domingo, 11 de enero de 2015

LA CARTA DE LA SEMANA, CASTRO, XATRUCH Y CASAÑAS, / EL BLOC DE CARTERO, EL PATO MAKETO,.

TÍTULO: LA CARTA DE LA SEMANA, CASTRO, XATRUCH Y CASAÑAS,.

LA CARTA DE LA SEMANA, CASTRO, XATRUCH Y CASAÑAS,--foto,.

reloj.jpegCastro, Xatruch y Casañas vienen a ser como Quintero, León y Quiroga. No componen canciones gloriosas, pero sí interactúan (qué palabra más fea) en fogones y hornos, logrando creaciones extraordinarias. Fueron jefes de cocina de elBulli, allá en Cala Montjoy, durante suficientes años como para hacer de la destreza y la imaginación una constante. Fueron años que han creado nostalgia en una clientela fiel y poliédrica, aquella que peregrinaba a Rosas, Gerona, en busca del único dios verdadero de la cocina de hoy, Adrià, actualmente liado con su Fundación y sus cosas. El trío de ases abrió hace algún verano un atractivo e interesante restaurante en Cadaqués, población felizmente aislada de la barbarie que ha acabado con buena parte de la Costa Brava, en parte, gracias a no haber construido una mejor carretera de acceso.
Recuerdo haberlo visitado con agrado hará un par de años, al poco de abrir, y de llevarme un gratísimo sabor en paladar y bolsillo. Aquello se llamaba Compartir, y su carta propiciaba compartir platos, efectivamente, entre los comensales. Platos muy bien hechos. Ahora, los tres mosqueteros han abierto en Barcelona el revés de esa idea: Disfrutar apuesta claramente por el onanismo, la individualidad, el plato sin porciones, el bocado único. Con la técnica desarrollada en los años dorados de elBulli, Castro, Xatruch y Casañas han exprimido el talento, la originalidad, la imaginación y la química para que ningún partidario de la cocina más innovadora se sienta náufrago. Pero tampoco se asuste aquel que crea que va a comer espuma y solo espuma: sobre la cocina de vanguardia pesa la losa del daño hecho por algunos cuentistas y aficionados que empaquetaron aire y llegaron a la simple caricatura. En virtud de ellos, son muchos los que huyen injustamente de refectorios creativos donde, está claro, no se espera a nadie para comer todos los días, pero sí para entretenerse y asombrarse. O sea, para disfrutar. Eso, lo afirmo categóricamente, se consigue en este local de la calle Villarroel del que lo único que no me convence es la decoración de su sala principal.
Los tres reyes magos han propuesto algo más: una barra larga de entrada donde uno pueda probar cualquiera de los platos de los menús degustación y a precios bastante razonables. El puyazo, por demás, no es excesivo. Comer una larga serie de pequeños platos oscila entre los dos precios de las dos ofertas completas: 65 y 95 euros. Razonable si se valora el trabajo de una cocina integrada por veinte personas y un servicio general ágil e incansable.
Me sorprendió alternar lazos crujientes de boniato y fina lámina de pantera ibérica con unas remolachas salidas de la tierra que no eran sino bolas de espuma liofilizada. Me aturdió el polvorón de tomate con caviar de aceite, la yema de huevo en tempura con deliciosa gelatina de setas, el aspecto de los macarrones carbonara con beicon, que no probé por razones obvias, la vieira con crema de tuétano, la sardina (creo que era sardina) con papada y las láminas de wagyu con royale de tuétano y algo más que no recuerdo. Me dejo el relato de varios platos más y constato que el menú es largo y saciante, amén de salpicado de contrastes imaginativos y sabores muy atrevidos.
Castro, Xatruch y Casañas han rizado el rizo. Y han conseguido crear un espacio gastronómico donde no se le perdona la vida a la gente, donde uno no va a ser examinado ni a poner cara de papanatas y donde la diversión está garantizada. Es más que probable que acabes pidiendo la hora al árbitro, ya que el menú más largo son veinte platos (alguno de un solo bocado) y cuatro postres, pero tienes la opción de configurarte tu propio menú tanto en barra como en mesa.
Hacía tiempo que no 'disfrutaba' tanto con la alta cocina de vanguardia (entre otras cosas por algún chasco frustrante), por lo que les deseo a los tres artistas tanto éxito como gusto han tenido en apostar sus ahorros en este proyecto.

megan_fox_esquire2013-1.jpgTÍTULO:  EL BLOC DE CARTERO, EL PATO MAKETO,.

 EL BLOC DE CARTERO, EL PATO MAKETO,.--foto,.

