El empleo de gas mostaza por el Ejército español tuvo, como en la I Guerra Mundial, un cierto carácter azaroso. Los gases se volvieron en ocasiones contra los propios soldados que los lanzaban, hubo numerosos accidentes y los materiales empleados y los retrasos evitaron su uso masivo. «La iperita se volvía contra ellos. A los soldados españoles les pedían que no hablaran nunca de los gases», resalta Madariaga.
Sin embargo, el componente aterrador de las armas químicas sí causó un claro efecto desmoralizador entre los rifeños. El propio Abd el-Krim, que trató de comprar agentes químicos en el mercado negro y fue estafado, envió una carta a la Sociedad de Naciones alertando del uso por España de «armas prohibidas». José María Manrique y Lucas Molina, en su obra 'Guerra Química en España 1921-1945', argumentan por el contrario que las prohibiciones internacionales, como el Protocolo de Ginebra de 1925, no entraron en vigor hasta 1928, «bastante después de finalizada la guerra».
Tampoco se trataba de una guerra convencional, sostienen. «El enemigo era una auténtica nación en armas, tanto cuando se reunía en los zocos para abastecerse o se fortificaba en los poblados, como cuando se convocaba para pasar a degüello a sus enemigos, como ocurrió en Monte Arruit, donde las mujeres participaron en las atrocidades cometidas por los prisioneros».
De sus investigaciones se concluye que los bombardeos con iperita no fueron masivos, pero sí indiscriminados. En concreto, la memoria de enero de 1925 del Grupo de Escuadrillas Rolls de Ceuta señala que ese mes hubo 88 bombardeos sobre posiciones enemigas en las que se arrojaron 584 bombas de trilita y 33 de iperita; el mes siguiente se lanzaron 635 bombas explosivas y 120 con gas mostaza.
No hay nada nuevo bajo el sol. Ahora, cuando el mundo señala con el dedo a Siria, conviene recordar que España también tuvo tratos con el horror. Y muy recientes.
«Recuerdo el olor, como de un medicamento. El veneno, el arrhash, se quedaba en el agua, en las rocas. El ganado moría», dice Mohamed Faragi, entrevistado para el documental 'Arrhash', que reconstruye la memoria de las víctimas de los bombardeos. Mohamed Santiago, nacido en 1925, relata: «Mi madre tosía y tosía, mis hermanas quedaron ciegas, tosieron hasta la muerte».
En la zona iperitada funciona una organización de afectados que exige a España una reparación por los daños causados y por las secuelas de los ataques químicos.
duros de plata fue el rescate negociado por el industrial Horacio Echevarrieta con Mohamed Abd el-Krim para liberar a 357 soldados españoles. «Qué cara está la carne de gallina», cuentan que dijo el rey Alfonso XIII sobre el lance.

TÍTULO;  REVISTA DOMINICAL POCITOS DE NEGRURA,.

 Foto revista dominical,.

SOCIEDAD

Pocitos de negrura

Las autoridades de México no acaban con las minas irregulares de carbón, precarias explotaciones donde las muertes y las amputaciones son gajes del oficio

