Mamá, te vas a enterar-fotos.
Las denuncias de padres que han sido
agredidos por sus hijos se han multiplicado por cuatro en los últimos
cinco años. Y es la punta del iceberg. Muchos progenitores no denuncian
por vergüenza, por pena o incluso por temor a la venganza. Psiquiatras y
antropólogos españoles han entrevistado a víctimas y verdugos y han
sacado conclusiones. Se las contamos.
Mi ordenador es sagrado. Un día tenía la música a toda
hostia y vino mi madre y me bajó un poco el volumen. Yo lo subía otra
vez y ella lo bajaba. Ya vino y me arrancó los altavoces y empecé a
insultarla y, claro, pues ya de ahí a pegarle tortazos y 'patás'...».
Amanda, una adolescente de Badajoz, relata con naturalidad la agresión que colmó el vaso. Sus padres la denunciaron y el juez de Menores le impuso dos años en régimen de semilibertad en un piso tutelado. Tenía 14 años. Es hija única. Su madre es ama de casa; su padre, empresario agrícola. «Mi madre es más floja, mi padre es más rígido. Pero me cae mejor mi padre», confiesa. Niña mimada. «Yo no tengo problemas de dinero, ni de ropa ni de nada... Mi armario se cae abajo. Si pedía dinero, me lo daban». No hacía tareas en casa. «Me lo exigían, pero yo no hacía caso. Es mejor que haya normas porque, si no las hay, te desmadras más», reconoce.
Amanda es carne de estadística. Las denuncias por agresiones de hijos a padres se han multiplicado por cuatro en estos cinco años. En 2012 se contabilizaron 4936 casos en la Fiscalía de Menores. Pero solo es la punta del iceberg. Muchos padres no denuncian por vergüenza, por que se sienten culpables, por que les da pena que sus retoños se vean privados de libertad o incluso por miedo a su reacción cuando salgan, como explica Javier Urra, director de la Sociedad Española para el Estudio de la Violencia Filio-Parental. «Es un tema tabú, pero que va a más».
Pero Amanda es, sobre todo, un misterio. ¿Por qué actúa así? Es un misterio que desespera a los padres, que desconcierta a los propios adolescentes agresores y que intriga a los expertos. No es una violencia exclusiva de familias con bajo nivel económico o sin estudios. «En el 60 por ciento de los casos, al menos uno de los progenitores es licenciado universitario», subraya Jordi Royo, asesor del centro terapéutico Amalgama-7, en Cataluña.
Es un fenómeno que se reproduce en muchos países del Primer Mundo. Un tercio de las 85.000 llamadas recibidas en una línea telefónica británica de ayuda están relacionadas con casos de violencia de hijos a padres, sobre todo a madres. Y un estudio de la Universidad de Oxford confirma que el 87 por ciento de las víctimas son madres. Por otra parte, los hijos adoptados tienen un 33 por ciento más de posibilidades de agredir que los biológicos. Otra encuesta, en el País Vasco, sitúa en el 3,2 por ciento los menores que admiten haber agredido físicamente a sus padres más de seis veces en el último año, cifra que aumenta hasta el 14 por ciento en los casos de violencia psicológica (insultos y amenazas), según Roberto Pereira, director de Euskarri.
¿Qué está pasando? Es la pregunta que se hicieron Domingo Barbolla, Esther Masa y Guadalupe Díaz, investigadores de la Universidad de Extremadura, que han abordado el problema desde la antropología. Obtuvieron permiso para entrevistarse con menores que habían agredido a sus padres y con las víctimas de sus ataques. Y sus conclusiones se plasman en el libro Violencia invertida. Cuando los hijos pegan a sus padres (Editorial Gedisa). «No es una cuestión de pérdida de valores... Es algo más profundo. Estamos asistiendo a un cambio radical en la manera en que ejercemos la autoridad», explica Barbolla. Los valores siguen estando ahí, pero falta la correa de transmisión para que los padres los inculquen a los hijos.
La sociedad ha entrado en un bucle. Por una parte, los padres han renunciado al uso de la coacción. Por otra, se judicializan los conflictos. Los padres, impotentes, no ven otra salida que la denuncia en comisaría. «Antes teníamos otros actores que hacían de mediadores: familiares, vecinos e incluso sacerdotes que buscaban una solución».Desorientados, los progenitores suelen dar bandazos entre dos modelos pedagógicos incompatibles: el autoritario y el permisivo. Ninguno sirve. «El modelo autoritario termina provocando una rebelión del hijo presionado. Y el permisivo, que despoja de cualquier herramienta coactiva a padres y profesores, es inviable. En cualquier sociedad se necesita cierto grado de fuerza a la hora de imponer normas».
