A finales del siglo XVIII el clérigo de Jaraicejo (Cáceres) Francisco Gregorio de Salas escribía: “Espíritu desunido / anima a los extremeños; / jamás entran en empeños, / ni quieren tomar partido. / Cada cual en sí metido,
/ y contento en su rincón, / aunque es hombre de razón, / vivo ingenio y
agudeza, / vienen a ser por pereza / los indios de la nación”. Esta semana celebramos el día de Extremadura. No
sólo en el territorio, también lo haremos los que vivimos en ciudades y
pueblos de fuera en los que se asienta una comunidad de extremeños más o
menos potente. Es una jornada que sirve (o debería servir), año a año,
para reactivar el sentimiento y la reivindicación de una tierra que aún
está muy lejos de poder dar oportunidades a la mayoría de sus hijos e
hijas. También es una excusa para reunirnos y celebrarnos. Sin embargo,
para esta Extremadura que tiene aún tantas conquistas por hacer, sobre
todo en cuestión de soberanía y de justicia social y económica, el hecho
de que su día sea en honor a una imagen religiosa es para muchos
incomprensible.
Todos los países, regiones, pueblos y
ciudades tienen sus patrones. Y se celebran sus días. Eso es parte de
nuestra cultura y no hay mucho que objetar al respecto. Es algo
totalmente respetable. Sin embargo, ¿cómo puede estar el día de una
tierra dedicado a una virgen? Estas festividades deberían, precisamente,
representar la historia de un pueblo -religiosos o no, católicos o no-,
algún hito en su lucha por la justicia o la soberanía, transmitir
valores sobre la necesidad de pensar no sólo en el individuo sino en la
colectividad y en la necesidad de trabajar en común para progresar. ¿Qué
valores transmite, por tanto, dedicar el Día de Extremadura a la Virgen
de Guadalupe? ¿Reducimos el día de nuestra tierra a una misa, unos
bailes y unas migas y nos vamos para casa? ¿No deberíamos tener un día
que nos represente a la mayoría? ¿Que signifique algo? ¿Que nos haga
reflexionar sobre por qué Extremadura es de las regiones más pobres de
Europa?
Veamos qué pasa en otros lugares. El
día de la Comunidad de Madrid, por ejemplo, es el 2 de mayo, y recuerda
la fecha en la que el pueblo se rebeló contra los ocupantes franceses y
se dio inicio a la guerra de la independencia contra Napoleón. En
Cataluña se celebra el 11 de septiembre para conmemorar el día que las
tropas borbónicas tomaron Barcelona durante la guerra de Sucesión y se
abolieron las instituciones catalanas. En Castilla y León se reivindica
el 23 de abril, fecha en que las tropas realistas ejecutaron a los
líderes castellanos Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado
tras la batalla de Villalar, acabando así con la revuelta de los
comuneros. Y por irnos a una tierra con una fecha con menos siglos de
historia: nuestros vecinos de Andalucía celebran el 28 de febrero el
aniversario del referéndum del estatuto de autonomía actual. Varias
opciones que resaltan la historia colectiva, la lucha por las libertades
y contra la opresión en sus más diversas formas.
Y en Extremadura, ¿por qué nuestro día
es el de la Virgen de Guadalupe? ¿Qué nos dice esa fecha? La realidad
es que nada, y de ahí en parte la desidia de muchos extremeños en esta
jornada y el tinte puramente folclórico que ha tomado la celebración con
los años. En la ley 4/1985, por la cual la Asamblea de Extremadura
aprobó la festividad, se defendía "la necesidad de unos símbolos, que
por encima de distintas opciones político-ideológicas, identifiquen al
pueblo extremeño". Tenemos, a este respecto, otras opciones. Podríamos
optar por un Día “a la andaluza”, por ejemplo, con el 25 de febrero,
jornada en que se aprueba nuestro actual Estatuto de Autonomía. Quizá
sería una buena excusa, por cierto, para señalar año a año que éste está
lejos de cumplirse, en temas como los esfuerzos por proteger la
cultura, el patrimonio, por favorecer el retorno de los emigrantes o el
desarrollo de nuestra tierra. Y seguramente sería una fecha que no
disgustaría a nadie en la mayor parte del espectro político.
Luego, claro, hay otra fecha que a mí
al menos me gusta más, y que he reivindicado en otras ocasiones en esta
columna: el 25 de marzo. Ese día en 1936, 80.000 extremeños se
movilizaron al mismo tiempo con un objetivo: acabar con el problema
histórico, secular de Extremadura. Miles de familias se lanzaron de
manera coordinada a ocupar tierras de latifundistas -la mayoría
absentistas de Madrid y Sevilla- que condenaban a los extremeños a ser
jornaleros, yunteros, en definitiva, pobres. Ese movimiento colectivo
fue el grito de “basta” de Extremadura, la culminación de las protestas
aisladas que llevaban desarrollándose todo el siglo anterior. En
palabras de nuestro famoso escritor Víctor Chamorro, se produjo entonces
“el germen de identidad que nunca hubo. Extremeños unidos iban a ser
los que gobernarían su tierra, vivirían de su tierra”. Sabemos que el
franquismo truncó el sueño. Con él llegaron las escenas de ‘Los santos
inocentes’ y luego la emigración masiva.
Por eso el 25 de marzo, a diferencia
del 8 de septiembre, es tan potente para Extremadura: nos dice que
actuando colectivamente podemos al menos presentar batalla ante nuestro
fatalismo histórico. Nos dice que los extremeños no somos vagos ni
indolentes, nos recuerda que simplemente no nos han dejado
desarrollarnos. Nos señala a los que han parasitado nuestra tierra
mientras nos han condenado al paro, los subsidios, la emigración.
Contradice de lleno y sin ambigüedades -habrá que disculparse, por
cierto- a aquel sacerdote de Jaraicejo. Al menos de vez en cuando sí
entramos en empeños y tomamos partido.
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