Las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan recordarán la ejecución sumarísima de Rocco Buttiglione, a quien la prensa hegemónica caracterizó como un fundamentalista homófobo y cavernícola. Una caracterización que choca con el tenor de sus declaraciones ante la Comisión Europea que, convenientemente manipuladas, provocarían su posterior defenestración. Preguntado por una eurodiputada sobre cómo pensaba hacer compatibles la reprobación moral que le merece la homosexualidad y su deber de combatir la discriminación de los homosexuales, Buttiglione respondió, sin privarse de zaherir la incultura de su inquisidora: «Debo recordarle a un viejo y quizás no completamente desconocido filósofo, un tal Emmanuel Kant de Königsberg, quien hizo una clara distinción entre moralidad y ley. Muchas cosas que pueden ser consideradas inmorales no tienen por qué ser prohibidas. En política no renunciamos al derecho de tener convicciones morales: yo puedo pensar que la homosexualidad es un pecado, pero esto no tiene efectos en política, salvo que dijera que la homosexualidad es un delito. De la misma manera, usted es libre de pensar que yo soy un pecador en la mayoría de los aspectos de mi vida, pero esto no tendría ningún efecto en nuestras relaciones como ciudadanos. Yo contemplaría esto como una inadecuada consideración del problema de pretender que todo el mundo esté de acuerdo en cuestiones morales. Podemos construir una comunidad de ciudadanos, incluso si tenemos opiniones diferentes sobre cuestiones morales. Nadie puede ser discriminado en razón de su orientación sexual. Esto está establecido en la Constitución, y yo he jurado defender esta Constitución».
La argumentación de Buttiglione se nos antoja transparente. El juicio moral que una determinada conducta nos merece es ajeno a su consideración legal. Así, por ejemplo, el adulterio puede parecernos reprobable; pero no se nos ocurriría pensar que un adúltero haya de ser despojado de sus derechos. También pueden parecernos inmorales ciertos enriquecimientos obtenidos al amparo de la economía de mercado; mas no por ello exigiríamos la derogación de la libertad de empresa. Buttiglione reclamaba su derecho a profesar ciertas convicciones de índole moral -seguramente discutibles, pero tan respetables como cualesquiera otras-, siempre que no interfieran en su desempeño político; pero tal derecho le ha sido denegado. La Unión Europea ha considerado que el ejercicio de una función pública es incompatible con la libertad de conciencia; o bien que ciertas «conciencias» no deben hallarse representadas en sus instituciones. Naturalmente, si se niega el acceso a las instituciones a determinadas personas en razón de sus convicciones morales, debemos entender que también se niega el derecho de las personas con esas mismas convicciones morales a ser representadas. La Unión Europea, en fin, está empezando a consagrar una perversión del Derecho, que a partir de ahora sólo garantizará la expresión de aquellas conciencias que se adecuen al discurso hegemónico, quedando excluidas las demás. El legislador europeo introduce así una excepción o requisito previo en el reconocimiento de los derechos, que a partir de ahora sólo acogerán a quienes previamente hayan renunciado a sus convicciones morales. Este nuevo fundamentalismo expulsa de la ley a los ciudadanos que profesan determinadas convicciones morales de inspiración cristiana. Antes de que dicha expulsión se consume sin ambages, esos ciudadanos de segunda que mañana quizá sean relegados a la condición de proscritos tendrán una tímida oportunidad de rebelarse en el próximo referéndum de la Constitución Europea. Espero que no la desaprovechen.
TÍTULO; SILENCIO POR FAVOR, EL CALVARIO DE SER BECARIO,.
Llamémosles Ana, o Juan: veintipocos años, brillantes, con
nota de proyecto de fin de carrera de notable a sobresaliente. Acaban de
rematar de modo espléndido los estudios de ingeniero aeronáutico,
arquitecto, médico o filólogo. Lo que ustedes prefieran. Y los dos, como
algunos otros afortunados, están entre los pocos jóvenes españoles con
posibilidad de encontrar un trabajo decente, con futuro, en un país de
la Unión Europea. Alemania, por ejemplo. O Dinamarca. Uno de esos que
parecen serios. Esto es posible gracias a los fondos comunitarios para
becas que administran universidades y fundaciones españolas; dinero
destinado a financiar los seis primeros meses de contrato laboral de
esos chicos en el país donde los requieran. E imaginen ustedes que Ana, o
Juan, o como se llamen, por sus brillantes expedientes académicos,
logran su sueño. Que una empresa de Hamburgo, de Copenhague o de
Estocolmo les dice: vente para acá, chaval, que nos interesas. Tuyo es
el curro. En cuanto una universidad o fundación española te conceda
beca, te vienes. Y como además has hecho una carrera impecable y eres un
tipo de élite, lo que significa una buena inversión para nosotros,
aparte de los seis meses que te pagarán con fondos comunitarios para
tenerte a prueba te pagaremos de nuestro bolsillo otros seis meses, lo
que casi asegura contrato laboral indefinido. Dicho de otra manera, tu
futuro resuelto. Durante un mes te reservamos el puesto de trabajo
prometido. Así que pide la beca, agiliza el papeleo y espabila.