¿Lo ideal? «Un modelo intermedio de influjo democrático, pero estructurado desde una jerarquía. Un proceso en el cual la libertad y la independencia de los hijos se registren progresivamente, acordes con su edad o madurez, y donde la disciplina y la autoridad se hagan presentes en su justa medida», afirma Barbolla.
Pero es un modelo difícil de implantar en una sociedad donde predominan las familias triangulares, con un solo hijo 'reinando' en el 21 por ciento de los hogares, al que se cubre de atenciones. Hijos que son aprendices de déspotas. Y aprenden rápido... La edad media de inicio de la violencia se sitúa a los 11 años. Pero es algo que se ve venir. «Las actitudes despóticas en críos que no alcanzan los tres años son ya evidentes en las guarderías. A algunos padres sobreprotectores les cuesta entender que sus hijos se comportan como se les exige gracias al establecimiento de normas y al predominio de la colectividad sobre el individuo. En este espacio, el niño aprende a estar en grupo, a compartir los recursos, a esperar su turno», describe Barbolla. En las familias triangulares, el juego existe de un modo distinto. «Los progenitores procuran divertir a su pequeño privándole de la experimentación del fracaso si no acierta a coger la pelota...».
El resultado: no se tolera la frustración.Los niños que pegan a sus padres no son perversos o psicópatas; son el producto de un fracaso educativo, en especial en la transmisión del respeto. Argumentan los sociólogos que en la etnia gitana, reverencial con sus mayores, no suelen darse estas conductas. Hay más causas: el consumo de drogas, incluida la tecnológica; o los nuevos modelos de familia: una de cada cuatro ya es monoparental. Y un patrón que se repite: la ausencia de padre, que puede ser física o emotiva. Según el pedagogo Aldo Naouri, la presencia del padre es necesaria como elemento moderador entre madre e hijo y, sobre todo, entre madre e hija. El padre solía ser el que decía «no». «Si le he dado todo, ¿por qué me pega?, nos preguntaban algunas madres, perplejas», recuerda Barbolla. Amanda alega que sin darse cuenta empezó a llevarse mal con la suya. Dejaron de hablar. Solo coincidían a la hora de comer. «Discutíamos por cualquier tema... Claro, mi madre me daba tantos caprichos que abrió los ojos y dijo: 'Hasta aquí'. Y yo quería más y más».
El menor que se atreve a agredir y se sale con la suya experimenta, además, el vértigo del poder. Amanda recuerda que una vez acorraló a su madre. «Quería llamar a mi padre, pero le arranqué el teléfono. Intentaba abrir la puerta y yo no le dejaba... La insultaba, la cogí del pelo y la tiré al suelo...».Todo es como un mal sueño ahora. ¿Reincidirá Amanda? Por lo pronto, cuando quiere comprarse alguna prenda de ropa, lo hace con su dinero ahorrado de Reyes o con el de sus pagas. ¿Su futuro? «Me gustaría ser psicóloga, pero hay que estudiar mucho [se ríe]. No me veo capaz».
Hablan los hijos
-Mario, 17 años
Denunciado por maltrato en el ámbito familiar
No me gusta que me lleven la contraria. Mi padre es arquitecto; mi madre, maestra. Mi madre es más pesada, siempre estaba encima de mí. Y mi padre hace lo que ella dice, no quiere problemas. Fui a un buen colegio. Antes aprobaba; ahora, no... Estaba mucho tiempo con el ordenador, y mi madre me decía que me quitara y yo que no, hasta que me quitaba los cables. Nunca le he dado dos hostias, solo empujones, pero cuando me pongo nervioso no controlo mi fuerza».
-Álvaro, 16 años
En un centro de menores
Soy tranquilo, pero se me cruzan los cables. Con 13 años empecé con los porros... y eso a la larga te hace daño, ¿no? A los 15 ya me descentré, ni iba a clase ni nada... Estaba todo el día en la calle. Llegaba a casa y mi padre me miraba de arriba abajo. Eso es lo que me molesta. No me gusta que me controlen. Un día cogí la PlayStation y casi se la estampo en la cara. Solo me acuerdo de la última vez que le di, del puño que le metí. Le metí un papo que le puse un ojo morado. Estuvo un mes sin hablarme... Ya me tenía miedo. Imagínate que tienes un hijo que está 'to' loco; a mí se me va 'mogollonazo' la cabeza».
-Belén, 17 años
En un piso tutelado
Mi madre es enfermera. Mi padre murió. Tengo un problema con la agresividad. Llevo un año practicando kárate y me ha ayudado un montón; me descarga... He ido a psicólogos, pero nada. Voy allí a recordar y recordar. Prefiero estar sola, se me pasa antes. Le he pegado a mi madre, pero ella también a mí. Una vez con una cuchara de madera. Seguirá siendo mi madre, pero no le perdono que me denunciase. Hasta el día del juicio no lo reconoció».