Juro a ustedes por el cetro de Ottokar que lo que voy a contar es cierto. Aunque comprendería que dudasen; en un país normal, algo así sería imposible. Pero recuerden que éste no es un país normal, sino España: un lugar donde, como ya escribí aquí mismo alguna vez, todo disparate, por gordo que sea, tiene su asiento, y donde, por poner un ejemplo clásico, una ardilla podría cruzar la Península saltando de gilipollas en gilipollas sin tocar el suelo.
Momento, el pasado verano. Escenario, Orozko, pueblo de Vizcaya, en el cauce del río Altube. Protagonista, un ánade vulgar. Un pato, vamos. Un palmípedo de los de toda la vida. Y resulta que el tal pato está en el río, a lo suyo, pero con una brida de plástico muy apretada que le lesiona una pata. Unos vecinos dan aviso al Ayuntamiento: oigan, ahí hay un pato cojo, etcétera. Hasta ahí, nada raro. En otro sitio, habría ido alguien del Ayuntamiento a quitarle la brida al pato, y santas pascuas. Pero, como dije, esto es España. De momento. Las cosas no son tan fáciles. Aquí tocas un pato sin permiso por triplicado y vete a saber. Así que el alcalde decide que la administración local carece de recursos para coger patos y pasa el asunto a Base Gorria; que, como su propio nombre indica, es el servicio forestal, dependiente del Departamento de Agricultura de la Diputación Foral de Vizcaya.
Ahí, claro, ya se lía la cosa. Porque la Diputación (Peneuve) responde al alcalde de Orozko (Bildu) con una pregunta crucial: el pato, ¿es salvaje o es doméstico? Porque si es salvaje, no hay problema: su gente va, lo recoge y tan amigos. Pero si es doméstico, o sea, un pato de andar por casa, el asunto queda fuera de su jurisdicción, y compete al Ayuntamiento quitarle la brida de la pata. En ese punto, el alcalde convoca a sus expertos municipales, les pide la filiación del pato, y éstos responden que los palmípedos no tienen Deneí, ni carnet de conducir, ni libro de familia, ni nada que se le parezca, y que ellos de patos no tienen ni zorra idea. El pato, por supuesto, no suelta prenda. Es más: cuando alguien se acerca a mirar si su pinta es doméstica o salvaje, grazna cabreado -la brida le duele, sin duda-, jiñándose en sus muertos. Al cabo, tras darle muchas vueltas, alguien concluye que es «un pato mixto». Y el alcalde -Josu San Pedro, se llama-, desbordado por los acontecimientos, convoca un gabinete de crisis.
La idea, literal, según lenguaje consagrado allí por el uso, es «desbloquear el enfrentamiento». Para ello se convoca una reunión entre el Ayuntamiento y la Diputación, a la que asisten miembros de ambos organismos. Al fin, después de muchos dimes y diretes, se decide que los del Servicio Forestal se hagan cargo del operativo, con el apoyo táctico de miembros de la brigada municipal de Orozko. Sin embargo, nadie ha contado con el pato, que se resiste como gato panza arriba y no se deja atrapar. Se pide entonces el refuerzo de una patrulla de la Ertzaintza, pero ni flores. El pato, que a esas alturas y con tanto trajín ya tiene un cabreo de veinte pares de cojones, corre, nada, revolotea y se les escapa todo el tiempo. Así que, tras una nueva reunión operativa, los expertos de la Diputación deciden irse a su casa y volver cuando el pato esté dormido, y poder pillarlo a traición. Pero ni así, oigan. El pato ya no se fía ni de su madre, y duerme con un ojo abierto. Sabe latín. Al fin, tras muchas idas y venidas, unos empleados del Ayuntamiento logran pillarlo descuidado, lo trincan y se lo llevan al centro de Recuperación de Fauna Silvestre, donde lo curan y donde evoluciona, dicen, de forma adecuada.
¿Final feliz para el pato? No todavía, porque la cosa no termina ahí. Por su condición de bicho mixto, no del todo doméstico ni salvaje, el pato, según la Diputación, debe ser devuelto a Orozko y el río Altube. O sea, a donde estaba. Con su pata, sus patitos, su pato gay o lo que se trajine. Pero el Ayuntamiento se niega a recibirlo, argumentando que la especie de ese pato concreto no es autóctona -no es un pato vasco, vamos-, y que el animalejo, con otra media docena más que anda suelta por allí, es un pato ilegal, con menos papeles que un conejo de monte: patos maketos que ni migran ni vuelan, ajenos a la fauna local, y que pueden resultar perjudiciales porque, según el alcalde, «se están comiendo el entorno del río y alteran el ecosistema». Con un par. Los putos patos.
No he podido averiguar cómo acabó la cosa ni qué fue del bicho, pero a estas alturas da igual. Y es que ya lo decía, elocuente, aquella vieja y sabia coplilla que tanto me gusta recordar: «Pasamos muy buenos ratos / echando pan a los patos. / Y cuanto más pan echamos, / mejores ratos pasamos».

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