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La boda de un amigo me hizo ir a Mallorca. Últimos días del verano, de otro verano más de los contados que habrá en mi vida. Mientras flotaba panza arriba en el Mediterráneo, prolongué cuanto pude el instante como si al salir del agua me esperara la ejecución de una sentencia, la de galeote en la M-30. Añoro el tiempo en que llevaba una vida estacional y me las arreglaba para tener dos veraneos al año, el boreal y el austral.
Aparte de para bailar Grease en chaqué, aproveché el viaje a Mallorca para hacer un pequeño peregrinaje literario. Se supone que me gusta visitar las casas de los escritores admirados cuando quedaron tal y como ellos las dejaron. Es como un esqueleto existencial del hombre que ahí hubo y que algo ayuda a comprenderlo mejor, al menos en lo nimio. Lo que me ocurre es que siempre llego a esas casas cuando no pueden ser visitadas porque es festivo o porque justo la demolieron y en su lugar ahora está la franquicia de una empresa de fast-food. Me pasó con la de Hemingway en Cojímar. Apenas pude entreverla aupándome a un muro, como un furtivo que quisiera robar. Y me ocurrió durante este viaje a Mallorca con la de Robert Graves en Deiá.
La hermosísima sierra de la Tramuntana, que al volante de un coche exige en algunas curvas comportamientos heroicos, tiene una virtud incomparable: es una muralla que se hace inexpugnable a lo mundano. Quiero decir que uno puede venir de los bullicios, las fiestas, los yates y los hombros tostados de la costa, y encontrarse de pronto con que, en apenas unos kilómetros, se ha ido a un lugar apenas frecuentado por esforzados ciclistas que no comprendo cómo no caen muertos por el esfuerzo ahí mismo y por esos artistas más o menos cavernarios que dotaron los pueblos serranos de su barniz bohemio. Ahí se vive en un doble aislamiento: el propio de la isla y el agregado de las montañas. Aislados entre los aislados, sólo con esas carreteras que se despeñan literalmente al mar. Si destruyeran el túnel de Sóller, esa trampa del conductor que se hurta la hazaña en la montaña, así como el trencito montés al que los turistas reciben con el brazo del selfie enhiesto como si a bordo volviera del exilio un caudillo, ahí dentro podría comenzar sin que nos enteráramos una civilización nueva como en los argumentos de William Golding.
La casa de Graves estaba cerrada. Apenas la divisé, como la de Hemingway, encaramado como un ladrón entre árboles frutales. Me sorprendió que esa casa no constituyera un tercer aislamiento, porque está volcada a la carretera en la entrada del pueblo de Deiá. Hay un rostro enorme del escritor como reclamo turístico, lo cual no sé si me agrada, porque a uno no le gusta que se le hagan masivas sus devociones ni que le conviertan la literatura en estaciones de un parque temático. De todos modos, y durante cuarenta años, Robert Graves escribió muy lejos de todo. En su caso no supuso un problema, porque sus fuentes fueron las de la erudición clásica, lo cual permite levantar una obra magna sin rozarse apenas con el ruido de la calle, con las grandes arterias cosmopolitas, como esos cafés de la gran Europa en los que resulta fácil imaginar a Stefan Zweig tomando apuntes. Pero el aislamiento elegido es algo contra lo cual siempre se revolverá mi voluntad de aficionado a la literatura. Supongo que porque mi acercamiento a la escritura es periodístico, es el del reportero, por lo cual poner mares y montañas entre uno mismo y todo aquello que anhela ser contado se me antoja una traición a la vocación. Otra cuestión son las edades. El momento ése en el que hasta los piratas de Conrad desembarcan con el baúl.
Pasé por el cementerio, claro. Quietud, silbidos del viento, el mar ahí abajo. Lápidas modestas entre arbustos y en un espacio tan comprimido que resulta imposible caminar sin la sensación de ir pisando huesos. No fue fácil encontrar la de Graves, cuyo nombre, casi borrado, fue rotulado de una manera basta, como pasando un punzón antes de que el cemento secara.