Hablan los padres
-Remedios, 45 años
Yo me machaco mucho. Creo que soy la culpable de que él esté internado en un centro... No quiere que lo llamemos. Tengo cuatro hijos: uno de mi primer marido y tres de mi segunda pareja. Él es el mayor de estos tres. Me tiene manía... A mí; a su padre, no. Y eso que yo le compraba ropa o las zapatillas de marca; a lo mejor su padre no quería y yo a escondidas se lo compraba. Soy muy blanda. Conmigo ha conseguido todo lo que ha querido... La primera vez que me pegó, no le dije nada a su padre. Pero ya después, las otras veces, me entró el miedo. Pusimos cerrojos en las habitaciones».
-Ángela, 51 años
Mi hija es adoptada. Era una niña dulce, pero con un pronto... Ha estado muy mimada. De pequeña pedía y yo le decía: 'Ahorra...'. Mi marido le daba más caprichos. Cuando murió, ella estaba como perdida; tenía 11 años. Yo me vi muy mal porque tenía que llevar toda la responsabilidad... Empezaron los gritos, los insultos. Se pasaba 12 horas seguidas con el ordenador. Se levanta a las tres de la tarde. Se echó un novio de 21 años... En la última agresión me cogió por el cuello. Tengo un parte de lesiones. Pero como empezó con 13 años tampoco me aceptaban denuncias ni nada. Y ahí he vivido un año y pico de infierno».
TÍTULO: EN PRIMER PLANO, Misioneros ¡Nosotros nos quedamos!,.
En primer plano
Amanda, una adolescente de Badajoz, relata con naturalidad la agresión que colmó el vaso. Sus padres la denunciaron y el juez de Menores le impuso dos años en régimen de semilibertad en un piso tutelado. Tenía 14 años. Es hija única. Su madre es ama de casa; su padre, empresario agrícola. «Mi madre es más floja, mi padre es más rígido. Pero me cae mejor mi padre», confiesa. Niña mimada. «Yo no tengo problemas de dinero, ni de ropa ni de nada... Mi armario se cae abajo. Si pedía dinero, me lo daban». No hacía tareas en casa. «Me lo exigían, pero yo no hacía caso. Es mejor que haya normas porque, si no las hay, te desmadras más», reconoce.
Amanda es carne de estadística. Las denuncias por agresiones de hijos a padres se han multiplicado por cuatro en estos cinco años. En 2012 se contabilizaron 4936 casos en la Fiscalía de Menores. Pero solo es la punta del iceberg. Muchos padres no denuncian por vergüenza, por que se sienten culpables, por que les da pena que sus retoños se vean privados de libertad o incluso por miedo a su reacción cuando salgan, como explica Javier Urra, director de la Sociedad Española para el Estudio de la Violencia Filio-Parental. «Es un tema tabú, pero que va a más».
Pero Amanda es, sobre todo, un misterio. ¿Por qué actúa así? Es un misterio que desespera a los padres, que desconcierta a los propios adolescentes agresores y que intriga a los expertos. No es una violencia exclusiva de familias con bajo nivel económico o sin estudios. «En el 60 por ciento de los casos, al menos uno de los progenitores es licenciado universitario», subraya Jordi Royo, asesor del centro terapéutico Amalgama-7, en Cataluña.
Es un fenómeno que se reproduce en muchos países del Primer Mundo. Un tercio de las 85.000 llamadas recibidas en una línea telefónica británica de ayuda están relacionadas con casos de violencia de hijos a padres, sobre todo a madres. Y un estudio de la Universidad de Oxford confirma que el 87 por ciento de las víctimas son madres. Por otra parte, los hijos adoptados tienen un 33 por ciento más de posibilidades de agredir que los biológicos. Otra encuesta, en el País Vasco, sitúa en el 3,2 por ciento los menores que admiten haber agredido físicamente a sus padres más de seis veces en el último año, cifra que aumenta hasta el 14 por ciento en los casos de violencia psicológica (insultos y amenazas), según Roberto Pereira, director de Euskarri.
¿Qué está pasando? Es la pregunta que se hicieron Domingo Barbolla, Esther Masa y Guadalupe Díaz, investigadores de la Universidad de Extremadura, que han abordado el problema desde la antropología. Obtuvieron permiso para entrevistarse con menores que habían agredido a sus padres y con las víctimas de sus ataques. Y sus conclusiones se plasman en el libro Violencia invertida. Cuando los hijos pegan a sus padres (Editorial Gedisa). «No es una cuestión de pérdida de valores... Es algo más profundo. Estamos asistiendo a un cambio radical en la manera en que ejercemos la autoridad», explica Barbolla. Los valores siguen estando ahí, pero falta la correa de transmisión para que los padres los inculquen a los hijos.
