foto reloj,.
Me detengo en seco antes de que se me politice el folio por completo. Aquí estamos a otra cosa, a reparar en lo nimio, a capturar anécdotas. Estas reflexiones sobre los muros me las inspiró el otro día una joven japonesa que vi en un aeropuerto y gracias a la cual comprendí el injusto prejuicio cultural, mezcla de ignorancia y desdén, en el que he vivido sumido durante años. Me siento tan culpable que llamaría al timbre de todos los japoneses para disculparme ante ellos uno a uno. Ahora que lo pienso, hasta a Dragó, japonés honorario, tendría que pedirle perdón. Verán.
Ustedes, como yo, viven más o menos rodeados de turistas. Muchos de los cuales son japoneses, modernísimos en cuanto a actitud y atuendo los de las generaciones más jóvenes, que me recuerdan los alternas o indies con los que se iba de fiesta Bill Murray en Lost in translation. Al verlos, me imagino Tokio como un lugar lleno de neón. Hay una cosa de estos turistas japoneses que siempre, mientras duró mi malentendido, me resultó irritante, casi una muestra de hostilidad hacia nosotros. La mascarilla quirúrgica. La que los japoneses usan tanto que incluso han terminado por mejorarlas con diseños fashion como si se tratara de cualquier otro complemento de vestuario. Yo veía a los japoneses, por ejemplo en Sevilla, con sus mascarillas puestas, y me preguntaba «¿Para qué viajan?». Para qué viajan si temen ser envenenados por los efluvios que los rodean, si los occidentales les parecemos tóxicos y víricos, si entran en una taberna de Santa Cruz y prácticamente se envasan ellos mismos al vacío para permanecer asépticos y que no les penetre siquiera el perfume del jamón. Para qué viajan y al mismo tiempo se protegen del lugar al que viajan como si hubiera estallado una alarma por ébola. Quédense ustedes en su propio hábitat, ya que tanta aprensión les produce respirar el nuestro. Tantos años de creer esto terminó por inspirarme un rencor sordo a una cultura entera que llevaba puesto alrededor de la boca su murito defensivo, su distancia insoslayable.
A estas alturas, muchos lectores se habrán llevado ya la mano a la cabeza por mi ignorancia y mi estupidez. Confundí la función del muro, me faltó el contexto. Y esto me lo aclaró la muchacha del aeropuerto el otro día, cuya mascarilla, por cierto, imitaba el estampado de Louis Vuitton. Las mascarillas no están pensadas para evitar que entren los virus y las bacterias, sino para evitar que salgan. Las llevan los japoneses acatarrados para no contagiar a las personas con las que conviven. Es decir, que el gesto de hostilidad y de alergia a otra forma de humanidad que yo creí haber visto durante años es en realidad la delicadísima atención con sus semejantes de uno de los pueblos más cívicos y educados que hay sobre la Tierra. Por supuesto que los japoneses de Santa Cruz querían embriagarse con el perfume del jamón. Lo que no querían era acatarrar a los parroquianos de la taberna. Estos son los malentendidos por los que se declaran guerras. Me voy a poner a la puerta de Dolce & Gabbana, no para pedir limosna, sino para disculparme con todos los japoneses de los del turismo de compras que salgan.
El "santo" guardaespaldas
Domenico Giani coordina la protección del Papa, sea quien sea el pontífice.
Aunque no es muy mayor -tiene 53 años-, ya le ha tocado coordinar la seguridad de tres pontífices. Desde Juan Pablo II, Domenico Giani ha sido el guardaespaldas del Papa, cargo que siguió ocupando con Benedicto XVI y ahora con Francisco. Este último no se lo pone nada fácil. A Francisco le encanta darse baños de multitudes y prefiere que sean sin la mediación del equipo de seguridad, lo que, por un lado, refuerza la imagen del Pontífice cercano al pueblo, pero, por otro, deja en una situación comprometida a Giani cada vez que se produce un acto público. De hecho, ha forzado a que el equipo de seguridad desarrolle en mayor medida su faceta tecnológica. Giani ha hecho instalar numerosas cámaras de videovigilancia en todo el Vaticano. De esa manera, tanto él como sus subordinados pueden detectar cualquier posible amenaza con antelación. En el extranjero, la cosa es más difícil. Y aún más porque al Papa le gusta alterar en el último minuto la agenda, pese a lo cual la relación entre Giani y Francisco -por lo que muestran las imágenes- es más que cordial.
Giani, de buen humor con Francisco.
Cerca del Papa en un acto en el Vaticano.
Con Benedicto XVI en el palacio de Bellevue.
Juan Pablo II ya confiaba en él.
Junto al papamóvil, con la vista puesta en la multitud.
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