Rocío Márquez: "A mis críticos los llamo 'mis queridos talibanes', pero desde el amor..."
Huelva, 1985, cantaora. En 2008 gané la
Lámpara Minera del Festival del Cante de las Minas. Mi nuevo disco es
'El niño'. Acabo de cantar en el Museo de la Universidad de Navarra:
Granados, Albéniz y Falla.
XLSemanal. ¿Qué hace una flamenca cantando en un museo de arte contemporáneo en Pamplona?
Rocío Márquez. Es un museo muy especial, en medio del campus de la Universidad de Navarra, y tiene un enorme y magnífico auditorio. Si no me inspiro aquí, no me inspiro en ningún lado: aquí estamos rodeados de arte.
XL. Su madre trabaja en un hospital; su padre es profesor de Enfermería; usted es rubia, de ojos verdes y no tiene la voz rajada. ¿En serio es cantaora?
R.M. No encajo mucho en los perfiles flamencos de siempre, ¿no? No me extraña que algunos puristas se enfaden tanto conmigo... [Ríe].
XL. Tampoco fuma, bebe ni quiere ver una copa con hielo. De flamenca, poco.
R.M. ¡Vamos, que soy muy aburrida! Cuando era una enana, quería encajar a la fuerza en los modelos establecidos: me teñía el pelo de negro y me lo rizaba mucho, me pintaba todos los lunares que podía y me colgaba todos los corales que pillaba. Hasta que decidí aceptar la situación y tirar palante.
XL. Donde va tiene a los flamencos divididos y a algunos, soliviantados.
R.M. Si canto flamenco clásico no me critican, pero si innovo... Los más puristas tienen una visión museística por temor a que se pierdan las esencias. Pero no hay que embalsamar las cosas: se nos pueden morir. Tengo claro que lo que no está vivo está muerto.
XL. ¡Eso, seguro!
R.M. [Ríe]. No hay que tener miedo a innovar: todos pensamos lo mismo, y el punto de amor a la tradición lo tenemos todos. Por eso, aunque nos demos caña, en el fondo nos queremos.
XL. Cuenta que a veces ha tenido que escuchar cosas que son como para irse de cabeza al psicólogo.
R.M. Sí [ríe]. Y de hecho voy para no matarme con nadie cuando oigo ciertas cosas. Pero tengo muy mala memoria para recordar lo que me quema la sangre. Yo le recomiendo el psicólogo a todo el mundo: ayuda mucho a centrarse. Además, hay que dar trabajo a todos...
XL. ¿Pero qué le dicen sus «queridos talibanes»?
R.M. Yo los llamo así desde el amor [sonríe]. A veces tienen expresiones muy machistas, porque el flamenco tiene un punto cerraíllo. Pero ya vamos cambiando y cada vez se escucha menos que una mujer no puede cantar por seguiriyas, o no puede entrar en las peñas flamencas... Yo he tenido mucha suerte: aún no me han mandado a la cocina [risas].
Desayuno,.
'¡Tostás!'
«Me encanta levantarme a las doce y desayunar a las doce y media: tostás con aceite, tomate y jamón y un té. Soy adicta al té. Nada de zumos. La fruta, pa la tarde».
Cena -- Un filete de carne con patatas fritas, tomate y lechuga, beber agua, pan , postre una pera,.
TÍTULO: TRAZOS,. LA CALLE DESVENTRADA,.
foto,.
El otro día enfilé la entrada del gimnasio, con la bolsa sobre el hombro, y vi que esa calle y las colindantes estaban destripadas y con las tuberías fuera, como intestinos sajados. Todo estaba polvoriento, funcionaban taladradoras, circulaban excavadoras, algunos obreros había que se tapaban el sol llevando sobre la cabeza el pañuelo anudado en las cuatro esquinas que yo creía que era cosa de las películas de Tony Leblanc. Me quedé un momento a contemplar el estropicio y al lado se me detuvo un hombre de edad que me dijo: «Qué desastre todo, ¿no?». Empecé a responderle que sí, pero qué se le va a hacer, habrá una avería, estarán cambiando algo, seguro que en unos días la calle está normal, cuando me interrumpió: «No, no, ¡qué coño la calle! Me refiero al país. Qué desastre el país, que te veo en la tele, así que dame una opinión».
Vaya. Así pues, aquello no era una conversación casual entre dos vecinos del barrio, como la que puede tenerse también en un ascensor. Aquello era una adaptación reducida, sin nadie a quien pudiera mandar una factura por mis servicios, de la relación simbiótica televidente/tertuliano. Acabábamos de volver de publicidad. Salgo poco en la tele porque tiene este poder abrasivo, de exposición excesiva. Los periódicos y las radios preservan más. Un solo programa de televisión, unos minutos semanales expuesto en la pantalla, bastan en cambio para que a veces ocurran episodios como este ante los cuales uno jamás sabe cómo huir y evitarse la conferencia sin resultar descortés: «Lo de Pablemos qué, ¿cómo lo ves?». Sin echar moneda, el hombre ya había hecho su selección en la gramola.
Inicié la retirada con las maniobras evasivas acostumbradas: «Es usted muy amable, agradezco su interés, pero es que llego tarde, y tampoco puedo ir por ahí disparando opiniones al aire, que se me acaban». Pero quia, no hubo forma. El hombre no estaba solo. Pertenecía a uno de esos grupos de jubilados a los que les encanta acodarse en las obras para ver sudar a otros y todo lo critican como si los obreros contemporáneos, igual que los toreros, fueran todos peores que los de su época. El hombre pegó un silbido y me señaló, como proponiendo un plan mejor para esa mañana: «¡Mirad, este, que sale en la tele! Lo que no recuerdo es tu nombre, sólo te conozco de cara...». Enseguida me vi embolsado como Von Paulus, sin una grieta por la que huir, con la puerta del gimnasio, en realidad cercana, pero inalcanzable: «Eso, el chico de Pablemos, ¿qué? Venga, empieza». El tono era imperativo. Sólo les faltaba conminarme la opinión agarrándome de las solapas. Y encima apenas dejaban espacio para gesticular, con lo cual no me veía yo en las condiciones favorables para dar el show completo. Por no hablar de que estaba sin maquillar y sin que me diera pie Susanna Griso. ¡Y con un público difícil! Por si todo esto fuera poco, el tema impuesto era delicado. Habría preferido divagar un poco con un tema de precalentamiento, qué sé yo, una interpretación de las encuestas, una reflexión sobre el desprestigio de la Transición... Algo menos comprometido. Pero qué va. Directamente a la sucursal española de la revolución bolivariana.
Bueno, pues me puse en situación. Casi me tiré de la chaqueta para alisarle las arrugas, hasta que me di cuenta de que no llevaba puesta la chaqueta de salir en la tele. A unos pocos metros, el operador de la taladradora me miraba con un rencor evidente: lo había dejado sin público, los jubilados estaban antes instalados en su platea, y ahora se habían deslizado a la mía. Llegó el camión de la Coca-Cola, y por un instante deseé que se fueran todos a mirar cómo lo descargaban, aburridos ya de mí como del operador de la taladradora. Pero qué va. Eran hombres sin prisa. Tenían todo el día por delante para acodarse delante de obras o de tertulianos. Supe que jamás llegaría al entrenamiento. Me pregunté si por lo menos acudiría a las citas de después de comer: «Bien. De aquel espíritu de la Puerta del Sol, tal vez Podemos sea...».
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