La sociedad ha entrado en un bucle. Por una parte, los padres han renunciado al uso de la coacción. Por otra, se judicializan los conflictos. Los padres, impotentes, no ven otra salida que la denuncia en comisaría. «Antes teníamos otros actores que hacían de mediadores: familiares, vecinos e incluso sacerdotes que buscaban una solución».Desorientados, los progenitores suelen dar bandazos entre dos modelos pedagógicos incompatibles: el autoritario y el permisivo. Ninguno sirve. «El modelo autoritario termina provocando una rebelión del hijo presionado. Y el permisivo, que despoja de cualquier herramienta coactiva a padres y profesores, es inviable. En cualquier sociedad se necesita cierto grado de fuerza a la hora de imponer normas».
¿Lo ideal? «Un modelo intermedio de influjo democrático, pero estructurado desde una jerarquía. Un proceso en el cual la libertad y la independencia de los hijos se registren progresivamente, acordes con su edad o madurez, y donde la disciplina y la autoridad se hagan presentes en su justa medida», afirma Barbolla.
Pero es un modelo difícil de implantar en una sociedad donde predominan las familias triangulares, con un solo hijo 'reinando' en el 21 por ciento de los hogares, al que se cubre de atenciones. Hijos que son aprendices de déspotas. Y aprenden rápido... La edad media de inicio de la violencia se sitúa a los 11 años. Pero es algo que se ve venir. «Las actitudes despóticas en críos que no alcanzan los tres años son ya evidentes en las guarderías. A algunos padres sobreprotectores les cuesta entender que sus hijos se comportan como se les exige gracias al establecimiento de normas y al predominio de la colectividad sobre el individuo. En este espacio, el niño aprende a estar en grupo, a compartir los recursos, a esperar su turno», describe Barbolla. En las familias triangulares, el juego existe de un modo distinto. «Los progenitores procuran divertir a su pequeño privándole de la experimentación del fracaso si no acierta a coger la pelota...».
El resultado: no se tolera la frustración.Los niños que pegan a sus padres no son perversos o psicópatas; son el producto de un fracaso educativo, en especial en la transmisión del respeto. Argumentan los sociólogos que en la etnia gitana, reverencial con sus mayores, no suelen darse estas conductas. Hay más causas: el consumo de drogas, incluida la tecnológica; o los nuevos modelos de familia: una de cada cuatro ya es monoparental. Y un patrón que se repite: la ausencia de padre, que puede ser física o emotiva. Según el pedagogo Aldo Naouri, la presencia del padre es necesaria como elemento moderador entre madre e hijo y, sobre todo, entre madre e hija. El padre solía ser el que decía «no». «Si le he dado todo, ¿por qué me pega?, nos preguntaban algunas madres, perplejas», recuerda Barbolla. Amanda alega que sin darse cuenta empezó a llevarse mal con la suya. Dejaron de hablar. Solo coincidían a la hora de comer. «Discutíamos por cualquier tema... Claro, mi madre me daba tantos caprichos que abrió los ojos y dijo: 'Hasta aquí'. Y yo quería más y más».
El menor que se atreve a agredir y se sale con la suya experimenta, además, el vértigo del poder. Amanda recuerda que una vez acorraló a su madre. «Quería llamar a mi padre, pero le arranqué el teléfono. Intentaba abrir la puerta y yo no le dejaba... La insultaba, la cogí del pelo y la tiré al suelo...».Todo es como un mal sueño ahora. ¿Reincidirá Amanda? Por lo pronto, cuando quiere comprarse alguna prenda de ropa, lo hace con su dinero ahorrado de Reyes o con el de sus pagas. ¿Su futuro? «Me gustaría ser psicóloga, pero hay que estudiar mucho [se ríe]. No me veo capaz».
Hablan los hijos
-Mario, 17 años
Denunciado por maltrato en el ámbito familiar
No me gusta que me lleven la contraria. Mi padre es arquitecto; mi madre, maestra. Mi madre es más pesada, siempre estaba encima de mí. Y mi padre hace lo que ella dice, no quiere problemas. Fui a un buen colegio. Antes aprobaba; ahora, no... Estaba mucho tiempo con el ordenador, y mi madre me decía que me quitara y yo que no, hasta que me quitaba los cables. Nunca le he dado dos hostias, solo empujones, pero cuando me pongo nervioso no controlo mi fuerza».
