Carla es holandesa. De La Haya. Louis es de la capital. De Amsterdam.
Carla vivió un tiempo en Barcelona y habla español con cierta soltura.
Un buen día la invitaron unos amigos a visitarlos en Portugal. «Vivimos
en la Serra de San Mamede», precisaron. Carla empezó a buscar en el mapa
y descubrió que esa sierra estaba junto a una capital de distrito
llamada Portalegre y hacía frontera con dos provincias españolas
llamadas Cáceres y Badajoz.
«Me gustó el lugar. Mis amigos me enseñaron una quinta que se vendía.
Tenía una casa en estado ruinoso, pero manaba mucha agua, había un tilo
muy antiguo y muy hermoso y árboles frutales sembrados hace muchos
años. No era cara y la compré», me cuenta antes de reconocer que de
Cáceres solo conoce la estación de ferrocarril. «He ido allí alguna vez a
recoger a mi hija, que venía en tren desde Madrid», aclara. «Pero
tenemos que ir a visitar la ciudad porque me han dicho que es la más
bonita de España», promete.
Carla vive en Portugal desde 2010, aunque hasta hace año y medio no
acabó de reconstruir su casa en compañía de Louis. Es una típica mansión
portuguesa, es decir, muy práctica para vivir: un gran porche, una
pequeña piscina, un estudio para leer y trabajar, las habitaciones, la
cocina acogedora...
Cuando descubrió el clima maravilloso del lugar, entendió que podría
ser un sitio muy atractivo para los turistas. Así que habilitó otra
vivienda para acoger visitantes y levantó dos cabañas de madera con sus
respectivos porches orientados hacia las tierras fronterizas de Valencia
de Alcántara y La Codosera.
Para llegar a casa de Carla hay que ascender por una carretera
empinadísima y estrecha, que sale de Portalegre y te deja en medio del
monte en cinco minutos. En la finca, tan cerca, tan lejos, solo se oye
agua corriendo, perros ladrando y pájaros chillando.
Un gato alentejano visita las cabañas cuando le place. Es tan
confiado como insolente. Se mete en la casa, lo curiosea todo y si lo
echas, no se va. Digo que es alentejano porque es como los paisanos de
la zona: algo indolente, algo valiente, algo tranquilo, algo irónico...
Un alentejano no es nunca todo, siempre es algo. Están hechos a base de
pizcas: un pelín de escepticismo, un puñado de misticismo, unas gotas de
timidez, se espolvorea con arrojo, desconfianza, queja y lástima y ya
está: el gato y el alentejano.
Por esta sierra y por esta región, las gentes son complacientes y
cariñosas. Nunca molestan, no tensan ni engañan. Acogen tanto como el
paisaje. Tanta laxitud es buena para vivir en sosiego, pero complica las
tareas urgentes y los empeños poco comunes. Por aquí funciona lo
consabido, lo tradicional... lo de siempre.
Clara buscaba tranquilidad, pero también eficacia. Y en ese punto, le
cuesta aclimatarse. Vino con un coche con ordenador de a bordo. Se le
fastidió y no hubo manera de encontrar quien se lo arreglara. Ahora
quiere instalar un cartel indicador que no agreda el ecosistema de
robles, agua clara y mariposas blancas. Y no hay manera. Se lo hacen de
colores, de materiales refulgentes y comunes, pero no como ella quiere. Y
va a tener que acercarse a Lisboa. Se lo confeccionarían en Extremadura
sin problema, pero no sé qué tienen los extranjeros del Alentejo que no
acaban de entender que el paraíso continúa más allá de la frontera...
El paraíso y los mecánicos que arreglan ordenadores de a bordo y los
rotulistas que respetan el ecosistema.
El gato ronronea mientras escribo sobre él, se pasea por mi mesa,
arquea el lomo, araña la funda del ordenador, salta a un árbol, camina
por una barandilla estrecha, desconfía y, al tiempo, mira con retranca y
gracia provocadora. Por la Serra de San Mamede todo es así. Gatos
tranquilos, extranjeros felices en su paraíso, nativos que hablan y
viven en voz baja. Y un secreto, mi secreto: en verano, es el lugar más
fresco a una hora de Cáceres y Badajoz. Y hay más gatos que turistas.
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