TÍTULO: LA CARTA DE LA SEMANA - ,. DE CAMINO POR ASTURIAS ( I ),.
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En Ribadesella lo dejé y en Ribadesella lo retomé. Echar a caminar a primera hora de la mañana desde el paseo en el que se contempla su exultante y elegante playa es una invitación a vivir por un instante sumergido en esa distinción que tiene el Norte. Es un camino moteado de piedras de indianos, un sube y baja permanente desde los cielos hasta los hoyos. Es poner a prueba las piernas, el peso en la espalda, el cansancio inmediato. Tereñes, San Esteban de Leces y, más allá, la playa de Vega donde rompía el mar con esa inclemencia que a veces gasta el Cantábrico y que invita a contemplarlo con prudente distancia. Todo cerrado a esas horas y en esos días. Menos mal que Abel de Güeyumar, la brasa perfecta, me socorrió con un café reparador antes de que anduviera por la vera de algunos riscos camino de Colunga y Sebrayo, con estratégica parada en La Isla. Hasta Villaviciosa parece acabarse toda energía. Pero una reparadora fabada de sidrería Bedriñana me devolvió a la vida, me insufló el sabor que uno espera encontrar en los prados norteños, esos que van a morir a la misma orilla del mar. La ría de Villaviciosa vista desde Misiego después de una tormenta es una postal a guardar en la carpeta de imprescindibles, una pequeña salvajada hermosa y doméstica. Me las prometía muy felices: al día siguiente me esperaba Gijón en lo que consideraba que era un paseo triunfal y relajado, entre vaques y praus, bucólico y sencillo, acompañado de la brisa que siempre parece regalar aquel paisaje de allá arriba, parando de vez en cuando a saborear la sidra y algún pixin como el que me había ofrecido La Parrera al salir de Llanes tiempo atrás y que aún me pasea por el gusto. Qué equivocado estaba. El día fue de calor sahariano y el Camino, que se hace cuesta arriba tan solo dejar la bella Villaviciosa que tanto me sugestionó, es poco menos que la muerte a pellizcos. Das más vueltas que un tonto para llegar al pie de la subida al Alto de la Cruz el Cebreiro asturiano y cuando subes quisieras no haber venido: un desnivel de cuatrocientos metros te espera durante los próximos tres kilómetros o así en un día en el que lo más probable es que te acuerdes del apóstol. Muy agreste a ratos, por asfalto otros, creí desfallecer. Menos mal que en el valle de Peón me esperaba Casa Pepito con las puertas recién abiertas y una cerveza helada que no olvidaré mientras viva. Claro que sólo era el principio. Aún quedaba el Alto de Curbiello, de menor intensidad si se quiere, pero que te pilla con las piernas un tanto agotadas y se te asemeja el Tourmalet. Todo tiene su compensación: ver Gijón allá a lo lejos, abajo, te llena los pulmones de aire y el estómago de esperanzas. Más de treinta kilómetros desde la salida a la llegada se antoja una tortura, pero cuando vas al Norte del Norte, sabes que tendrás que vivir en un permanente tobogán, inacabable, agotador. Hermoso también, está claro, que si no iba a hacer el Camino su tía. Llegar a Cabueñes y alcanzar la impresionante y conchuda (no en términos porteños) playa urbana de San Lorenzo es una prueba de paciencia a cuenta de las revueltas que el caprichoso trazado te obliga a hacer. Pero llegas. Y sólo piensas entonces dónde vas a dar cuenta de la fabada del día, previo paso por las tabernas y sidrerías. Herminio, de La Ciudadela, me dio fabes como si se fuera a acabar el mundo y un licor llamado Cilantro que también, como el del día anterior, me devolvió a la vida. Sólo tenía tiempo para jugar un mus con amigos antes de caer rendido acordándome de los muertos y los vivos de mis amigos de Villaviciosa que no quisieron avisarme de lo que me esperaba. Al día siguiente me esperaba otra tirada hasta Avilés y no era cosa de malgastar energías.
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