-Álvaro, 16 años
En un centro de menores
Soy tranquilo, pero se me cruzan los cables. Con 13 años empecé con los porros... y eso a la larga te hace daño, ¿no? A los 15 ya me descentré, ni iba a clase ni nada... Estaba todo el día en la calle. Llegaba a casa y mi padre me miraba de arriba abajo. Eso es lo que me molesta. No me gusta que me controlen. Un día cogí la PlayStation y casi se la estampo en la cara. Solo me acuerdo de la última vez que le di, del puño que le metí. Le metí un papo que le puse un ojo morado. Estuvo un mes sin hablarme... Ya me tenía miedo. Imagínate que tienes un hijo que está 'to' loco; a mí se me va 'mogollonazo' la cabeza».
-Belén, 17 años
En un piso tutelado
Mi madre es enfermera. Mi padre murió. Tengo un problema con la agresividad. Llevo un año practicando kárate y me ha ayudado un montón; me descarga... He ido a psicólogos, pero nada. Voy allí a recordar y recordar. Prefiero estar sola, se me pasa antes. Le he pegado a mi madre, pero ella también a mí. Una vez con una cuchara de madera. Seguirá siendo mi madre, pero no le perdono que me denunciase. Hasta el día del juicio no lo reconoció».
Hablan los padres
-Remedios, 45 años
Yo me machaco mucho. Creo que soy la culpable de que él esté internado en un centro... No quiere que lo llamemos. Tengo cuatro hijos: uno de mi primer marido y tres de mi segunda pareja. Él es el mayor de estos tres. Me tiene manía... A mí; a su padre, no. Y eso que yo le compraba ropa o las zapatillas de marca; a lo mejor su padre no quería y yo a escondidas se lo compraba. Soy muy blanda. Conmigo ha conseguido todo lo que ha querido... La primera vez que me pegó, no le dije nada a su padre. Pero ya después, las otras veces, me entró el miedo. Pusimos cerrojos en las habitaciones».
-Ángela, 51 años
Mi hija es adoptada. Era una niña dulce, pero con un pronto... Ha estado muy mimada. De pequeña pedía y yo le decía: 'Ahorra...'. Mi marido le daba más caprichos. Cuando murió, ella estaba como perdida; tenía 11 años. Yo me vi muy mal porque tenía que llevar toda la responsabilidad... Empezaron los gritos, los insultos. Se pasaba 12 horas seguidas con el ordenador. Se levanta a las tres de la tarde. Se echó un novio de 21 años... En la última agresión me cogió por el cuello. Tengo un parte de lesiones. Pero como empezó con 13 años tampoco me aceptaban denuncias ni nada. Y ahí he vivido un año y pico de infierno».
TÍTULO: EN PRIMER PLANO, Misioneros ¡Nosotros nos quedamos!,.
Misioneros ¡Nosotros nos quedamos!,.
Cuando todos se van, ellos se quedan.
Más de 14.000 misioneros españoles viven repartidos por el mundo.
Guerras, enfermedades, pobreza extrema..., muchos ponen en riesgo sus
vidas. El ébola los ha puesto en el punto de mira. Estos son los
testimonios de algunos hombres y mujeres buenos.
No somos héroes, que quede claro. No me gusta
cuando la gente dice eso de: Se quedan cuando todos se van. Nos quedamos
porque nos consideramos uno más, porque queremos ayudar a la
población». Mikel Larburu es un padre blanco. tiene 70 años y cuatro
décadas de servicio misionero en Argelia a sus espaldas. Y
aunque no le guste, lo cierto es que este vasco de Zumaya es de los que
se quedan cuando todos se van. Y no es el único. Esa predisposición al
sacrificio es inherente a la labor de los más de 14.000 misioneros
españoles España es la mayor potencia mundial en este ámbito que
desempeñan sus tareas en más de 130 países.Sin ir más lejos, Larburu se
quedó en Argelia cuando todos los occidentales salieron en estampida del
país.
Allí, de 1991 a 2002, vivió una guerra civil mientras asistía, impotente, a la muerte de miles de personas más de 200.000, incluidos 19 religiosos y cuatro compañeros de su propia organización.Luis Pérez también es de los que se quedan cuando todos se van. Toledano y misionero javeriano de 63 años, Pérez lucha hoy contra el ébola en Makeni, el gran enclave urbano del norte de Sierra Leona. En este país, el virus se ha cobrado la vida de más de 1300 personas y en Makeni se encuentra uno de los grandes focos de la enfermedad. Pérez regresó hace poco al país, donde ya vivió entre 1996 y 2002, en plena guerra civil. Entonces se quedó hasta el final, siguiendo lo que él llama el 'protocolo' para estos casos: «Quedarte con la población con la que estás».