Y entonces, señoras y señores, Juan o Ana, como cualquier chico en su situación, se tropiezan con la España de toda la vida: vacaciones de Semana Santa, puente de San Prepucio, he ido a tomar café, cerrado por agosto, etcétera. Eso, de una parte. De la otra, la criminal lentitud de una burocracia infame que, en lugar de estar al servicio del individuo facilitándole la vida, no existe sino para arruinársela. Y así, los chicos que solicitan la beca pueden ver pasar tres, cuatro o cinco meses sin que el asunto se resuelva -el último caso que conozco, beca solicitada en junio, aún no está decidido-. Y ahora pónganse en el lugar de Ana, o de Juan, intentando explicarle a un empresario sueco que, a diferencia de otros chicos italianos o franceses cuya beca se tramitó en quince días, en España las cosas van de otra manera. Que aquí, a pesar de las grandilocuentes declaraciones del presidente Rajoy, algunos de sus ministros y otros esbirros, a la hora de ayudar a los chicos a buscarse la vida, no se mueve nadie. Porque los españoles -imaginen, insisto, la cara del empresario sueco, danés o kuwaití- nos movemos a otro ritmo. Calculen la angustia, la desesperación, la impotencia. Lo absurdo. Y eso, atención al detalle, con fondos que ni siquiera son dinero español, sino de la comunidad europea.
Pero es que todo puede ser más simpático, si cabe. Más nuestro y castizo. Porque, si en vista del retraso, angustiados porque pueden perder la oferta de trabajo, los chicos intentan olvidar esa beca y pedir otra que maneje parecidos fondos -de 600 a 800 euros al mes, calculen la fortuna-, tendrán que empezar otra vez desde cero, arriesgándose a que, cansada de esperar y de concederles aplazamientos, la empresa empleadora dé el trabajo a otros, lo que ocurre de continuo. Y lo más bonito del asunto es que, una vez concedida la beca, cobrarla puede llevar meses -muchas becas españolas de doctorado de 2012 no se pagaron hasta 2013-; y, como cierta clase de becas es incompatible con trabajos remunerados, quienes las consiguen pueden pasar larguísimas temporadas trabajando gratis, sin seguridad social, indefensos en lugares extraños y ciudades que no son las suyas, sufragándose ellos los gastos de alojamiento y comida. Mantenidos por sus padres, quienes puedan. Con lo que se da la deliciosa paradoja de que, en España, los únicos que pueden permitirse vivir de una beca son precisamente quienes no la necesitan. Eso, claro, los que logren sobrevivir al BOE, donde las convocatorias de becas parecen redactadas para disuadir de pedirlas: farragosas, torpes, con una sintaxis tan enrevesada y confusa que a veces parece redactada por el más analfabeto del departamento; hasta el punto de que ya circula con éxito por Internet un manual para solicitar becas sin meterse en el absurdo laberinto del boletín oficial de un Estado que cada vez tiene menos consideración y menos vergüenza, pese a camelos y triunfalismos estúpidos como el de la marca España y sus mariachis. Eso, mientras a los chicos ni siquiera los ayudan a buscarse un futuro fuera. Así que calculen. Nos va a sacar del agujero nuestra puta madre.
Y entonces, señoras y señores, Juan o Ana, como cualquier chico en su situación, se tropiezan con la España de toda la vida: vacaciones de Semana Santa, puente de San Prepucio, he ido a tomar café, cerrado por agosto, etcétera. Eso, de una parte. De la otra, la criminal lentitud de una burocracia infame que, en lugar de estar al servicio del individuo facilitándole la vida, no existe sino para arruinársela. Y así, los chicos que solicitan la beca pueden ver pasar tres, cuatro o cinco meses sin que el asunto se resuelva -el último caso que conozco, beca solicitada en junio, aún no está decidido-. Y ahora pónganse en el lugar de Ana, o de Juan, intentando explicarle a un empresario sueco que, a diferencia de otros chicos italianos o franceses cuya beca se tramitó en quince días, en España las cosas van de otra manera. Que aquí, a pesar de las grandilocuentes declaraciones del presidente Rajoy, algunos de sus ministros y otros esbirros, a la hora de ayudar a los chicos a buscarse la vida, no se mueve nadie. Porque los españoles -imaginen, insisto, la cara del empresario sueco, danés o kuwaití- nos movemos a otro ritmo. Calculen la angustia, la desesperación, la impotencia. Lo absurdo. Y eso, atención al detalle, con fondos que ni siquiera son dinero español, sino de la comunidad europea.
Pero es que todo puede ser más simpático, si cabe. Más nuestro y castizo. Porque, si en vista del retraso, angustiados porque pueden perder la oferta de trabajo, los chicos intentan olvidar esa beca y pedir otra que maneje parecidos fondos -de 600 a 800 euros al mes, calculen la fortuna-, tendrán que empezar otra vez desde cero, arriesgándose a que, cansada de esperar y de concederles aplazamientos, la empresa empleadora dé el trabajo a otros, lo que ocurre de continuo. Y lo más bonito del asunto es que, una vez concedida la beca, cobrarla puede llevar meses -muchas becas españolas de doctorado de 2012 no se pagaron hasta 2013-; y, como cierta clase de becas es incompatible con trabajos remunerados, quienes las consiguen pueden pasar larguísimas temporadas trabajando gratis, sin seguridad social, indefensos en lugares extraños y ciudades que no son las suyas, sufragándose ellos los gastos de alojamiento y comida. Mantenidos por sus padres, quienes puedan. Con lo que se da la deliciosa paradoja de que, en España, los únicos que pueden permitirse vivir de una beca son precisamente quienes no la necesitan. Eso, claro, los que logren sobrevivir al BOE, donde las convocatorias de becas parecen redactadas para disuadir de pedirlas: farragosas, torpes, con una sintaxis tan enrevesada y confusa que a veces parece redactada por el más analfabeto del departamento; hasta el punto de que ya circula con éxito por Internet un manual para solicitar becas sin meterse en el absurdo laberinto del boletín oficial de un Estado que cada vez tiene menos consideración y menos vergüenza, pese a camelos y triunfalismos estúpidos como el de la marca España y sus mariachis. Eso, mientras a los chicos ni siquiera los ayudan a buscarse un futuro fuera. Así que calculen. Nos va a sacar del agujero nuestra puta madre.
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