Ese diminutivo con el que los mexicanos han bautizado a los pocitos puede sonarnos cariñoso, como si quisiesen envolverlos en afecto cada vez que los mencionan, pero en realidad se refiere estrictamente al tamaño. El pocito es una mina reducida a su mínima expresión: una boca de poco más de un metro de diámetro, un severo conducto vertical y, allá abajo, a cincuenta o setenta o cien metros de la superficie, desarrollos horizontales que van mordiendo el carbón del subsuelo. Todo lo que se considera accesorio se elimina, y en esa morralla prescindible se incluyen las salidas de emergencia, la ventilación y la mayor parte de las medidas de seguridad que la minería ha ido incorporando a lo largo del último siglo.
Miles de habitantes del estado norteño de Coahuila se juegan la vida a diario en estos agujeros angustiosos y precarios. Los bajan en una especie de barril metálico colgado de una polea, el mismo que se emplea para ir sacando después el mineral, y ahí se tiran diez o doce horas, a destajo, agachados en unos túneles que suelen medir alrededor de metro y medio de altura. El material de protección corre de su cuenta y muchos trabajadores están sin asegurar. Con los años se les van deteriorando la vista y el oído, se les echan a perder los pulmones, se les destrozan las articulaciones, pero ese parte médico corresponde a los más afortunados, porque también la muerte y las amputaciones son gajes de este oficio.
Una quinta parte de los pocitos emplean a algún menor, que cobra la tercera parte que los adultos: «En promedio, comienzan a laborar a partir de los 14 y 15 años. Usualmente, al principio llevan a cabo tareas relacionadas con la extracción: reciben el carbón extraído (gancheros), jalan las cuerdas que suben el recipiente en el que se coloca el carbón (malacateros) o lo limpian (hueseros)», detalla un informe de la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Pero también se les tiene mucho aprecio dentro de los túneles, sobre todo si son bajitos y pueden moverse con soltura.
Coahuila produce el 90% del carbón mexicano. También existen explotaciones convencionales, pero los pocitos sirven como complemento informal para ese pujante sector. Algunos, de hecho, pertenecen a importantes compañías mineras, que no desprecian la posibilidad de incrementar sus beneficios mediante una inversión ridícula. Otros son propiedad de poderosos locales, entre los que no faltan políticos, funcionarios y narcotraficantes. Las inspecciones son poco frecuentes y casi siempre inútiles: «Cuando se realizan -apunta la comisión-, entre los propios productores se avisan con antelación, lo que permite que los pocitos sean desmantelados temporalmente y pasen desapercibidos para la autoridad».
Porque, al menos en apariencia, México quiere acabar con esta minería rudimentaria y cruel, a la que sus defensores prefieren denominar «artesanal». Un primer intento fue la reforma laboral del año pasado, pero el párrafo que aludía a este asunto se volatilizó misteriosamente en la redacción final. En abril de este año, la Cámara de Diputados aprobó por fin una modificación de la ley, que prohíbe extraer carbón en esas condiciones y establece multas y penas de cárcel en caso de accidente mortal. Los primeros en protestar por la medida de los parlamentarios fueron los propios mineros, que, puestos a afrontar males cotidianos, prefieren el riesgo al hambre. Se han clausurado algunas explotaciones, pero las entidades que están atentas al proceso aseguran que no servirá de nada, porque las sanciones en caso de que fallezca algún minero son ridículas -el equivalente a 18.000 euros- y los que pueden acabar en prisión son los capataces y supervisores, no los empresarios.
Los hijos de Gloria
«En realidad, estos cambios aseguran su continuidad y permanencia», concluye la organización Familia Pasta de Conchos, la más tozuda y decidida en su activismo contra la minería irregular. Su nombre hace referencia a un desastre que conmovió a la sociedad mexicana: en febrero de 2006, en San Juan de Sabinas, una explosión de gas mató a 65 trabajadores de una mina de carbón. Solo se han recuperado dos de los cadáveres. Muy cerca de allí se produjo el siniestro más grave registrado en un pocito durante los últimos años. Ocurrió precisamente en Sabinas, el lugar donde están tomadas las fotografías que ilustran estas páginas. En mayo de 2011, una explosión de gas en un pozo de 60 metros de profundidad sepultó a catorce mineros. No hubo supervivientes, y el adolescente de 14 años que estaba de ganchero perdió un brazo.
Las muertes en estas minas se producen con penosa frecuencia y suelen ensañarse con algunas familias, ya que es habitual que a varios parientes los contrate la misma empresa. No es raro que un par de hermanos fallezcan juntos, y también hay casos como el de Gloria Arellano: en 2010, su hijo Ramón nunca regresó de su primera jornada de trabajo, atrapado por una inundación en el pocito 'Boker', y dos años después corrió la misma suerte su hijo Fidencio, que perdió la vida junto a seis compañeros en la explosión de metano de 'El Progreso', propiedad de un exalcalde. Los que tienen mejor suerte son izados a la superficie después de su turno, baldados y con el cuerpo bañado en polvo negro, pero con el alivio de haberse ganado la vida un día más.

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