Y eso que en su primera estancia pasó dos semanas secuestrado por los rebeldes junto con otros cinco javerianos, un arzobispo y seis misioneras, cuatro de las cuales fueron asesinadas.«Ahora he vuelto a un país recuperado de la guerra, que vivía un crecimiento positivo y de pronto... el ébola», dice el misionero, subrayando que una vez más no piensa abandonar. Y eso a pesar del panorama que describe. «Familias enteras están siendo destruidas; ves a los llamados 'huérfanos del ébola', niños que todos rechazan por miedo al contagio; el personal sanitario está siendo diezmado; los hospitales se quedan inoperativos por falta de médicos, enfermeros y recursos; la economía está paralizada, desaparecen puestos de trabajo; se cierran escuelas, academias y universidades; las parroquias y comunidades cristianas ven reducidas sus actividades al estar prohibidas las reuniones y concentraciones; hay restricciones de circulación para personas y mercancías; suben los precios de productos básicos; el país está aislado...».
Pérez, como el resto de los misioneros que permanecen y permanecerán en los países afectados, continúa trabajando, confiando en no seguir el destino de Miguel Pajares y Manuel García Viejo, sus dos colegas españoles fallecidos por ébola tras ser repatriados a España. «Confiamos en el Señor dice y en las personas que trabajan por un mundo más humano, justo y en el que se pueda vivir con dignidad».
Juan Antonio Fraile
Misionero Comboniano 54 años, pasó 12 en el Congo y vivió dos guerras, con cinco millones de muertos.
"Se oían tiroteos, mujeres pidiendo auxilio... y no podíamos hacer nada"
Una Navidad, nos avisaron: 'Vienen a por ustedes'. Huimos a la selva y pasamos 15 días bajo una lona atada a cuatro árboles. Bebíamos agua del río y comíamos lo que nos traían los de la aldea a escondidas». Juan Antonio Fraile pasó 12 años en el Congo viendo cómo el odio lo deshumanizaba todo a su alrededor durante dos conflictos que se cobraron cinco millones de vidas. «Durante la guerra, por la noche, nos escondíamos recuerda. A veces oíamos voces: Estos padres deben de andar por aquí. Se nos cortaba la respiración. Se oían tiroteos, mujeres pidiendo auxilio... y no podías hacer nada. Al ver tantas atrocidades, pensaba: Lo que somos capaces de hacer, Dios mío, cuando nos alejamos de tu doctrina». Cuando volvió a España, se estremecía ante el ruido de unos petardos navideños. Su mente estaba en otro lugar. «He pasado mucho miedo, pero deseo volver al Congo».
Antes de aquello, el 27 de diciembre de 1994, llamaron a la puerta de nuestra misión en la Cabilia donde había cuatro misioneros diciendo que era la Policía. Todos fueron asesinados. En aquellos días pasamos mucho miedo. Imagina que te dicen: Esta noche han matado a 350 en un pueblecito ahí al lado. Piensas: ¿Cuándo me tocará a mí?. Cuando fui nombrado provincial, viajaba mucho en coche visitando a mi gente. Siempre iba solo, salía a las 4:30 y pensaba: Quizá sea mi último día. Los extranjeros éramos muy apreciados para secuestros y ¿qué iba a hacer? Tenía que visitar a mis compañeros en aldeas aisladas». Larburu regresó a Europa para participar en un programa de integración del pueblo musulmán, pero una embolia trastocó sus actividades. Ya recuperado, da conferencias y charlas sobre el islam y acaba de publicar en español y en euskera un cómic de origen francés sobre la matanza de los monjes del Atlas.
Muchos hombres que consumen, cuando bucean para pescar langosta o cangrejo con una manguera en la boca y para abajo, o no salen o se quedan parapléjicos. El que sale, si tiene dinero, es trasladado por río hasta San Pedro Sula, aunque suelen llegar tarde al hospital. Con los supervivientes intentábamos hacer rehabilitación. Allí las situaciones te sobrepasan, sobre todo los asesinatos y el uso de niños como recaderos de la droga. Donde pasamos miedo de verdad fue en el Congo. Éramos tres y habíamos construido un orfanato. Los radicales nos querían echar y pasaban las noches abriendo y golpeando las ventanas. Del miedo, chicos de 13 años se hacían pis en la cama». Ahora, Virginia y Juan Carlos están en Madrid, de paso hacia Mozambique, donde intentarán cumplir su deseo de ser padres.
Allí, de 1991 a 2002, vivió una guerra civil mientras asistía, impotente, a la muerte de miles de personas más de 200.000, incluidos 19 religiosos y cuatro compañeros de su propia organización.Luis Pérez también es de los que se quedan cuando todos se van. Toledano y misionero javeriano de 63 años, Pérez lucha hoy contra el ébola en Makeni, el gran enclave urbano del norte de Sierra Leona. En este país, el virus se ha cobrado la vida de más de 1300 personas y en Makeni se encuentra uno de los grandes focos de la enfermedad. Pérez regresó hace poco al país, donde ya vivió entre 1996 y 2002, en plena guerra civil. Entonces se quedó hasta el final, siguiendo lo que él llama el 'protocolo' para estos casos: «Quedarte con la población con la que estás».
Y eso que en su primera estancia pasó dos semanas secuestrado por los rebeldes junto con otros cinco javerianos, un arzobispo y seis misioneras, cuatro de las cuales fueron asesinadas.«Ahora he vuelto a un país recuperado de la guerra, que vivía un crecimiento positivo y de pronto... el ébola», dice el misionero, subrayando que una vez más no piensa abandonar. Y eso a pesar del panorama que describe. «Familias enteras están siendo destruidas; ves a los llamados 'huérfanos del ébola', niños que todos rechazan por miedo al contagio; el personal sanitario está siendo diezmado; los hospitales se quedan inoperativos por falta de médicos, enfermeros y recursos; la economía está paralizada, desaparecen puestos de trabajo; se cierran escuelas, academias y universidades; las parroquias y comunidades cristianas ven reducidas sus actividades al estar prohibidas las reuniones y concentraciones; hay restricciones de circulación para personas y mercancías; suben los precios de productos básicos; el país está aislado...».
Pérez, como el resto de los misioneros que permanecen y permanecerán en los países afectados, continúa trabajando, confiando en no seguir el destino de Miguel Pajares y Manuel García Viejo, sus dos colegas españoles fallecidos por ébola tras ser repatriados a España. «Confiamos en el Señor dice y en las personas que trabajan por un mundo más humano, justo y en el que se pueda vivir con dignidad».
Juan Antonio Fraile
Misionero Comboniano 54 años, pasó 12 en el Congo y vivió dos guerras, con cinco millones de muertos.
"Se oían tiroteos, mujeres pidiendo auxilio... y no podíamos hacer nada"
Una Navidad, nos avisaron: 'Vienen a por ustedes'. Huimos a la selva y pasamos 15 días bajo una lona atada a cuatro árboles. Bebíamos agua del río y comíamos lo que nos traían los de la aldea a escondidas». Juan Antonio Fraile pasó 12 años en el Congo viendo cómo el odio lo deshumanizaba todo a su alrededor durante dos conflictos que se cobraron cinco millones de vidas. «Durante la guerra, por la noche, nos escondíamos recuerda. A veces oíamos voces: Estos padres deben de andar por aquí. Se nos cortaba la respiración. Se oían tiroteos, mujeres pidiendo auxilio... y no podías hacer nada. Al ver tantas atrocidades, pensaba: Lo que somos capaces de hacer, Dios mío, cuando nos alejamos de tu doctrina». Cuando volvió a España, se estremecía ante el ruido de unos petardos navideños. Su mente estaba en otro lugar. «He pasado mucho miedo, pero deseo volver al Congo».
Mikel Larburu
Misionero
de África. Padres Blancos, 70 años, 40 años en Argelia, vivió la
guerra civil, en la que 19 religiosos fueron asesinados.
"Cada día pensaba: 'Quizá hoy sea el último'"
Cuando el conflicto estalló rememora Larburu, el obispo de Orán, Pierre Claverie, nos dijo: Si
alguno desea partir, es libre, pero la Iglesia de Argelia se queda. No
abandonará a su pueblo. Nos quedamos unos 200 religiosos y, en año y
medio, fueron asesinados 19; entre ellos, cuatro padres blancos y el
propio obispo. El episodio más cruento fue la matanza de siete
monjes trapenses en Tibhirine el 21 de mayo 1996. Oficialmente se señaló
a un grupo islámico. Otros insinúan que el Ejército confundió a los
monjes con terroristas y, al ver que eran religiosos, los decapitaron
para culpar a los islamistas. Para colmo, en el funeral se abrieron los
ataúdes y dentro solo había cabezas y tierra. No se sabe bien qué pasó. Antes de aquello, el 27 de diciembre de 1994, llamaron a la puerta de nuestra misión en la Cabilia donde había cuatro misioneros diciendo que era la Policía. Todos fueron asesinados. En aquellos días pasamos mucho miedo. Imagina que te dicen: Esta noche han matado a 350 en un pueblecito ahí al lado. Piensas: ¿Cuándo me tocará a mí?. Cuando fui nombrado provincial, viajaba mucho en coche visitando a mi gente. Siempre iba solo, salía a las 4:30 y pensaba: Quizá sea mi último día. Los extranjeros éramos muy apreciados para secuestros y ¿qué iba a hacer? Tenía que visitar a mis compañeros en aldeas aisladas». Larburu regresó a Europa para participar en un programa de integración del pueblo musulmán, pero una embolia trastocó sus actividades. Ya recuperado, da conferencias y charlas sobre el islam y acaba de publicar en español y en euskera un cómic de origen francés sobre la matanza de los monjes del Atlas.
Juliana Bonoha
Misionera
de la Inmaculada Concepción, 70 años, trabajó en el hospital de San
Juan de Dios, en Monrovia (Liberia), repatriada junto con Miguel
Pajares, fallecido por ébola.
"El hermano Miguel no quería dejar Liberia si no salíamos todas"
De
niña, en Guinea, aprendí a leer con las Misioneras de la Inmaculada y,
al acabar los estudios, me fui con ellas. Pasé cinco años en Monrovia,
en el hospital de San Juan de Dios, encargada del almacén. Un
día el director se puso malo, pero los análisis dieron negativo. Cuando
le hicieron nuevas pruebas, ya era tarde. Todos estaban contagiados.
Fueron muriendo uno a uno, hasta que hubo que cerrar el hospital. Yo fui
repatriada con el hermano Miguel Pajares. Él se negaba a dejar Liberia
si no salíamos todas. Al final lo convencieron. Los gobiernos africanos
son culpables de todo esto. Si África fuera pobre..., ¡pero es
que tenemos más riqueza que nadie! En Liberia, gran productora de
caucho, los hospitales públicos son caros, no te atienden si no compras
las medicinas; y la educación no es obligatoria ni gratuita. En el
hospital, nunca se le negó ayuda a nadie. Cuando cundió el pánico,
muchos abandonaban a sus familiares a las puertas del centro, escondidos
para evitar ser tratados como apestados». Bonoha trabaja ahora con la
Fundación Signos Solidarios de las Misioneras de la Inmaculada.
Virginia Cuenca y Juan Carlos García
Misioneros
Vicencianos laicos, 41 y 49 años, respectivamente ,último destino:
Moskitia (Honduras), una de las zonas más aisladas del mundo y
controlada por el narco.
"Aquí, la gente muere de dolencias comunes porque no hay hospitales ni medicinas"
Enfermera, ella; técnico en enfermería, él; se conocieron en unos cursos y se fueron a la Moskitia (Caribe hondureño). «Es
lo más alejado de la civilización cuentan. No hay luz ni agua, y toda
la población es indígena. Es un lugar bellísimo, Reserva de la Biosfera y
todo, pero también zona de paso del narcotráfico. Las grandes mafias
tienen allí sucursales y las maras son sus sicarios. Aunque
también ayudan a los huérfanos de los desaparecidos en ajustes de
cuentas: les compran libros, mochilas... Nosotros hacíamos labor
pastoral, alfabetización, atención sanitaria. Allí no hay hospitales ni
medicamentos, y la gente no se muere de malaria o sida, sino por
dolencias comunes. Por no hablar de los estragos de la droga. Muchos hombres que consumen, cuando bucean para pescar langosta o cangrejo con una manguera en la boca y para abajo, o no salen o se quedan parapléjicos. El que sale, si tiene dinero, es trasladado por río hasta San Pedro Sula, aunque suelen llegar tarde al hospital. Con los supervivientes intentábamos hacer rehabilitación. Allí las situaciones te sobrepasan, sobre todo los asesinatos y el uso de niños como recaderos de la droga. Donde pasamos miedo de verdad fue en el Congo. Éramos tres y habíamos construido un orfanato. Los radicales nos querían echar y pasaban las noches abriendo y golpeando las ventanas. Del miedo, chicos de 13 años se hacían pis en la cama». Ahora, Virginia y Juan Carlos están en Madrid, de paso hacia Mozambique, donde intentarán cumplir su deseo de ser padres.
María Peral
Misionera de África, 74 años, 50 años en África, Provincial en Argelia, Túnez y Mauritania.
"La gente te protege. Nos dicen: 'Sois nuestra esperanza'"
No
hay destinos duros. Estamos donde podemos ser útiles, dice Peral, pero,
si he de mencionar un país donde te juegas la vida, ese es Mauritania.
Allí no solo matan a europeos y religiosos, también entran en los
pueblos y lo arrasan todo. La gente nos protegía. Nos decían:
Vuestra presencia es la razón de nuestra esperanza. Soy feliz por haber
ayudado a muchas mujeres, aunque también he sentido impotencia. Un día
entré en una casa y faltaba la hija pequeña, de seis años. La familia de
mi marido se la ha llevado para casarla', me dijo su madre. Yo pensé:
'Esto es una forma de violación'». María lleva un año en Madrid
ayudando en dos dispensarios donde atienden a más de cinco mil
emigrantes. Añora volver a África. «Iré», asegura, rotunda.
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